Los vendedores

Alister Ramírez Márquez

 

 

El vendedor de periódicos

 
I

Era gordo, peludo y solo se bañaba en la piscina. Había perdido su empleo de repartidor de periódicos en una compañía donde estuvo por más de veinte años. Por sus venas corría sangre escocesa y seguramente vikinga. Parecía un guerrero desaliñado y perdido en su propio campo de batalla. Se levantaba una hora después de que su esposa y sus cinco hijas ya habían preparado y tomado el cereal con leche. Se sentaba en una silla plegable y se quedaba allí, fumando por horas. Miraba las cenizas que habían quedado de la fogata de la noche anterior.

Era verano y estaba en la costa este, después de haber pasado unas semanas en California. Era un parque para acampar y mi vecino ya llevaba allí una semana. El calor parecía no molestarlo, pero sí el ladrido de su cachorro alemán que también nos despertaba a todos los que dormíamos en esa área del parque. Lo mandaba a callarse con todo tipo de palabrotas pero el canino ladraba más para que lo soltaran y lo dejaran orinar en paz. Se suponía que yo estaba de vacaciones. Ya le había enviado a mi jefe un reportaje sobre el tráfico de inmigrantes en Tijuana. Una de las formas más económicas de viajar y conocer las reservas naturales de los Estados Unidos era quedarse en una carpa y disfrutar de la naturaleza. Estaba a treinta millas de Boston, cerca de un pueblo que tenía una barbería cuyas paredes estaban forradas con fotografías de héroes de guerras, un banco sin bancas, un restaurante que vendía langostas gigantes y una espléndida oficina de correos. Lo sé porque tuve que ir allí para enviarle algo a mi jefe en París.

El parque estaba repleto de carros-casas enormes, con todo tipo de comodidades: antena parabólica, computadores, teléfonos, lavadoras, y cocinas en las que se podía preparar hasta un tiburón gratinado. De allí salían las gringas con sus cabellos rubios teñidos y hombres tan robustos que necesitaban dos literas para dormir. Los precios de las suites móviles oscilaban entre los ocho mil dólares y los cien mil. Por otro lado, estábamos los que dormíamos en carpas de Coleman. Sus precios oscilaban entre cien y quinientos dólares. Mi vecino y yo estábamos en la zona en que se cocinaba con leña y picaban los insectos. Al principio nos miraron con desconfianza y luego les produjo curiosidad al escuchar mi acento. Me había enredado con una americana y cuando le dije que me iba para Nueva York, ella no dudó en acompañarme.

Venían de un pueblo a media hora del campamento y por allí no pasaban extranjeros. La mujer fumaba más que él, hablaba con el afán de los que saben que las palabras se las lleva el viento, y hay que suspenderlas por un instante en la memoria de alguien. Manejaba con gran amplitud la jerga de la psiquiatría. La mayor de sus hijas tomaba medicamentos desde los cinco años porque era maníaca depresiva. A la segunda la violó un vecino; la otra tenía problemas de concentración porque era hiperactiva y las dos menores tenían dislexia. Ella nunca había terminado la escuela secundaria y su madre aprendió a leer cuando tenía treinta años. Hablaba de ellos con mucha naturalidad y se enorgullecía de no estar deprimida. Sabía los nombres de las enfermedades mentales, las medicinas, las dosis y las consecuencias. Hablar con ella era como entrar a un supermercado emocional y escoger lo que uno quisiera. Era la masificación de la psiquiatría en boca de una de sus mayores consumidoras. Al marido no le importaba ni entendía lo que ella decía. Articulaba pocas palabras, excepto cuando le pregunté por su equipo favorito de béisbol.

—Las Medias Rojas de Boston —me contestó con una sonrisa triunfante.

En verdad estaba ante los pobres blancos de Estados Unidos. Eran iletrados, odiaban a los inmigrantes, admiraban a Clinton, miraban con recelo a los negros y soñaban con las recetas de amor de Oprah Winfrey, la presentadora de televisión. Eran desempleados, hablaban de enfermedades mentales espeluznantes, sin tener conciencia de que ellos mismos las padecían. Acampaban durante las vacaciones porque ya se habían gastado el dinero en Disney World y Wal-Mart. No sé por qué nos contaron todas estas cosas. Seguramente dormíamos al lado de ellos, en colchones de aire y escuchábamos la misma oscuridad.

