Un cuento de navidad en Moscú

Esteban Torres Ayastuy

 

 

A Manu Uranga y su Gio Bat

 

 

En la calle Novi Arbat de Moscú se desarrolló en los años sesenta la siguiente escena:

 
Exterior. Novi Arbat.

 

Es un día en el recuerdo. Un día a mediados o al final de una estación que puede ser invierno. Se siente el deshielo, bien porque comienza la primavera o por un capricho del clima. Las superficies de los objetos, los coches, ventanas y demás mobiliario urbano, están abrasados por la nieve y erosionados, con un color mate característico. Antes hubo barro, pero como no ha llovido en una semana, ahora lo que hay es polvo, un polvo compacto y frío. No está suelto, está adherido y solo desprende su capa superficial. Para quienes saben verlo, este polvo crea una especie de difuminado, un aura en el contorno de las cosas que hace que pierdan su nitidez. Los colores no son vivos, son un reflejo apagado de lo que fueron. El color que fue rojo en una barandilla es ahora rosáceo, o el amarillo de un semáforo es ahora amarillento. El verde es verdoso.

La calle Novi Arbat se ha trasladado ligeramente al pasado, los colores se fueron y los contornos no tienen la línea exacta de la realidad. Digamos que hay una disonancia entre el volumen con el que se presenta la escena y el peso de nuestro recuerdo de ella. Esta calle, como tantas cosas en Moscú, está hoy idealizada.

La luz es completamente neutra. Maravillosa.

 

 

Interior. Taberna Novi Bambi.

 

Es la taberna Novi Bambi y estamos en la calle Novi Arbat. Dentro, en la barra de aluminio del bar, hay dos personas: Jimmy Svidrigáilov (Jimmy es el apodo local, ya que realmente se llama Arkadi) tiene un codo apoyado en la barra y lleva una bandolera de cuero verde que cuelga transversalmente hacia el taburete de eskái. A dos metros está Sonia Zajarovna mirando a Jimmy sin especial atención.

En el espacio social detrás de la barra hay cuatro mesas con armazón también de aluminio y superficie de formica color amarillo espíritu. Hay dos personas sentadas en una mesa y otra sola en otra mesa. Entre ellas, las de las mesas y las de la barra, hay una tercera persona de pie: Iván Stavroguin. Iván es algo más eterno que el resto, y estuvo, está y estará, completamente ausente de ellos. Iván mira hacia una enorme ventana de aluminio mateado que da al patio interior; es una ventana que se mitifica a sí misma, a la vez que decae, en su ambición. En su ambición soviética.

En ese momento, como si en la sala hubieran ido subiendo un volumen de voz que antes no oíamos, se percibe una conversación. Oímos la voz de Jimmy mientras Sonia fija más atentamente su mirada en él. La primera palabra que suena es “Chicago”. Después de esa palabra Jimmy saca de la bandolera unas postales y un bloc.

—¿Y todo eso pasaba cuando estuviste? —pregunta Sonia acercándose. Sin contestar, Jimmy extiende poco a poco postales, fotos, tickets de metro, facturas de hotel y un pequeño mapa de Chicago.

—Pero eso que dices… no se ve aquí —observa Sonia.

—No hace falta que se vea —responde Jimmy—. Es algo que los habitantes de la ciudad tienen asumido. Tras esto, Jimmy hace un pequeño silencio y prosigue:

—Pero como te dije ayer… a ciertas horas, y dependiendo del momento y la estación del año, en Chicago la gente va desnuda.

—¿Y tú dónde estabas cuando viste a esos cuatro desnudos? —pregunta Sonia.

—Yo estaba aquí, a la salida del hotel Drake —y Jimmy comienza a dibujar un gráfico de situación—. De pie, enfrente del puesto callejero; y aquí había tres chicas desnudas —Jimmy va dibujando las distancias que había entre él y las tres chicas desnudas— y por esta calle llegó el hombre desnudo con una funda de oboe. Era como los nuestros, de una orquesta. El hombre tenía un tatuaje de un águila, un águila parecida a la del escudo de su nación, solo que no tenía las alas desplegadas, las llevaba en posición de reposo. Me fijé en el tatuaje porque tenía colores que aquí no suelen verse —Jimmy poco a poco va dibujando un mapa más completo con gráficas de medidas de la situación y vectores de movimiento, incluso sitúa los metros de distancia entre las personas; también elabora pequeños dibujos del águila y del hombre tatuado. De vez en cuando saca material gráfico: alguna foto de esa calle o una postal del hotel Drake.

