Un día en José Ignacio

Paula Varsavsky
 
 
 

Mientras mi marido, mi hija y yo caminamos por una calle de ripio, vemos una casa gigantesca, blanca, de dos o tres plantas, depende del ángulo desde el que se la mire. Parece que hay una fiesta. Afuera dice Playa Vik en sobrias letras plateadas. Atrás, logro ver el mar calmo de la Playa Mansa. Tengo el recuerdo de haber estado en esa casa, quizá en algún cocktail al que me arrastró mi hermano. Nos asomamos, hay un techito blanco en medio del enorme parque con césped aterciopelado.

He visto esos toldos en casamientos judíos, incluso había uno igual en el último de mi hermano con una alemana protestante a quien logró convertir al judaísmo. Por dinero puede que se haga cualquier cosa y esto no era más que un detalle, o quizá ella solamente quiso complacerlo. “Alemanes de clase baja” afirmó mi tía, después de conocerlos. Ante mi asombro por su comentario descarnado, quedé petrificada y no llegué a preguntarle a qué se refería.

El primer matrimonio de mi hermano había sido con una argentina judía, pero ella odiaba la religión o cualquier símbolo que rozara al judaísmo. Cuestión que en su tercera boda él logró lo que quiso. No digamos casarse por Templo, porque los millonarios no se casan en ningún tipo de iglesia o templo sino que contratan a los religiosos para que vayan a casarlos a donde a ellos se les ocurre. Si Mahoma no va a la montaña, la montaña va a Mahoma.

“Podríamos entrar, si estuviéramos vestidos para la ocasión”, comento al pasar.

Es muy fácil colarse en estas fiestas. Los novios no conocen a la mayoría de los invitados, entonces nos podemos acercar a felicitarlos y sonreírles. Quizá hasta se nos caen unas lágrimas cuando brindamos. Comemos todas las delicias que aparezcan en las bandejas, tomamos vino blanco, tinto, champán. Vamos a la mesa de tragos, saludamos al DJ como si fuéramos sus amigos. También él va a creer que nos vio en una celebración anterior o que seremos futuros clientes.

“Una de estas fiestas por día y ya tenemos la comida para los veintiún días de vacaciones”, digo riéndome.

“Dale, hagámoslo ma”, afirma mi hija.

“Podría ser”, evalúa Mariano.

Nada como la aprobación de los íntimos, pienso, mientras nos vamos alejando del lugar.

Llegamos hasta donde está el auto, subimos. El auto es un elemento fundamental en José Ignacio. No soy de andar en auto en Buenos Aires, prefiero el subte: ahorro y no tengo que preocuparme por dónde estacionar. Pero aquí, claro, es imposible.

Pasamos por el supermercado Devoto, decidimos bajar. Está en el centro de José Ignacio, allí los habitués compran su comida y bebida para las pantagruélicas estadías en las que todo es una gran fiesta al son de música tecno. Me pregunto devotos de qué serán, ¿o será el apellido del dueño? De ninguna manera puede estar inspirado en Villa Devoto.

“Estoy comparando precios”, escucho que Mariano les dice a los uruguayos de los diversos mostradores de la frutería y verdulería.

“El tomate, ¿a cuánto está?”

“Noventa y cinco”.

“El triple que en el supermercado Ta-ta de San Carlos, a veinte kilómetros de aquí”, se indigna él.

“¿Las naranjas?”.

“Ochenta”.

“Compramos tres kilos por setenta y seis”, parece estar cantando el valecuatro en el truco.

Se desplaza hasta un cartel que dice Carnicería. Lo sigo.

“¿La colita de cuadril a cuánto está?”, insiste, a pesar de que no hay nadie al otro lado del mostrador. Quizá el alma de la vaca muerta, indignada ella también por el costo de sus vísceras, le dé la respuesta adecuada.

Este despliegue de precios inauditos corresponde a la pre-temporada de José Ignacio, sabemos que a partir del veintidós de diciembre se triplican. Mientras intento frenar a Mariano, me queda claro que tendremos que seguir viajando hasta San Carlos para hacer las compras allí.