 

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II
 

A los gordos no les molestaba su grasa acumulada. Es más, la mostraban con un orgullo perturbador. Me asombraba la capacidad de muchos gringos por no sentirse incómodos con su absoluta obesidad obscena. El mejor lugar para presenciar los cuerpos gigantescos al desnudo era precisamente un parque para acampar. Parecían leones marinos, arrastrándose por ahí, con sus olores y una respiración entrecortada. Estaba acampando en Normandy Farms, al lado del vecino gordo con mirada triste, que había perdido su empleo de vendedor de periódicos. Iba de paso a la costa este, y en particular a Nueva York. Mi avión rumbo a París iba a partir del aeropuerto John F. Kennedy.

Mi novia y yo éramos los únicos delgados en la piscina del parque. Había una familia canadiense que ya estaba en proceso de engorde y nos miraban con envidia. A los demás no les importaba. Ocupaban dobles sillas en el comedor; el yacusi con capacidad para seis personas se lo había tomado una pareja de hipopótamos de agua dulce. Tuvieron que cambiar las tazas de los sanitarios porque cuando las diseñaron no contaron que las nalgas de los seres humanos iban a pesar tanto como el culo de un elefante de cinco años. Pusieron a disposición más rollos de papel higiénico, y ampliaron otros servicios del lugar. ¿Cómo había engordado el primer país del mundo? Había imaginado como escribir un reportaje sobre la obesidad en los Estados Unidos, pero el tema me parecía un poco superficial hasta que lo pude ver con mis propios ojos. Hace solo cien años América era una nación preindustrial. Los hombres y las mujeres trabajaban en los campos, las mujeres cosían; los inmigrantes construían las ciudades portuarias, cargaban en sus hombros el hierro y el concreto para hacer los puentes, los niños dormían y jugaban en las calles. No existían las lavadoras, las secadoras, brilladoras, aspiradoras ni ningún electrodoméstico para facilitar el trabajo doméstico. Todo se hacía a mano. Nadie hablaba de hacer ejercicio porque no era necesario.

Sin embargo, la vida moderna había convertido a los muchos gringos en globos ambulantes. Los miserables del primer mundo estaban gordos, lo cual era un caso sin precedente en la historia de la Humanidad. Los desvalidos de la India, África, Asia y Latinoamérica eran desnutridos por dentro y por fuera. Millones en el mundo se acostaban sin un pan en el estómago a la vez que cientos en Estados Unidos se tumbaban en sus sillones, cubiertos con plástico, llenos de comida chatarra.

Pues bien, ante mí tenía el testimonio de la abundancia que se manifestaba de forma grotesca en un sector de la población blanca de Estados Unidos. Ellos eran el vendedor de periódicos, su esposa y sus cinco hijas. Los niños no tenían nada de niños porque eran tan gordos o más que sus padres. Muchos de ellos ya tenían diabetes, problemas del corazón, hipertensión, cierto tipo de cáncer, depresión y otras enfermedades causadas por la obesidad. Lo peor es que seguían con sus hábitos, pasaban la mayor parte del tiempo en el carro, la oficina, el colegio o el sofá. Conducían a todas partes hasta para comprar un café. Solo en ciertas ciudades como Nueva York se caminaba, pero en la otra América iban en automóvil al gimnasio después de comer una hamburguesa de una libra de carne con French fries.

Cuando le comenté a mi jefe en un correo electrónico que si le interesaría una historia de los gordos en la tierra del tío Sam, me contestó que podría funcionar porque en Europa había aumentado la población de gordos, y era común verlos en Londres. Muchos españoles, franceses e italianos que cuidaban tanto su apariencia comenzaban a aflojarse el cinturón porque no les servía la ropa. El mal se había propagado también por Europa y se aceleraba con escabrosa rapidez.

Mi vecino, al gordo que le gustaba el equipo de las Medias Rojas de Boston, tomaba cerveza y sacaba de una bolsa, del tamaño de una de basura, las mejores papitas fritas de Nueva Inglaterra: Cape Cod. Bebí un sorbo de agua, le sonreí, él se despidió con la mano y la boca llena con su presa. Desarmé mi carpa porque debía llegar a Nueva York.

 
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El vendedor de visas americanas

 

 

Desde Michoacán habían llegado más de cien jornaleros, listos con sus maletines de Adidas para pasar la frontera y llegar a su destino: Estados Unidos. Por solo quinientos dólares una agencia de viajes se había comprometido a sacarles la visa de trabajo y transportarlos en bus desde México a fincas en Iowa, Illinois y Ohio. Algunos hipotecaron sus casas, otros vendieron sus parcelas, prestaron dinero; algunos recogieron entre sus familiares y muchos sacaron sus ahorros del banco para pagar las visas. Desde el día anterior o antes de la medianoche habían llegado para salir en el bus de las cuatro de la mañana. Eran las doce en punto, a principios del mes de junio, y los jornaleros todavía seguían sentados sobre sus bultos. Estaban en mitad de la plaza del pueblo fronterizo, esperando el autobús que los llevaría a la tierra prometida. Ningún representante de la agencia apareció y cuando los hombres sudorosos llamaban por sus teléfonos móviles a la agencia, contestaba un mensaje que decía que esos números ya no estaban en servicio. Ante la incredulidad colectiva de los trabajadores, alguien gritó: “nos estafaron esos chingones”.

