Tres cuentos

Pamela Román C.
 

 

 
La verdadera historia de Elvis
 
 

Por fin era suyo “Loving you”, el último éxito de Elvis, una joya. Le había costado un ojo de la cara, probablemente le había robado alimentos a las tripas, porque tener ese longplay era un gusto de ricos, pero él no reparaba en gastos cuando se trataba de su ídolo, aunque era pobre como una rata y en las postrimerías de los años 50, los últimos en la escala social apenas tenían para comer.

Elvis, su otro yo, aunque todos se reían, él sabía que eran iguales, como dos gotas de agua. Estaba seguro de que eran gemelos y por alguna extraña razón él estaba en esta parte del mundo viviendo en la miseria.

Si no estaba limpiando pisos y baños en la fábrica donde trabajaba, ensayaba los movimientos que veía en el televisor del dueño de la empresa, cuando lo llevaban a limpiar la casa. Copió su peinado y mandó a hacer unos trajes como los que veía en las revistas, aunque con telas baratas, pero con el movimiento de caderas al ritmo de “El rock de la cárcel” el espejismo era casi perfecto. Con el tiempo descubrió que, además, cantaba, que su color de voz era muy similar al original. Aunque tenía serios problemas con la pronunciación del inglés, a decir verdad, también la tenía con el español.

Al pasar el tiempo su idolatría fue creciendo al punto de saber de memoria toda su biografía, cantaba todas sus canciones, sus coreografías eran imitadas al detalle. Era mejor este remedo tercermundista de Elvis, que ser José Muñoz, un habitante de una población callampa.

Su aspiración era ser el mejor doble de Elvis; pasaba todos sus momentos libres mejorando detalles que, a su modo de ver, eran importantes.

Su madre, una anciana, vendía lo que viniera para tener un par de pesos; le rogaba que le cooperara con algo de su sueldo. A regañadientes le pasaba algún dinero, pero todo lo demás era para conseguir ser y parecer al único y magnífico Elvis Presley.

En una oportunidad su patrón le pidió que actuara para él y su familia como Elvis. A pesar de su modesto disfraz, todos tuvieron que reconocer que el parecido era increíble, pero cuando comenzó a cantar, todos estallaron en carcajadas, “es que tienes un pequeño problema con el inglés, pero casi no se nota”, y todos volvieron a reír “lo que tienes que hacer es viajar a Estados Unidos para mejorar tu acto”, dijo uno, con evidente sorna. Risas nuevamente.

“Bueno, te doy las gracias por habernos alegrado la tarde pues, chiquillo”, le dijo el jefe dándole un par de pesos miserables y un palmoteo de espalda. De ahí en adelante sería bautizado despectivamente como “El Ervis”.

Sintió una furia y una humillación profunda, nadie había valorado su trabajo. Cuando fue a vestirse a la pieza de la nana, decidió hacer una inspección a la habitación de los dueños, aprovechando que todos estaban en la gran terraza aún riéndose a su costa.

Después de una rápida revisión, encontró en un cajón un anillo masculino de oro macizo con forma de búho. Lo guardó en su bolsillo. No lo consideró un robo sino un justo pago por su actuación. En adelante, lo usaría siempre en sus presentaciones, a pesar de que no era del look de Elvis, sentía que le daba estatus y que era su toque personal.

Del bochorno de esa tarde entendió que siempre su origen humilde estaría primero que su talento, entonces la broma lanzada al aire, empezaría a tomar forma en su mente. “viajar a Estados Unidos”, específicamente a Memphis, a la cuna del Rey del Rock. Esa sería la empresa de su vida. En adelante su motivación y su norte fueron juntar el dinero para viajar y ¿Quién sabe? Tal vez el mismo Elvis alguna vez podría ver su acto y sentirse orgulloso de tener un doble tan perfecto.

Se le vino el mundo abajo cuando supo cuánto dinero necesitaba para viajar: un par de años de trabajo, por lo menos. Debería hacer algo, lo que fuera para juntar ese dinero.

Comenzó a cantar en la calle, a hacer pequeñas presentaciones en restoranes de barrio, pero aún así, estaba muy lejos de la meta. Hasta que un gerente le dijo “yo te puedo cooperar con algo, tengo un trabajito que me puedes hacer en la casa, por el que te puedo pagar muy bien”.

