Howard Hughes: Faraón del Acapulco Princess

Michael K. Schuessler
 

 

Howard Robard Hughes Jr

 

Howard Robard Hughes Jr. (24 de diciembre 1905 – 5 de abril 1976) vino a México para morir. Antes de ser apresado por sus fobias, que lo transformaran de reconocido don Juan en célebre asceta, Hughes construyó un descomunal patrimonio, cuya sangre vital era el “oro negro” proveniente de sus campos petrolíferos de Texas. Gracias a su fortuna, en su momento una de las más grandes del mundo, Hughes pudo desarrollar su pasión por la aeronáutica y fue un experto piloto que rompió varios récords mundiales. También diseñó aviones para el gobierno de los Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial. Toda su vida Hughes fue un apasionado del cine y dirigió varios largometrajes; algunos, como Los ángeles del infierno (1930), con Jean Harlow, fueron grandes éxitos de taquilla.

 

 

Howard Robard Hughes Jr. llegó al puerto de Acapulco el once de febrero de 1976 acompañado por seis ayudantes, dos médicos, dos camas ortopédicas, dos sillas de ruedas y suficientes aparatos clínicos que colmaron el último piso del hotel Acapulco Princess, construido en forma piramidal para evocar las construcciones prehispánicas. Al “Viejo”, como le decían a sus espaldas, lo instalaron en una suite de lujo junto con toda su parafernalia, como si se tratara de un faraón egipcio. Desde esta antesala de la inmortalidad, comenzaría su largo camino hacia el más allá. Pero el moribundo aún vive y cada movimiento de su cuerpo se registra por espasmos de dolor, que nacen en la espina dorsal y recorren su organismo hasta convertirlo en un nudo de zozobra.

Nada queda de aquel macho seductor, audaz, el que rompió varios récords de vuelo en aeroplano, ni del galán de Hollywood que mantenía a más de setenta amantes al mismo tiempo. La mayoría de ellas mujeres con prominente pecho y cabello castaño, a quienes Hughes —conocido como el “Lobo Público Número Uno”— sometía a una meticulosa auscultación médica antes de concederles la primera cita. Una vez aprobado el examen, debían adherirse a estrictas reglas de vestimenta antes de conocer en persona a este hombre que, tarde o temprano, al apagarse el encanto, les enviaría pagos mensuales a todas a cambio de su silencio.

Eso fue antes. Antes de la sífilis que sembró pústulas amarillentas en las palmas de sus manos; antes de que sus uñas crecieran con una celeridad que solo denotaba el vertiginoso ritmo de su propia muerte: uñas que seguirán creciendo en espiral después de lo ineludible; el cabello, el poquito que le quedaba, también. Antes de las fobias, las obsesiones y los miedos, que el niño Howard había aprendido a pies juntillas de su madre, la única mujer que realmente lo quiso. Su cuerpo: una masa de nervios con el abdomen hinchado por inanición, los ojos entornados, sus córneas cercadas por órbitas blancuzcas que, a pesar de todo, pueden ver, gatunas, en la perpetua oscuridad de su habitación.

Contemplarse en el espejo. No, mejor no. En la mollera, a tres centímetros de la oreja izquierda, un tumor maligno con el diámetro de una moneda de cinco centavos americanos. Su desarrollo es tan avanzado que si uno se fija bien, puede apreciarse el resplandor del hueso craneal que se asoma entre lo rojo y blanco de la infección. De esta lesión, que lleva meses sin tratamiento, corre un pus blanco como el blanco de sus ojos, como el de su piel. Es la misma sustancia hedionda que produce su boca y, mezclada con saliva, se escapa de una dentadura a medias, podrida, movediza, atrapada por labios tan escuálidos que se vuelven imaginarios. Hace tiempo que el enfermo no habla ni para dar órdenes ni para quejarse de sus males. Pero él existe y por momentos tiene conciencia de su cuerpo que es también su cadáver.

