Fragmento de El origen de todo

Roberto Appratto

 

 

Hay un poema de Leopardi que se llama A sè stesso. A sí mismo: un poema romántico, melancólico, negativo, escrito en segunda persona: es a sí mismo, está dirigido a su corazón, como un diálogo con reflexiones sobre el mundo y sobre la muerte de la ilusión. Le dice a su corazón que descanse para siempre, que se gastó la esperanza y también el deseo, que nada vale lo que se haga, ni los suspiros sirven, que a nuestro género no se ha dado más que el morir. Y que desprecie la infinita vanidad de todo para desesperarse por última vez. Todo dicho de manera calma, innegable, cortando los versos como si el pensamiento tuviera tiempo y seguridad para imponer su ritmo: como si el corazón lo supiera y solo hubiera que recordárselo así, en un monólogo duro y entrañable, de últimas palabras que no renuncian a su elegancia por la expresividad, de formulación increíble para un poema de 1833. Muchas veces leí este poema, lo di como profesor de literatura en el liceo, me concentré en ese trabajo con los versos para ir, como cada vez que uno se enfrenta con algo superior e intenta trasmitirlo, más allá de la literatura: como si fuera, y es probable que allí tuviera su origen, parte de un diario íntimo que un impulso hiciera convertir en poema. En esa reflexión continua, en ese corte y puntuación de los versos, justo a la mitad del poema, hay una respiración que deja una palabra en un verso y otra en el siguiente, para que el encabalgamiento dé cuenta de los términos de la frase: assai/palpitasti, bastante/palpitaste. Punto. Así nomás, bien claro, afianzado en la “a” de “assai” o “bastante” y dejado ahí, en suspenso hasta la caída al siguiente verso. El hecho de que no se aclare en qué consiste el “bastante”, qué datos de la vida se han sumado para configurarlo, aumenta la intimidad de la conversación: ya se sabe aunque no se comunique, eso pasa de la lectura a la comprensión inmediata, como en cualquier buen poema. Y el “palpitaste”, en tanto referencia corporal a los movimientos afectivos, es una explosión de conocimiento que solo Leopardi es capaz de dar así, por un solo verbo. Pero, sobre todo, de un solo golpe. Suficiente como para que lo recuerde, como para que me venga toda la situación a que Leopardi hace referencia (y calla).

En ese silencio del punto después de “palpitasti” está mi madre, su historia completa. Ella desdoblada: el corazón y la voz. Si se dice “assai” es porque hay una cantidad en juego, una nómina secreta, que así permanece, dentro del corazón, dentro de ella, de episodios que alcanzan como para dar por terminado el palpitar, como para excusarla de esperar otra cosa que lo que tiene, ese presente en el cual se movía sin aparentes sobresaltos. Eso es lo que descubro, casi sin querer, al recordar ese poema y esos versos, que parecen dar la pauta del modo de dirigirme a ella: por medio de Leopardi, de su sabiduría para pasar de lo estrictamente personal a lo humano, de la calma con que va enunciando sus recomendaciones últimas a su corazón y a sí mismo, puedo ver en síntesis el relato de su vida que mi madre podría haberse contado, por más que, según creo, nunca hubiera leído a Leopardi. Sin embargo, podría haberlo leído y comprendido bien; esa manera de ver la realidad, sobre todo la realidad de los afectos, y de la inutilidad del gasto ante la inevitable pérdida (la infinita vanidad) de todo, no es tan diferente de lo que trasmitían algunas de las películas que veía y tanto le gustaban. Era algo, precisamente, descorazonador, si hago una síntesis rápida, y me olvido de la variedad de las historias de esas películas. Para poder sostener esa serenidad de lo que no puede ser mejor, cultivaba su mundo privado. Una vez me contó que su madre le había dicho, antes de casarse, que nunca iba a hacer lo que quisiera, que primero los padres, después el marido, después los hijos, la casa, el cuidado de todo, el paso del tiempo, le iban a coartar toda posibilidad de ser libre; que no había, por lo tanto, una etapa de felicidad que esperar, porque no existía.