Estuvo temprano ese sábado en la casa del señor y cuando lo vio en paños menores, se dio cuenta que no eran vidrios lo que tendría que limpiar. Le dijo todo lo suavemente que pudo, “no caballero, yo no le hago a eso”. “Piénsalo bien, mira lo que te voy a pagar y además, lo vas a pasar bien, te lo aseguro”. Era la tercera parte del pasaje. Mucho dinero. Respiró hondo y pensó que era por un bien mayor. Lloró después, pero no fue la única vez que lo hizo. Quería dejar de ser lo más pronto posible aquel José Muñoz pisoteado por la pobreza.

Cuando, después de miles de peripecias, por fin llegó a Memphis y paseó por sus calles, grande fue su decepción cuando vio a cientos, miles de Elvis en todos lados. Sin hablar una gota de inglés, pasó hambre hasta que consiguió aprender los primeros rudimentos del idioma. Empezó de cero lavando pisos otra vez, pero tenía dos ventajas, ahí no tenía pasado y realmente se parecía a Elvis.

Con gran esfuerzo consiguió dominar la maldita lengua y se mimetizó por fin con la fauna gringa.

Y comenzó a actuar nuevamente, en la calle primero y luego en bares, los que hicieron crecer rápidamente su fama como doble. Hasta que llegó su gran oportunidad, un miembro del staff de Elvis (El verdadero), lo vio actuar en un bar. Quedó impresionado por el parecido físico y de la voz. Hacía tiempo que buscaban un buen doble para utilizar en casos de emergencia, como para distraer a las masas en casos de grandes presentaciones o en algunos actos benéficos, con los cuales el Rey tenía compromisos pero no estaba en condiciones de ir. Pero este doble tal vez serviría para algo más, ya que Presley, desde hacía algún tiempo, estaba abusando del alcohol y las drogas y era útil tener un distractor, en casos de apuro. Cuando le dijeron a Joseph (así se llamaba ahora) si le interesaba el trabajo y que conocería personalmente al ídolo, no cabía en sí de felicidad, se preparó con más ahínco y no pudo dormir en las noches anteriores al encuentro. Le indicaron que sería antes del concierto en el Madison Square Garden, le entregaron una réplica del traje que Elvis usaría y así aprovecharían de probarlo paseándolo ante la multitud.

El éxito fue total, mientras el Rey Chilensis se paseaba en un Cadillac hasta llegar al teatro, el verdadero Elvis entraba tranquilamente por un lugar oculto. Absolutamente nadie se dio cuenta del cambio.

“Bien, Joseph, eso es lo que necesitamos, ahora vas a conocer al ídolo, aunque con cuidado, no está en un buen día, tienes que entender cómo son los grandes, tienen sus cosas, pero él es único, tú sabes. “Claro”, dijo, apenas aguantando la ansiedad.

“Ok, espera aquí”, le dijo dejándolo en el camarín del artista. “Los voy a dejar solos para que conversen hasta que le toque salir a actuar en unos minutos ¿Ok?” “Ok” dijo él.

Joseph sintió en ese momento que todo lo que había pasado hasta llegar allí valía la pena, con suerte conseguía respirar esperando que se abriera la puerta…

El ente que entró no era ni de lejos lo que esperaba, un ebrio mal oliente que apenas se sostenía en pie, ni siquiera notó su presencia, solo cuando casi se cayó y chocó con él, le dedicó una sonrisa bobalicona y le dijo “I need my cocaine” y tambaleándose empezó a registrar los cajones buscando a la “reina blanca” para recuperarse. “Cómo va a actuar así”, tal vez esperaba demasiado, un ser divino, perfecto, fuera de este mundo. Por alguna razón, tenía ganas de vomitar.

Lo que pasó a continuación es un misterio, cuando llegaron a buscar a Elvis, ya estaba compuesto y listo para actuar. Jack, el tipo del staff, pensó que en realidad la cocaína era milagrosa. “¿Y qué pasó con el chico?” El Rey se encogió de hombros y solo dijo “I’m ready”. La presentación estuvo apoteósica, Jack pensó que iba a ser un problema la salida y se lamentaba que Joseph se hubiese ido. “Bueno” se dijo, “si no admira al ídolo como es, no vale la pena”.

De José Muñoz nunca más se supo, lo buscaron en los bares para darle el trabajo soñado por miles pero jamás lo volvieron a ver. “Lástima”, dijo Jack, “era un chico talentoso, quizás esté imitando a otro ahora”.

 
 

Elvis pareció recomponerse por algunos años, sobre todo cuando nació su hija. El mundo lo amaba y él quería que ese amor durara para siempre.