A pesar de un sol matutino cada vez más radiante, dentro del pent-house ubicado en el piso veinte del hotel, todo está oscuro y se ha mantenido en una premeditada penumbra durante tanto tiempo —¿años?, ¿meses?, ¿días?— que su único residente, un viejo tendido boca arriba en una cama ortopédica, no sabe si es día o noche. No le importa. Ha venido a Acapulco para morir, aunque tal vez aún no lo sepa. Ni las buganvilias, cuyas flores color fucsia se desparraman desde la terraza de su habitación, ni el agridulce olor marino llegan a penetrar su soledad, exilio interno que el Viejo ha llevado a cuestas durante más de medio siglo, y que por fin se acabará un día de abril sin más que una leve expiración de aire. Ni un estertor, ni un gemido. Como desenchufar la televisión… un breve titileo de luz seguido por la más absoluta oscuridad.

Con todo, esta mañana es distinta. Aunque la suite se mantiene en penumbra, un hilo de luz se filtra por un resquicio que dejan las láminas de triplay y cartón que el Viejo mandó colocar en los ventanales de su habitación, en otro ardid para desaparecer, para hacerse invisible al mundo y sus fatigas cotidianas. Al penetrar la opacidad de la habitación, el hilo luminoso se convierte en prisma al traspasar una de las muchas botellas acomodadas sobre una repisa frente al ventanal. Son envases de leche y están amontonados en el piso, debajo de la cama, en la regadera, sobre la mesa de trabajo. La mayoría se encuentran vacíos, su transparencia opacada por una costra láctea y seca; otros pocos contienen un líquido dorado y rojizo: orines que llevan ya varias semanas ahí sin que a nadie le importe. Esta mañana, la luz se filtra a través de uno de los envases dorados e ilumina el rostro desencajado del Viejo, dándole un tono de antiguo pergamino; color que acentúa la palidez de un cuerpo macilento y convulso, completamente desnudo salvo por una servilleta con las iniciales A.P. que descansa en su regazo. En la habitación silenciosa se oye un respirar que se aferra a la vida sin ganas y que, a pesar de su estado semiconsciente, resiente el ardor provocado por docenas de úlceras que han besado con rojo y café las sábanas de poliéster que su dueño nunca ha permitido que se cambien, que huelen a sudor, a pestilencia, a muerte.

A través de una franja de pupila, el agónico intenta reconocer su alrededor pero solo logra distinguir lo que se encuentra al lado, en la mesa de noche: jeringas usadas, pomos vacíos, varios ungüentos en tubos enrollados, pastillas de colores y lo que parece ser, por la transpiración de diminutas perlas líquidas, una botella de leche fresca. Como no se puede mover, ni siquiera para llamar a uno de sus asistentes que merodea en el pasillo, el moribundo, postrado en cama, se ve obligado a mirar hacia arriba, más allá de los plafones espolvoreados con mica dorada, hacia el azul más límpido o el negro más profundo que lo observa desde el firmamento.

* * *

El cielo de Texas es más grande que sus llanuras y ese mismo cielo es el que lo ha cobijado desde su infancia, mientras finge dormir en un pequeño cuarto improvisado al lado de la cocina, o cuando sale a la escuela con un tambache de libros envueltos en un paliacate gastado y una bolsa que contiene la comida de mediodía: una manzana, un pedazo de panqué o un sándwich de queso. Su madre, figura imponente en la imaginación de un niño de siete años, se dispone a fregar los trastes y los pocos cubiertos de un desayuno que varía entre las posibilidades económicas de la familia. En domingo, a veces hay pan de maíz con tocino y huevos, aunque por lo regular es algo más espartano: un trozo de pan blanco con mantequilla o un plato rebosante de alubias.