Entonces ella asumió el consejo de su madre, que no difiere mucho del consejo de Leopardi a su corazón, y me lo trasmitió a mí, como supongo que antes se lo había trasmitido a mis hermanos. Eso explica, tal vez, el mito familiar del mundo privado que tuvimos todos, y no solo porque mi madre dijera eso sino porque lo veíamos en acto. Cada uno en lo suyo, tocando de vez en cuando, y sin profundizar, el mundo del otro. Recuerdo a mi madre en la operación de sacarme un callo, uno que tenía en el dedo chico del pie izquierdo, con mucha paciencia, con una tijerita curva que usaba también para cortarme las uñas, y que no quedaran “rente” (demasiado cortas). Ella lo hacía, se ocupaba de mi dolor, de cualquier dolor o de cualquier molestia, de inmediato. Iba escarbando en el callo hasta sacar la raíz, como había aprendido con Irene, su pedicura, como si estuviera cosiendo en la máquina, el tiempo que le llevara. Se ocupaba y después se retiraba, procurando no intervenir en nuestras vidas, como si eso configurara un riesgo de exposición al cual no quisiera someterse.

Por ejemplo, nunca me llevó a la escuela, ni me trajo de vuelta; nunca me preguntó a dónde iba, ni de niño ni de adolescente. Yo iba solo al inglés cuando tenía cinco años, desde los ocho también fui solo a la matinée del cine Punta Gorda, sábados o domingos, me quedaba cinco o seis horas ahí, y volvía solo. Iba también solo a la playa, es decir, cruzaba la rambla, desde chico. Eso pasaba porque confiaba en mí y me daba libertad, cosa que yo agradecí muchísimo, pero también implicaba que nunca me dijera ni “qué bien” ni “qué mal” en relación con ninguna nota que sacara ni en la escuela ni en ningún otro lado; en realidad la libertad y la discreción eran nombres para su supervivencia, para la invisibilidad, en apariencia fría, de su rol de madre para el exterior. Observar a mi madre me hace pensar en el ritmo de mi vida, en mis actitudes ante las personas, las actividades, las cosas con las que he lidiado durante mucho tiempo, y que veo que el ritmo de ambos se parece. Es como si ella se hubiera dicho: ya que no hay otra cosa, que no hay manera de ajustarse al mundo de modo satisfactorio, entonces lo que queda es cultivar el mundo interior hasta que casi no se oiga. A ella le debo ese retiro a la invisibilidad, que no era solo un refugio en mundos imaginarios: quedarse solo no es solo quedarse escribiendo, urdiendo cosas para protegerse de la realidad, sino quedarse con uno. Supongo que, en algún sentido, ella se sintió reflejada en ese movimiento hacia adentro que yo tuve toda la vida. Es de ese ritmo de entradas y salidas que veo en ella que quiero escribir, yendo al costado de los hechos para descubrir matices y pausas, como si su vida fuera un texto literario que motiva otro texto literario. La escritura funciona, en este caso, como una adaptación.

En este punto vuelvo a mi intuición de los diez-once años para preguntarme, igual que entonces, qué era mi madre, qué es una madre, porque de ella he tomado, como si fuera realmente mi lengua materna, las distintas estrategias que adopté en los años subsiguientes. Mi madre, por ejemplo, hacía cosas, todo el tiempo. Y con un método infalible. La veo partiendo una aspirina en cuatro contra la palma de la mano para ir tomando durante el día. Un ruidito, después otro, y ahí quedaban los cuatro pedacitos, de los cuales se tomaba uno en ese momento y guardaba los otros tres. La veo revolviendo la olla del caramelo para una torta o para una jalea de membrillo. La veo cortando el hilo con los dientes al terminar de coser un botón. La veo con un pañuelo en la cabeza, agarrando el carrito para ir a la feria los sábados de mañana. La veo en su cuarto, poniéndose agua de colonia para refrescarse en verano. Tomando agua con limón. Ordenando su ropa en los estantes. Acomodándose el pelo con ondulines. Dándome clases de francés antes de entrar al liceo. Una continuidad de acciones, de imágenes, de sonidos mediante la que su figura aparece, una y otra vez, para marcar presencia. Es ahí cuando la capacidad de describir, apoyada en todo lo que he leído, visto y escuchado a lo largo de mi vida, se pone en juego: como si ella requiriera un esfuerzo superior al habitual para estar a su altura, y sobre todo tiempo. Mi madre era dueña y señora de su tiempo: un tiempo de señora del doctor Appratto, un tiempo de madre, un tiempo para hacer, dentro de los límites que ella misma se imponía, lo que quería hacer. Como si el “assaipalpitasti” le diera el derecho a disponer de sí misma en soledad, por encima de las acciones en que se la podía ver.

