De Salvoconducto

Adalber Salas Hernández

 

 

XIII

Vi mi primer muerto una tarde, subiendo
de Sabana Grande a la Avenida Libertador,
en una de esas calles estrechas
y claustrofóbicas.
Eran las tres o las cuatro, algo así,
el día estaba flojo, la luz era
como un sudor pálido,
sobre las cosas.
En la acera derecha había un grupo
de gente callada. Y en medio, un hombre boca abajo,
los miembros regados de cualquier manera.
No había un solo comentario, nadie
lloraba o gritaba. Hablaban en voz muy baja,
como si vivieran por adelantado el velorio.
No parecía la escena de una
muerte, sino otra cosa, un suceso desconcertante,
un problema que era necesario
resolver. Hubiera jurado que esperaban, incluso
con un poco de fastidio, alguna señal.
Entre el cielo y la tierra
solamente median los ángeles del aburrimiento.

 

No habían traído una sábana
para cubrirlo ni le habían puesto
una chaqueta encima.
Era imposible ver su rostro, la bala
le había partido el cráneo desde atrás,
y ahora estaba en el centro de un charco
de sangre y orina y mierda
(se le habían relajado los esfínteres).
Nadie notaba el olor,
la luz fría lo había escondido.
Eso no era un cuerpo, era algo más,
replegado, tachado.
Algo que había perdido todas sus alianzas.

 

Dicen que al morir te pareces
finalmente a ti mismo,
como si alguien te hubiera hecho el favor
de recoger cada una de tus sombras.
Pero es mentira.
Al final no te pareces a nada,
la masa de músculos atrofiados
y huesos inservibles que eres
no dice nada. La muerte no es
un arte, como todo lo demás,
y nadie lo hace bien.

 

XII

(José Ángel Valente y el Consejo de Guerra)

Pero todo costó y cuesta
tanto trabajo y tanta sangre.

José Lezama Lima, carta a Valente
fechada el 23 de noviembre de 1975.

Habría que imaginar un cuarto gris,
aunque de hecho las paredes fueran oliva
o blancas; gris y húmedo de tanto
recibir declaraciones, alegatos, la materia
estúpida y febril de las confesiones.
Un cuarto acostumbrado a mirar
la vida reducida a sus gestos anónimos,
de esos lugares
donde realmente nadie nos espera,
donde no es necesario decir
nada,
solo estar.

 

Cruzar la frontera, entregarte
luego de mostrar el pasaporte como un
mea culpa sudoroso.
No caminar las calles
por aquello de la busca y captura; recibir,
en cambio, un paseo en patrulla y ver
desde ahí las ventanas sin vista,
la sonrisa desdentada de los edificios.
No poder mover las manos, ni siquiera
para rascarte la nariz.
No poder abrir la boca, no vaya a salir
alguna de esas injurias
que perturban el insomnio de los muertos.

 

Llegar al cuarto,
todo ya descrito con puntualidad,
y comparecer en ese banquillo
de madera triste,
ante el Juez Instructor del Juzgado
Permanente del Gobierno Militar
de Las Palmas de Gran Canaria.
¿Qué sería de esta gente
sin sus mayúsculas?
¿Podrían escribir sus documentos, llamarse
entre sí o las palabras
se les quedarían en los dedos,
secas como clavos?
¿Qué sería de ellos si alguien
les quitara el uniforme a las sílabas?
Entonces se leería
juezinstructordeljuzgadopermanentedelgobiernomilitardelaspalmasdegrancanaria,
un solo vocablo sin rango,
un garabato, un gusano, una soga que tal vez
no los dejaría respirar.

 

Cuánto trabajo y cuánta sangre cuestan
algunas frases,
cuando caen con el
peso sordo de un cuerpo.
Cuánto nos cobran
en cuartos grises, en calles tomadas,
en casas precintadas,
por tachar las mayúsculas, por
decir el agua cruda
que llevamos en la boca
y bebemos sin saber.

 LeonorMendoza_Amazon Forest

XXI

 

(Cadáveres para Néstor Perlongher)

 

Hay cadáveres con y sin rostro, con y sin
miembros, con y sin ataúd y aunque dicen reconocerse
como iguales, no han logrado resolver aún sus rencillas,
formar una república independiente de ultratumba,
ni tan siquiera sindicalizarse.

 

Hay cadáveres que cavan túneles para escapar
hacia el otro lado del planeta, hacia
una nueva vida —o al menos una muerte más prometedora.

 

Hay cadáveres que solo pueden caminar
de espaldas, con pasos tímidos, como quien
se pone tacones por primera vez.

