La sorpresa

Edgar Smith
 
 
 

Tres semanas. Esta noche, a las 7:57, exactamente hará tres semanas. Hay un eco de su voz en su mente: “Voy a casa de Vivian, amor, y luego a la tuya. Te tengo una sorpresa. Solo un eco. Como una grabación que el tiempo y el desuso han corrompido. No es exactamente el timbre de su voz, sino una versión de la misma. Débil, agonizante. En los últimos tres días ha venido debatiendo si fueron esas sus palabras, como si eso fuera importante. “Voy a donde Vivian, y luego a tu casa, mi amor. Te tengo una sorpresa. Su voz había sonado alegre, promisoria. “¿A dónde te fuiste, Diana? Se lleva ambas manos a la cabeza, se pasa los dedos por el pelo. Las lágrimas comienzan así, como un ardor leve detrás de los ojos, un impulso sobrecogedor. Mira la hora. 7:48 p.m. Cuando a uno lo invaden a la vez la tristeza y la ira, una cosa amplia y asfixiante le recorre el cuerpo. Una cosa que amenaza con ahogarlo. La impotencia lo desarma; lo hace echarse hacia atrás. Se recuesta. El techo yace difuso y lejano. Vivian tiene cara de lince en sus recuerdos. Siempre creyó que Vivian odiaba a Diana, la envidiaba. Esa creencia ha sido confirmada desde el día de navidad, desde ese maldito día. O, mejor dicho, desde el día siguiente, cuando en lugar de preocuparse como todos los demás, insinuó que se había marchado con otro. Nunca había sentido rencor hacia nadie, pero Vivian se lo había ganado. “Diana siempre ha sido egoísta. Seguro se ha marchado y no se ha molestado en avisarnos. No sería la primera vez”. Si un ser humano pudiera ser venenoso, sería Vivian.

Sin embargo, aunque le duela, ya hacía días que había comenzado a darle cierto crédito a sus insinuaciones. La semana después de navidad, al ir a casa de los padres de Diana por unos libros, halló en su cuarto un pedazo de papel. Había un verso escrito en caligrafía.

—Ya no hay más sueño que mi rostro en tus senos/ya no hay más musa que verte dormir.

No estaba firmado. El padre de Diana había dicho que era su letra, pero Vivian dijo que no. La policía aparentemente no había visto el papel. Los padres de Diana no estuvieron a gusto con aquello, pero los había convencido de que era importante dar parte a la policía. Al principio se habían asustado: pudo haber tenido un accidente. Se llamaron unos a otros. Nadie había oído de ella desde más o menos la misma hora de la llamada a Damián. La preocupación había comenzado a la hora de la cena. Los regalos aguardaban, multitud de colores bajo un árbol de seis pies.

Piensa con pesar que a Diana le habría gustado su regalo. Aún está en el closet. Esperando. A veces fantasea que ha vuelto, que entra sigilosa y le sorprende. En sus fantasías, tiene el rostro iluminado y sus facciones son como las de ella, pero no son exactamente las de ella. La memoria es una cosa imperfecta, que progresivamente va degradándose. Lo sorprende sobre la cama, se le echa encima, lo besa. Él le pregunta dónde ha estado, pero prefiere reír y besarla. Ella solo sonríe, no dice nada. “¿A dónde te has ido? A veces no logra parar el llanto.

Dos noches antes, había recordado, llegó a la universidad y la halló en el teléfono. Colgó cuando lo vio. Se preguntó, confundido, con un nudo en la garganta, qué había significado aquello. ¿Acaso Diana estaría saliendo con otro hombre? Le asquea sentir lo que siente; pensarlo: era posible que Vivian tuviera razón después de todo. Dos años antes, Diana se había marchado. “A California”, le confesó su madre, llorando. “Se fue una mañana y no llamó hasta la semana siguiente. Dijo que estaba cansada de la rutina.

