Phinneas Tilly, escritor maldito

Humberto Franco Díaz de León

 

 

 

¿Y quién iba a querer un escritorio así de tosco y destartalado?

Pues bien, para eso estoy yo, Phinneas Tilly, irlandés, 27 años, soltero, escritor muerto de hambre y habitante de buhardillas. Y como un escritor necesita su escritorio, lo mismo que el barbero su navaja, a mí no me quedó de otra más que conseguir uno para el cuchitril que el viejo Orren me ha alquilado a precio de oro. ¡El diablo le confunda! Pero así como el Buen Señor cuida de los barberos y hace crecer la barba de sus clientes, a mí me envió el remate de bienes del padre Alistair, quien murió hace apenas una semana, envuelto en rumores de ocultismo y magia negra. “Fruslerías de provincia”, pensé, “nada mejor para entretener la tripa de una Irlanda céltica y hambrienta”.

Así fue como me hice con este bodrio sobre el que ahora escribo esta carta para el próximo desgraciado que acabe siendo su dueño.

Mohoso y con una peste a tabaco que por más que he limpiado no he podido quitarle, pero también un bicho fuerte, ¡y barato! Casi me cuesta la espalda subirlo hasta mi buhardilla, y limpiarlo para hacerlo soportable a mi nariz ha sido, como dije, una tarea de sísifos. Pero, curiosamente, ha sido en la penuria de esta tarea, mientras le restregaba por debajo con un manojo de hierbas de olor, que he descubierto el secreto de este mueble.

“He conservado este escritorio desde que llegó a mis manos”, se leía en una carta, escondida entre las juntas de la madera, “hasta donde he llegado a descubrir, viene desde Estambul, otrora Constantinopla, donde es muy posible que haya estado al servicio del misticismo turco. Los años pesan sobre él mucho más de lo que aparenta, pues las inscripciones talladas que he encontrado en sus caras ocultas, le delatan como una pieza del siglo XV, en los años próximos a la caída de Bizancio”.

Como se imaginarán, lo primero que hice fue ponerme en cuatro patas hasta encontrar las dichosas inscripciones que, de hecho, estaban ahí, ocultas bajo una capa de barniz oscuro, pero aún sensibles al tacto. Sin duda se “sentían” como trazos de una lengua morisca. “Phinneas Tilly”, me dije, “la suerte por fin te sonríe. La fortuna que debe valer esto”.

Y feliz, creyendo que los quejidos de mi tripa empezaban a ver sus últimos días, seguí leyendo la nota del padre Alistair:

¡Oh, pobre desdichado, que ahora cargas con mi cruz! Te confieso que no era mi intención hacerte pasar por mi desdicha, pero si ahora lees estas palabras, entiende que ha sido porque antes de morir no he encontrado a alguien con las fuerzas suficientes para resistir la tentación de usar este escritorio de infernales hechuras.

He aquí su secreto: si sus maderas hacen contacto con sangre humana, ofrecida voluntariamente durante la noche, pero siempre antes de que salga la luna, el escritorio abrirá una puerta a cualquier rincón del mundo que uno desee. Basta apoyar ambas manos en él, pensar en el lugar al que se quiere ir y luego cruzar por debajo, de extremo a extremo. Se aparecerá en el destino deseado junto con el mueble, al que habrá que ofrecer más sangre antes de hacer el mismo ritual y asegurar el viaje de regreso.

El Señor me perdone. He utilizado este artefacto demoníaco para saciar mi ambición de mundo, e incluso de lujuria, en lugar de la vida tranquila y ejemplar que alguna vez fue mi vocación. Lo confieso.

Que este testimonio te sirva ahora a ti, poseedor de este escritorio, antes de que, como yo, le entregues tu sangre y tu alma.

Padre Alistair Yates

Parroquia de Black Moor, 1853.

“Y bien”, se preguntarán ustedes. “¿Qué habrá hecho el pobre diablo de Phinneas Tilly, después de

leer la carta del cura loco?”.

Y yo, el aquí suscrito, les digo que: ¡no hay otro desgraciado en esta tierra que haya viajado tanto en menos de una semana! ¡Y que el cura tenía razón: por más mundo que se vea y más lujuria que se sacie, el cuerpo siempre pide más sangre!