En la taberna se ha ido formando un corro tranquilo en torno a este hombre, un corro en el que ya participan los tres que estaban sentados en las mesas del fondo. Solo Iván permanece en pie, pero ahora ya no mira hacia la ventana, sino hacia la puerta donde está Pável Smerdiákov.

Pável es el portero del local, y aunque tiene la obligación de dejar pasar a todo el mundo, también está obligado a parar a los clientes por unos instantes en la puerta y cumplir con un protocolo de reconocimiento; consiste este en hacerles dudar si se les permitirá entrar o no, para acto seguido fingir que descubre en ellos algo especial y dejarles pasar con una sonrisa cómplice. Con ese protocolo Pável cumple dos requisitos: proporciona a los clientes un sentimiento de triunfo —se ven mínimamente importantes— y controla estrictamente quiénes son los que pierden el tiempo en las tabernas.

Por su situación puede decirse que Pável está fuera y dentro del local, ya que las puertas son de cristal desde el suelo hasta el techo. La calle, como el patio interior al que miraba Iván, tiene una presencia total en Novi Bambi.

El escenario general sería este: estamos en un espacio que es básicamente de aluminio, cristal apagado y loseta muy usada, con polvo frío. Tiene un patio interior con las enormes ventanas mateadas. El local podría haber sido uno de tantos almacenes de la calle Novi Arbat, o también podría haber sido un ala de un aeropuerto en una ciudad fantasma de Siberia. Pero ahora, inexplicablemente, es una taberna. Tan inexplicablemente como Pável Smerdiákov hace de portero, vestido con un abrigo negro de fieltro prensado y gorro de soldado raso de la Marina.

Pável está de espaldas al grupo interior, mirando hacia la calle. Mira cómo a unos 200 metros se va acercando una ambulancia Volga. Sabe que viene a la taberna. Tiene una experiencia de años en detectar los gestos de los vehículos. Sus intenciones.

 

R Rosario 9

 

Interior. Ambulancia corrupta que se acerca a la taberna.

 

—Desaceleración… Esa es la palabra para definir la situación actual de la ciudad de Moscú —va diciendo Rodión, el copiloto.

—¿Te han parado alguna vez las milicias haciendo estos chanchullos? —pregunta Rodión a Ribby, el conductor de la ambulancia.

—No, nunca —responde Ribby—. Estos servicios los hacemos entre amigos, ¿no? Tú podrías ser un colega del hospital al que acerco a su casa, y de hecho lo eres. Lo único, que no te acerco a tu casa; te llevo a Novi Bambi.

—¿Sabes el chiste aquel del matrimonio que conduce borracho por Moscú? —Rodión va animándose a hacer un farewell gag de los suyos.

—Sí —responde Ribby—. Al matrimonio lo paran en un control de alcoholemia y ellos le demuestran al policía que no van borrachos, que es la máquina la que está estropeada. Lo demuestran haciéndole la prueba a su hijo pequeño, que va detrás…

—A su hijo de cuatro añitos al que antes le han hecho beberse un vodka —termina Rodión. La conversación se va apagando en gestos, se va ahogando a la vez que sube el volumen de las risas.

El coche cruza al carril contrario y se para en dirección opuesta frente a la puerta del local, delante del portero Smerdiákov. Rodión se despide y sale del coche… Pero se queda mirando por la ventana larga que separa la camilla del enfermo y el exterior. Descubre que en vez de camilla hay todo un amontonamiento de linternas y trineos de madera. Algunos trineos tienen las linternas —que son largas y metálicas— unidas con una cinta a su cuerpo formando una especie de vehículo nocturno.

—¿Y esto? —pregunta Rodión desde la ventana.

—Eso lo he retirado del espacio de artistas soviéticos del parque Gorki —responde Ribby.