Pero el retrato que estoy haciendo, si lo es, impide que esas acciones avancen rápidamente hacia el concepto de mujer dominada, de costumbres antiguas, en que, por ejemplo, mi hermana Carmen la veía: los matices, los pliegues de su personalidad, no me dejan llegar ahí; mi madre se escapa de eso, tiene un espesor y una capacidad de conmover que convierten lo privado, lo que podría llamarse, si fuera un personaje de ficción, su motivación, en un misterio que ninguna de esas acciones, ni su lectura, pueden revelar. También impide que las acciones avancen rápidamente hacia el concepto de mujer limitada, tímida, sin mundo propio. ¿Era su origen, doblemente británico por los Davison y los Oliver, mestizado con la tradición del interior, lo que explicaba su discreción, el hecho de que no se notaran sus cambios de ánimo, que seguramente existían? Tal vez: “hubiera/hubiese”, como habría dicho ella para descartar cualquier suposición poco fundada. A mi entender, lo que había hecho mi madre era renunciar a la ilusión, el inganno del poema de Leopardi, para sustituirla por el valor más fuerte de la realidad. Las consecuencias de esa renuncia a la ilusión del mundo, tal como las veo ahora, son inmensas.

Para empezar, la restricción de los afectos; para seguir, la negativa a dejarse llevar por emociones previsibles. Ella tenía las suyas y las defendía, con la misma certeza con que fraccionaba sus aspirinas contra la palma de la mano: había cosas que no eran para ella, y otras sí, y al no entrar en el juego habitual de la circulación de valores, se preservaba. Muchas veces me pregunté qué hacía con sus emociones, sobre todo al ver cómo mi padre las exhibía, gritaba su adoración por una frase de un tango de Piazzolla o de Lucio Demare, se arqueaba y tarareaba con los ojos cerrados cuando le gustaba una interpretación de Gershwin o de Bach, o hablaba fuerte para expresar su alegría por haberse encontrado con alguien; ella era incapaz de hacer nada de eso, por más que también le gustaran muchas cosas. Como con las películas: las nombraba y, me imagino, se quedaba pensando en algo que le despertaban, las razones por las cuales las había visto, las diferencias con otras películas. Ella era más de guardarse las cosas, de quedarse pensando, que de expresarse de inmediato.

Al entrar en esta línea de los gustos y de las emociones estoy pasando, creo, a otro nivel de la recreación: a tientas, sin seguir ningún orden, más bien mirando, en mi lectura del pasado, el panorama que las distintas acciones y actitudes de mi madre dejaba ver, con perspectiva moldeada por la paciencia, trato de entenderla. No hablaba de lo que leía o de lo que veía porque sentía que decir algo no solo era inútil, sino inevitablemente abaratador de su gusto; ese otro discurso que sale en ocasión de un estímulo estético, y que tan natural parece en otros ámbitos como la docencia o la crítica o la opinión especializada de cualquier tipo, a ella le resultaba, por lo menos, insuficiente y ajeno. Tal vez un lugar común en el que jamás habría caído. El saber, también respecto de la gente, quedaba en silencio, no se explicitaba: ¿para qué? O “asunto a qué” (¿con qué objeto?) diría. Nuevamente, la restricción, el polo opuesto a la exageración de cualquier tipo, a la alharaca, al hablar de más, más que nada, imagino, para no decir bobadas. Lo que hacía era quedarse un rato de más en las cosas, y con eso, con ese sedimento silenciado dentro de sí, andaba por la vida.

