La voz de mi padre y otros poemas

Violeta Orozco
 
 
 

La voz de mi padre

 
 

La voz es la mitad de la presencia.

 

Por cinco años,

los más solos,

lo único que tuve de mi padre

fue su voz

en un tiempo en el que ambos

comenzábamos a sospechar

de nuestros cuerpos desgastados.

La cáscara de las cosas

se descarapelaba, los dientes

se nos comenzaban a caer

extrañamente

como si el cuerpo

estuviera fuera de concierto,

Las células empezaban

a hacer cosas extrañas,

atacarse unas a otras,

reproducirse furiosamente

como si tuvieran miedo de morir

ese verano.

 

La voz es la mitad de la presencia.

Con ella nos acompañábamos

a lo largo de dos países gigantescos

como si la voz

fuera

nuestra única ancla

al país

que habíamos compartido

durante veintisiete años.

Y nunca me di cuenta

que poco a poco

la playa de cangrejos transparentes

se iba cerrando como una gran cortina

y los hoteles se reproducían furiosamente

a la orilla del agua

y a la casa de mi abuelo

se le iban adelgazando los huesos

como un coral amenazado.

Y mi abuelo iba perdiendo

la poca lucidez que había ganado.

Para nosotros el mar niño

era incapaz de envejecernos,

Nadie podría

tapar su horizonte con un edificio

Jugaríamos siempre

a ver el otro lado de la costa,

del estado, del país, del continente, de la época

que siempre estaría ahí

Esperando.

 
 
 

La edad oscura

 
 

Todo cuerpo pasa, es cierto

por su edad oscura

como si fuera un país

en época de guerra,

una estación que se eriza

para recibir el frío

un árbol que arroja sus hojas

para no morir de hambre.

En este momento

estoy tan lejos de mí misma

que no recuerdo

el idioma en que me hablo.

Tal vez esta sea

la noche de San Juan

la tenebrosa, la célebre

noche oscura del alma

donde no me alcanzan

ni los sonidos ni los silencios.

Afuera las tormentas rompen árboles

escalan muros

como gatos aventándose

desde el piso más alto

el cerro más hosco.

Y desaparecen el hambre y el sueño

la noche se hace más larga

los días son como batallas

en donde el sol apenas se atreve

a asomar el rabillo del ojo, paralizado

de ver el reino de la noche

subir como una marea necrosada

y se deja absorber por el cuerpo líquido y viscoso

mientras su voluntad se anestesia lentamente.

Esta es la estación insomne.

Como si respirar fuera una costumbre transitoria

un hábito exótico de los ricos

un lujo de los que no tienen muertos

que velar,

culpas que purgar.

Danos, padre compasivo

la amnesia nuestra de cada día.

Y sé que a estas horas solo duermen

los que no están aterrados

y tienen fortalezas medievales, búnkeres y muros

donde la nieve se evapora

apenas toca la piedra,

el viento se rompe

como un puño débil que se estrella

contra un enemigo invisible

y el sueño araña como un gato

resbalándose de una barda

rompiendo

La delgada membrana de las cosas.

 
 
 

Deuda pagada

 
 

Hace tiempo
que yo dejé tu casa
que era entonces la mía.
Si supieras que siempre quise irme
si supieras
que siempre quise quedarme.
Me pregunto
si sientes tú lo mismo,
si el columpio
dejó de crecer en tu jardín
No reconozco
las paredes que se encogen tras la yedra
la araucaria gigante tapando el cielo que plantaste
el mismo día en que nací envejecida,

mirando

el camino que se pierde
el hambre que se muda
de casa y de trabajo.
Medianoche.
Alguno de los hijos no ha llegado,
madre Angustia aúlla.
No te preocupes, papá

ya vengo

Vengo

a podar el pasto,

vengo a recobrar el tiempo.