Yo, Phinneas Tilly, lo confieso, y dejo esta carta.

Buhardilla sobre la Charcutería Orren, 1867.

 

 

Un grito entre las tumbas

 

¿Qué podía haber salido mal en el ritual de invocación? Antonio releía los pasos de la liturgia en las letras rojas del Satanus Invocationis que había heredado de su padre, el líder del culto. Dio otra calada a su cigarro y luego miró las volutas de humo ascender en el aire frío y húmedo. Parecían dedos que se alargaban y luego cerraban, como llamándole.

Era invierno y llovía. Antonio sintió la necesidad de estar ahí, en su banca apartada, la que quedaba bajo el gran olmo en el cementerio. Jamás salía de su casa solariega de día, excepto en las tardes frías y lluviosas de invierno. Parecía un cuervo, vestido de negro, como siempre. Lo único que resaltaba era la piel pálida de su cara y de sus manos, donde las venas dibujaban líneas verdosas. Nadie podría adivinar que, en realidad, se trataba de un joven de apenas veinte años. Sus ademanes ceremoniosos y las ojeras negras que circundaban sus grandes ojos negros lo hacían lucir ajado, casi cadavérico.

Dio otra calada a su cigarro y se quedó con un regusto dulzón en la lengua y el paladar. La lluvia repiqueteaba en las cruces de piedra caliza y en las lápidas de mármol, desdibujaba los contornos de los otros árboles.

—¡La que está cayendo! —dijo una voz, al lado suyo.

Era un hombre viejo, de gorra campera y una gran tripa forrada por un jersey burdeos y un abrigo de lana raída.

—¡Con un demonio! Menos mal que aquí está seco, ¿eh, joven?

Antonio miró de reojo al hombre y cerró su libro. El calor de sus manos se había traspasado al cuero de la cubierta.

—Sí —se limitó a decir Antonio, mientas guardaba el legado de su padre en el maletín junto a su paraguas.

Entonces el hombre carraspeó y tosió fuerte. De su boca salió un vaho casi tan denso como el humo de Antonio. Entonces escupió una flema de color marrón que por poco alcanza uno de los botines del joven invocador.

—Bueno, ya que estamos —dijo el hombre, rebuscando en su abrigo y sacando una bolsa de papel grasiento—, ¿quiere probar uno?

Parecían salchichas rebozadas en pan rallado y fritas en aceite.

Antonio miró al hombre. Olía a mueble viejo, a orines. La lluvia no hacía más que intensificar el olor, como cuando se moja a un perro.

Estuvo a punto de marcharse. Pero entonces se preguntó si aquel pobre diablo sería uno de esos invisibles a los que nadie echa en falta. Y las palmas de las manos le cosquillearon, recordando el peso y la viscosidad del corazón humano que le fue entregado para el ritual de invocación.

—Es muy amable —respondió Antonio—, pero por ahora estoy bien.

—Usted mismo —dijo el hombre, mientras salían crujidos de su boca, como si estuviera masticando huesos de pollo.

—¿Viene a menudo?

—¡Pche! No tengo a nadie ni nada que hacer.

Antonio dio una calada larga a su cigarro.

—Debería visitarnos. Nuestra familia dedica una parte de sus recursos a personas que, como usted, disponen de… tiempo libre.

El hombre miró de frente a Antonio, con los ojos muy abiertos. Se pudo distinguir que uno era azul y el otro verde. Y luego echó la cabeza atrás con una carcajada:

—¿O sea que usted me quiere ayudar, a mí?

—Caballero —dijo Antonio, con una sonrisa casi felina—, será usted el que nos estará haciendo un favor, a mi familia y a mí.

Entonces el joven se puso de pie y extrajo su pluma y una pequeña libreta de su abrigo negro, donde apuntó la dirección de la casa contigua a la suya, dispuesta para este tipo de visitas.

—Llame y dígale al jardinero que ha mediado mi invitación. Soy Rodolfo, para servirle —Mintió Antonio.

—Acepte uno, ande. Es lo menos, después de tanta caridad —dijo el hombre, casi restregando la bolsa de papel grasiento en la cara de Antonio. Olía a carne frita y a pimienta. De hecho, no olía nada mal—. Acaban de dármelos, ande, pruebe y verá qué buenos están.