Al entrar en la línea de los gustos y de las emociones entro en el valor que tenían para ella como protección, como lugar al cual retirarse; y no solo para ella, sino también para mí. Mi madre, por ejemplo, podía no ir a ninguna parte; podía quedarse en Montevideo en verano, ya que no había ninguna “casa de afuera”; aguantarse (visto desde afuera, no para ella) sin salir, en tanto la perspectiva de una fiesta o una visita nunca le parecía suficientemente atractiva (“por lindas que son tus tortas”, decía irónicamente): prefería no hacerlo, quedarse, entretenerse con su rutina, que era lo mismo que entretenerse consigo misma. Y una vez en la reunión o en la visita, salvo excepciones, quería irse. La veo, entonces, más con delantal que con vestido de fiesta, si puedo decirlo así; uso la memoria para meterme en su manera, como si su vida estuviera transcurriendo delante de mi vista y pudiera volver a ver distintos episodios en los que se prueba lo que estoy diciendo. Volver a su casa, estar protegida por su mundo interior dentro de su casa, y desde ahí hacer frente a la realidad conocida, como si fuera un lenguaje conocido. Por distintos caminos, a través de distintas biografías, ella y yo llegamos a lo mismo.

Sin decirme nunca nada, mi madre me enseñó a entretenerme solo. Lo que parece una carencia se convierte en el deseo, el juego con las alternativas del mundo privado, que no puede tener lugar si no se está solo. A veces me imaginaba que mi madre citaba, interiormente, a Greta Garbo: “Solo quiero que me dejen sola”. Se juntaba con una amiga por vez, a lo sumo dos, y ahí sí podía estar contenta, reírse, festejar. Pero más bien escuchaba lo que le decían. Contaba alguna cosa de mi padre, al que le decía Pepe, y de nosotros tres, pero, también en esos casos, sin extenderse mucho, sin comentar ni hacer discursos, como muchas veces hacían sus amigas, acerca de cómo estaba, qué esperaba de la vida, qué había logrado y qué no. Algunas eran especialistas en eso, y sospecho que se aburriría, que lo consideraría inútil. Si tenían un problema las ayudaba, les conseguía electricistas o carpinteros o practicantes, o simplemente las escuchaba. Y después volvía a su silencio particular, sin ruido de especulación que la molestara, rodeada de objetos que manejaba sin dificultad.

Durante mucho tiempo me quejé de que no le importaba nada lo que yo hacía. De que tanto le daba que yo escribiera o diera clases o lo que fuera: mi mundo, para ella, era, de acuerdo con esa queja, insuficiente, o poco digno de comentario. Estaba bien, digamos, para las notas del liceo o de preparatorios, pero no para los libros, para las notas periodísticas, para las charlas. Eso, a una madre, ya que no a un padre, tendría que importarle. ¿O no? Entonces, un día, al revisar un cajón de su placard, encontré, adentro de una cajita, recortes de distintas cosas que yo había hecho: fotos, críticas de un libro, notas sobre películas, anuncios de una lectura.

De manera que, en silencio, había juntado esos papeles; y no solo eso, sino que, como me enteré después, había hablado bien de mí y de mis actividades, que nada tenían que ver con lo que ella quería que yo hiciera en la vida. Ni yo le dije que había encontrado los recortes, ni ella me dijo que los había guardado. Como otras cosas entre nosotros, preferimos dejarlo ahí. Pero, para mí, comenzó otra historia, y me dio cierto placer no tener que hablar de eso con ella ni con nadie: yo sabía, ella indudablemente sabía que yo sabía; lo importante era la consecuencia del hallazgo, que era que a mi madre le importaba lo que yo hacía, que lo respetaba, al menos, como algo de su hijo menor, un tanto loco e inútil para la vida cotidiana, pero capaz de hacer cosas salidas de un motor interior, tal vez lo pensara así, parecido al suyo. Tal vez.