Esto fue antes del gran éxito de su padre, hombre rudo que trabajó durante años para lograr un futuro mejor para su mujer y su único hijo. Su madre sigue con las labores domésticas mientras observa al pequeño Howard caminar hacia la escuela por un angosto camino de terracería. De reojo inspecciona los trastes y decide volverlos a enjabonar. Repite el mismo procedimiento una y otra vez hasta que todos queden resplandecientes, para luego dirigir su mirada hacia la cama de Howard, cuyas sábanas forman un nido de arrugas. Lava, plancha, tiende. Vuelve a empezar. Si detecta otra arruga repite el mismo procedimiento hasta que todo queda liso, brillante, perfecto. Se lava las manos para desayunar, pero las vuelve a enjabonar una y otra vez porque el lechero toca la puerta y tiene que ir a abrir. En ese cotidiano proceso, coge el picaporte, sujeta los envases de leche y, lo que es peor, tocan sus manos el dinero. Ese “lucro inmundo” que fustiga el pastor cada domingo desde su púlpito, en la diminuta iglesia con pico de aguja que ella también puede contemplar desde la puerta, detrás del hombre vestido de blanco que la mira con curiosidad, mientras cuenta el cambio que ella acepta con renuencia. Otra vez a lavarse las manos, a enjabonarse cada dedo, las yemas, las uñas, todo….

En 1920, a la edad de 15 años, Howard tuvo una experiencia que se transformó en destino. Aquella mañana su padre, a veces ausente, siempre distante, decidió llevarlo a la feria local cerca de Humble, su pueblo, con la meta de que subiera en avión por vez primera; algo que Howard quería hacer desde pequeño pero que la economía familiar no había permitido hasta entonces. Encontraron en la feria un “barco aéreo”, que había sobrevivido a los horrores de la Primera Guerra Mundial, y ahora pasaba sus últimos años como una especie de fenómeno de circo junto a la mujer barbuda, el hombre serpiente y los gemelos siameses. Howard fue el primero en espiarlo entre los otros juegos mecánicos y, desde ese instante, supo que si era cierto lo que decían sus maestros, que cada niño tenía que cultivar un sueño, la aviación sería el suyo.

Al llegar al cercado que separa la enorme nave de los demás juegos, Howard siente latir su corazón a una velocidad que solo ha experimentado al mirar a las chicas regordetas asomándose de las revistas, que sus compañeros llevaban a la escuela y que servían como ímpetu para un acto que el pastor no mencionaba por su nombre, pero cuyo significado Howard comprendía cabalmente. Al acercarse al aparato, ve a dos hombres vestidos con overoles de mezclilla que conversan a gritos mientras hacen alguna reparación al viejo aeroplano. Howard, olvidándose momentáneamente de su adolescente timidez, les llama con una naturalidad mezclada con asombro, tal es la impresión que le provoca estar cerca del avión.

—Oigan señores… ¡Oigan!

—¿Qué pasó, joven? —responde un poco molesto uno de los tipos.

—¿Puedo verlo de cerca?

—No se puede ahora, ¿no ves que estamos ocupados?, pero si vuelves en la tarde te subimos por un rato. Cuesta dos dólares.

Dos dólares era una fortuna en aquella época, especialmente si se tomaba en cuenta que su padre le daba cincuenta centavos cada semana y eso solo si había terminado todos sus quehaceres. Tenía que barrer, sacar la basura, alimentar a las gallinas, limpiar el chiquero, tender su cama. Con desesperación Howard busca a su padre entre la multitud que se ha formado alrededor del cerco que confina la aeronave, pero no lo encuentra. Llena la vista un mar de sombreros de “diez galones”, Stetsons de fieltre prensado, de telas estampadas, de paja laqueada. Sale como puede del gentío y después de recorrer varios puestos, con el rabillo del ojo distingue a su padre al lado de uno de los vagones de la feria. Y no está solo. Conversa con una mujer alta y frondosa, de cabello rubio y largas piernas. Howard ya ha sido testigo de estos encuentros: en la calle, en el despacho de su padre; incluso en el estacionamiento de la iglesia, a la que asiste puntualmente cada domingo a las ocho y media con su mamá. Howard ha aprendido que no es buena idea interrumpir a su padre en esas situaciones. Por fin la mujer se despide, aparentemente molesta, y Howard se acerca fingiendo no haber visto nada.