 

Hay cadáveres que, orgullosos, siguen votando en
sus países de origen; algunos incluso han llegado
a vestir la banda presidencial.

 

Hay cadáveres que fueron lanzados al mar
para que solo el agua recordara sus nombres
(pero no fue así).

 

Hay cadáveres que padecen de anorexia
porque nadie habla de ellos.

 

Hay cadáveres que insisten en grabar sus rostros
sobre paredes, cortezas de árboles,
sudarios: selfies milagrosos.

 

Hay cadáveres que pactan con los gusanos
que los devoran; con ellos fundan una nación
subterránea, un pequeño país en descomposición.

 

Hay cadáveres que dejaron sus retratos
en palacios, ministerios y cuarteles, creyendo
que podrían espiarnos desde ellos

(pero no fue así).

 

Hay cadáveres que llegaron puntuales
al olvido, pero impuntuales a la muerte.

 

Hay cadáveres que están a punto de ser echados
del panteón nacional —hace décadas que no pagan
con hazañas la renta.

 

Hay cadáveres que por nada del mundo se quitan

el uniforme, las insignias, las
medallas, convencidos de una inminente
resurrección de la carne (pero no es así).

 

Hay cadáveres que regresan porque la inmortalidad
que imaginamos para ellos está mal amoblada, las
lámparas no encienden y siempre se cae la señal del wi-fi.

 

Hay cadáveres que no pueden hablar de estadísticas,
números, desapariciones, porque se les traba
la lengua. Aún esperan la oportunidad
de testificar contra los vivos.

 

 

XXX

 

(Carta de Jamaica)

 

Yo, Simón José Antonio de la Santísima Trinidad

Bolívar y Ponte Palacios y Blanco. Yo,

rey de Tebas.

Muy señor mío:

Me dirijo a V. m. desde la maldita circunstancia del agua
por todas partes, desde la médula tenue de la vida, que
llaman exilio. Lo hago porque preciso hablarle
sobre ese montículo de arena y ceniza que me vio nacer,
esa tierra ebria de tanto sol, encandilada por su hambre
de historia. La conozco bien: mucho he viajado en mis días,
pero nunca, realmente, he atravesado las fronteras de
Venezuela. Cada palabra que pronuncio ata mis pies a ella,
atraviesa mi boca con un sabor amniótico. Por ello sé, al
observarla desde estas costas extrañas, que he fracasado
al intentar liberarla. Esto debo confesar a V. m.
He arado en el mar, sembrado en el viento. He fallado, lo
juro por el dios de mis padres. Mucho me ha costado entender
que mi país es un error de la geografía. Una promesa banal, un
paraíso inventado por sordos. Un amasijo de cuerdas y tendones,
un revoltijo de carne con madera. La cuna de los ripios, de los plagios,
una franja de polvo fascinada con los movimientos del mar, ese
animal que no puede quedarse inmóvil porque muere de sed. Sírvase
V. m. de mirar su mapa: un cúmulo arbitrario de líneas y venas inquietas,
de parches mal cosidos. En verdad le digo: primero pasará un ojo
por la aguja de un camello, que mi tierra por las puertas de los cielos.
Païs, pays, pàis, paîs —ninguna ortografía sabe sostenerlo.
No es una patria; es una apuesta que perdimos.

Como ve, no miento;

yo soy un hombre sincero, de donde crece la palma. Vengo de una región
cuya naturaleza se opone a todo, cuyo dios es un sepulturero
glorificado. No quiero ver mi rostro grabado en sus monedas, en
esos metales flácidos que nada compran, que cargan los
bolsillos como un órgano torpe. No quiero mi nombre en la boca
de sus soldados, en su escudo, en la cadencia pueril de su himno.
No quiero que mi memoria sea manchada por todos los ademanes
nerviosos que hará para convencerse de que es una nación.
Bajaré al sepulcro lejos de allí. Me crecerá un árbol en el pecho,
me llenará los pulmones de raíces y pólvora. No seguiré luchando por esa
tierra que solo ha servido para dejarme las manos sucias de infancia.

 Suyo,

 

 

Adalber Salas Hernández. Poeta, ensayista y traductor venezolano. Entre sus obras se encuentran los poemarios La arena, el vidrio: ascenso en tres movimientos (2008), Extranjero (2010), Suturas (2011) y Heredar la tierra (2013). Ha publicado también el volumen Insomnios. Ensayos sobre poesía venezolana (2013) y traducciones de Marguerite Duras y Antonin Artaud. Ganador del XXXVI Premio de Poesía Arcipreste de Hita por el volumen Salvoconducto. Obtuvo una Maestría en Escritura Creativa por New York University.