Es uno de esos puntos de esta historia en que la búsqueda del perfil de mi madre retrocede ante la facilidad de caer en la relación madre-hijo para liquidar el asunto con la ternura secreta o algún otro lugar común. No alcanza con eso. Mi madre tenía esos gestos así como tenía otros: ahí me conmovió, como me conmueve ahora recordarlo, pero más bien porque pienso en lo que veía ella de lo que yo hacía; en su criterio, en su gusto, que es de lo que estoy hablando. Cómo veía ella el hecho de que yo escribiera, hablara, diera clases, y no me dijera nada. Y cómo vi yo, a mi vez, el hecho de que ella juntara esos recortes en silencio y los guardara, con cuidado, adentro de una cajita en su placard. No es solo amor de madre, hay una mirada allí que funciona, como en otros episodios, como una apertura de mundo, una comunicación de un mundo interior a otro mundo interior. Era algo simplemente a saber, para quedar conforme con eso por más que pareciera mínimo, y más mínimo aún porque no se comentaba. Y tampoco quiero entrar en el tema del secreto en la familia, como uno de esos pasadizos del significado en que uno puede llegar rápidamente al final del razonamiento sin mirar nada, sin atender al proceso: no es el secreto en la familia, en todo caso es un secreto entre ella y yo.

Yo quedé, entonces, con eso, como quedé con su versión de lo que llevó a la separación con mi padre, de las palabras de mi padre, aquella tarde cuando estaba internado y nos quedamos solos en la sala y pudimos hablar, por primera vez. Las cosas se decían, entre nosotros, así, sin que eso significara dejar para después otra conversación mejor. Me contó la historia de cuando él dijo que no se sentía bien, un fin de año, y quería irse, y después hizo silencio. Su relato no duró mucho: fue simplemente el tiempo hasta que mi padre volviera de la sala de operaciones. Ahí se enteró de que yo sabía algo, al menos, de lo que había pasado entre ellos, pero no se inmutó por eso y habló, bien, como siempre, de manera pausada y respetándome. Al fin y al cabo, eso ya había pasado hacía muchos años; desde la mudanza a Punta Gorda en adelante, mi madre había tenido tiempo para procesar el quiebre sin disimularlo, sin celebrar nada, viviendo “después”. La cuestión era, en ese rato, contarme cómo había actuado mi padre, lo cual no quería decir que no lo quisiera y, como pude ver después al leer las cartas de él desde el exterior, que él no la extrañara muchísimo cuando no se veían por un tiempo. A través de mi madre y de esas cartas y postales entendí a mi padre, sus contradicciones, sus imperfecciones, lo que había por detrás y por los costados de mi padre, y que también tenía que ver conmigo y mi composición de lugar ante los afectos.

 

 

La discreción de mi madre queda a la vista en esa escena: cómo, sin alzar la voz, sin insistir en explicaciones ni pedir comprensión, pero también sin frialdad, me contó esa historia, tal vez la más traumática de su vida. Si fuera una película, me imaginaría las instancias siguientes: acciones teñidas por la revelación y el tono del relato, que van entrando en la conciencia de los personajes sin modificar el presente. No hay flashbacks, no hay aclaraciones, no hay repetición de la escena. El presente sigue y la intriga consiste en un acercamiento silencioso con mi madre, con la manera íntima de hablar y dejarme entrar en su historia. Eso tenía mi madre: que se la podía conocer, si ella lo permitía, de un solo golpe. La apariencia de frialdad, de reticencia, a veces era un obstáculo. Unos años antes de ese episodio, en 1968, una semana después de cumplir 18 años, cuando estuve preso en un cuartel por tres días por haber pasado por la puerta de la Facultad de Medicina durante una ocupación, mis padre fueron a verme. Yo les había pedido ropa y el libro que estaba leyendo, El castillo de Kafka. Adentro del libro quedó una nota escrita por mi madre:

Hijo: luego vamos a verte. Ya sé que estás bien. Un beso de Mamá.