—¡Papá! Pensé que no te iba a encontrar; te anduve buscando por todos lados.

—Pues ya me encontraste. Tuve que atender algunos negocios, ya sabes que los clientes no esperan, ni siquiera en domingo.

—Ajá. Es que quiero subir en el avión como me dijiste. Solo cuesta dos dólares.

—¡Dos dólares! Oye, ¡qué caro está eso! Déjame pensarlo un rato.

—¡Por favor, papá! Quiero subir para poder ver todo desde arriba.

—Vamos a hablarlo con tu mamá a ver qué opina.

—Bueno, está bien. Pero sí puedo subir, papá, ¿verdad que sí? Después de todo, fue tu idea.

Howard sabe que podrá convencer a su madre sin demasiado esfuerzo. Los tiempos son mejores ahora y la familia se ha vuelto bastante próspera a raíz de la invención de su padre: una herramienta para extraer el petróleo de manera más eficiente. Y esto, en un tiempo cuando la fiebre del “oro negro” apenas comienza a dar sus frutos —y fortunas— debajo de los descomunales llanos de Texas.

De regreso a casa, Howard le narra sus impresiones de la aeronave a su mamá y le explica que simplemente tiene que subir en ella, que a cambio hará dos veces sus tareas. Después de meditarlo por un rato, su mamá dice que sí, que puede subir, pero solo una vez y usando parte del dinero que ha ahorrado de sus domingos. La felicidad no le cabe dentro, y aquel día las horas pasan con exagerada lentitud mientras espera a que den las cuatro y media, hora en que saldrán de nuevo a las afueras de Humble, donde se ha levantado la feria. A regañadientes, porque es domingo y lo que realmente quiere hacer es leer el periódico y escuchar las noticias en la radio, el padre de Howard se dispone para volver a la feria con su hijo. Cuando llegan, el avión ya no está dentro de la cerca sino estacionado sobre una improvisada pista que parece demasiado corta para que el enorme aparato pueda despegar a tiempo y no se quede varado en los campos de algodón que rodean la pista de terracería. Ya hay varias personas —al menos veinte— esperando para pagar sus dos dólares y subir al avión, que se encontrará listo para el despegue en cuestión de minutos.

El padre de Howard le da la mano a su pequeño vástago, advirtiéndole que se cuide porque nunca ha tenido mucha confianza en los aviones, ya que, según él, el hombre no estaba hecho para volar, sino para tener los pies bien plantados sobre la tierra. Howard no responde nada pero piensa por sí mismo que él sí está hecho para volar, y con presteza se acomoda en uno de los largos bancos que se extienden por ambos lados del interior de la nave. Sin más ceremonia, el piloto comienza a arrancar mientras Howard estudia el interior de la cabina. Se encuentra algo deslucida y, aparte de varios paracaídas, insuficientes para el número de pasajeros a bordo, solo hay unas ventanillas que corren en hilera por ambos lados del interior e iluminan sus rostros.

Algunos se ríen y cuentan chistes en un intento por combatir el miedo provocado por este acto que —según se decía— desafiaba a Dios y el orden natural de las cosas. De repente, el avión empieza a moverse, y la vibración producida por la pista de terracería se vuelve cada vez más fuerte. Sin embargo, Howard mantiene la calma; evita ver los rostros pálidos de sus compañeros, que ya no cuentan chistes; solo miran hacia adelante con los ojos muy abiertos. Después de dos minutos que parecen eternos, el aparato se separa de la pista y, de repente, Howard puede ver la tierra debajo, cada vez más lejos. Al ganar altura, los juegos de la feria parecen ser de juguete y las personas tienen el mismo tamaño que las figuras de plomo que recibió como regalo de cumpleaños el año pasado. La sensación que experimenta su cuerpo al estar suspendido en el aire es inefable, no se puede explicar con las palabras que él conoce. Más bien es una emoción desconocida hasta entonces que electrifica su organismo. Solo había sentido algo parecido una vez cuando, por accidente, se metió al baño de mujeres en la alberca pública y ahí se encontró cara a cuerpo con el sexo femenino. Fue una experiencia que él nunca olvidaría, y ahora, agónico, suspendido a 20 pisos encima del puerto de Acapulco, es la única sensación que aún lo enlaza a la tierra.

