Los testigos relatan la muerte de Kenny

Pablo García Gámez

 

 

 

(Tres monólogos de Oscuro de noche)

 

 

Tomás: Me gustaría dormir toda la noche de un solo tirón, pero no puedo. La próstata no me deja. Como un reloj, a media noche tengo que levantarme para orinar; volver a conciliar el sueño es dificilísimo. El viernes me levanté, fui al baño y después me senté en el balcón para fumarme el cigarrito de todas las noches. El sereno estaba sabroso, además mi balcón tiene una vista única. Se ve un aura de luz detrás de la silueta de los edificios y de los cerros oscuros. La noche tiene algo de sobrenatural, de metafísico, algo que no es de esta dimensión. Esperando el sueño, miré hacia abajo y vi que uno de los azotes del barrio ponía peñones en la calle y se metía en uno de los zaguanes de las casas de enfrente. Al rato, poco rato, apareció el primer vehículo: una moto. El muchacho que venía manejándola se dio cuenta a tiempo de la barricada y frenó. En eso, del zaguán salió el azote. El motorizado, como un gato, saltó de la moto, sacó una pistola y disparó, pero no le dio al malandro que fue más rápido y tuvo mejor puntería. Allí quedó el muchacho… tirado en el suelo; con su ropa blanca manchada de rojo pidiendo ayuda; nadie lo escuchó. Nadie. Gemía como un becerro y como un becerro agonizaba en la calle. El malandro hizo su agosto: se quedó con la cartera, la pistola y la moto. El motorizado debe estar en una dimensión de baja espiritualidad. Los que mueren así, por accidente, no se dan cuenta que han fallecido. Y yo me quedé aquí, en esta dimensión, fumándome mi cigarrito y pensando en la próstata.

 

 

Eusebia: Me acostumbré a dormir con los ojos abiertos y con el cuchillo bajo la cama. Una discusión o un tiroteo y a tirarse al piso. Era tarde, tal vez ya era madrugada. A dos casas de aquí estaban los zagaletones que todos los viernes hacen unas fiestas que terminan a trompadas o a balazos. Ellos le dicen fiesta, pero lo que hacen es tomar caña, meterse cosas raras, manosearse y discutir. Como no me dejaban dormir, me levanté y me asomé por la ventana a ver cómo terminaría la tomadera de esa noche. Creía que la fiesta se acabaría a carajazos. Pues acabó en sana paz porque no escuché más música ni gritos ni peleas. Volví a la cama. Casi me duermo viendo la lámpara que le tengo prendida a Santa Lucía; de repente, echó un chispazo feísimo y se apagó. ¡Santa Madre de Dios! Me levanté de nuevo y me asomé. Vi que venía una moto. Esas motos son una plaga: no dejan dormir a nadie. Esta venía a toda velocidad: la llevaba un motorizado vestido de negro con cadena de oro gruesa, gorra y lentes oscuros. Mal augurio, vestido de negro y en moto: delincuente. De repente, aparecieron de la nada cuatro malandros que se tiraron al medio de la calle y dispararon a la moto de frente. ¡Ave María Purísima…! El muchacho cayó al suelo, movía la boca, no alcancé a escuchar lo que decía. Después dejó de moverse. Que Dios me perdone si levanto falso testimonio, pero eso fue una venganza, para mí que ese hombre no era un santico; seguro que hizo algo malo y aquí todo se paga. El efectivo más efectivo es la vida. Se paga y se mata por cualquier cosa: por una novia, por ajuste de cuentas, por una moto o por matar. Antes de que el otro replique… ¡Pum…!!! Un tiro. Los tipos se acercaron y al muerto le sacaron la cartera, le arrancaron la cadena de oro y le quitaron la chaqueta. Uno de ellos agarró la moto y se fue con otro; los otros dos se perdieron en las sombras. No llamé a la policía. ¿Quién va a llamarlos? Puede aparecer un policía bueno, no dudo que los haya, pero, ¿y si aparece un policía de los que les gusta desbaratar la vida llevándola a una comisaría para declarar lo que él quiere oír? Puede pasar cualquier cosa. ¡No, qué va! Ya estoy vieja… quiero pasar mis últimos días en paz. Que Dios me perdone: un zagaletón menos… él se lo buscó.

