Tres relatos

Mercis Martínez
 

 
El recreo
 

Si hoy me peinara de esta forma lograría que me mirara. Hoy en mi lonchera llevo solamente un jugo y quiero dárselo. Al menos estaré cerquita, otra vez. Su cabello olía a leche condensada y era negro, negro. Me hacía cosquillas en la nariz, ella no se daba cuenta. Estaba distraída tomando el jugo. Estábamos sentados, era pleno recreo y todos corrían hacia todos lados. Jugaban gomita pero yo no iría esta vez. Aún le faltaba medio jugo. Cuando estaba sentada no se notaba la diferencia, pero cuando caminaba su cojera la notaba hasta el tuerto del bedel. Otra vez ese olor a leche condensada. Me había contado que venían de Ocumare de la Costa. Su papá dijo que no había bebido, pero entonces cómo no ver el camión de cerveza que venía de frente. De ese accidente solo su pierna y una cicatriz en la quijada. Y comenzaban a joder los chamos otra vez. No estaba enamorado, pero tampoco quería jugar gomita. O es que hay que tener más de nueve años para entender esa pendejada. Cuando me pongo molesto digo groserías, pero el olor a leche condensada no dejaba irme a agarrar a pelear. Sí, era bonita. Muy bonita, su pelo era negro, negro. Todo el cuarto grado me la había pasado junto a ella todos los recreos. Le regalaba uno de mis yukipak, mi mamá metía siempre dos por si le faltaba a alguien y a ella, siempre le faltaba. Como le faltaba un par de zapatos. El pie que no cojeaba lo tenía gastado. Qué digo, el zapato. Siempre le digo pie a los zapatos y ojos a los focos de los carros. Nada más por eso me llevaron al psicólogo. Temían fuera un retrasado. La doctora me regaló una chupeta y me dio un beso en la mejilla, luego de decirle a mamá que tenía un CI / 100. La alegría de mamá me hizo cederle la chupeta. El yukipak tarda tan solo diez minutos mientras ella me revela cómo es que viven en el escalón cuatrocientos treinta y dos de El Cementerio. Se baja rapidito cuando los tiros vienen desde arriba. Pero subirlos cargando tobos llenos de agua es más complicado. Imagino. Qué tanto puede cargar esta firifiri, que se la lleva un estornudo. Mi peinado le gustará. No me gustó que riera con la gelatina que mi mamá había echado en mi cabello la semana pasada. Solo traigo un yukipak, pero esta vez traje dos pitillos. Coeficiente sobre cien. Ella no había hecho la fila esta mañana antes de cantar el himno. Era raro no verla. El tiro bajó desde diez escalones más arriba, se encajó en su espalda. Nos hicieron bajar a todos al patio y el minuto de silencio que pedían, se hizo larguísimo en mi pecho. Aún no deja espacio para algún ruido que no sea el sonido que hacía al sorber del pitillo el jugo de mi yukipak.

 

 
El tren fantasma
 

Cada vez que Martín pegaba la oreja del frío carril, decía: ¡papá, papá, se viene el tren! Pero por aquellos rieles no pasaba ningún tren desde el sesenta y uno. En veloz carrera volvía a colgarse de mis piernas, tembloroso y asustado de que el tren se lo llevara por delante. La oreja que colocaba sobre los rieles llegaba siempre helada a mi rodilla izquierda. Me tocaba entonces frotársela hasta calentar mientras le explicaba, una vez más, que el tren tenía más de cuarenta años sin funcionar. El calor entonces volvía a su oreja y el temblor cesaba.

La vieja estación de trenes la habíamos convertido en parque y foco cultural. Los niños del barrio pasaban muchas tardes allí. De regreso a casa, que nos quedaba a escasas tres cuadras, Martín, en su diminuto tamaño creaba una gigantesca historia alrededor del tren fantasma. Ese, que él mismo escuchaba cada tarde, al colocar su oreja sobre uno de los rieles. No quería interrumpir con mis delirios de adulto su fantástica historia. De qué valía la historia de la dictadura y toda su parálisis de trenes en el país, cuando cada tarde Martín se las ideaba para colocar diesel y grasa suficiente a su locomotora fantasma. La única vez que penetré en la avanzada de ese tren, con mi obstinado uso de razón, fue para comentarle que la dictadura había sido un momento en el que habían desaparecido muchas personas. ¿Cómo desaparecieron los trenes? Sí, desaparecieron muchas personas y varios trenes. Con ese dato metió en su tren fantasma a todos los desaparecidos. Todas las tardes los desaparecidos aparecían en nuestro trayecto del parque a la casa; trazados en la palabra de mi chico de seis años.

Esa tarde encontré solo un zapato, además de su suéter naranja, desperdigados sobre las líneas del tren. No sé cómo expresar en cantidad de mililitros los calmantes que desde ese día llevo en las venas. En mi memoria, a media máquina por el Prozac, Martín tiene su oreja otra vez sobre uno de los rieles, yo entretanto compro un pochoclo y le escucho gritar: ¡papá, papá, se viene el tren! Recibo el cambio y, al volver la mirada, Martín ha desaparecido. La locura, encarnada en mí, me arrojó con la oreja sobre los rieles. No escuché venir el tren, sí en cambio irse; lejos, en dirección al sur y con un desaparecido demás entre sus vagones.