Algunas noches la rabia es casi incontrolable. Algunos días solo siente tristeza. Había soñado con darle un anillo este mismo año. La amaba. La ama. Lo sabe. Sale. Ya no le va bien en el trabajo. El jefe le ha concedido treguas, pero ya le están mirando mal. No se concentra. Es muy rápido. Tres semanas no es mucho tiempo. Sin embargo, por dentro siente que es demasiado tiempo. 7:57 p.m. Exactamente tres semanas.

Se despierta. Lo primero que nota es un olor extraño. Trata de imaginar qué puede ser, pero no lo reconoce. Es un mal olor. Sale hacia el trabajo. Hace frío. En el camino ve gente pasando a prisa. Algunas muchachas se parecen a Diana. Quizás no. Quizás es solo que cualquiera se la recuerda. Así es que se extraña. Uno tiene que hacer cosas en la vida, pero la mente se devuelve hacia quien no está. Por eso se sumerge en la música. El sargento le dijo que probablemente se había marchado. No le habían agradado las preguntas de los detectives. Querían saber si habían discutido, si la celaba, si sospechaba con quién podía haberse ido. La impotencia se sentía entonces como una montaña en su espalda. Ahora no hay impotencia, solo enojo. Las canciones parecen hablarle de ella, como si quien escribe y quien canta hubiesen acordado lastimarle. Ya ha empezado a resignarse. Yolanda, una prima de Diana, de California, contó a la familia que Diana le había enviado e-mails, un par de semanas antes de navidad, confesando que estaba confundida, que no sabía si estaba preparada para una relación seria. “Sí, así es Diana, es una irresponsable. En lugar de enfrentar la situación, se marcha sin decir nada. Vivian, su veneno esparcido. Les ha pedido que no hablen más del tema, que si Diana llama o regresa, que no le digan. Mira hacia afuera, la ciudad ya no es tan hermosa.

7:51 p.m. El tiempo sabe deshacer las cosas. El rostro de Diana no permanece en la memoria. Su voz es cada vez menos su voz. Más resonancia que sonido, más fantasía que recuerdo. “Voy a donde Vivian, mi amor, te tengo una sorpresa. Camina a la cocina. Ahí está ese mal olor. Piensa que las palabras han cambiado totalmente, solo recuerda con claridad lo de la sorpresa. “¿Era esta tu sorpresa? Mira a todos lados, como si pudiera ubicar a simple vista de dónde procede el mal aroma. Tiene que limpiar la casa. Se ha descuidado mucho. Suena el teléfono. Roberto. No tiene ganas de salir todavía. Sabe que le conviene, que estar encerrado no es aconsejable. Roberto le deja un mensaje: “Ya olvídate de esa mujer, hermano, vamos pa’ la calle, bitch. Sabe que tiene razón. Definitivamente el mal olor se ha intensificado. 7:57 p.m. Cuatro semanas. Damián se toma un trago y piensa que parece mucho más tiempo.

El avión aterriza sin contratiempos. Cancún es, desde el primer paso, todo lo prometido. Alguien le entrega un trago desde antes de recoger las maletas. Diana quería venir a Cancún. Sacude la cabeza. Roberto le ve la melancolía en la mirada y le dice que se olvide de todo eso, que han venido a divertirse. Se ríen. Unas muchachas los miran coquetas. Diana es así. Prefirió marcharse. La voz de Vivian le llega más clara que la de Diana. Cancún promete más de una aventura. Roberto le ha convencido. Le compró el pasaje; incluso habló con su jefe para que le diera los días. “Está bien, Bro, Vámonos para Cancún; bitch is gone anyways.

