Condado. Amigos

Alfredo Camejo
 

 

 

Condado

 

 

Hay lugares en los que la memoria le disputa su naturaleza a la imaginación.

Si la memoria nos remite al infinito pasado, la imaginación nos conduce a un sitio carente de tiempo cuyo espacio puede o no pertenecer a la memoria. Ambas naturalezas viven en la invisible región de lo intangible o inesperado.

Estamos, en mi caso, en la tenue membrana incrustada entre los dos estados. En el deslumbramiento involuntario, mejor aún, en la absoluta ubicuidad.

Allí hay un lugar: El Condado, una zona de San Juan de Puerto Rico, un brazo de tierra, elevado entre el mar y las salobres albuferas del interior. Su nombre, si no me equivoco, lleva la impronta nobiliaria a causa de un no distante pasado colonial que tal vez alguien quiera perpetuar. He llegado allí, pues mi madre y mi hermana me han invitado a cenar. No solo por compromiso familiar acepto, sino que encuentro en la comida la satisfacción y el deleite del amor compartido. Debo decir que la inquietante desmesura en la sazón caribeña incentiva cualquier paladar adormilado.

Es tarde en la calle principal. Una zona de casonas amables y señoriales en plena transformación que los hoteles de buen rango separan de la costa. Es una lástima que la sucesión de torres haya bloqueado el espectáculo hipnótico donde el oleaje juguetea con el horizonte. Conserva, no obstante, cierto aire inmóvil de melancolía.

Las dos conocen bien el lugar que han escogido. Un restaurante de platos típicos que suponen y desean que yo desconozca. Siempre prefieren hacerme conocer algún plato del país, como dicen aquí. He querido decirles que vayamos a otro sitio menos costoso, quizás a un friquitín vecino gerenciado por dominicanos, no tan glamoroso, donde se come con toque in a lo caribe; pero ya no hay tiempo de cambiar, pues mi avión partirá pronto hacia Caracas y he venido solo fugazmente.

Las llamo por teléfono mientras hago las últimas compras en el mall. Pregunto por la dirección exacta del restaurante. Me dicen que está al lado de la casa de Ashford. Este doctor fue de los primeros residentes de El Condado, un pediatra reconocido y recordado por el nombre de la calle principal del barrio, hoy su arteria principal. Su residencia tiene el tipo de las casas suspendidas y los amplios corredores periféricos embaldosados.

Procuro en vano distanciar la cita que se viene encima y me atormenta lo reducido del tiempo. Las horas caen implacables sin que pueda evadirlas.

El tiempo que veo en el digital de mi muñeca está metido en un círculo imperecedero perforado en la cavidad en la que se ahondan los recuerdos. Ese círculo, que llamaremos ahora nostalgia, se agranda y toma la forma del redondel abierto donde me encuentro al abrigo de las incesantes ráfagas tan cargadas de salitre.

Cuelgo y de inmediato salgo hacia El Condado. Voy en un taxi. Atravieso la Ponce de León y la De Diego. Son avenidas con denominaciones de próceres que conmemoran dos épocas distintas vividas por la isla. Desde la ventana advierto el comienzo de tejados azules esmaltados donde, al rebotar, la postrera luz lleva la sensación indeleble del ocaso.

A lo lejos, entre los árboles de confusa fronda, la casa del doctor Colón, otro médico, me advierte ya la proximidad del restaurante.

Esta casa demarca, como otras veces, el curso de mi memoria; pulsa una imagen que puedo reconstruir fielmente sin haberla realmente conocido.

Altos techos, represando en su interior los continuos sorbos de la brisa. Blancas balaustradas delimitando los podados contornos del jardín gramado. Verandas protegidas por toldos, desplegando su rayado lomo para atrapar la oblicua irrupción solar de la canícula. Venetian windows, es el nombre usual en inglés, segmentan la deslumbrante claridad filtrada hacia un interior amablemente acogedor y a veces festivo.

Ellas me esperan allí. La casa del doctor Colón las ha albergado desde hace un tiempo. Han convivido con la familia del médico desde que llegaron a San Juan. Y aunque yo no las haya visto a menudo, puedo percibir nítidamente el ajetreo diario en esa casa.

El estudio que imagino mientras me acerco, aloja y aleja al doctor Colón del trajín cotidiano, al mismo tiempo que el médico repasa su querido volumen de la anatomía de Testut. De vez en cuando otea a través de la ventana el cercano oleaje. Ese rumor que en sus oídos es un aliciente del espíritu. Siento que ha sido un médico dedicado y generoso. Ahora me parece que dormita a medida que la luminosidad cede a la potencia de las sombras, instalándose en una opacidad deleitosa.

Los rincones agraciados y barridos evocan a los habitantes con su implícita manera de encarnarlos.