Por la mente de Antonio solo cruzaba el epígrafe en letras rojas y mayúsculas: “INVOCATIO LITURGIS”. Metió la mano en la bolsa y sacó una de esas piezas, como croquetas alargadas.

—A su salud, ¿señor…? —Y dio la primera mordida.

—Me dicen Mode.

La carne sabía a jamoncillo tierno. La capa crocante había sido condimentada con hierbas finas y pimienta.

—Mode… Un nombre muy peculiar, si me permite decirlo. ¿De dónde viene? —dijo Antonio, que había dado con algo de hueso en su bocado, pero daba igual, aquello estaba suculento. —Del septentrión de donde reina la eterna desolación. En realidad, me llamo Asmodeo.

Entonces Antonio dejó de masticar. Conocía ese nombre y a quién pertenecía. Miró al hombre, de nuevo se fijó en sus ojos de distinto color. Entonces el viejo sacó una mano del bolsillo de su chaqueta para tomar otro bocado y Antonio vio que esta era distinta, que sus dedos acababan en afiladas garras, como las de un águila.

—¿Os gusta lo que os he traído, joven Antonio, junto con los saludos de vuestro padre? Son ofrendas de otro. Los huesos son tiernos, pero será mejor si escupe las uñas.

Entonces, Antonio estrujó lo que quedaba de su bocado y bajo la capa de fritura grasienta apareció un dedo humano. La uña, blanca y traslúcida como una escama de pescado, estaba casi desprendida de la carne.

Antonio sintió como si le hubieran dado un pellizco en la nuca. Se le hizo un hueco en el estómago y dejó caer el dedo al suelo.

—¿Respondéis a mi gesto con desdén, muchacho insolente? —dijo Asmodeo como si la voz le brotara desde una caverna—. Sabed que vuestro padre tuvo mucho más nervio que vos, que solo jugáis con la oscuridad. —Y tan rápido como una serpiente ataca, el regente del infierno apresó la mano derecha de Antonio con sus garras.

Antonio cayó de rodillas dando un alarido. Sentía cómo las garras de Asmodeo se clavaban en su mano como anzuelos de pesca, removiendo carne, tendón y hueso.

—Ojo por ojo y dedo por dedo. Ahora aprenderéis.

Y Asmodeo abrió la boca, llena de dientes amarillos, mientras Antonio lloraba y rogaba perdón.

Y se oyó un crujido, como el de una tijera podando una rama. Y un grito corrió entre las tumbas como el espectro de un hombre desgraciado.

 

 

Mi despertar

 

Mis días en esta tierra comenzaron como los de cualquier hombre: con llanto y sangre. Lo que tampoco quiere decir que mis primeros años fueran desdichados. Todo lo contrario: mis padres siempre mantuvieron una chimenea encendida y el abrigo de una canción de cuna para mí, si bien vivir de la tierra demandaba mucho esfuerzo.

Crecí, me hice fuerte aspirando el olor de los campos en cosecha y soportando el rigor de los inviernos que parecían no terminar nunca. Pero también dediqué tiempo para tenderme en el pasto bajo la luz de la luna pálida, a ver las nubes cruzar, lentas y desenfadadas.

Incluso conocí el amor, y me uní a la mujer que me lo reveló en el brillo de sus ojos verdes.

Todo eso… fui.

El día de mi despertar caminaba junto a mi padre de vuelta a casa desde los campos, él con su cayado, yo con mi azadón. Hablábamos de lo poco que había llovido ese otoño. Entonces vimos el humo.

Corrí hasta dejar muy atrás a mi padre, del que solo llegaban los ecos de sus gritos, mientras yo llamaba a mi madre y a mi mujer.

La casa en que me había criado ardía como pasto seco.

Solo podía pensar en rodearla, en buscarlas porque seguramente habían podido salir a tiempo. Pero cuando las encontré… ¿qué más podría convencer a un hombre de convertirse en un monstruo? ¡Ahí estaban ellas, los cuerpos desnudos, ultrajados, reventados a golpes y cortados!

Eran seis. Vestían pieles y cráneos de animales. “¡Bastardos!” No importaba ganarles, solo debía volcar mi rabia sobre ellos. Quería verles sufrir, daba igual si en ello me iba la vida.