Roberto dice, “Shit! ¿Qué bajo es ese, loco?”, Damián asiente. “No sé, hace días que está así. Acaban de llegar de Cancún y, al entrar, la fetidez es insoportable. La gente del servicio de limpieza llega a los veinte minutos. El supervisor le asegura que lo más probable sea un animal muerto en algún lugar. “Yo no tengo animales. El supervisor le asegura que no hay de qué preocuparse. “Probably a squirrel or something. ¡We’ll leave the house clean as a palace, smelling Bu-eh-no! A Damián no le hace gracia el chiste. 7:55 p.m. Uno de los gringos llama al jefe, dice que el mal olor viene de la chimenea. “¡Bingo!” El supervisor exclama, algo más alegre de la cuenta. “We got it, Mr. Gómez. Damián piensa que Diana seguro estaría mandando a estos hombres a revisar aquí o allá. Roberto le pregunta, “Dime, ¿te llamó la rubia ya? La rubia es Verónica. La acaba de conocer en Cancún. Tuvieron sexo. Pensó muy poco en Diana en Cancún. Roberto tenía razón. “Bárbaro, acabamos de llegar. Se echan a reír. “Holy shit! What the fuck! Grita un gringo. Hay un estruendo, algunas cosas se caen. Damián y Roberto se miran. Damián entra a la sala seguido de su amigo y ve la expresión de horror en aquellos hombres. Inmediatamente mira al pie de la chimenea y grita antes de desmayarse. Diana está llena de gusanos, disfrazada de Santa Claus.

 
 

 
 
Toñín
 
 

Toñín lo decía todo el tiempo, que él andaba solo. Era un tipo peculiar, Toñín, que jamás conoció el rostro de la buenaventura y navegó siempre en un raro mar: el mar de la irónica libertad del que nunca ha poseído nada.

Recuerdo que se aparecía en casa de mami de un momento a otro. Nunca llamó a decir que iba; y cuando llegaba, en lugar de “entrar”, parecía “escurrirse” por la puerta, entre los viejos que discutían las carreras de caballos con mi abuelo, como un niño travieso o un fantasma recién aprendiendo a deambular entre los vivos.

Soñaba con un buen café negro y un pollito guisao; y, aunque gozaba de buen sentido del humor, tenía una carcajada discreta, como si le faltara un par de dientes.

Iba directo a la cocina y mami lo saludaba con cariño y pena (mami siempre le tuvo pena al pobre Toñín); y es que, la verdad, no era para menos. Toñín era largo y flaco. Uno lo veía y de inmediato vislumbraba un salta cocote. Tenía, bajo unas cejas que, de profusas, daban risa, unos ojos perfectamente redondos, que parecían no caber en sus cuencas y estar a punto de caerse. Muchas veces me parecieron al tris de estallar esos ojos de velorio y trasnoche.

Hasta donde llega mi memoria, nunca lo vi sin barba —y era aquella una barba no apta para gente con estómago delicado: rala, sucia, con más remolinos que en los Guayacanes y siempre a medio crecer, como si el hambre se la hubiera pasmado, igual que hizo con sus esperanzas. Tenía, además, lo que yo asumía entonces era una enfermedad en la cara: el área debajo de la barba, asomándose a las mejillas, parecía un terreno pedregoso, hoyado, una especie de sucursal de la luna, que nadie podría determinar si lo causó un fuego o un millar de termitas antropófagas. Este detalle le otorgaba una injusta semblanza de maldad que se acentuaba en sus esporádicos momentos de seriedad.

Es que, a pesar de la miseria que lo cobijó toda su vida, de haberse enamorado platónicamente dos veces, de no haber tenido ni una sola relación sentimental jamás, Toñín era un tipo de lo más jocoso.

En esos años de temprana adultez andaba yo sumergido aún en la fiebre inagotable del tablero (el juego de damas). En las tardes me sentaba en el mueble, tablero en regazo, a esperar tercios. Algunas tardes iba Ramón, al que le decía “maestro”, aunque hacía tiempo que ya no me ganaba una partida. Otras veces iba Ray, hijo de Ramón Lila, el mecánico, que también jugaba.

