Dafne. Alarido subacuático

Lila Zemborain
 

 

 

Dafne

 

 

Cerca ya de la hamaca, nada me lleva hasta Eneas o al encierro de las voces o al tambor, o a la metáfora viva en las acciones, y aquí, en la hamaca, es salir de los olores y entregarse a las ráfagas del mediodía, al abstracto movimiento de las sombras sobre el papel, los pinos y una hamaca, más bien red de pescadores, la temperatura justa para ver el ensueño doméstico del orden, la vegetación plantada no por azar, sino por la humana determinación de parar esta invasión inoportuna de enredaderas venenosas, de garrapatas por todos lados, cuidarse, protegerse. Nunca en la Argentina hubo que protegerse. Alguna vez, una ortiga, un cardo, una avispa que te pica, los mosquitos atroces del verano, una araña pollito en el techo o el infame terror a las gatas peludas sobre todo cuando se arrastran del otro lado de la tranquera. Casi domesticado en su extensión despareja, el pasto es amable, la bosta perfumada, no hiede ni detesta. Aquí en cambio, la enfermedad acecha entre las hojas de los árboles, la espesura del pasto es agreste, los ciervos no se enferman, nosotros, sí. Acecha entonces el miedo en esta civilización de ratas muertas debajo de las bolsas de basura. ¿Muere la basura o las ratas? Acecha el miedo hasta en el pasto, en el tacto, en la piel, pero el olor es libre y la vista se entretiene en el terciopelo que aclara los ojos. Incluso en su deambular, el ojo aleja, cuando el tacto quisiera cerciorarse, atreverse, acercarse a los aromas, enfrascarse, sumergirse en las hojas filtradas por la acidez resinosa del pino. Cada nombre quiero saber esta mañana, cada nombre de este verde. Decimos la hortensia, la rosa, el pino, el roble y el helecho. ¿Sabemos qué son? ¿Sabemos qué es una vid, un laurel, una acacia, un cedro o una forsitia? Y yo tan lejos, tan lejos de entregarme, de sumergirme en sus besos, en mis deseos innombrables de nombrar y colegir. Ser árbol, ser Dafne en la hamaca paraguaya, ser enredadera venenosa que penetra tu cuerpo y te agita y te arde y subleva tu extensión que se acerca a tocar la tierra, meter las manos, entregarse sin miedo a la turbulencia de la vida que se esconde a los ojos, pero no a las yemas de los dedos, las palmas, las rayas de las manos, el destino en cada grieta llena de tierra arenosa por naturaleza, negra por dominación. ¿Por qué luchar, por qué querer vencer, por qué no dejar que bulla, que se asome, se entrometa y se alinee? ¿Quién lo indica, quién lo anima, quién le asegura su esplendor? ¿Por qué ganarle a la espesura una estrechez, una convivencia y un olvido? ¿Cuál es el placer de este dominio en lo que brota y brota, y nunca deja de brotar y crecer, hasta que crece y se exalta y se corona de flores y de gestos y de aromas? Y queremos más y más flores y más gestos y más aromas, y siempre las flores queremos allí, robustas y sexuales, atractivas, generosas, ofrecidas, no a nosotros, sino al insecto que habrá de devorarlas. Otra vez la pajarita llorando el nido que tuvimos que tapar en la ranura del techo. Año tras año tras año lamenta la pérdida de sus huevos. Nuestro instinto de dominio cerró el hueco y la pajarita quedó sin nido. Volaba dentro de la casa como si fuera suya y era nuestra. Sus huevos allí quedaron, ajenos, escondidos. Pegaba ese verano su cuerpo contra el vidrio dejando los balcones chorreados de blanco. Pero el territorio de mi casa no tiene pájaros. Su canto es un remordimiento. Dos notas desiguales, un semitono que baja. Misterios del canto. Nos importa, lo sabemos, lo damos por sentado, queremos limpiarte, protegerte, protegernos, darnos un sentido de asombro, desvergüenza, resolución, espacio comedido, medido, granjeado, dividido. Ah pero el mar, el mar es imposible. En el mar no hay divisiones. ¿Y en la tierra sí o en una ráfaga de tiempo que puede durar mil años todo se destruye? It’s overgrown. It’s always overgrown. Siempre va a ser overgrown, aunque luchemos, comamos, cortemos, podemos, es más fuerte, es tanto más fuerte. Creced y multiplicaos, dominad la tierra. Dominad plantas y árboles, animales. ¿Cómo dominar lo indomable? El perro es siempre perro, caga, mea, desobedece, ladra, juega, insulta y muerde. Dominar los animales y las plantas por miedo. Tener miedo a los perros, a los gatos, miedo a las arañas, a los grillos, a los insectos, miedo y miedo al desconocimiento. ¿Qué quiero conocer? No quiero conocer leyendo sino nombrando. A este árbol lo llamaré Gertrudis, y a este otro Samantha. Tal vez aquel se llama Héctor o terraplén o malino, o azabache, o tristes somos verdes. No es enciclopédico el saber que necesito. Es una suerte de contacto metabólico con los genes vegetales que nos unen. Me pararé delante de una planta y le preguntaré su nombre y cuando sepa la respuesta la consignaré en la espesura de palabras que me abruma.

