Signados por la luz

Miguel Aníbal Perdomo
 
 

Como una brújula, a dondequiera que mire está la pirámide apuntando al cielo, la fábrica que los antepasados de sus antepasados ayudaron a construir. Taurino, en medio del patio, mira hacia los elementos. Hay nubes gruesas que vienen desde el río sagrado, el que baja de las alturas, de lagos furtivos. En la mañana de su septuagésimo aniversario decide hacer el viaje que ha esperado durante toda su vida y del que a nadie habló. Irá hasta la pirámide. Esa noche y a la luz del candil —mientras su esposa, el hijo, la nuera y los tres nietos duermen—, dibuja con bayas, en la mesa desnuda, la sombra de una canoa, tres líneas quebradas, figurando el agua y un triángulo. Mete en un morral un puñado de  dátiles secos, un poco de cecina y una calabaza con agua. Su hijo habrá de sosegar a la familia: él está  ya iniciado en el secreto que pasa de primogénito a primogénito.

Cuando la luz despunta, desciende a la ribera entre papiros, pone el morral y la calabaza en la canoa, que empuja hacia la corriente, y sube a la embarcación. Pronto el flujo del río la impulsa de popa; él ayuda con un suave movimiento de los remos. El viaje será lento: el río titubea en meandros. Taurino, a su edad, todavía tiene platónicas espaldas, convincentes los bíceps, la vista aguileña, el cráneo brillante y liso. Solo las piernas lo traicionan. Por un instante, embriagado con los olores que trae el viento, mira las grullas que pasan volando hacia el sur. Ve los árboles cuyas copas interrogan al cielo; se sosiegan después en ramas que parecen besar el  agua.

Surgen luego las tímidas estrellas, entre las cuales luce el cinturón de Orión. Sandalio llega al poblado de Los Leones. Remonta la cuesta del embarcadero como puede: las piernas le pesan y las rodillas le duelen; vendrá el día en que apenas si podrá moverlas. Recorre así la calle única hasta llegar al extremo de la aldea, junto al camino que lleva a la pirámide. El aire huele a carne de buey asada y a pan recién horneado. Taurino se pregunta si Sandalio todavía vivirá, pues hace diez años que no lo ve. Nació apenas dos semanas después que su amigo, y en la aldea muchos de sus contemporáneos han muerto. Por eso llega al hogar de Sandalio con cierta inquietud. Se tranquiliza  al verlo sentado ante la puerta, junto a la tenue luz que viene de adentro. Lo ve levantar la cabeza, ladearla y lo oye preguntar:

—¿Quién va?

—Soy yo, Taurino.

—Ah. Te esperaba —contesta Sandalio—. El momento ha llegado.

— Sí— responde Taurino.

Se acerca más a Sandalio y mueve la mano abierta frente a su rostro.

—¿Todo está bien, caro amigo?

—Casi. Pero no puedo ver. Mi sangre está enmelada y me anega la vista.

Junto a ellos aparece Marci, la mujer de Sandalio, delgada como un junco,  el pelo blanco.

—Bebía demasiado licor de trigo—acusa sonriente—. El licor le apagó los ojos.

—Te equivocas, mujer —protesta Sandalio—. La senectud es la causa de los males del cuerpo. Ser anciano significa ser  presa de todos los demonios de los quebrantos.

Guiado por Marci entra a la casa.

—Busca el papiro —indica a la mujer, que en el acto va al aposento, vuelve con aquel y se retira.

—El mensaje está claro. Mañana es el día —exulta Taurino tras consultar el papiro a la luz del candil—. El ciclo de los cien años comienza.

Al día siguiente emprenden el camino. Marci les ha dado un manto que cada hombre agarra por un extremo, para que Taurino guíe a Sandalio a través de su destino. La travesía es penosa: a Taurino las piernas no le ayudan. Sandalio titubea desde las tinieblas de sus ojos, pero hay que seguir. Son los  depositarios únicos del secreto transmitido de generación en generación. Ellos y el hijo primogénito de cada uno saben que hace miles de años el Ser llegaba a todos con frecuencia; pero la raza humana se apartó de la Luz, cegada por su egoísmo. Ahora cada cien años la Luz reaparece para que algunos recuerden el pacto del cielo con los hombres.

Las siembras de garbanzos, las datileras, la parvada de gorriones y las flores silvestres delatan la presencia del río sagrado, junto a cuya orilla avanzan envueltos por la vida que asciende entre gorjeos, mugidos y rebuznos; en el olor de la tierra recién abierta por el arado, los saludos compasivos de los labriegos los ven pasar. Sandalio husmea cierta libertad en el aire; Taurino lo empuja despacio y constante.