Cuando Toñín estaba de visita, después de hacer reír a mami con sus ocurrencias y de comerse lo que mami hubiera podido sacarle, venía a donde mí y me retaba a una mano. Ambos sabíamos que aquel era un espacio para la risa. Toñín hacía sus chistes y ocurrencias mientras agotaba sus rudimentarios conocimientos del juego de tablero. Siempre admiré su imaginación. Cuando, por ejemplo, yo le ponía un “gancho” en el juego, y él se daba cuenta, decía que era muy viejo para caer en “ganchito de muchacho”; o, “yo soy viejo, mijo, y lo viejo no caemos en gancho. Oye, yo soy tan viejo que, pa cuando inventaron la picazón, ya yo sabía pa qué eran las uñas”.

A Toñín le gustaba hacer chistes de “mamita”, su mamá. Mami le preguntaba por ella y él respondía, “ahí ta, de fea como siempre. Esa mamita no cambia. Feeaaaaaaa”; y hacía una mueca que mandaba a cualquiera al suelo a reírse. “Mamita, chacho, no cambia; yo no me explico por qué diosito la hizo tan fea a ella, Dios la guarde”. Risa. Risa. Risa. “Pero, imagínate, si yo soy viejo, ya tú sabes lo vieja que es mamita; chacho, pa cuando mamita nació, el arcoíris era a blanco y negro”.

La última vez que lo vi me dijo que le prestara cincuenta pesos, que me los devolvería la semana siguiente. Pensé que estaba bromeando porque, a pesar de sus carencias, le costaba trabajo a Toñín pedir dinero. Eso, y el hecho de que no lo volví a ver jamás, fueron las únicas cosas por las que recuerdo ese día.

Luego nos enteraríamos de que, una semana después, la noche de un jueves que pudo haber pasado desapercibido, volvía Toñín de la loma, arrastrando los pies entre el sembradío, cuando escuchó la voz de Bernardo Babeque, un indiecito caribe, más malo que cogerse lo ajeno, con quien ya en una ocasión había tenido un encontronazo. Babeque lo había hallado —la vez previa—maroteando en la finca de los Zapata, que él cuidaba con desmedido celo —como si esa gente le hubiera prometido parte de la herencia. A Bernardo no se le escapaba que Toñín era mayor, rondando los cincuenta años, y que él acababa de cumplir apenas veintisiete. Pero el buen Toñín era un muchacho grande, que no tenía mujer ni hijos ni empleo fijo, que picoteaba a veces en el ingenio Quisqueya o en la finca de Sergio Ruiz, y que se pasaba la mayoría del tiempo haciendo los mandados de su vieja y jugando pintintín en el colmado. Al parecer, especularía luego el pueblo, estas cosas le molestaban a Bernardo. Esa vez lo amenazó con una rama y Toñín, sabiéndose solos, le pidió perdón y le aseguró que no volvería a suceder. Bernardo era un hombre de campo, un hombre “hombre”. La cobardía descarada de Toñín lo enfureció aún más.

Ya se le iba encima cuando oyó la voz de Mónica, la hija mayor de los Zapata (por quien el indio caribe sentía mariposas y toda clase de alimañas en el estómago). Antes de que Bernardo pudiera decir cualquier cosa, Toñín se le paró en frente como un gallo de pelea y le dijo, “te vas a salvar por la señorita, mijo, que no se merece el espectáculo de tu sangre”; y por ahí arrancó, sin mirar atrás, muerto de la risa.

Esta vez Toñín se detuvo y el primer instinto fue esconderse, pero ya el brabucón, con sus molleros de Maciste y su voz de chicharra, le había echado el ojo. Bernardo venía con otro, un tal Duvergé, que tampoco pintaba buena cosa. “Hey, párateme ahí, papá. Así te quería jallá. ¿Qué tú buca en eta tierra?” Le preguntó, asegurándose de señalarlo con el machete.