Del otro lado de la hojita, la lista de las cosas que me mandaba: camisetas, pantalones, medias, pasta de dientes, un chocolate, una manta, una bolsa de grissines, cepillo pelo, zapatillas. Lo que importa es el mensaje, esas tres frases escritas con una clara y prolija letra manuscrita. Era lo que hacía falta decir, y nada más. Supongo que el hecho mismo de que yo estuviera preso en un cuartel le molestaría bastante. Cuando apareció, con mi padre, del otro lado de una tabla para darme lo que la lista enumeraba y saludarme, no expresó para nada esa molestia; cuando volví a casa, tres días después, me recibió en silencio, desde su lugar en el living frente a la televisión, y me preguntó si había comido bien. Lo que recuerdo de ella es su perfil frente a la televisión, el sonido de los avisos y el ruido de sus agujas de tejer, y después de eso una sonrisa mínima porque yo estaba en casa de vuelta. Eso, esa serenidad, era mi madre.

A veces me pregunto, sobre todo desde que empecé a escribir esto o desde que empecé a pensar por qué no lo escribía, si esa manera de ser, ajena a las exageraciones, no será el origen de mi rechazo a todo tipo de sentimentalismo en el arte; si no será lo que yo leí en ella para cortar, una vez que me dediqué a la literatura, con lo ampuloso, con lo solemne, con los lugares comunes y la cursilería que vienen con eso que ella habría llamado “pavadas y simplezas”: tal vez yo haya quedado inmunizado sin darme cuenta contra, sobre todo, una manera de hablar (puedo recordarla mirando para otro lado cuando alguna de sus amigas se ponía a declamar su amor o su admiración por algo) con signos de admiración incluidos, una sobrecarga de significado. Y, si me pongo a pensar, en ninguna de las películas que veía estaba esa sobrecarga: las situaciones y los diálogos podrían ser profundos, dramáticos, hasta enfáticos, pero solo si la historia lo requería, y entonces el sentimiento se volvía sano, justificado, nunca por desborde.

Yo supongo que registré eso desde el comienzo; igual que el entusiasmo de mi padre por lo que le gustaba, la discreción y la medida para no exhibir su gusto ante aquello que no se exhibía, pero era una obra de arte, y ella lo sabía sin dudarlo. Veo mis primeros intentos de dar clase, de exponer un tema por escrito, de pensar en un tema, marcados por el respeto, porque en última instancia era eso, ante el arte, pero también ante circunstancias de la vida: podría equivocarme, y mucho, pero heredé su manera de tomarse un tiempo ante las cosas, en silencio, para sí. ¿Y qué es una madre sino un campo de acciones que el hijo presencia, y después, si puede, entiende como una fuerza de su propia naturaleza?

En eso, sin duda, mi madre genera una especie de belleza de la soledad reflexiva que, a la distancia, como un estímulo estético, agudiza la sensibilidad para escribir. Esa Noemí que mi padre llamaba Noemi, sin acento, motivó al menos dos cartas, una de 1942, un día antes del octavo aniversario de su noviazgo, y otra de 1966, cuando se fue a un Congreso de Pediatría en México, que son de lo más conmovedor que he leído: el hecho de extrañar, de llamarla “mi vieja”, de decir que no podía estar sin ella, que deseaba que ocho años después siguiera diciendo que sí, que no miente al decirle que es el mismo muchacho que tartamudeó aquella noche, me hace ver a mi madre a otra luz. Y pienso: sería imposible que no. Y a la luz de la escritura, siento que todo es posible, que la herencia de mi madre, de lo que conmueve sin moverse de su sitio frente al televisor o ante la cocina o ante la máquina de coser, me permite sentarme y apreciar su imagen, como ella, sin alzar la voz, y sin embargo riéndome fuerte. La vida, también la de mi madre, es una serie de fragmentos que la imaginación despliega a manera de un relato, como esto mismo, para destacar detalles. Retengo ahora mi llanto interminable en su velorio. Había pasado años enferma, rodeada de cuidadoras, también acompañada por mí, a dos meses de mi separación, cuando me fui a vivir con ella. Una noche, cuando volvía de trabajar, una de esas cuidadoras le preguntó quién era yo y dijo: el periquito, que era el nombre que me había puesto toda la vida. El periquito. Ahí estaban las largas jornadas en lo de su tía Artigas, las charlas de mi tío Julio Carlos cuando pasaba unos días en Montevideo, los bizcochos de nata que le traía su amiga Lina, que me había cuidado de chico, la confección, junto a la madre de mi compañero de escuela Álvaro, del traje de caballero que bailaba el minué en una fiesta de fin de año, y también todo lo que había leído y visto durante mi vida, como si estuviera protegido por su mirada. Lo estoy: la agudización de la sensibilidad, la instantaneidad de la memoria, ponen en movimiento imágenes y frases que aparecen de golpe para ajustarse a la definición afectiva de mi madre, a lo que fue para mí. Por ejemplo, esos versos de Gelman: “a Lou le diste/para perfeccionar tu costado más triste”, que están dedicados a Apollinaire, pero dejan a la vista, como siempre en esos casos de irrupción, otra cosa, un costado de ella: la relación entre “perfeccionar” y “tu estado más triste” me acerca a ella y arrastra la capacidad de conmover de ese poema, por el ritmo y por las palabras que se depositan en movimiento, igual que las suyas. Recuerdo ahora una escena: los dos parados a la salida del cementerio, después del entierro de mi padre, ella abrazándome cuando me puse a llorar. Alguien, alguno de mis hermanos, en esa actitud que ambos habían tenido siempre de no tolerar del todo mis efusiones, ni las efusiones en general, me dijo “bueno, ta”, y ella contestó: “callate, vos no lo tuviste adentro”.

