Los muertecitos

Jorge Paolantonio
 

 

Que la gente muere como moscas es cosa sabida. Aunque nadie lleva exacta cuenta. Miramos solo por los nuestros. O los más cercanos. En un juego colectivo que ha durado milenios aunque nadie parece percibirlo. De la cuenta puntual, nadie se ocupa. A menos que se trate de una peste. Y eso si queda alguien en pie cuando los muertos suman miles. Ni qué decir si superan el millón. Esto fue la gripe española.

Un cagatintas de la alcaidía de Manresa tomó como deber sagrado llevar la más precisa y detallada notación de aquel desastre sanitario en la medida que afectara el perímetro de su pueblo y caseríos aledaños. Catalunya podía ser una nación aparte y había que cuidar su propia historia, pensaba el improvisado escriba. Periódicos, boletines parroquiales, partes de defunción e informantes de correveidile se sumaban para aportarle nombres y apellidos a su escritorio del primer piso de la calle de Guimerà.

España tenía tramways y un metro madrileño recién inaugurado. También un rey inútil salvado de morir el día de su boda porque la bomba, oculta en un ramo lanzado por un anarquista, fue a rebotar contra el tendido del tranvía. Ironías de la modernidad. Una treintena de usuarios del transporte público pagaron su admiración por la realeza en carroza. Súbditos muertos. Rey a salvo.

La guerra mundial había acabado. La alegría por el fin del conflicto era para buena parte de la península ibérica solo un llanto lastimero que se repartía como un eco que no veía fin.

Fidelio Rodener, devoto censista, creó listas provisorias y dejó la pluma y el libro mayor para escribirlo todo a máquina. Sus muertecitos, como los llamaba secretamente, a veces se repetían o ingresaban dos veces por su nombre y por su mote o apodo. Peps y Josés, Pacas y Franciscas, Magines y Migueles, Charos y Rosarios, Jorges y Jordis, Jaumes y Jacobos. Había que revisarlo todo. “Vigile y tome debida nota, joven Fidelio, que esto ya es un holocausto”, le había confiado el médico andorrano que solía discernir con autoridad entre dengue, cólera, tifoidea y gripa. “Si te coge esta peste maldita te sangran las narices o el estómago y el pulmón se te vuelve un estropicio; en cinco días estás bajo tierra”, le había explicado. Y el voluntarioso letrado llevaba invertidos días y noches para que su lista no sufriera retrasos ni errores o inconsistencias. Lo suyo era un deber patriótico; de eso estaba seguro.

Cuando le llegó el informe del cuartelillo con nombres y apellido sobre la muerte de una adolescente y su madre, su corazón recibió un aguijón doloroso, se detuvo solo un instante y luego batió hasta quitarle el aliento. La muerta era Mariona. También su madre, la Jacoba. Y tras los dos puntos que seguían a “causa de muerte”, la palabra ‘influenza’ estaba escrita en mayúsculas.

Fue solo a partir de entonces que el hombre empezó a dejar cada tanto su Underwood para asomarse a espiar el paso de carromatos cargados de féretros. Funebreros y enterradores no daban abasto. Los carpinteros hacían cajas de madera blanda para tanto infante diezmado. Era una peste que empezaba con los más chicos y terminaba con los más ancianos. Pero tampoco perdonaba a aquellos en la flor de la vida.

A la Mariona la había conocido un año antes, allí, en Manresa. El encuentro fue durante un febrero helado, durante las celebraciones de la Fiesta de la Luz. Ella, para entonces, era la ayudante de una dueña de estanco donde la mitad de las veces el tabaco estaba rancio y las cerillas parecían haberse humedecido. Pero esa chiquilina alegre era como nadie para agradar a los clientes mientras liaba un pitillo y lo fumaba solo de ademanes. Le estaba prohibido fumar, no tenía edad suficiente.