No lo sabía en ese instante, pero así como el cielo le había transmitido esa impresión indescriptible de una vida libre de ataduras, ese mismo espacio sideral también se convertiría en su última morada. Y cuando por fin sus médicos se ponen de acuerdo en que es urgente llevar a su paciente de regreso a los Estados Unidos para darle un tratamiento más especializado, el Viejo ya tiene las uñas azuladas y no responde a su nombre; solo permanece recostado boca arriba en esa cama ortopédica que se ha convertido en su última morada. En duermevela, su cuerpo aún registra los dolores provocados por su vertiginoso traslado del hotel al aeropuerto de Acapulco, donde él y su equipo se subirán a una aeronave alquilada en el último momento a un rico empresario de la ciudad. De Acapulco a Houston son apenas dos horas de vuelo, pero el Viejo no cuenta ya con tanto tiempo. A la una veintisiete de la tarde, justo al abandonar el espacio aéreo de México, Howard Robard Hughes Jr. se remonta de manera casi imperceptible a otro lugar donde no existe más dolor, negligencia, ni olvido. Y de manera paulatina, su aciago presente empieza a confundirse con un glorioso pasado, puesto que el futuro ya se le acaba… Durante su último viaje en avión, Howard ya no pertenece al mundo de ahora, sino a los recuerdos de una vida siempre regida por el cielo y su tentativa de domarlo. Los continuos espasmos de dolor lo obligan a refugiarse en el teatro de su memoria; el sufrimiento del presente solo se mitiga al conjurar su pasado, un largo paneo de sueños y deseos que se proyecta en la pantalla de su inconsciente, igual que los noticieros cinematográficos que acompañaron las películas de su juventud. Mientras se dispone a morir, Howard fija su mirada interior en las imágenes proyectadas dentro de sí mismo. Uno, dos, tres, corre cámara…

 

 

Lugar y Fecha:

Los Ángeles, 1946.

 

El célebre millonario Howard Hughes sufrió un accidente aéreo mientras llevaba a cabo un vuelo de prueba en uno de los aviones XF-11 que su compañía desarrolla para el ejército de los Estados Unidos como parte del esfuerzo bélico. A 10,000 pies sobre el sur de California, se incendió uno de los motores; Hughes trató en vano de aterrizar en el Club de Golf de Los Ángeles, cerca de Westwood, pero el aparato comenzó a perder altitud, por lo que no pudo aterrizar donde había planeado y sin poder evitarlo, el XF-11 cayó en una zona residencial de Beverly Hills. Hughes y el resto de la tripulación lograron escapar de la aeronave antes de que esta estallara en llamas, pero el accidente provocó graves heridas al piloto: fracturas en la clavícula y varias costillas, el pecho colapsado y el pulmón izquierdo perforado. Fue tal la intensidad del desplome, que el corazón de Hughes se cambió del lado izquierdo al derecho, fenómeno raro pero no desconocido, especialmente en situaciones de impacto extremo. Según sus propias declaraciones, después de una recuperación a medias, el magnate ha dado por concluida su pasión por la aeronáutica, al menos por el momento…

 

Por lo visto, fue a partir de este accidente aéreo que la estructura mental de Howard Hughes comenzó a venirse abajo y también empezó a ignorar ciertos aspectos de la vida en sociedad (la higiene, la amistad, incluso la alimentación) para sumergirse en un mundo propio, una región poblada de compulsiones y obsesiones, pero un sitio en donde se sentía más seguro. Como cuando vivía en Humble, con sus padres, antes de la prematura muerte de ambos; tragedia que haría del joven Howard uno de los hombres más ricos del mundo a la edad de diecinueve años.