Damos la vuelta para emprender el retorno a la chacra de mi hermano, después de nuestro primer día de playa. Pasamos por un local de ropa en una esquina, un sitio inmenso de madera grisácea, miro el deck con los mismos tablones puestos de otra forma. Se llama Magma. Hoy lo inauguran, aquí el despilfarro es para todos. Estacionamos. Nos unimos al festejo, hay una barra de tragos, cervezas artesanales, todo gratis. Entramos a uno de los tres locales que conforman la unidad. Veo unos hermosos zapatos con flecos marrón claro y azul, los doy vuelta para saber el precio, en una etiqueta escrita en lápiz dice mil cuatrocientos dólares. Casi lo mismo que nuestras vacaciones hasta con los pasajes del Ferry a Montevideo.

Hay grandes recipientes colmados de hielo con pequeñas botellas de bebidas sin alcohol. Tomo una de agua sin gas. De pronto llega una chica con una bandeja que rebalsa de platitos hondos con pescado, maracuyá y arroz. Nos acercamos rápido a probarlo, está riquísimo. La comida deslumbra incluso a los millonarios, a quienes seguramente les sobran los alimentos y los cocineros que se traen de distintas partes del mundo para pasar unos días en familia.

Porque eso de las vacaciones de dos o tres meses pertenece al pasado. Ahora hay que estar solo unos días at the right time at the right place. Nada de quedarse en José Ignacio más de un mes. O se corre el riesgo de pasar por carente de imaginación. De aquí corresponde ir a algún lugar exclusivo de la Patagonia, a Europa mejor en abril o mayo, cuando la gente que trabaja está un poco más ocupada y el clima mejora por allá. Viajes por Oriente, quizá visitar a algún hijo que se fue a vivir a Nueva Zelanda.

Nos movemos un poco —algo que no puedo llamar bailar— al son de la música del DJ que también se mueve, la cabeza para un lado y para el otro. Cada vez llega más gente, impecablemente vestidos, con atuendos tanto más caros que los que venden en este local, donde quizá se compren alguna remerita de mil dólares, pero nada más. La ropa, lo que se llama ropa, se compra en otros lados.

De pronto recuerdo las fiestas de año nuevo de Juanjo Almeira en la entrada de José Ignacio, aquellas a las que íbamos después de la cena de Año Nuevo en la chacra. Yo tendría entre veintidós y treinta años, hace ya dos décadas. Almeira llevaba decenas de modelos. Como si fueran animales feroces las soltaba por única vez en esa fiesta privada donde se las podía ver, pero no tocar. Las chicas más lindas del mundo, decía orgulloso. “Todas tienen que pasar por su cama”, había comentado alguien bajo el tronar de una música ensordecedora. A una de esas fiestas Juanjo llegó con una tal Mercedes, su bella de turno, su novia.

“No las dejan salir”, continuaron los susurros.

Las tienen encerradas, parece que compiten de maneras despiadadas entre ellas, en cuanto llegan a los treinta años caen en depresiones melancólicas”.

Sin embargo, las chicas de Almeira bailaban felices, no parecían estar al tanto de aquellos vaticinios.

Tengo la imagen de esa mañana, hace veintinueve años, en la que mi hermano y yo salimos en auto de Punta del Este y terminamos en un restaurante en el cual la especialidad era omelette de algas. Habíamos llegado a un pequeño pueblo de pescadores cuyo nombre era José Ignacio. Sin perder un minuto, mi hermano —que vivía en Nueva York y ya había ganado cientos de miles de dólares en el mercado inmobiliario— quiso comprar unas hectáreas por allí. “Este lugar tiene potencial”, afirmó.

Así fue: una década más tarde se instaló el jet-set internacional. Estuve a punto de comprar aquellas hectáreas junto con mi hermano con dinero que había heredado de nuestro padre; él trataba de convencerme de que compráramos juntos, como si fuéramos socios. Para mí era tanto dinero, para él tan poco. Le dije que sí y a último momento me eché atrás. Mi hermano se ofendió, no lo podía creer, pero yo me mantuve en mi postura. Era chica, no entendía demasiado ni por qué aceptaba o no. Solamente quería escribir. Había elegido ser pobre. Ahora entiendo que para él debía ser incomprensible que yo no me desviviera por su dinero, que no quisiera formar parte de sus empresas, que me dedicara a la literatura. Acaso le hería el orgullo.

