Melocotón en almíbar

Saida Santana Mahmut

 

 

 

Cartel: Vicente Sanz de León

 

 

Este monólogo se estrenó en la VI edición del Festival SIT en Gran Canaria en 2018. Fue interpretado, entre otros espacios, en el Marilyn Monroe Theatre de Los Ángeles por la mítica actriz de la película Como agua para chocolate, Yareli Arizmendi, y codirigido por Saida Santana y Yareli Arizmendi los días 27,28, 29 y 30 de agosto del mismo año.

 
 

El texto está abierto a una puesta en escena que refleje las acotaciones, de modo realista, o bien hacer una representación más conceptual.

 

UNA MUJER SOLA HABLA CON ALGUIEN A QUIEN NO LLEGAMOS A DISTINGUIR O PODRÍA ESTAR HABLÁNDOLE AL ESPEJO O A UNA FOTO. SOLO ELLA ESTÁ ILUMINADA. HACE UN AMAGO DE LEVANTARSE PERO VUELVE A SENTARSE. DE ELLA SOLO VEMOS UNA PARTE DEL ROSTRO.
 

MUJER

 
¿Sorprendido?
 

MUJER SE TOCA LA PARTE DEL ROSTRO QUE NO VEMOS.

 

MUJER

 
Cuando venía para acá toda la calle me olía a melocotón en almíbar. ¿Te acuerdas? Ese olor impregnó nuestros años en la Residencia. Éramos adolescentes ¡Cuántas noches sin dormir! ¡Cuántas caricias! ¡Cuánto sexo! Y cuánto melocotón en almíbar para calmar la sed y el hambre… Cuando rociabas el jugo de la lata en mi barriga me sentía en pleno éxtasis. ¿Te acuerdas de Santa Teresa de Jesús? Aquella monja que tenía orgasmos con Dios. Yo creo que ella debía sentir por Dios lo mismo que yo sentía por ti. A veces creía que tanto deseo no era bueno, que nos estábamos volviendo un poco locos. Pero luego me chupeteabas toda y entonces dejaba de pensar y volvía a sentirme Santa Teresa.

Cómo son los recuerdos… Yo ahora casi siento el almíbar en mi barriga y todo me huele a melocotón maduro…

A eso me olía la iglesia el día que nos casamos… A almíbar me olía cualquier rincón a tu lado… nuestra vida, nuestras risas, nuestro amor…

Pero no he venido aquí a hacer una tesis sobre fruta madura. He venido…. No sé muy bien a lo que he venido. Solo sé que quería tenerte delante para poder recordar. Yo no quiero olvidar. Yo no puedo olvidar. Necesito recordar.

¿Te acuerdas cuando te salió aquel trabajo tan bueno llevando las cuentas de aquella empresa de automóviles? Estabas muy nervioso. Lo estabas pasando fatal, pobre. Tenías miedo, mucho miedo. Cada noche al llegar a casa, después de cenar, te acurrucabas en mi regazo y me pedías que te diera un poco del zumo de la lata de melocotón en almíbar. Yo creo que te hacía recordar nuestra época de estudiantes cuando no teníamos miedo a nada y eso nos hacía sentir poderosos y eternos. Lo bebías como un niño pequeño que saborea su leche mientras se va quedando dormidito. Y yo aprovechaba para soñar que tú no eras tú, que tú eras mi bebé y que yo te cuidaba. Eras tan frágil y tan mío. En ese momento yo creo que sentía algo parecido a la posesión que tú sentías al penetrarme. Ese sentimiento de poseer al otro yo lo sentía cuando te hacías pequeño en mi regazo. Y quería que ese instante no acabara nunca…

A veces me levantaba para ir al baño y te sorprendía en el salón fumando a oscuras, como si fueras un búho. Algo pasaba por tu cabeza pero yo no sabía qué era. Nunca compartiste tus secretos…

¿Te duele? ¿te duele verlo? Lo siento. A mí ya no me duele.

¿Sabes una cosa? Lo peor de todo es que esto no me hace mejor persona. Soy yo con mis mierdas y mis miserias, la de siempre, la buena y la mala, la egoísta, la cabrona, la que pica, la que ama, la que odia. No soy una santa y esto no me hace mejor persona…

Me he preguntado muchas veces cuál fue el primer día de mi otra vida. Sí, cuando pasamos de una vida almibarada a otra amarga como el vinagre… No sé, de pronto un día desapareció la banda sonora romántica y se impuso el silbido de la cafetera por las mañanas, el llanto de los niños, el ruido del motor del coche, el tráfico agobiante, el goteo de la ducha… el primer bofetón. ¿Cuándo me diste el primer bofetón? ¿No lo recuerdas?

Necesito saber cómo empezó todo porque si no recuerdo el principio no podré llegar al final. Quiero saber el día que empezó todo. Quiero recordar qué ropa llevaba, si tenía el pelo suelto o recogido, si habíamos hecho el amor la noche anterior, si me habías dicho “te amo” antes de dormir, si te había preparado el café, si te había acariciado, si me habías volcado el almíbar en mi ombligo o si ya se había acabado todo.

Doy vueltas a mi cabeza y no lo recuerdo. Necesito saber. Necesito recordar.

Pero imagino que tú tampoco lo sabes…

Quizás creer que hay un día que lo cambia todo es una manera de justificarte, ¿no crees? ¿Acaso tiene justificación una costilla rota, una quemadura en la mano? ¿Tiene justificación una mordedura, una contusión, un hematoma? ¿Ser yo de una determinada manera justifica que tú seas de otra? ¿Tenía que ser una santa para que eso no sucediera? Porque soy una mujer real y ni soy perfecta ni creo que deba serlo para que me respetes.