En 1947, Hughes, que había sido un apasionado del cine desde su niñez, cuando veía de manera compulsiva las películas de Charles Chaplin y Buster Keaton en el cinematógrafo que los fines de semana se montaba en su pueblo, compró un edificio ubicado en Hollywood sobre Sunset Boulevard, donde, después de mandarlo equipar con el sistema más moderno de proyección y sonido, se encerró noche y día durante un periodo de cuatro meses para ver película tras película, muchas veces sin dormir durante semanas enteras. Sus gustos iban del Frankenstein de Boris Karloff a los melodramas inspirados en la historia de su país como Lo que el viento se llevó; una de cuyas protagonistas, Olivia de Havilland, con su cabello rojizo y sus atractivos senos, le llenaba la pupila —a todo color— durante sus más de tres horas de duración.

Se coloca frente a la pantalla completamente desnudo; sus únicos acompañantes son un cuaderno de papel rayado y una pluma con la que hace apuntes metódicos sobre cada largometraje proyectado desde el cuartito luminoso al fondo de la sala, cuyo ocupante Howard nunca ve y a quien menos da las gracias. A veces pide un vaso de leche, una barra de chocolate o un muslo de pollo hervido que, luego de ser ingerido, defeca sobre los recipientes donde fueron servidos y nunca se recogen. Algunos de los que trabajan en ese fétido lugar, a quienes les es estrictamente prohibido hablar con su insólito jefe, reportan que, en defensa de la absoluta falta de higiene reinante en la sala de proyección, Hughes se rodea de decenas de cajas de Kleenex, que ordena y desordena a su antojo, como un niño que juega con cubos de madera. Ahí también, bajo la luz de un foco amarillo, pergeña memorandos detallados para sus asistentes, dándoles órdenes de nunca mirarlo al rostro y de hablar solo a petición suya, es decir, casi nunca. Según los testigos, cuando en la primavera de 1948 Hughes por fin sale de su autoencierro, ostenta un cabello enmarañado y grasoso hasta los hombros y es notorio el hecho de que no se ha bañado en semanas o meses. Tampoco se ha cortado las uñas, condición que, aunada a su palidez corporal, le da un aspecto vampírico. Algunos de los reporteros que se atreven a comentar sobre las “excentricidades” del magnate atribuyen su comportamiento a una enfermedad sicológica conocida como alodinia, uno de cuyos síntomas más recurrentes es la percepción insoportable del dolor corporal a partir del más leve roce. Por eso no se toca jamás, ni siquiera para limpiarse el culo.

Es precisamente esta terrible sensación la que percibe Howard en este momento, casi treinta años después, al estar confinado a la cama ortopédica que él mismo diseñó, pero que ahora se ha transformado en su última morada. Cada paso hacia el avión es un nuevo vía crucis pero —para su suerte— el sufrimiento de hoy se confunde con la realidad de ayer. El agónico se ampara en sus recuerdos, presentándose sin ton ni son en unas secuencias automáticas que no puede, no quiere ordenar, y sobre las que no tiene control alguno… En su imaginación, lacerada por el dolor pero dispuesta a crear recovecos, escondites, rincones sin sufrimiento, continúa el recuento fílmico de su vida… solo ve las imágenes que se presentan y mira intensamente, aunque estén ya un poco fuera de foco…

 

 
Hollywood, California, 1930.
 

A pesar de lo que al principio ha sido interpretado como otro acto excéntrico, Howard Hughes no es ningún extraño al mundo del cine pues ha producido películas durante varios años: La horda (1928) y Los ángeles del infierno (1930). El último largometraje dirigido por el conocido multimillonario, cuenta con la actuación de la efímera estrella de Hollywood Jean Harlow en el papel principal. Cuando se estrenó en el cine Grauman’s Chinese de Hollywood el pasado sábado, se reunieron alrededor de 5000 personas para atestiguar la llegada de Hughes en compañía de todo el elenco de la película, más invitados especiales del “star system” como Dolores del Río, Mary Pickford, Douglas Fairbanks y su héroe de la infancia, “El Vagabundo”, Charlie Chaplin. Con un presupuesto de más de cuatro millones de dólares, capital que el propio Hughes aportó de su fortuna personal, Los ángeles del infierno ha sido el largometraje más caro en la historia del cine en Hollywood hasta el momento. A pesar de las reseñas, en su mayoría escépticas, la película resultó ser un éxito de taquilla, porque logró recaudar dos veces su inversión original. Además, las escenas de vuelo, algunas hechas por el propio Hughes, fueron muy laureadas, aunque la actuación de Jean Harlow se haya descrito como mediocre.