Cuando se lo conté a Mariano me dijo que fue una gran equivocación. Le expliqué que aquella compra era solamente de seis hectáreas de monte pelado. Luego mi hermano compró diez más, las parquizó, construyó cinco casas, una pileta, una cancha de tenis, caballerizas, agrandó el lago. Argumenté que los lotes no son divisibles, que me hubiera convertido en un apéndice de mi hermano. No logré convencerlo.

Mientras recuerdo todo esto veo que estacionado al lado de la escalera que lleva a la puerta hay un auto diminuto, un Fiat 600 refaccionado a nuevo pintado con colores pastel. En las puertas dice Manchugo Helados Gourmet. Nos quedamos esperando a que repartan helados, queremos el postre. Van poniendo algunos helados de colores azul, magenta, amarillo y verdes con formas de corazones, circunferencias o rectángulos.

“Ah, son palitos”, dice mi hija frustrada.

“Bueno, quizá igual son ricos”, le contesto.

Emprendemos la vuelta a la chacra, el helado me resulta espantoso, al ver un cesto de basura le pido a Mariano que frenemos, lo tiro. Pasamos el Club Las olas, donde mi hermano es dueño de otra casa deslumbrante, esta es de piedra con grandes ventanales que dan al océano. Una de las diez casas que tiene en distintos lugares del mundo: arma hogares temporarios en Madrid, Miami o Nueva York, vive viajando, acumulando empresas, formando nuevas familias.

Recuerdo que ese club fue creado por gente del Opus Dei. Pero aquí la religión no parece importar demasiado, los distintos credos conviven en armonía. Hay una sola religión, que todos profesan: el dinero. No hay hoteles cinco estrellas ni edificios inteligentes all included. Creen que todo eso es para nuevos ricos, para los advenedizos que soñaron con acceder a Punta. De acuerdo con los asiduos visitantes de esta zona, Punta del Este es un sitio de las generaciones anteriores, que alguna vez fue bello, allí veraneaban sus abuelos o bisabuelos.

Cuando llegamos a la chacra mi hija dice: “Lo salado estaba bueno, pero lo dulce horrible”. Pienso que es cierto, hasta para hacer buenos palitos de helado hay que tener cerebro y sensibilidad.

 
 

 
 

La partida
 
 

Estábamos sentados a una de las mesas de nuestro restaurante (un pequeño restó de comida italiana que habíamos creado entre los dos), terminando de cenar. Ya se habían ido los últimos clientes, los chicos que atendían y los cocineros. Conversábamos sobre el nuevo proveedor de bebidas sin alcohol. De pronto Leandro bajó la cabeza, se la tomó con las manos. Creí que reflexionaba o que quizá se sentiría apesadumbrado. Para mi sorpresa se reincorporó en seguida. Se sentó con la espalda derecha, levantó la cabeza y me miró fijamente. Sus ojos marrones se volvieron negros:

—Dame la chequera, la tarjeta de crédito y la Banelco —ordenó.

Permanecí quieta, sin contestar.

—Dame lo que te dije o te cago a piñas —insistió.

Evalué la posibilidad de hacerme la que no había escuchado. Pensé en Azul, en mi próximo viaje a Alemania, en proteger mi cuerpo.

Lo volvió a repetir. Corrió su silla para atrás haciendo ruido, salió disparado, lo seguí. Subimos por la escalera caracol hasta la oficina, abrió mis cajones con brutalidad. Los revolvió hasta que encontró la chequera.

—A partir de ahora, la plata la manejo yo —sentenció.

Saqué con rapidez la billetera de mi bolso, le entregué mi tarjeta de crédito, la que pensaba llevarme al viaje de diez días a un seminario de traducción literaria. Me había invitado el Instituto Goethe. Lo estaba preparando desde hacía cuatro meses. En menos de una semana saldría para Frankfurt. Me pagaban el pasaje, la estadía y la comida. Además, al llegar a Heidelberg, me entregarían el dinero de bolsillo.