El sol es feroz. Un viento árido arrastra una arena fina que entra en los ojos, en las fosas nasales y se adhiere a la piel. Paralelo al camino, el río arroja bocanadas frescas, traza una curva; el camino lo sigue. Taurino y Sandalio continúan su curso, pero más que caminar, reptan. A Taurino las piernas le parecen de plomo, las  rodillas le duelen a cada paso. Aun así debe conducir a Sandalio, quien agarra el otro extremo del manto. De pronto un rugido de león quiebra el aire; Taurino ve a la Creatura aproximarse con un trotecillo ligero. Triplica en estatura a un león corriente, y su rostro es humano con ojos que parecen perforar las rocas.

—Aguerridos viajeros —dice con voz árida, más antigua que la de todos los hombres—, ¿a dónde van sus pasos?

—Nosotros perseguimos la ruta que lleva a la pirámide —responde Taurino.

—¿Qué sucede? —pregunta Sandalio.

Taurino le describe aquella aparición.

—Lo sospecho —hace la Creatura—. Pero yo soy el guardián del otro camino, al que no ascendemos sin merecerlo. ¿Cuál es su destino? ¿Van hasta el más secreto?

—Sí —responde Sandalio que había comprendido—. Vamos hacia la Luz.

—Ah. Lo sabía… Son ustedes  —la Creatura mueve la cabeza y dice—: Pero antes deben responderme unas preguntas. Por ejemplo, ¿hacia qué parte del orbe gira el corazón?

Los amigos meditan la respuesta y Sandalio aventura tras un intervalo:

—Hacia donde flotan las sustancias ligeras.

—Bien has dicho, hombre de ojos opacos —replica la Creatura sentándose  en sus cuartos traseros—. Pero nos restan otras… ¿Dónde quedan las ocho casas del viento?

Los amigos meditan un instante y Taurino repone:

—En la cumbre más alta.

El animal esboza una sonrisa; prosigue:

—Voy a hacerles la última pregunta, viajeros: ¿dónde comienza la vida?

Los amigos meditan un rato y responden al unísono:

—Comienza en la gota de agua.

—Bien han dicho —afirma la Creatura—. Prosigan su camino que la Luz los aguarda.

Pasa junto a ellos con un trote incipiente. Cuando Taurino gira para verlo, solo está el camino polvoriento. El aire ahora es limpio; a lo lejos pueden ver la pirámide que flota en la reverberación del sol. Sandalio le recuerda a Taurino que, cuando niño, él y su padre venían con frecuencia a ver al suyo. Así fue naciendo la amistad entre los vástagos. Taurino asiente y calcula que pronto arribarán. El sol ya declina. De repente oyen a su espalda el galope de cabalgaduras: decenas de jinetes llegan soltando gritos sobre sus camellos. Taurino tiene apenas tiempo de arrastrar a Sandalio hacia un lado de la vía. La tropa avanza hacia la pirámide y los compañeros siguen su marcha. Taurino ve a los jinetes tomar la llanura, alcanzar pronto la pirámide y girar a su alrededor. Cuando llegan, perciben a los jinetes colocados en dos filas paralelas frente al monumento. Al  distinguir a los dos amigos, rompen en gritos estentóreos de bienvenida durante un largo rato. Luego dan media vuelta a sus monturas y parten.

El cinturón de Orión ya esplende en el cielo; un polvillo dorado cae sobre todas las cosas. Del coro de los astros dos nubes luminosas descienden, y un potente rayo azul cruza el cielo; oscila hasta situarse sobre la pirámide. La envuelve en una claridad tan vasta que cubre el contorno. Tenues zumbidos llegan desde lo alto.

  —¡Postrémonos ante la luz! —decide Taurino, arrastrando a Sandalio.

Yacen con los brazos en cruz y la cálida luz les colma el cuerpo, renueva sus células, transmitiéndoles una sensación de bienestar hace tiempo olvidada. La pirámide parece crepitar y las vetustas piedras brillan bajo el influjo de los rayos. El vínculo entre Cielo y Tierra se reafirma. Tras un largo rato el zumbido cesa, la luz se extingue y el cielo queda colmado con las mismas estrellas entre las cuales desaparecen las nubes luminosas. Taurino se levanta arrastrando a Sandalio del brazo. Brinca, se lanza al suelo, da la vuelta del toro como un gimnasta  adolescente y empieza a correr en círculo. Sandalio salta en el mismo sitio, celebrando el poder de la Luz con grandes voces.

—Es tan dulce  y deslumbrante —exulta—. Es imposible mirarla largo rato sin que te duelan las pupilas. ¿Viste, amigo mío, cómo las nubes luminosas se esfumaron entre las estrellas?

Taurino, con lágrimas en los ojos, dice: “Sí. Sí, hermano mío”, y lo abraza.

 
 

Miguel Aníbal Perdomo. Autor dominicano. Ha publicado, entre otros, el estudio La cultura del Caribe en la narrativa de Gabriel García Márquez (2002), el poemario La colina del gato (2004) y el libro de cuentos Los violines gemelos (2014). Es gestor Literario del Comisionado Dominicano de Cultura en Nueva York y profesor de Estudios Hispánicos en Queens College, CUNY.