—¡Joder! Ya arriesgas, tío. ¿Qué te pagan?

—Bastante, porque no es un precio real. No es precio ruso, es precio occidental —responde Ribby. Rodión se medio ríe y Ribby prosigue:

—Lo llevo al aeropuerto… ¿Sabes? El porte me lo encargó Natasha, la del museo. Me dijo que pusiera yo el precio porque este porte entra dentro de un concepto subvencionado.

—¿Un “concepto subvencionado”? —los dos se ríen; literalmente empiezan a ponerse enfermos de la risa.

—¿Y del aeropuerto adónde lo llevan? —pregunta Rodión mientras bordea el coche por detrás.

—A Chicago, creo —responde Ribby—. Aunque podrían usarlo para evacuar accidentados en invierno. ¿Te imaginas…? Las linternas, el enfermo, las azafatas de Aeroflot empujando suavemente con sonrisas protocolarias. Todos en fila a la luz de las linternas…

—Sí, es un invento muy ruso —comenta Rodión—. De hecho estos trineos son muy “a la rusa”.

Mientras dice esto, Ribby da marcha atrás al coche para salir. Lo hace sin darse cuenta de que justo detrás está Rodión.

Lo atropella.

 

 

Interior-exterior. El portero, el ballet de la ambulancia y los planos trasnochados.

 

Ahora nos situamos en el punto de vista del portero de la taberna, quien ve frente a él cómo el coche da marcha atrás y golpea a Rodión tirándolo al suelo.

—¡Pero qué haces, Ribby! Me has tirado —se queja Rodión mientras se levanta, inexplicablemente riéndose. Se pone en pie y se dirige a la parte delantera de la ambulancia y se queda mirándole de frente a Ribby. Entonces este, con cierta complicidad, mueve ligeramente el vehículo y embiste de nuevo muy suavemente a Rodión volviendo a tirarlo.

Después deja suelto el freno de mano y espera. Rodión se levanta y empuja la ambulancia, que retrocede ligeramente. Ni Rodión ni Ribby ríen, solo sonríen. Hay algo sensual en esta acción de fuerzas consentidas.

Comienza así una coreografía entre Rodión y Ribby en la que ambos juegan a empujarse: uno arranca suavemente la ambulancia y mini-atropella al otro; este, mini-indignado, empuja la ambulancia. A veces es una coreografía lateral: Rodión hace balancearse la ambulancia mientras Ribby relaja el cuello y mueve la cabeza al ritmo de los balanceos.

En la calle no hay ningún sonido —ha vuelto a apagarse el sonido general de la escena— y solo se oye de vez en cuando el crujido de los trineos chocando contra las linternas.

El portero sigue mirando la performance de la ambulancia. Pável Smerdiákov tiene ahora una expresión ligeramente retardada, como si estuviera oculto detrás de su cara, y no es por sus rasgos eslavos sino por mostrar un semblante especialmente insensible, despistado, ido. Smerdiákov es muy pálido y tiene los labios rojos del frío, también tiene un punto femenino; una feminidad escapada, como el aura del polvo frío de Moscú.

Ribby y Rodión siguen empujándose. Caen, se levantan, se rozan. Pero ahora la escena ha perdido calidad, sus cuerpos son más gaseosos, tienen menos opacidad y se mueven como si les faltaran momentos intermedios de imagen. Algo parecido a los movimientos del cine mudo, aunque a velocidad normal. Una especie de cine mudo restaurado, coloreado y con la velocidad rectificada. En cambio, la ambulancia Volga sigue igual, su imagen tiene el mismo peso aunque en su superficie empiezan a notarse zonas con las huellas y reflejos de los manoseos de Rodión.

Smerdiákov sabe que la escena aún durará mucho y dirige su mirada al otro lado de la puerta de cristal, hacia el grupo de la taberna. Ahora todos están en una mesa delante del papel con el croquis de Chicago. Han montado un enjambre de líneas, han unido hojas, tickets… El mapa de la ciudad está ahora redibujado; todo forma un gran collage. Pero la mirada de Pável no se detiene en ellos; se dirige a la única persona que no participa en la escena: Iván. Sin embargo, aunque no participe, Iván es quien maneja la escena y es a él al que hay que pedir permiso para mirarla.