Poco tardaron en tenerme contra el suelo, con los huesos rotos y la cara hinchada a golpes y patadas. Pero peor fue escuchar a mi padre llorar de impotencia, dando mandobles al aire con su cayado para quitármelos de encima.

Me hicieron ver cuando le cortaron la cabeza.

“Los mataré, los mataré, volveré por ustedes”, comencé a repetir como loco. Ellos no hablaban nuestra lengua, pero entendieron. Y cuando la muerte se deslizó en mi costado como un hilo de agua caliente, cuando vi cómo salía la hoja de su daga manchada con mi sangre, imploré: “Mi alma, por mi venganza”.

Yací casi inerte. Ellos se fueron. Reían. Cerré los ojos y antes de sentir que caía en un vacío, insistí en un último pensamiento de rabia: “Oídme, os lo ruego, mi alma a cambio de venganza”. Y en ese lugar oscuro que todo hombre lleva dentro de sí, La Voz me habló: “Te la daré, Silas. Esta misma noche te levantarás”.

Y desperté, oliendo a muerte y a humo, en una noche que la luna apenas alumbraba. Un gran lobo estaba sentado junto a mí, con una liebre muerta en el hocico. “Bebe, come”, dijo La Voz, “y te daré el poder y la sabiduría”. El lobo esperó. En medio de ese delirio, me bastó con verles de nuevo, a ellos, lo mejor de mi vida, violados y deshechos. Asentí y el lobo hizo que la sangre aún caliente de su presa mojara mis labios, y con cada gota sentí la fuerza, la lujuria de la sed y la sangre renovadas. Músculo, hueso y tendón, todo se restituía, y no solo eso, sino que mejoraba al tiempo que un fuego me invadía por dentro, me abrasaba con pensamientos de sangre y desesperanza.

“Despierta y sufre”, dijo una voz ronca, y el lobo aulló.

Le miré:

—¿Hablas, bestia? ¿O eres demonio?

Y una carcajada igual de ronca salió de sus fauces.

—¡Tonto! Más bestia has sido tú, que naciste y fuiste humano hasta hace un momento.

Le pregunté qué estaba pasando, en qué me había convertido.

—Eso ni el lucero más bello lo sabe. Pero atiende a lo que te digo —dijo el lobo, cerrando el hocico y acercando sus ojos infernales a los míos: la eternidad te ha sido concedida para que lo descubras.

Poco tardamos en alcanzarlos. ¡La dicha que fue ver el horror en sus ojos de bárbaros, verme a mí, su ejecutor, en sus pupilas!

Rompí sus brazos como si fueran varas secas, y cada uno de sus alaridos vibró en mi pecho con la dulzura de un trino. Cómo ardió en mí el fuego de la venganza, rugiendo y rompiendo cualquier pilar de cordura en mi alma. Y de esa columna rota, la demencia, la sed de más tortura y placer.

Les demostré lo que el sufrimiento infligido con absoluta calma y regocijo puede llegar a ser. Y una vez que reduje sus cuerpos a despojos, me senté en la hierba mojada con su sangre a llorar mientras un nuevo sol me alumbraba sin darme calor.

Así fue mi despertar. Seguí caminando como los hombres, pero sin ser uno de ellos. Me llamaron demonio, brujo, espectro. Ninguna del todo precisa.

Lobo ha sido mi compañero y guía todo este tiempo. Me enseñó a hablar con otros animales y con los seres que rodean al hombre sin que este pueda verles.

He disfrutado la calma de la soledad, y también la inspiración de nuevos amores, el aburrimiento, la lujuria. Mi refugio está en la naturaleza, en los libros y en la música, pero también me gusta observar a mi antigua raza.

Y, de vez en cuando, soy indulgente con mi lado oscuro; parto a algún campo de batalla, a algún barrio decadente, y de nuevo le mando a Lucifer las almas de aquellos que, como la escoria que destruyó mi tesoro en vida, son tan parte de este mundo —irónicamente— como la oscuridad en todos nosotros.

Aún sigo descubriendo, buscando. Y a la espera.

 

 

 

Humberto Franco Díaz de León nació en México y ha residido en Estados Unidos y España. Abogado de profesión, es alumno del Máster de Narrativa de la Escuela de Escritores de Madrid. Sus textos han aparecido en diversas publicaciones literarias. Autor de la novela inédita A los que buscan dragones.