Toñín lo decía siempre, que él andaba solo. Yo una vez le pregunté por qué y él muy serio me dijo:

“El que anda solo, pelea si quiere. Pero cuando hay testigos, hasta el más cobarde tiene que dárselas de guapo”.

 
 
 
Don Tato con final feliz
 
 

La primera vocación de Tato fue el hurto. Esto no se debió a ningún trauma o mal ejemplo. De hecho, su papá, don Diego, era un pilar de la comunidad: era dueño del único colmado en la zona y más honesto que Jesús cuando dudó en la cruz. Su mamá, Brunilda, fuera de tener el humor y aliento de Cerbero, era de conducta intachable. Tato no tenía hermanos ni primos ni nadie a quien achacarle culpa de su predisposición a las malas artes de cogerse lo ajeno. Como ya se dijo: fue su vocación.

Se tiene memoria de que lo primero que Tato se robaba eran unos dulces que hacía, para la venta, su mamá. Al menor descuido, Tato deslizaba con paciencia de técnico en televisores de tubo y radios toca casetes la pequeña puertecilla de cristal y, cual Rafles, sustraía el edulcorado botín. Algunas veces, dando tal vez de forma involuntaria indicios de que su fin no era el objeto como tal, sino el acto del hurto en sí, Tato olvidaba las suaves envolturas (con pedazos de dulce aún) en lugares del todo visibles.

Brunilda, cuya tolerancia para “lo mal hecho” no era compatible con la suma o la multiplicación, devenía en tromba terrestre y, articulando maleficios, dichos y amenazas de índole mágico realista, realizaba a cabalidad la acción que en barrios como el que estos personajes vivían se denominaba: “abimbar”.

Pero los golpes, las amenazas de mandarlo para el campo, los sermones de su papá, el monaguilleo, las misas insufribles (o los extraños momentos que, tras el catecismo, propiciaba el cura —cuando le pedía sobarle las pantorrillas en nombre del padre, el hijo y el espíritu santo, amén)— no fueron razones suficientes para que el buen Tato desistiera de sus afanes cleptomaníacos.

De hecho, la iglesia era uno de los lugares más atractivos para el aprendiz de Simón Templar. Minutos antes de la misa, durante el ajetreo de los preparativos de la ostia, el vino, las velas, las sotanas, los cirios y las copas de las que únicamente bebía el cura y que solo él fregaba, Tato desafiaba las probabilidades de que le echaran mano y se metía pedazos del cuerpo de Cristo en los bolsillos de sus veintiúnicos y se jondeaba consecutivos tragos de la sangre de la alianza nueva y eterna. Casi siempre, la gente notaba y aplaudía (hasta que se enteraron, claro) el hecho de que Tato fuera el alma de la misa, el más risueño y activo de los monaguillos de entonces. Lo del diezmo no se comprobó nunca. Hubo acusaciones por lo bajo, cuchicheo de alta gama, barbillas y ojos que con disimulo fungían como dedos señaladores. Pero, por supuesto, una cosa era robarse el sagrado cuerpo del hijo de Dios y otra, mucho más seria, robarse los chelitos del diezmo.

El día que Tato cumplió sus quince años, lo mandó Brunilda a freír tusas; es decir, lo botó del santo hogar, aún en contra de don Diego, que defendía a su muchacho con la espada de Damocles y la ceguera de las quinceañeras ante la viril y real labia.

Se ha rumorado siempre que el golpe final lo dio el robo del tanque de gas de la vivienda de doña Patria, en la 64. —Hecho que irremediablemente cavó una zanja insalvable entre aquellas dos señoras, que se conocían por, no menos, cuarenta años.