Tapiz de Elizabeth Starcevic

Cuatriboliao: Estuve vacilándome una rumba buenísima con unos panas. Salgo y camino por la calle… por eso me dicen el Cuatriboliao: caminar de noche es para machos de pelo en pecho y tabaco en la vejiga. De noche no hay un alma, ni los fantasmas se atreven a vagar. ¡Lástima! La noche tiene una brisa que nos arropa como si quisiera hacernos más humanos. No hay tráfico ni humo ni buhoneros que buscan sobrevivir, ni secretarias amargadas ni choferes groseros, ni los empleados que te matraquean: esos se quedan encanados en el día. La gente no sale porque la noche es peligrosa y maldita como si el día, simulacro de realidad, no tuviera sus riesgos. Eso sí: sea de día o de noche, siempre veo para adelante y para atrás y llevo un puñal como Pedro Navaja; nada de estar curdo o trono, por lo menos no mucho, porque te metes en tremendo rollo si andas con los reflejos atrasados. ¿Dónde estaba antes de filosofar? ¡Ya! Iba caminando. Llegando, cerquita de la casa, escucho que viene una moto… viene bajito, parece que anda de paseo. Pasa la moto una esquina y, de una calle, arranca un carro que empieza a perseguirla. La alcanza. Veo dos brazos que salen de las ventanas del carro con tremendos hierros plateados. Se escuchan tres disparos. A lo mejor cuatro, tal vez cinco o seis. En momentos como ese, uno no recuerda mucho… Nada te garantiza que solo estás de público; que por un mal paso, una mirada torcida, un desvío puedas caer en el centro: todo depende de la casualidad. Si el que dispara apunta mal, si la bala rebota, si al que disparan se agacha y la bala sigue su trayecto; si al que disparan viene armado, responde y por mala leche te mete un pepazo. Le dan por la espalda. El motorizado se estrella contra una pared. Muerte instantánea. Ahí queda con la chaqueta de cuero y los jeans salpicados de sangre. El carro para. Se bajan dos tipos y se acercan al motorizado, tienen pinta de tombos. ¡Y claro que son policías! A los pacos los identificas aunque anden sin uniforme: por el olor a tombo y porque no les tiembla el pulso, no lo piensan dos veces. Uno de ellos le da el tiro de gracia, no sé por qué, si el tipo ya está muerto; el otro agarra la moto y desaparece con ella. El que disparó se monta en el carro y se van como si nada. Y el cuerpo ahí. La gente se queja que si los robos, que si la criminalidad… a nadie se le ocurrió llamar una ambulancia. La gente que quiere que se acaben los asesinatos, es la misma gente a la que le gana el temor o la indiferencia y dejan a una víctima tirada en la calle. Es la misma gente que estaría feliz si existiera la pena de muerte. Ahora, díganme: ¿Cómo legalizar la pena de muerte? Nos ejecutamos todos porque todos somos culpables… somos culpables de algo. Yo tampoco… tampoco llamé. Mosca: esto lo cuento aquí, entre nos; si esos policías saben que los vi, aparezco con cuatro pepazos y un mosquero en la boca… Esa es otra cosa que te enseña la noche: a no ver, a no oír, a quedarte callado.

 

 

 

Pablo García Gámez. Dramaturgo venezolano. Su obra Blanco ganó los premios Proyecto Asunción de Teatro Pregones 2004, HOLA y ACE 2006 en Nueva York y fue publicada en el Boletín del Archivo Nacional del Ateneo Puertorriqueño. En 2008, Editorial Campana publicó la antología Se alquila, se vende o se regala que incluye sus obras Las damas de Atenea y El patio. Cursa estudios de doctorado en literatura hispana en el Graduate Center, CUNY.