Pero como todo día tiene su ocaso, así también se apagó la luz brillante del Rey del Rock. Murió el 16 de agosto de 1977 a los 42 años, de una sobredosis que le provocó un ataque cardíaco.

Treinta y ocho años más tarde, en Graceland, su mansión, se hizo una de las mayores subastas de sus objetos personales. Entre los más llamativos, se subastaron su pistola personal, una guitarra acústica, y un anillo de oro macizo, con forma de búho, que el cantante lanzó a uno de sus fans en un concierto en 1977.

 
 

 
 
Un simple funcionario
 
 

Por favor, no dilatemos las cosas, ¡vámonos y no hagas más problemas!

 

¿Que no es justo?, y a mí que me dices, ¡yo solo cumplo órdenes! Aquí dice bien claro: Contreras Rojas Juan Andrés, no, no soy yo el que decide, bueno, cuando lleguemos a donde vamos, eleva una solicitud de reclamo formal a ver cómo te va, ¡imbécil!

 

Sí, ya sé la fama que tengo, la TERRIBLE MUERTE, el azote de los hombres, pero en realidad, aunque sea un poco humillante decirlo, soy un simple funcionario.

 

Todos los días voy a la oficina celestial, me entregan la nómina de los que tengo que recoger y ya. Procedo. La elección de quienes son la toma directamente el Gran Hacedor, el Eterno, o sea Dios. Claro, con la ayuda de su comité de ángeles asesores.

 

Me tiene realmente harto que me cuelguen esa responsabilidad. Soy el último eslabón en la cadena divina, el de los mandados —aunque un especialista— finalmente soy un maldito junior. Por lo general hago mi trabajo con meticulosidad, sin mezclar emociones. Aunque cuando me topo con un caradura como tú, reconozco que me encojono, ¡cómo que no te lo mereces! ¡Si ni tu perro te quería!, Te pasaste tu miserable vida haciéndolo todo mal. Mal hijo, mal marido, mal padre, mal, mal, mal. Para mi gusto hace rato que te debían haber cortado la cuerda, pero claro, allá arriba creen en la posibilidad de la redención. Obviamente contigo no hubo vuelta.

 

Siendo solo un ejecutor no puedo discutir las decisiones, pero te lo confieso, muchas veces no comprendo los criterios utilizados. Hay gente que, en mi opinión, vive demasiado. Como Hitler, por ejemplo, a ese me lo quise traer apenas dijo agú, pero las opiniones del junior nadie las toma en cuenta, porque allá arriba no existe lo que acá abajo llaman “Democracia”, ante cualquier asomo de disconformidad, te tiran la frase estándar “Dios escribe derecho sobre líneas torcidas”, que no significa otra cosa que el Omnisciente es un dictador, del bien, de la bondad, pero un dictador al fin. Volviendo a mí, soy un incomprendido. No tienes idea del trabajo que tengo, y me lo recargan los mandos medios angélicos con su inoperancia habitual. Ellos culpan al software celestial, aunque reconozco que antes era peor, como hace unos siglos, me entregaron una nómina que tenía años de atraso. Quedé boquiabierto. ¡Pero cómo hago esto!, se encogieron de hombros, arréglatelas como puedas. No me quedó otra, me tuve que poner creativo, una enfermedad nueva, un nombre horrible (la peste negra) ¡listo!, millones de muertos. Muchos en el cielo me trataron de amarillista, de morboso. Qué saben ellos, ya los quisiera ver en mi lugar. Me topo con tantas dificultades, no faltan los que se quieren pasar de listos, como Morales Pedro, el carabinero. Debía morir el 17 de abril de un disparo al corazón en un enfrentamiento, pero el muy hijo de puta se había puesto una cigarrera metálica en el bolsillo de la camisa, eso fue un dato que le dieron estoy seguro, alguna de esas brujas que andan dando vueltas; después lo contagié con una enfermedad grave, pero se recuperó, terminé derribándole un árbol en la cabezota, no podía correr más riesgos.

 

A diferencia de ti, otros me piden que los venga a buscar, como el espíritu de la señora Ana, con esa enfermedad tan dolorosa; me sale a encontrar cada vez que me ve pasar cerca y me pregunta ¿hoy sí?, yo le digo que aún no aparece en la lista, solo me mira tristemente y se vuelve a meter a ese cuerpo dolorido.