—Dame la Banelco —escuché.

—Pero tenemos que pagar las cuentas, necesito retirar plata.

Seguía abriendo cajones, golpeándolos con más ímpetu, se puso a revolver los papeles que estaban sobre el escritorio. Corrió el sillón de una patada. Yo permanecía inmóvil.

Supe que no iba a parar hasta obtener lo que buscaba. Tomé nuevamente el bolso, que daba vueltas sobre la sillón giratorio. Le extendí la Banelco, la última tarjeta que me quedaba.

Al día siguiente me obligó a que hiciera una lista de nuestros gastos fijos. Él no los sabía. Decidió que del dinero que ganábamos con el restaurante no saldrían más los fondos ni para mis consultas médicas ni para mis clases de natación, pero sí sus gastos personales.

—Tus cosas te las pagás con el alquiler del local de Serrano.

Lo acepté. Ese local era mío, lo había heredado después de la muerte de mamá a mis dieciocho años. Me pareció que no estaba tan mal, al menos saldaría a término. A partir de ahora cada consumo necesitaría una justificación, escuché que decía. Como si él no tuviera nada que ver, como si no viviera en la misma casa, como si no se tratara de sus gastos también. Me instó a que redujera el presupuesto mensual, él no iba a darme tanto dinero. Le pregunté cómo, qué suprimir. No contestó.

—Voy a pasar dos mil pesos todos los meses a una caja de ahorros, con eso te tiene que alcanzar. Escribí los cheques que yo los firmo.

Obedecí. Le expliqué que ese mes había que pagarle el aguinaldo a la mucama. Ignoró mi comentario.

—Quiero que te salgas de las cuentas del banco. Andá y firmá, borrate de esas cuentas —me ordenó.

De algún lado conseguí fuerzas para responderle que no, se me ocurrió decirle que era un lío, quizá había que cerrar la cuenta, y abrir otra, pareció creerme.

El jueves por la noche se fue de viaje a Jujuy. Años antes, me descomponía cuando me amenazaba con irse, con no quererme más, o cuando apenas llegaba un poco más tarde de lo acordado. Ahora, su ausencia comenzaba a semejarse a un placer. ¿Cuándo se habría producido ese cambio?

El viernes pasé a buscarlo por aeroparque. Apenas entró al auto me dijo:

—Voy a aumentar el alquiler del local de Serrano. Quizá necesite dinero para cambiar el coche. Además, quiero saber por qué los inquilinos no arreglaron la pared que da a la medianera.

Yo estaba al tanto del tema de las humedades, lo administraba y me ocupaba del mantenimiento. Pero preferí no aclarárselo, temí su reacción, de repente parecía creer que mi local era suyo.

Después del mediodía fuimos juntos hasta ahí. Nos atendió el gerente, Leandro le dio de regalo una agenda que había traído de Jujuy, intuí que se la habría dado de obsequio alguno de nuestros proveedores. Sin más, le anunció que aumentaría el alquiler a partir del mes siguiente. El hombre asintió, agradeció la agenda con una sonrisa y comentó que ya que estábamos allí, nos daría de inmediato el monto de ese mes en efectivo. De ahí sacaría el dinero que llevaría a Alemania. No me importaba que fuera poco, de todas formas, sumado a lo que me dieran en Heidelberg me alcanzaría. Y como el seminario era intensivo, no tendría demasiado tiempo para hacer compras, me consolé. Cuando salimos, le pregunté si quería que le trajera algo de Alemania. Leandro se quedó pensativo.

El sábado a la mañana pasaba caminando con Azul por un cajero Banelco, cuando ella, con sus dos años y medio, levantó el dedito hacia la puerta. Habíamos entrado juntas varias veces, en otras oportunidades a Azul le gustaba apretar los botones.

—Vamos mami —me dijo tironeándome del brazo.

—Esta vez no, linda, estamos apuradas —le contesté.

En cuanto llegamos a casa, Leandro me dijo:

Puede ser que venda el auto cuando vos no estás, así que necesito que vayas a lo del escribano y me hagas un poder.