 

 
Parque-Amantes
 

 

Alarido subacuático

 

 

Poemas de la hamaca paraguaya en una biblioteca de Sag Harbor, contrasentido de luz eléctrica y luz solar por la ventana, aire acondicionado y nuevas conexiones a las preguntas sin respuesta de un pequeño tiempo atrás. Indagación en la relación con los animales, con la naturaleza del miedo que aporta multitudes en sus más ilimitadas formas, como enredaderas que entremezclan la envidia con las sombras. Pero nadando recordar o revivir o experimentar or whatever you want to say, los intensos miedos en la noche, no a los bichos, sí a los sapos fríos de pisar con el pie en chancletas después del baño, o a lo que se ha dado en llamar una babosa. Y si se acerca de pronto un insecto, una rama, es verla de repente, y allí el sobresalto, el susto inmediato, el miedo al descontrol, a la picadura, al accidente. Entonces explorar las instalaciones del miedo que anteceden y magnifican los momentos de terror, como si el miedo fuera una forma de control en el sentido de entender, de estar atento a cualquier evento, todas las antenas paradas al acecho de lo que va a ocurrir, animal en actitud de escucha, de extrema atención, como el ciervo que come pasto tranquilamente en mi jardín y yo lo asusto de un portazo a propósito para que salga corriendo aunque sea una postal de Disneylandia. Y aquí sí se entienden los dibujos animados, la ardilla que miramos con ojos azorados, los conejos, los mapaches, como se llama a los racoons en el sur, los zorros colorados, todos son de aquí, el pájaro azul, el cardenal, el pechito colorado, todos nombres dibujados. A estos animales se los adora a la distancia, hay toda clase de barreras en contra de su libre deambular. Miedo al frío, miedo al calor, pesadilla de aire acondicionado en el auto bien cerrado, no ser que haya contacto. En cambio, al sumergirme en el agua, ver en la profundidad flotar los miedos: uno, el tiburón que acecha en la distancia, entonces no alejarse tanto de la costa, cosa de poder correr, escapar al enorme tarascón que te arranca medio muslo, por ejemplo, todo eso en el avance brazada tras brazada, lejos, aunque el miedo ancestral, aunque el tiburón; miedo número dos, un miedo pasajero a esas redes que se esparcen por el agua y acarician tus brazos y tus piernas con sus helados filamentos de vidrio, una caricia del agua que arde, emanaciones de dos animales que entran en contacto, extraño pez enorme, cálido mamífero que avanza chapaleando, mientras ella flota lánguida en la corriente, ¿de qué se alimenta, qué percibe, cómo respira o se reproduce? Nada sé de ella, solo el encuentro de ella y yo en el mar, ella y yo frente a frente, y así como ella se impresiona, yo cambio de rumbo bruscamente y pego el clásico alarido subacuático al verla flotando a mi izquierda, roja en su centro, como un coágulo de sangre suspendido en el mar, sus filamentos solo percibidos en mi piel mientras se desplaza, quieta. Y si no me toca nada ocurre, pero si súbitamente me acarician esas telas heladas, empieza la piel a estremecerse como el abrazo insensato de la muerte pequeña, una titilación de puntas de alfileres, una caricia quisquillosa que tanto no duele si el cuerpo enseguida sale del mar, corre hacia la orilla y se embadurna de arena para mitigar el ardor, para raspar el veneno de esa membrana que cubre el cuerpo que es la piel, membrana en contacto con otra membrana; y al saber de su existencia, menos miedo, menos miedo, porque el agua no es mi territorio, el agua es territorio de ella y ella así se defiende, porque el mar contiene a sus criaturas y yo vengo de otro lado, y no percibo con la agudeza necesaria sus mecanismos de alta y bajamar. Nada sé de los circuitos, ni de los influjos del mar. Soy una simple extranjera en el agua, creo que el agua está allí para mi contemplación aviesa del horizonte y correntada, pero el mar no es un elemento congelado en una imagen, no es un cuadro, no es un paisaje, no es un panorama, no es ni siquiera un animal que me protege. El mar es otra clase de membrana líquida, gelatinosa, de otro ente que así mismo desconozco. Mar y gaviotas y aguas vivas, maremotos, tormentas marinas, afuera y adentro, una criatura más de este planeta sin ojos, ni sentidos, con una cierta vida, con una vida más larga que la mía, una amplitud más enorme que mi cerebro. Estático y movible, el mar no es una película de sal entre dos tierras. Y así como en el ojo se extienden esas redes que dibujan sus contornos en el cielo, así el mar expone en su horizonte todos mis deseos de mamífero curioso.

 

 

Lila Zemborain nació en Buenos Aires y vive en Nueva York desde 1985. Es autora, entre otros, de los poemarios: Ábrete sésamo debajo del agua (1993), Guardianes del secreto (2002), Rasgado (2006) y El rumor de los bordes (2011). De 2009 a 2012 dirigió la Maestría en Escritura Creativa en Español de New York University donde actualmente se desempeña como profesora.