El fraude de la agencia que hacía arreglos para visados de trabajo de jornaleros mexicanos era legendario en la frontera mexicoamericana. Se movían por los pueblos, ponían publicidad, sacaban anuncios en la radio, tenían una dirección de internet y allí mostraban rostros sonrientes de campesinos que cultivaban fresas en los campos californianos. Sus testimonios estaban escritos en español y eran tan perspicaces que también los habían puesto en lenguas indígenas. Según la página de la red informática, muchos de ellos ya habían llevado a sus familias y vivían el sueño americano en medio de las praderas gringas.

Con mucho esfuerzo, había convencido a mi jefe que me enviara al suroeste de los Estados Unidos para escribir una serie sobre la migración de los jornaleros mexicanos. Lo primero que me preguntó fue:

—¿Y eso, qué tiene que ver con nosotros?, ya tenemos suficiente con las historias de los indocumentados marroquíes en España, los paquistaníes en Inglaterra, los chilenos en Suecia, los turcos en Alemania o los senegaleses en Francia. Consígase una entrevista con un coyote, si puede.

Su curiosidad era más fuerte que su razón y vi en su mirada la aprobación para el proyecto.

Lo convencí cuando le dije que ya tenía los contactos y no tenía que pagarme el hotel porque tenía un amigo de la universidad que vivía en Tijuana. Le gustó aún más la idea cuando le propuse que lo haría en mis vacaciones en América. No sé cómo había llegado mi amigo allí, pero creo que se había enamorado de una mexicana rica que estudiaba en París, y cuando terminamos los estudios él la siguió hasta las tierras aztecas, con la esperanza de casarse con ella. Claro, que un francés era exótico en México pero no lo suficiente como para llegar a ser parte de una familia de la clase alta mexicana. Mi amigo era muy buena persona pero no tenía ni un centavo, lo cual en la universidad no se notaba, pero al llegar a México su princesa Malinche lo traicionó. En Tijuana enseñaba francés en un colegio y pasaba largas temporadas un su bote observando la migración de las ballenas que pasaban por el Cabo de San Lucas en Baja California. Creo que era la razón por la cual un francés de Lyon, hijo de un minero bretón, se había quedado en ese cruce masivo de humanos y animales marinos.

Mi amigo se movilizaba por el área fronteriza como pez en el agua, y a través de él pude hablar con una de las secretarias que había trabajado en una de esas compañías que engañaban a los emigrantes, prometiéndoles visas de trabajo. Un abogado que decía ser de Sacramento y otro hombre de origen chicano alquilaban una oficina; traían computadores y equipos de oficina desde Estados Unidos, contrataban secretarias locales y hacían reuniones en las cuales invitaban a las principales autoridades del pueblo y a los clientes, para presentarles los beneficios de los nuevos acuerdos entre México y el país del norte. Hacían presentaciones en power point en mitad de las plazas polvorientas, donde explicaban con gráficos y fotografías los pormenores de sus vidas futuras. Traían testimonios en vivo, a campesinos que ya lo habían hecho y logrado el éxito. La presentación terminaba con un baile amenizado con un grupo que tocaba los últimos éxitos de la banda El Recodo.

La muchacha regordeta que entrevisté me contó que el día que llegó a trabajar a la oficina de un segundo piso, como lo había hecho los dos primeros meses, se encontró con la sorpresa de que el lugar ya no existía. La noche anterior, el supuesto abogado gringo y su compinche habían desocupado la oficina sin dejar el menor rastro. Ni siquiera habían dejado el aviso en letras rojas que anunciaba: “Su sueño hecho realidad. Le sacamos su visa de trabajo en una semana”. La policía se la había llevado detenida, acusada de complicidad, y por poco la linchan los jornaleros que habían llegado desde Michoacán para ser transportados a las fincas en Iowa, Illinois y Ohio.

 

 

 

Alister Ramírez Márquez es un autor colombiano y profesor de estudios hispánicos en BMCC, CUNY. Ha publicado Reportaje a 11 escritores norteamericanos (1996), las novelas Mi vestido verde esmeralda (2003) y Los sueños de los hombres se los fuman las mujeres (2009), y el estudio Andrés Bello: crítico (2005). Miembro correspondiente de la Academia Norteamericana de la Lengua Española (ANLE).