 
Ana Lia Werthein. obra1
 
Agosto
 

Los últimos cinco años de sus treinta y cinco, Julián González los vivía escuchando el portazo que, tras de sí, dejaba su esposa al escurrirse por la puerta cada 7:30 a.m. En cada portazo el hastío, remanente de la pésima noche, la noche pésima, el vete a la mierda, un asunto de mala leche o de leche mala misma que terminó escupiendo en la pileta esa mañana. Recordó entonces hacer el mercado. Esperó sin embargo unos minutos a que ella tomara ventaja hacia su trabajo, no fuese que se la encontrara de regreso en una de papeles olvidados.

En el pasillo tres de ese hoyo negro que suele ser NINI, el supermercado, resolvía en dos patadas el mercado de una semana. Leche, yerba mate y raviolis. A ver, se decía mirando la cesta: leche (coma) raviolis (coma) yerba mate. Cuatro paquetes de yerba, tres para casa y uno para la oficina. Oficina en la que desde el año dos mil no había caja chica. Así que el café, el mate y las facturas corrían por cuenta de la solidaridad y bolsillo de los empleados. Julián no perdía la oportunidad, con cada cuarto paquete de mate que echaba en la cesta, de hijodeputear a Menem, De La Rúa y Néstor, aunque Néstor estuviese a tres años después de la hecatombe, daba lo mismo.

Juan comía afanoso los raviolis con pollo. Ella jugaba con el tenedor y los trozos de carne, insertándolos en cada ravioli: un pedacito de pollo, un ravioli. Juan engullía el último de los suyos cuando la miró: ida, y con la mano en otro plato de cualquier otro lugar, menos ese.

—¿Qué sucede, no te gustan?

Ella no atendió.

—Susana ¡psss! Te estoy hablando. ¿No te gustaron los raviolis?

—Sí —reaccionaba, molesta— Cómo no gustarme, si llevo tres días comiendo raviolis con pollo.

—¿No será porque cocino yo? Ya sabes que es lo único que sé cocinar. Además, me gustan.

—He sabido darme cuenta.

—Cocina tú, entonces —sarcástico.

—Juan —suelta el cubierto. Hace cinco años que no sé lo que es la cocina, ya se me olvidó hasta cómo se fríe un huevo. Además, no me gusta.

Quisiste olvidarlo, se dijo a sí y sin dejar de masticar el último bocado. Juan no quiere precipitar algún presagio. Ella se está yendo desde el dos mil. Poco a poco. Lo primero fue irse de la cocina, ya luego de hacer el mercado; después se fue de la cama, la habitación. Sabe que mañana también se irá de los raviolis con pollo, de la mesa y por último de la casa.

Con ese paisaje lunar o, lo que es lo mismo, de una crónica anunciada, a Juan no le quedó más remedio que encuevarse entre las cuatros paredes de una de las oficinas del Correo argentino en la avenida siete, de la que vivía a tan solo dos cuadras. Fatal el tener que vivir a dos cuadras de tu trabajo cuando no te espera nadie en casa, o casi nadie. Si al menos hubiese de distancia unos cientos de kilómetros, un colectivo o un tren de por medio en el que tropezarse con unos ojos marrones mirándote del vagón contiguo…

La hecatombe actuó como una úlcera que decoloró hasta las sábanas púrpuras de la cama de Juan y Susana. La crisis de esos años no solo arrebató los ahorros de los recién casados, también arrancó, cual maleza, la esperanza. La úlcera penetró en los bancos como en el útero de ella. Entonces no hubo hijos que proteger, ni dinero con qué hacerlo. Trancado el juego, como en un dominó, o como cuando se llega a tabla en una partida de ajedrez.

Los ojos marrones en un vagón de tren llegaron un día antes de noche buena.

Juan salió de casa diez minutos después del último portazo. Vestido de camisa color mostaza y corbata bien ajustada. Se subió luego al tren de las ocho de la mañana. Se hizo lugar del lado de una ventana, en un asiento de dos butacas, vacío. Miraba los ocres, verdes, grises y gentes. Les imaginaba alguna preocupación o alguna dicha, según alguna mueca de la boca, una ceja levantada, o el ceño fruncido. ¿Cuántas puertas por tirar alcanzarían los brazos de esa joven vestida de Adidas? ¿Cuántos cabrían en la maleta de ese anciano? Juan, en el juego de contar portazos y mirar a través de la ventanilla, no se percató de cómo llegó a llenarse el vagón en la quinta estación. Cuando alguien ocupó el asiento al lado suyo, pestañeó. Giró solo quince grados a la derecha su cabeza y, mirando por el rabillo del ojo, observó los zapatos bien lustrados del que ahora iba a su lado. También calculó la cantidad e intensidad de los portazos en su haber: insignificante, dichoso. Al subir la mirada, se topó con los ojos marrones que le observaban desde hacía rato desde el otro vagón. No pudo evitar engancharse. Esa mañana iniciaría el ocaso de sus portazos, la esperanza de un nuevo paladar para sus raviolis; probablemente volvería a votar por Néstor y compraría unas nuevas sábanas esta vez de color naranja.

Ese día, ni los siguientes, Susana no volvería a casa.

 

 

Mercis Martínez es una autora venezolana. Edita y coordina la revista virtual Contraabecedario. Colabora como articulista en páginas literarias digitales e impresas en Venezuela y Argentina. Realizó estudios de Letras en la Universidad de los Andes y de Edición en la Universidad de la Plata. Su trabajo literario puede consultarse en su web personal www.lospapelesdecis.blogspot.com