El reducto donde el mayor de la familia guarece su temblor de las centellas y las temidas tronadas; el luminoso pantry, donde la única hija colecciona su recetario, que ya anuncia el futuro de su oficio; los banderines en el desconcierto de las habitaciones, con las enseñas de indios y cangrejeros, equipos de la devoción de los menores que, años después, seguramente continuarán colgados y desleídos en otras moradas como un testimonio familiar. En el pick up suena lastimero el llanto de luna de Tito Rodríguez, cuya voz se enrosca melosa en las tapicerías. Sé que si hago un esfuerzo veré el álbum de Pedro Flores, entreabierto sobre la mesa del comedor. Todo esto que veo sin ver incrementa el impulso de retorno. Bajo la ventanilla del auto para desprenderme de la engañosa sensación del aire acondicionado y para percibir más intensa la irrupción del escenario del tiempo.

Los lustrosos azulejos, exentos de polvo, evocan también a mi prima, la esposa del doctor Colón, alistando a sus hijos y ordenando una pieza de Lladró descolocada.

El sitio, además, sugiere el color rosa-Francia de una atmósfera donde mi madre aparece envuelta en el blanco atavío que pulcramente llevan las enfermeras antes del trabajo. Ella despide a diario a mi uniformada hermana, que sale veloz hacia el colegio de al lado.

Sí, despide a mi hermana y se despiden ambas cubiertas por esa bruma indecible y matinal en la cual el Caribe dispone sus acentos más logrados. Punto obligado que misteriosamente sigue vivo, sin que yo sepa a cuál de las dos pertenece.

A todos los he visto aún antes de haber llegado. El taxi me deja. He faltado a la cita. Las dos están trajeadas de salida en el porche definido por la lámpara metálica y el canto del primer coquí. Desde lejos me reclaman con desaliento por no haber llegado a tiempo. Otro día será.

 
Axioma 1
 

Amigos

 

 

Estamos alrededor de una mesa, conversamos mientras miramos la fotografía que a su vez nos mira desde siempre. Nos mira y habla clavada en la insondable zona de un pasado nuestro. La foto intenta detenernos, es así como trata de reemplazar la continuidad de las vivencias por el hecho estático que fija el obturador. Busca detenernos, paralizarnos a los tres que estamos en torno al redondel de esta mesa, rodeando esa lámina de papel revelado, como si fuera un ritual resucitado, celebrándolo porque nos reproduce de nuevo.

¿Qué pretendemos los tres al recobrar el tiempo en tan delicado depósito sobre la mesa esta noche? La foto es un botín rescatado de un estadio que se nos hace casi olvido. Una referencia y una efervescencia de un juego que ya no nos pertenece plenamente. Nuestros ojos circulan por el vacío de esa tribuna, vagan en la impoluta iluminación de la película que vuelve para reconocernos, mientras sobre la mesa de aquí, de esta hora, las palabras cruzan y cobran sentido ante el quieto gesto dejado por la cámara. El mesonero trae vasos, los arregla y sirve. Alrededor de la foto la bebida se torna magia y sacudida que rescata un devenir enlazado en el reencuentro. Nuestras caras resbalan sobre el lomo de la botella, ellas quisieran estar de vuelta pero ya no son las mismas. La botella solo les permite imaginar y revelar los planos indirectos de futuras y pasadas emociones.

La fotografía nos retiene otra vez sobre el reflejo intacto de la mesa, la superficie acompaña fiel cada entonación de voz en que acentuamos la reiteración. Regresan las ropas que una vez fueron moda, regresa la caída pasmosa de una pelota en un pase incontenible, las cabelleras engominadas puestas a prueba por el viento convencido de que luego serían cabelleras canas.

Estamos alrededor de una mesa, alrededor de una anécdota, y el resto lo conforma la altiva noche que ronda en lo que abandona la memoria.

La mano diligente del mesonero retira los vasos de la escena. Somos tres nada más. No es la foto lo que ahora importa sino ese brillo incandescente en el eje de nuestras miradas, levantado como un hito que acaso sea el grito inmortal e incansable que sin decirlo llamamos amistad.