 

Hay momentos en que francamente, quiero rebelarme, como cuando Estelita apareció en la lista. Guzmán Torres Estela Francisca, me quedé de una pieza, ¡pero si esa niña es un ángel! Hija única de madre sola…Estuve tentado de ir a tocar a la puerta del fondo, ya sabes donde el Gran Padre, pero el jefe de la sección de ángeles (que dicho sea de paso, tiene más cara de demonio) ni siquiera me dejó intentarlo. Me tiró la nómina y me dijo “estás atrasado”. Ese día cambié varias horas, incluso a algunos los fui a buscar un día antes, me retrasé a propósito, solo para que esa madre tuviera una horas más con su hija…Me llevé una amonestación por eso. No puedo alterar los hechos porque provoco no sé qué en el Cosmos.

 

A veces, cuando tengo un tiempito, me junto con mi primo el espíritu de la fatalidad; y cuando le comento mis descargos, me replica, ¡pero quién eres tú, para cuestionar a Dios!, está visto que nadie, pero los hombres lo cuestionan a cada rato, deprecian sus dones y les dan una y mil oportunidades.

 

Por la naturaleza de mi trabajo, tengo un oído agudo y una vista privilegiada, pero no tengo el don del tacto, soy energía, te subo o te bajo (según sea el caso) pero no te toco, y tener esa gracia a mí me parece extraordinario. Cuando voy y vengo en mis rutas escucho a millones de personas haciendo el amor; me parece un habilidad genial, sentir el roce de un cuerpo, la piel de la mujer amada debe ser tan suave, pasan de un aleteo tierno a una lucha desenfrenada, por el premio final, el éxtasis, “la pequeña muerte” le dicen, eso me causa gracia, alguna vez que me comparen con algo bueno…

 

Estamos claros con algo, a los humanos les aterra la muerte, pero no saben vivir, suplican en los últimos minutos pero pasan todos los años de su vida preocupados de lo irrelevante.

 

¡Bueno! Ya me has hecho perder demasiado tiempo, ¡se acabó! Es el último aliento. Anótese, Contreras Rojas Juan Andrés, ¡recogido!

 

 

Selección genética
 
 

“La temperatura de la jaula de vidrio debe estar entre los 24 a 26 grados. Debe recibir suficiente luz y la ambientación necesaria para que la anaconda verde se sienta a gusto. El cuidado de este animal en cautiverio es delicado y requiere ser acucioso, sobre todo en su alimentación. No es venenosa sino constrictora, va apretando cada vez que su presa toma aire, así, en cada bocanada comprime un poco más, hasta que la ahoga”.

 

Miraba el documental de Animal Planet con atención, entre interesada y horrorizada. La enorme serpiente se desplazaba lentamente por el terrario y a Laura le parecía que en cualquier momento saldría de la pantalla. Podía cambiar de canal pero no lo hacía, sentía que debía quedarse ahí, porque en cualquier minuto ocurriría una desgracia. Y en efecto, sucedía, no para la anaconda sino para el infeliz ratoncillo que introducían en la jaula para su alimentación. Se podía percibir el pánico del roedor que corría de un lugar a otro arañando el vidrio en busca de una salida, pero su suerte ya estaba sellada, y la serpiente, con su obsceno tamaño en comparación a su pequeña presa, lo engullía sin esfuerzo, lo impulsaba hacia su largo estómago cuando aún estaba vivo. Laura lloró mucho rato, al principio no sabía por qué, pero después comprendió que ella se sentía igual que ese ratón cada vez que su padre la llamaba a su habitación.

—Tu papá te está llamando.

—Mamá, no quiero ir.

—¡Apúrate! Tú sabes que no le gusta esperar.

—Mamá, ¡por favor!

Pero no había escapatoria y ella iba, pequeña y desvalida, al encuentro con esa anaconda enorme que la engullía sin piedad. Por años, por siglos, esa bestia la tragó, la licuó, le deshizo hasta el alma. Hasta que por fin creció y pudo huir muy lejos a estudiar y a tratar de olvidar sus años de ratón.

 

Son las 6:30 a.m, debe comenzar su día. Abogada, fiscal, sicóloga, toda una serie de medallas que le importaban un comino, su obstinación por estudiar fue solo un medio de escape y una motivación para vivir, ya que nunca pudo mantener una relación estable y su familia era un puñado de gente odiada o lejana, con la cual no tenía ninguna comunicación. Su padre había muerto hace ya algunos años de un paro cardio-respiratorio y su madre estaba en un hogar, pero ni ella ni sus hermanos la visitaban. No había tranquilizado su corazón que su verdugo ya no estuviera en este mundo, solo sentía algo de paz cuando en su calidad de fiscal lograba castigar a algún abusador.