Desde hacía meses venía anunciando que cambiaría el Fiat que yo había comprado con dinero de mi herencia. Pero para Leandro, el auto era suyo. Si yo quería usarlo debía pedírselo prestado. Pensé en la interminable cantidad de tareas que tenía para el lunes siguiente, el único día hábil que me quedaba en Buenos Aires antes de irme al seminario. Decidí que no lo haría, pero preferí mantenerme en silencio.

El domingo fuimos a almorzar con unos amigos. Ellos tenían dos hijos. Escucharon nuestro relato acerca de mi viaje. Nos dijeron que se notaba que el clima entre nosotros estaba insoportable. Le preguntaron a Leandro cómo se sentía respecto de mi viaje, pero él empezó a hablar de un partido de tenis que iba a ver por televisión esa noche. Nos compadecieron a los dos.

—No te preocupes, cuando vuelvas, Leandro ya va a estar casado con Zoila —nos dijo el amigo de Leandro con una sonrisa.

Mientras volvíamos a casa, no podía dejar de pensar en ese chiste. La persona que trabajaba en casa no era una candidata para Leandro, pero me habían hablado de una posible pérdida de mi lugar y eso me inquietó.

Después de que llevé a Azul a dormir, estuve armando una lista de comidas que le daría a Zoila para que las preparara durante mi ausencia. Se la di el lunes a la mañana. A la tardecita, Zoila me comentó que el “señor Leandro” le había dado órdenes de que no hiciera ninguno de los platos de la lista: había ido al médico y, por el colesterol, le había cambiado la dieta.

Esa noche le propuse que contratáramos a alguien para que lo ayudara con Azul el fin de semana que yo estaría afuera. Por suerte es uno solo, había pensado miles de veces. No quiso. También se opuso a que combinara con mi hermana para que viniera a jugar con su sobrina. Me contestó que, si mi hermana quería ver a Azul, tendría que pedírselo a él.

Cuando me fui a dormir no paraba de llorar: pasaría demasiado tiempo sin ver a Azul. Pero no era este el único motivo de angustia, hacía meses que yo mojaba la almohada con las lágrimas, sin hacer ruido, para que Leandro no se despertara.

A la mañana siguiente fui a la clase de natación, ahí también se me caían las lágrimas, me esforzaba para que no se notara o que pareciera que se trataba de una irritación por el cloro. Pero terminé contándole mis dilemas a la profesora. Me aconsejó que me fuera igual, pasara lo que pasara. Agregó que cuando una madre se va de viaje, suelen ponerse todos en contra. Ella lo sabía, tenía cuatro hijos.

—“Son diez días”, me repetía a mí misma como un mantra.

Intentaba calmarme con eso. Me iba un martes, volvería no ese sábado sino el siguiente. No vería a mi hija por diez días.

Había arreglado con un remís para que me llevara a Ezeiza. Prefería ir sola, despedirme de Azul en casa. A último momento, Leandro quiso llevarme al aeropuerto. Accedí, aunque tuve la sospecha de que hubiera sido mejor decirle que no. Fuimos los tres, apenas hablábamos. Durante el trayecto en auto, abrió su billetera, sacó mi tarjeta de crédito y me la devolvió. Estuve por decirle que me diera las dos o ninguna. Sin embargo, la tomé en forma automática, creyendo que evitaba mayores tensiones.

Me largué a llorar al despedirme de Azul, la alcé en mis brazos.

—Y, si vos llorás… —dijo Leandro.

Lo miré de reojo, se me seguían cayendo las lágrimas. Ya en el avión, dejé de sollozar. Cuando despegó, empecé a sentirme aliviada. Me pareció que la lejanía física de mi marido había sido una solución momentánea para mi tormento. Desde ese mismo instante, empecé a disfrutar del viaje.

 
 
 

Paula Varsavsky es una autora y periodista argentina. Ha publicado las novelas Nadie alzaba la voz (1994) y El resto de su vida (2007), el libro de cuentos La libertad de los huérfanos (2015) y el libro de conversaciones Las mil caras del autor (2016). Colabora con revistas literarias y la prensa internacional. Parte de su obra ha sido traducida al inglés y al francés. Reside en Buenos Aires.