Otras malas lenguas dicen que el robo que impulsó a la madre a desterrarlo fue cuando Tato le llevó en siendo pinchos, rolos, maripositas, champús, y redecillas, todas, a la pobre Rosanna de su salón de belleza, ubicado estratégicamente entre el callejón de Vidal y un solar vacío y baldío, idóneo para la bebedera, el dominó y el ocasional descalabro del espinazo con un merengue o una salsa. Pero otros creemos que el verdadero catalizador fue el día que lo hallaron en la fonda de Margot, activo con dos docenas de rulos, un saco de arroz y doce libras de longaniza al hombro; y entre los tres hijos de esa mujer le dieron una salsa que fue la envidia del Gran Combo. Después se lo entregaron a un teniente que le decían Matute, y, bueno, Matute tenía una fama larga, negra y fea.

Lo cierto es que, desde ese día, el quinceañero ladroncillo se vio sin techo ni plato de comida seguros. Partió entonces con la frente en alto, con ese pendejísimo orgullo del que no tiene ni dónde caerse muerto. Iracundo, con la certeza y convicción de la total ignorancia, gritó a todo pulmón que, aunque no creyeran en él, él sería alguien en la vida. Así, funda de ropa al hombro, lo vio con lágrimas en los ojos el buen don Diego marchar con envidiable histrionismo por la calle de siempre, enrarecida ahora por aquella mala visión de su muchacho a la merced del destino.

De aquí en lo adelante, aunque nadie lo crea, la historia de Tato podría confundirse con la del mismo Jesús: nadie más supo de él hasta que un día volvió al barrio ya con treintaitrés tres años, flaco, barbudo y hablando de milagros.

Por supuesto, Milagros resultó ser su mujer, que estaba en su sexto mes de embarazo y cargaba con dos bultos y un niño, no mayor de siete, que llevaba ella amarrado a su cintura por una especie de grueso tirante: como un tierno animal de circo que solo demasiado tarde, al acercársele, se daba cuenta uno de que era salvaje.

Tato llegó con menos brío y menos manos. Contó su tragedia a los viejos que todavía no habían sido informados de su propio deceso y deambulaban por aquellas aceras como las ánimas que eran. Les dijo que había perdido la mano al enfrentar a tres atracadores que, a punta de puñal y filo de lengua mime, intentaban quitarle la cartera a su mujer.

“Me los comí vivos”, aseguró con dignidad; y agregó, “malditos ladrones del diablo”.

Uno o dos tígueres lo reconocieron y lo saludaron sin interés. Brunilda hacía años que había muerto y solo quedaba el viejo don Diego, completamente ciego ya, pero solamente medio sordo. Esto no le impidió reconocer, con júbilo, la voz de su hijo cuando este, de manera entrecortada lo llamó “papá” y le dio un abrazo que por poco lo manda a firmar con los Carmelitas de San Luis.

En menos de dos años, porque así son las cosas de la vida, cumplió Tato, el buen ladrón, la promesa que le hiciera aquella noche a su madre, de que un día sería alguien. Con ojo pelao, pendiente de los chamaquitos que trataban de robarse los víveres, y de sus dos muchachos, pasó el buen ladrón de Tato a ser don Tato el del colmado —aunque todo el mundo sabía que la que lo dirigía todo era Milagros.

De hecho, se rumoraba que fue ella la que le voló la mano de un machetazo un día que a Tato se le ocurrió arrebatarle la cartera.

Enfermera al fin, en el Morgan, ella misma lo montó en un motoconcho y de ahí (si usted cree que un hombre más allá de las nubes creó todo cuanto existe), entonces no va a tener problemas en creer que eso dos se enamoraron y vivieron felices para siempre.

 
 
 

Edgar Smith es un autor, editor y traductor dominicano. Ha publicado, entre otros, el libro de cuentos El palabrador (2013), y las novelas La inmortalidad del cangrejo (2015) y Gnuj & Alt (2017). Su trabajo ha sido recogido en diversas revistas y antologías. Organiza el evento anual Versos Estivales y dirige desde Nueva York la casa editorial Book & Smith.