Fidelio quedó prendado apenas la vio menearse sola y por la calle con su mantón de talle corto y un pollerón que dejaba ver botines traqueteados. Se atrevió a acercársele con un requiebro en catalán y ella le contestó —en el más risueño tono andaluz— “anda hombre y que te zurzan”. Eso, en vez de desalentarlo, reforzó su gusto por la desenfadada criatura. Le pidió que le indicase dónde tomar una cerveza tibia de aquellas artesanales de La Zaragozana. Ella no solo lo guió por la carretera de Vic hasta el bar de “Chinito” sino que, tras saludar con cierta familiaridad al hombre de la barra, acomodó su figura de niña mujer acodándose sobre una mesita de mármol.

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Paladeando la amargura del trago ella le dejó saber que nadie le daba doce años, que fumaba, que la cerveza se había inventado en Lérida cinco siglos antes que los alemanes se ufanasen de hacerlo y que ella ni se vendía por dinero ni quería matrimonio.

Él contó que su familia era tradición textil en la calle Numancia y de un parentesco trazable siglos atrás hasta Simó de Rodener —uno de los varios constructores de la famosa gran acequia que permitió que a Manresa jamás le faltase agua. Ella replicó diciendo que su padre, al que nunca conoció, venía de una de las muchas familias de labriegos excomulgados por atreverse a dejar que aquella gran acequia pasase por tierras del señor obispo.

Juntos y pasados de alcohol, espuma y burbujas terminaron escuchando las campanadas jubilosas de la iglesia del Carmen sobre un camastro donde el sexo también fue una fiesta. Él tenía treinta años y ella era una especie rara de infanta con mohines de chiquilina y experiencia de burdel. Hasta allí Fidelio fue feliz.

La relación se complicó cuando quiso adueñarse de esa tentación irresistible que era la Mariona. Esta le prohibió pasar por el estanco y él accedió por no comprometerla en su lugar de trabajo. Nadie pudo ampliarle datos sobre la mujercita manresana que sonaba como andaluza trasplantada. Sí averiguó que vivía en las afueras de la ciudad y que iba y venía siempre, cuesta arriba o abajo, de a pie.

Fue entonces que el descendiente de Rodener decidió permitir que las cosas tomasen el rumbo que el destino quisiese. Al principio él la esperaba directamente en una habitación de albergue. Ella comandaba a la hora del sexo y él se dejaba hacer. Luego la andalucita se despachaba con discursos sobre ciertos temas y él la escuchaba pasmado. En cambio, él reinaba a la hora de los manduques en la fonda —aunque a ella parecía darle lo mismo unas faves ofegades que un potaje de espinaca y garbanzos. Eso sí, ambos tenían buen diente y mejor garguero.

Meses después, con el verano, Mariona se avino a recibirlo en su casa. Cuidaría así los bolsillos del empleado púbico y no causaría alboroto público y mucho menos doméstico: su madre, Jacoba, era sordomuda y vivía bastante perdida. Cuando por fin Fidelio conoció a Jacoba vio en ella a una cuarentona que daba por tierra con aquel prejuicio de que no hay andaluces tristes. Y vaya si lo era esta mujer de lutos humildes que pasaba la mayor parte del día mirando sin ver el trajín monocorde de un carrer de suburbio. Una sola nota de color la sacaba cada tanto de la monotonía: un abanico rojo de la más fina seda que ella abría y cerraba con regularidad de autómata frente al retrato de un hombre joven de ojos desorbitados.

Sin que Fidelio pudiese intervenir, Mariona armaba sus propios cigarrillos y se arrebataba hablando de qué pobrísima manera vivían las chicas y las gentes como ella. Y su tono siempre se enardecía cuando hablaba de la pésima situación de los hombres que sudaban labrando campos ajenos y de las mujeres que entregaban sus primorosos tejidos de seda a los empresarios textiles. Era como si una mujer madura y culta hablase por su boca. Solo que su timbre era el de una niñita con rabietas.

Mi madre se enamoró de mi padre, que venía de tejedores de Sabadell, aun cuando ella fuese justo lo que muchos hijoputas también me llaman a mí: una lolaila. Fue Carmela, una tía de la meva mare, quien la sacó de pobre, como a mi edad. Se la llevó de Santiponce para ayudante de cocina en su ventorrillo de las afueras de Madrid. Así creció mi Jacoba, sin hablar palabra y sin quejarse nunca —cansada como estaba de tragar cáscaras hervidas y masticarse hasta las hojas de laurel. Mi madre me parió nueve meses después de que mi padre perdió la vida”.