Ricardo hace señas al mesonero, son señales de reiniciar el servicio. Me aparto un poco para facilitar la maniobra. Ricardo se asoma entonces por el retrovisor de su camioneta. El vértice de su mirada cae en el VW que conduzco detrás de él. No conozco bien el camino, por eso lo sigo obediente. Sus indicaciones me hacen suponer que estamos muy cerca. Me ha hablado de unas naranjas que debemos cosechar antes de que se pudran. Su voz trae la emoción lejana de la infancia. La proximidad de la hacienda familiar le recrea travesuras de otro tiempo. Río abajo, los cañaverales aún activos crecen dando un marco de plantación a la casa. Una vez allí, en la escalera monumental, queda claro el aspecto principal de la construcción. Flanqueada por naranjales, la entrada la tapizan las frutas en descomposición, y un enjambre de hipnotizadas abejas sobrevuela los olorosos restos del fruto. Pensamos en el negocio de vender las naranjas al regresar a la ciudad. Llenar la camioneta. Mi VW no da para mucho. Digo esto, pues estoy aquí más por gusto que por el rendimiento económico de la cosecha. Es un viaje placentero que tomo como escape de la universidad. Ricardo pasa cerca de la cuesta que asciende hasta la entrada de la casa donde se inicia un corredor. Lo sigo callado mientras cuenta lo del accidente de su padre. Sigo en silencio por algún momento y continúo a recoger las frutas maduras, encerrándolas en un saco de yute. Al poco rato vuelve el mismo paisaje de la entrada, pero ahora llevado por el registro inesperado de la muerte. Las frutas son como redondos símbolos anaranjados apretándose entre sí. Han dejado su condición terrena y no puedo concebirlos ya como una simple mercancía intercambiable. Corto una naranja, la última que cosechamos hoy. A pesar de sus jugosos gajos no logro desprenderme de la invisible e intolerable faz de la tragedia.

Luis está sentado distraídamente frente a mí. La redondez de la mesa estrecha las distancias entre ambos y es suficiente para acentuar el cruce de las ideas. Al detenerse por un momento la conversación, el silencio rebota lento sobre la mesa. De pronto, me hallo en el garaje de la casa de Luis, una especie de estudio juvenil separado convenientemente de la vivienda. Es de noche y como otras veces he llegado para reunirme con él. Seguramente hablaremos de política, seguramente tomaremos un tema salido de la noticia del día. Es así, en esta época de la vida universitaria en la que el país se atraviesa constantemente y pide ser transformado. Lo que analizamos, si puede decirse de esta manera, lo hacemos para modificar la realidad (esto por supuesto entre comillas). Abundamos en los qué sin atacar el cómo.

El padre de Luis aparece en el dintel del acceso. Siento que desea decir algo pero mantiene la discreta distancia que le impone su edad. Alto, canoso. Nos ve las cabelleras demasiado largas para su costumbre, las ve además despeinadas. Muestra una señal de estupefacción que identificamos como rechazo. Extiende sus brazos que finalizan en unos dedos no atacados por la artritis. Los lleva hasta el nivel de sus orejas. Indica nuestras cabezas y desde el dintel nos llama ¡caribes viudos! Extrañados, pedimos una explicación con el aire adolescente del cuestionamiento de siempre. Nos explica que los caribes, al enviudar, se dejan crecer sus cabellos en signo de duelo y luego de superado el luto vuelven a afeitarse. Sentimos que en su observación hay algo premonitorio, tal vez el adelanto de un anticipado duelo por un país que, a pesar de tanto hablar, sigue descaminado.

Ítalo continúa a mi lado. El mesonero atraviesa con poca educación su brazo para retirar el agotado servicio. Ítalo interrumpe el recuento final de su aventura, sus gestos parecen modelar el ritmo inquieto de sus palabras. Su expresión es puro regocijo al apoderarse de sus ojos con un destello afirmativo. Siempre ha sido así, un exitoso seductor. Al oír sus historias vamos proyectándonos en ellas inevitablemente. Sentimos que somos Casanova. Un poco él mismo. Me precipito en el refugio que ofrece la amante sorprendida. Oigo la voz del marido ausente que retorna bruscamente y casi la toma in fraganti. Tira las llaves al piso, mientras tiemblo en mi escondite improvisado. La amante pide al marido una aspirina, (migraña, supongo). El marido la atiende con desgano, pero acepta salir a la farmacia. La estratagema femenina funciona a la perfección. Salgo disparado del refugio. Llego en carrera hasta mi carro disimulado tras un arbusto de la acera de enfrente. Mi cara palidece solo de pensar que el motor no se encienda, sin embargo, el auto me da buenas noticias y arranco con el pedal a fondo. El carro me saca de pronto de la escena, llevándome por la avenida casi oscura hasta el final de la bocacalle, donde no sé si soy yo el que corre huyendo delante de mi fantasía.

Después de todo me doy cuenta de que ya la foto no importa. Ella ha cumplido con el viaje de un olvido que desaparece en la yaciente calma de una mesa ya desocupada.

 

 

Alfredo Camejo es venezolano y comparte su profesión de arquitecto con el ejercicio de la poesía. Profesor universitario y urbanista. Ha publicado anteriormente: Acta de Confines (1982), Precipicio Antagónico (1986), Anatomía sin enmiendas (1991), Énfasis de la intemperie (1993) A bordo la mirada (2000) y Tan lejos como aquí (2005).