 

El caso de Lesly la tenía inquieta, niña de 14 años, abusada varios años por su padrastro, pero el tipo podía salir libre, debido a que el acto según declaración de la víctima, había sido consentido. Pobre niña, el infeliz la había privado hasta del legítimo derecho a odiarlo, la había hecho su cómplice, ella estaba segura de que “lo amaba”. Tenía que actuar muy rápido para que el desgraciado no se le escapara de las manos.

Consiguió que en un horario inusual el reo le diera una entrevista, ella indicó que sería para conseguir un acuerdo extrajudicial que conviniera a ambas partes. En la cárcel todo se movía por contactos y esta visita a altas horas de la noche debía estar en conocimiento de muy pocos…

Don Juan preparó todo, gendarme viejo en la penitenciaría, se había unido a ella en su lucha, desde que la luz de sus ojos, su princesa, apareció en un sitio eriazo torturada y abusada hasta morir. Nunca encontraron al culpable. Entonces habían unido sus dolores y remaban en un mar espeso y negro en el cual a menudo se sentían zozobrar.

—Señorita Laura, ya estoy preparando mi jubilación, yo creo que esta va a ser la última vez que la voy a poder ayudar…

—¿En serio, viejo?, ¿qué voy a hacer sola con tanto infeliz dando vuelta?

Se dieron un abrazo fraterno, como viejos camaradas.

—Ok— dijo, —a lo que vinimos.

—Le agradezco, Don Carlos, que nos haya recibido a esta hora, por mi trabajo es imposible tener tiempo antes. Esa es la comida que solicitó ¿verdad?

—Sí, está buena. Usted es la señorita Laura ¿cierto?, la verdad es que la recibí por curiosidad, ¿por qué querría hacer un acuerdo si estoy a punto de salir libre?

—Eso no está definido todavía, recuerde que usted, es culpable de abuso sexual de una menor…

—No, abuso es cuando uno daña, yo no le causé ningún dolor, todo lo contrario, ella lo pasa muy bien conmigo.

—¿Desde los 10 años que lo pasa bien?

—Señorita, esas cosas las inventan los hombres, ¿Usted sabía que en Egipto los faraones se casaban con las hermanas y nadie decía nada?

—Ah, es un asunto cultural, dice usted.

—Claro, y usted ¿por qué siempre está en estos casos? ¿Le pasó algo con su papá?

Laura se puso tensa. Le costaba mucho trabajo disimular el asco que sentía en presencia del hombre.

—Eso es ¿cierto?, pero su papito la embarró, si la hubiera hecho sentir el gustito usted no estaría tan resentida, pues.

La mujer golpeó la mesa con violencia. El tipo sonrió. A Laura le costó rehacerse pero respiró profundo y lo consiguió. “Solo tengo que esperar”, se dijo.

—Don Carlos, repasemos los hechos y se dará cuenta de que le conviene un arreglo.

—Sabe que ya me aburrí. Ya comí rico y no quiero seguir hablando, además que me estoy sintiendo mal…

—¿Qué tan mal, don Carlos?

—Me duele el estómago, me está faltando el aire…

—Sí, tiene un semblante raro – dijo, sonriendo ahora ella-

—¡Usted me envenenó!

—¿De verdad creías que te ibas a salir riendo de esto?

—¡Pero esto es asesinato!

—Como yo lo veo, el asesinato también es una convención social, yo le llamaría selección genética, simplemente la especie elimina a un ejemplar defectuoso…

—¡Guardia!, ¡lléveme a la enfermería!

—Está cerrada, respondió el hombre que entró presurosamente en la sala

—Pero llamo al médico de inmediato, te llevo a tu celda mientras tanto.

El guardia y la mujer cruzaron miradas. El trabajo estaba concluido. El infeliz moriría en poco rato de un paro cardio-respiratorio. Era el tercer ajusticiamiento para el dúo, el cuarto para ella.

Llegó a su casa sintiéndose muy cansada, pensó que tendría suerte si no pedían autopsia, y si la pedían, daba lo mismo. No podía parar. Miró su semblante mustio en el espejo, pensó que el mundo era una selva hostil, pero por lo menos, ahora la anaconda era ella.

 

 

 

Pamela Román Cárcamo. Autora chilena. Ingresa al taller literario de Alejandra Basualto el año 2016. Participa en la antología de cuentos Reflejos (2017). Trabaja en el área de servicio al cliente en una empresa de seguros de salud en Santiago de Chile.