Fidelio dejaba su arrobamiento con la niña mujer de lado y era todo oídos a esta historia que en su cabeza revolvía un caldibache de legumbres madrileñas, huesos catalanes y ajos andaluces. No atinaba a saber dónde estaba parado.

Mi padre conoció a mi madre cuando este huía de la guardia civil. Mateo se llamaba. Cuenta mi madre, con señas que solo yo entiendo, que era enjuto, de ojos muy grandes y con una calentura de estufa. Una sola noche tuvieron juntos. Al día siguiente, cuando ella, bien follada pero mal dormida, le servía el almuerzo, se apareció Fructuoso, un ganapán comedido; lo enfrentó con un fusil gritándole que estaba allí para llevárselo por asesino. Él dejó la cuchara dentro de la escudilla y abrazó a mi madre. Fructuoso lo obligó a marchar fuera con el arma rozando sus espaldas. Caminaron, apuntador y apuntado, cerca de una treintena de metros. Algunos transeúntes se detuvieron a mirar el prendimiento. Pero bastó que el sacristán del campanario de Torrejón de Ardoz hiciese un toque de arrebato para que Fructuoso se distrajera. Mateo, mi padre, veloz saltó a un costado mientras sacaba una pistola que disparó directa al pecho del demonio. Y ante los oh y los ah de los que miraban caer al apuntador, él disparó una vez más a la altura de su propio corazón. Su cadáver y el del hijoputa estuvieron en el ayuntamiento hasta que se los llevaron a Madrid. Allí le tomaron, sosteniéndole por el cuello, esa foto del periódico que mi madre ha puesto en marco y venera ya sin lágrimas. Abajo reza: el anarquista muerto y por mano propia”.

Mariona, como su madre, tampoco tuvo lágrimas al terminar su historia.

Rodaner, enamorado y cagatintas, no sabía dónde poner sus razones ni sus lealtades. Un escozor empezó a adueñarse de sus tobillos y a subir bajo las ligas que sostenían sus medias. Este le pasó a la entrepierna y de allí a la cintura. Una especia de centella le rodeó el pecho y salió corriendo para siempre de aquella casa.

Sobre su escritorio hay una carpeta con el rótulo “Pensamientos Revolucionarios de Nicolás Estévanez”. Es el único escrito conocido de Mateo Morral Roca. Es el mismo anarquista que, desde un tercer piso madrileño, arrojó una bomba oculta en un ramo de flores al paso del carruaje del rey y su mujer que acababan de casarse. Es ese que no alcanzó ni a rasguñar a los coronados pero sí dejó un tendal de tres oficiales, cinco soldados del séquito, y tres civiles que miraban desde un palco. Es ese que hirió a unos cuantos más que miraban el cortejo. El que huyó hasta quedar sin aliento. El que se enamoró de la sobrina sordomuda de la dueña del ventorrillo. El que engendró a la niña mujer y le legó su fuego. El que mató a su secuestrador y luego se quitó la vida.

Fidelio jamás leerá ese escrito. Dejará que sus dedos mecanizados agreguen los nombres de víctimas frescas. Sus ojos repasarán con minucia esa lista sinfín que le ha tocado registrar para la posteridad como deber irrenunciable. Oirá cómo siguen pasando los pesados carretones cargados de inerte pestilencia. Se tapará la boca con una larga banda de gasa amarillenta. Mariona, la niña mujer, y la muda Jacoba ya serán dos más entre sus muchos muertecitos.

 

 

Jorge Paolantonio es un narrador, dramaturgo y poeta argentino. Entre su extensa obra se encuentran las novelas La fiamma, vida de ópera (2008), Ashes of Orchids (2010) y Traje de lirio (2012); así como los poemarios Peso muerto (2008), Del orden y la dicha (2011) y Baus o la lenta agonía de las especies migratorias (2014). Es profesor consulto del Instituto Superior de la Fundación Octubre de Buenos Aires.