En eso, como en muchos de los fragmentos que componen su vida, vuelve a estar, breve y terminante, una manifestación de sí misma, de esa capacidad de querer sin exagerar, pero suficiente para resonar varios años después de su muerte. Con el correr del tiempo hice varios intentos de acercarme a su imagen, tanto en acción como en el final, cuando las dolencias la fueron agotando y ya casi no podía caminar sola ni hablar; y recordé, sin escribir nada, los muchos momentos en que lamentó mis errores, me preguntó qué iba a hacer yo cuando ella no estuviera, pero no me falló nunca. Llegué a escribir un poema sobre esos últimos días, que terminaba con lo que me dijo, con un hilo de voz, cuando le pregunté qué hacía yo en la vida: “literatura”, y esa fue su última palabra, al menos a mí. Y que cuando me fui del sanatorio me sentí confirmado por esa palabra, por primera vez en mi vida, ante la imagen de mí que ella tenía. Nunca dejé de pensar, año tras año, que era difícil, mucho más difícil que definir que mi padre, pero que su presencia constante me había provisto de un arsenal de datos y recursos que usé, sin saberlo, durante toda mi vida, y que una vez aceptado eso podía tratar su historia con la misma sensación de inacabamiento, de apertura constante a otros ángulos, que promueve una obra de arte. Eso es lo que he tratado de hacer, tal vez refugiándome en la ficción inevitable en cualquier tipo de escritura para dar vueltas a su alrededor sin tocarla. ¿Qué es una madre? ¿Qué es un hijo, cuando ya ha pasado el tiempo de hablar de padres y madres, cuando todo lo que se puede decir remite a lugares comunes o a un pasado lejanísimo, ajeno al interés de cualquiera que no sea yo o alguien vinculado a mí o a mi madre? ¿Cuando ya estoy en edad de saber quién soy? Y, finalmente: ¿dónde está la fuerza de un relato “explicativo” de una madre cuando, además, es imposible llegar a conclusión alguna? Una madre es lo que no tiene explicación, es demasiado grande para tenerla, pero no importa: todo lo que dije queda justo en el borde, es el estiramiento del discurso cuando es imposible otra cosa y sin embargo sigo, entre otras cosas porque esto es una especie de duplicación: yo escribo sobre ella porque mi escritura, lo que la escritura es para mí, salió de ella.

Esto, entonces, no es una historia sino el acto de escribir sobre una historia para cubrir, al menos un poco, esa deuda, con su costado más triste y su costado más alegre. Al llegar acá me la imagino diciendo una de sus frases, tomada directamente del portugués, que usaba, como el hubiera/hubiese, para cuestionar el deseo de enterarse de algo, que sin duda quedaría insatisfecho: ahora, ¿quedaste sabiendo? Y al mismo tiempo, tranquila, sonreiría.