 

El viejo se encuentra otra vez en el destartalado avión militar de su infancia, y al abandonar su ruta sobre los llanos amarillos de Humble, toma dirección hacia Houston, donde todo está preparado. El avión se tambalea en el aire y se oyen fuertes crujidos de metal y madera, mientras Hughes, tras los controles, cambia de dirección; momento cuando el aparato parece congelarse en el aire. Pero no se derrumba hacia la tierra sino que, poco a poco deja de verse, cuando el Viejo, preso en su cama ortopédica, entra al espacio aéreo de los Estados Unidos de Norteamérica.

 

 
Houston, Texas, 5 de abril 1976.
Posdata.
 

Cuando se supo de la muerte de Howard Robard Hughes, el hombre más rico del mundo, cuyos imperios incluían la aviación, el cine y el petróleo, sus familiares, asistentes y empleados se quedaron en suspenso. Esperaban ansiosos por saber qué contenía el testamento de un hombre quien, en realidad, había dejado de vivir muchos años atrás, y cuya salud mental era la comidilla de no pocos periodistas de la época. A tres semanas de su deceso, se descubrió un testamento hecho a mano dentro del escritorio de un funcionario de la Iglesia Mormona; este documento, conocido como el “testamento mormón” destinaba unos 1.56 billones de dólares a diferentes organizaciones caritativas que incluían 625 millones de dólares para su instituto médico. Casi 470 millones fueron designados para sus asistentes y empleados de más alto rango. A su última esposa, Jean Peters, le tocó compartir 156 millones de dólares con Ella Rice, la ex esposa de Hughes. Otros 156 millones fueron entregados a Melvin Dummar, el dueño de una gasolinera. En conferencia de prensa, el señor Dummar contó a los periodistas que en diciembre de 1967 se topó con un hombre un poco confundido, tirado al lado de la carretera a unos 150 kilómetros al norte de Las Vegas. Este misterioso hombre le pidió a Dummar un aventón a la ciudad; él aceptó y lo dejó en el famoso hotel Sands. Unas semanas después, según testimonio del señor Dummar, un desconocido llegó a su gasolinera donde dejó sobre su escritorio un sobre que contenía el testamento en cuestión. Como no sabía qué hacer, Dummar, mormón, llevó el documento a una oficina de la Iglesia Mormona en Las Vegas.

 

A pesar de la detallada historia elaborada por el señor Dummar, después de un proceso legal que duró más de siete meses, se determinó que el testamento era apócrifo y que en realidad el magnate se había muerto intestado. Finalmente, en 1983, su patrimonio de 2.5 billones de dólares fue dividido entre veintidós primos. Dummar fue considerado como un defraudador y un oportunista. A pesar de no poder proporcionar documentos que lo comprobara, la señora Terry Moore argumentó que en 1949 se había casado con Hughes en secreto a bordo de un yate en aguas internacionales frente a México y que nunca se habían divorciado. Aunque no pudo demostrar que así fuera, su libro La bella y el billonario se convirtió en bestseller.

 

 

Michael K. Schuessler nació en Estados Unidos y reside en Ciudad de México. Entre sus publicaciones se encuentran Peregrina: mi idilio socialista con Felipe Carrillo Puerto (2006) y Artes de fundación: teatro evangelizador y pintura mural en la Nueva España (2009). De próxima aparición es Perdidos en la traducción: cinco extranjeros en el México del siglo XX. Se desempeña como profesor de Literatura Hispanoamericana en la Universidad Autónoma Metropolitana.