 
 
 

Caguama migrante

 
 

Porque yo ya no soy yo ni mi casa es ya mi casa
pero yo nunca fui yo, no me dejaban ser
Era, como la tortuga, una isla flotante
que lleva su continente en miniatura sobre la espalda.
Yo era el puente y la espalda apuñalada
la tortuga arrancada de su concha
era el puente y la ciudad enferma
arriba del océano de plomo
en el barrio Boricua de Bushwick
Nosotras mismas éramos
lo más sólido que teníamos
sobre la tierra, quiero decir sobre el agua
porque vivíamos sobre el agua
todo ese tiempo.
Nos burlábamos de todos aquellos
que creían en la dudosa
solidez del continente.
Terra firma, ciudades disecadas
como en un museo donde no pasan huracanes
la casa se mantiene en pie
sus intactos intestinos
agazapados bajo la concha.
Yo vine de una ciudad despojada de su lago,
todos mis edificios fundados sobre la cama de un río.
Ay, querida Tenochtitlan, majestuoso Texcoco
ustedes entendían mejor la solidez del agua
la sublime arquitectura de las acequias
y los canales. Sabían que sin el agua
se retirarían los anfibios
como la costa se retira de la playa
se disolvería el consejo de sabios
los ajolotes regresarían a las cavernas
las ranas hibernarían por mil años
debajo de la tierra, las tortugas cruzarían
fronteras líquidas y terrestres
atravesarían membranas sólidas
hacia otras dimensiones
adaptarían su cuerpo al agua salobre
atravesarían el océano de isla en isla
como la canoa del Kon Tiki.
Algunas se detendrían en las Antillas
Otras habrían de buscar archipiélagos
parecidos a su infancia
fragmentada entre ocho mundos
tres raíces cuatro herencias dos idiomas.
De las Filipinas a la Polinesia
allá del otro lado del sol
donde tu noche es mi día
donde fundaste tu casa de agua
fuera de tu patria, allá donde eras
más tú que contigo, donde yo al fin era yo
y mi casa al fin
era mi casa.

 
 

 
 

Cartas de un exilio temporal

 
 

I

 

Madre,

¿por qué hiciste mi mundo gigantesco?

Si no quise crecer tanto

salir de ti

como un anfibio principiante

Todo es desierto

desde que he dejado aquella agua

Nada me sacia,

Tú lo sabes. Me conoces.

Yo no quise pedirle más al mundo,

Pero es que este mundo es tan poco, madre,

Tan avaro

Y yo estoy tan hambrienta

 
 

II

 

Madre,

El mundo se ha hecho siniestro

se ensombrece el océano danzante

las gaviotas se tienden en la arena

a ver morir los barcos

en la negra niebla negra

el caracol que de niña me trajiste

está vacío.

¿para dónde se fue el canto,

para dónde?

 
 
 

III

 
 

Madre,

Aquí la tierra es gris en el invierno.

¿Sabías que hay pinos a la orilla de la playa?

qué incierto territorio voy abriendo

en este túnel ebrio y arbolado.

Yo no estuve esperando el infinito

quise hacer

mi mundo más pequeño

porque era grande, madre,

era tan grande.

 
 
 

IV

 

Madre,

te he mentido.

Te he mentido al decirte

que el océano era negro.

Pues bien,

no era negro.

Eran mis ojos orillados a la sombra

las crines de escarcha

deshaciéndose en el agua.

(De qué color, angustia,

di de qué madera?)

Madre.

Te he mentido.

Tú ya sabes por qué

yo te he mentido.

Estoy aquí frente a mí,

y no sé qué decir para que creas

que esta vez ya no te miento,

que ahora es distinto,

que nunca te he mentido.

 
 
 

La noche de la iguana

 
 

Puerto Vallarta, once de enero
el camino de piedra bajo los pies descalzos
la iguana podía salir de noche
no tenía depredadores naturales
la noche era suya para rondar libremente la bahía
buscando insectos que asomaran sus cabezas
en medio del silencio. En ese entonces el mar
aún no enrojecía. Esperaba como un cuerpo
la noche para amarlo
y absorbía toda la luz
como un hoyo negro
almacenaba la música
como una piedra que lima el agua
tan solo para tocarla
sus cuerdas pulsando el arco
en olas que esperan la luna
para esparcir la calma.
La iguana, agazapada, camina entre la arena.
Con la cabeza alzada
escucha al silencio estremecerse.
Esta es la playa donde fue a parar
Esta es la noche donde fue a quedarse.

 
 
 

Violeta Orozco es una autora y traductora mexicana. Ha publicado, entre otros, El cuarto de la luna (2020) y The Broken Woman Diaries (2022). Colabora con revistas como Great Weather for Media y A Gathering of the Tribes, y tiene una columna mensual en la revista Nueva York Poetry Review, donde traduce a poetas chicanas y latinas. Estudia un doctorado en lenguas romances y literatura creativa en la University of Cincinnati, ciudad donde reside.