Smerdiákov e Iván se quedan uno frente al otro. Dentro y fuera. Luego el segundo hace un gesto a Smerdiákov para que mire hacia atrás, hacia la ambulancia. Pável gira la cabeza… y todo está en orden. Rodión y Robby prosiguen con su ballet; lo único es que en la calle ya no hay coches. No hay nadie y está anocheciendo.

Después Iván, ladeando ligeramente la mirada, le consiente que mire otra vez a los cinco de la mesa. Estos han desplegado un auténtico mosaico de papeles y gráficos. Es como un mapa de maniobras donde se ven croquis de posiciones, líneas con mediciones, puntos de encuentro acompañados de descripciones, y zonas coloreadas entre los puntos de encuentro. Se aprecian garabatos de triángulos, indicaciones, con diferentes líneas de color, de dónde estaba uno y dónde estaba el otro, dónde estaba la gente desnuda y dónde sus instrumentos. Hay líneas curvas entre las medidas y las anotaciones de distancia. En todo ese maremágnum Sonia ha participado dibujando líneas y textos con su pintalabios rosa-que-fue-rojo. Se distinguen palabras como “rugido”, o instrucciones del tipo: “esto se hará mañana” o “puerta prohibida” (para ellos).

Si el plano se mira desde arriba se ve una superficie llena de líneas, de garabatos, de palabras e indicaciones de medidas con números; todo ello contorneado con multitud de tickets, fotos, trozos del mapa de la ciudad; hasta posavasos grapados en el plano principal. Pero curiosamente en este destartale hay un fenómeno de deriva…, una especie de imantación que hace que tanto las líneas como los retales añadidos se decanten y ordenen hacia cinco puntas en los extremos de la composición. Por ejemplo: una línea indecisa en el centro del collage se va uniendo con otras según se acerca a los extremos. A la vez su trazo personal, su pulso, se va rectificando hacia una línea más recta. En los textos —rosa-que-fue-rojo— de Sonia también hay una deriva. Se pasa de frases relacionadas con el tema, como “esto no es lo que se espera de una mujer americana”, a palabras unidas o a máximas más generales tipo “el control y la astucia”, para acabar en la zona estrecha del papel con la palabra “Miedo”.

Hay una especie de mitificación en la forma mural; un fenómeno de jerarquización que claramente se escapa a los cinco participantes.

Mientras los mira, Smerdiákov entiende que esta escena también durará mucho y que de ella acabará surgiendo una especie de manual. Un croquis “de no se sabe qué movimientos” que él no entiende, pero que como siempre, al cabo de varios días, Iván Stavroguin recogerá.

Iván recogerá este trabajo de campo cuando los movimientos de los cinco comensales sean cada vez más mudos y torpes, cuando sus cuerpos vayan perdiendo opacidad. Cuando vayan perdiendo densidad y se diluyan en la “curiosidad mortal” por las personas desnudas de esa ciudad de Occidente.

Entonces, como siempre, Iván cogerá el gráfico y atravesará la sala ante los ojos de Pável Smerdiákov. Saldrá y se montará en el fun van —donde Rodión y Ribby hace tiempo que también se han disuelto en su propia broma— y en Novi Bambi ya nada tendrá que ver ni con la desnudez ni con Chicago. Nada posibilitará que la gente enferme en trineos luminosos, ya que nada podrá jamás cuestionar los usos para los que fueron hechos los vehículos, ni jugar con los tiempos para los que fueron concebidos los actos.

Iván arrancará el vehículo y atravesará la ciudad más triste del mundo con sus planos —con sus instrucciones de uso— y los dejará en una reunión en otro tiempo, en otro tipo de lugar y ambiente.

 

 

Esteban Torres Ayastuy es un artista vasco que reside en Bilbao. Sus obras se han presentado en galerías y museos de Europa y los Estados Unidos. Sus recientes trabajos personales incluyen B. Call/ documentos dulces, así como “Rampas de Monte Hermoso” y “Fundación Sancho el Sabio” para el arquitecto Roberto Ercilla.