Sigo sin entender cómo pude seguir en esa cueva pensando que tú podías cambiar, cómo me dejé vivir en la eterna angustia de “a ver cuando va a saltar”, y no haberlo contado antes porque sabía que si lo contaba no había marcha atrás. Pero luego recordaba al niño pequeño que se acurrucaba en mi barriga y bebía el jugo de melocotón y yo misma te justificaba como quien esconde y protege a un hijo asesino. Y yo me convencía de que tú eras ese del sillón y no el otro, el de….

¿Sabes una cosa? A mí se me borraba todo una vez había pasado la tormenta. Después me entraba como una amnesia, como si no hubiera pasado nada, pero nada… y de pronto, ¡zas!, en el siguiente tortazo me venía todo de golpe, toda la puta memoria que se me había ido. Y mientras tu mano apretaba mi cuello o me tiraba del pelo yo me juraba “que no me iba a olvidar la próxima vez”, que no me iba a someter de nuevo a ese juego del olvido para justificarte, que no iba a seguir a tu lado ni un segundo más… Y una parte de mí quería que no se acabara el dolor para no volver a olvidar. Y entonces sentía culpa por ser masoquista y a la vez me sentía víctima. Víctima y verdugo por partida doble.

Deja de mirar. Te digo que ya no me duele.

Hay días que lo cambian todo y no sé por qué porque aparentemente no tienen nada de especial. El despertador suena a la misma hora, el sol sale por el mismo sitio, la cafetera se derrama por el mismo lado y los niños juegan con las tostadas como cada mañana. Pero a pesar de ser todo rutinariamente igual, algo sucede distinto, como un milagro, como una aparición divina. Aquel día tú habías llegado temprano. Yo había salido a comprar algunas cosas. Llegué a casa y estabas fumando en el salón como un búho con sus misterios. Me extrañó porque esa imagen la tenía asociada a los buenos tiempos. Y pensé que querrías acurrucarte en mi barriga y dejarte ser. Y yo disfrutaría de mi niño hecho un ovillo. Me acerqué a ti y sin apenas haber flexionado las rodillas para sentarme en el sofá tú saliste disparado como un resorte y me lanzaste el bofetón más violento que me habías dado nunca. ¿A cuento de qué? ¿qué pato estaba pagando yo esa vez? ¿a quién habías querido pegar y no te habías atrevido? ¿qué debías sentir en ese momento para hacer un acto tan injustificado? No quiero decir con eso que otras veces estuviera justificado. Nunca, me oyes, nunca la violencia está justificada.

Me quedé fría, petrificada. No entendía nada, de verdad. Tú me mirabas diferente. No hablabas esta vez. Yo desde el suelo te miraba pidiendo compasión, te pedía entre lágrimas que te calmaras, que quedara todo ahí, que no fuera a más.
 
 


 
 

Y de pronto dejé de oír. Ya no escuchaba nada. Ni siquiera a mí misma, así que dejé de hablar. Todo sucedía a cámara lenta. Me sentía como cuando te pones las gafas esas de realidad virtual, que ves los 360 grados como concentrados. Pero a la vez te veía a ti en gran angular y en plano contrapicado. Parecía todo una paranoia. Como si me hubiera tomado un tripi y entonces de pronto tu mano arrancó mi blusa de golpe y luego el sujetador. La cámara 360 se fue a la mierda y volví a oírlo todo, volvieron mis gritos, tu aliento, el sonido del ventilador, la cisterna que goteaba en el baño… todo. Me desnudaste a manotazo limpio. Y no sé ni cómo ni de donde de pronto tenías en la mano una lata de melocotón en almíbar abierta. Recuerdo perfectamente aún cómo caía el líquido sobre mi pecho y esa maldita mosca que se me posaba todo el rato… Recuerdo como restregabas el líquido por todo mi cuerpo, salvajemente, guarramente. Intenté darme la vuelta y zafarme. Todo estaba pegajoso. Tu mano seguía haciendo de las suyas, ajusticiando cada trozo de mi carne, martirizándome. Entonces no sé por qué pero otra vez el sonido desapareció. De nuevo todo quedaba en silencio y dejé de oír mi voz y el goteo del baño y el ventilador. Y tú volvías a estar a cámara lenta en contrapicado. Tu mano, enorme, se dirigía hacia mi cara con la lata de melocotón abierta. Recuerdo que tuve que cerrar los ojos para que no me cayeran los últimos restos. La lengüeta de la lata parecía una sierra. Cuando rozó mi rostro sentí que era puro hielo. Cuando rajó mi cara sentí fuego. Y entonces apareció de nuevo la memoria. Se desvaneció la amnesia y me prometí, como siempre, “no olvidar”. Pero esta vez era diferente. Esta vez habías dejado en mí una marca imposible de borrar.

Yo vine hoy aquí a recordar, a entender y… ¿sabes qué? No hay nada que entender. Cuando tu casa se incendia, ¿qué haces? Huyes, sales corriendo. No te quedas a contarte cuentos. Y esto es igual. Huyes o mueres.

Ahora sí sé a lo que he venido. He venido a decirte adiós.

 

 

 

Saida Santana Mahmut. Actriz y dramaturga española. Autora, directora e intérprete de las obras Poemas visuales, dentro, Melocotón en almíbar (premio monólogos SIT) y La Indiana (Ayuda creación texto teatral Comunidad de Madrid 2020), exhibidas entre otros en Centro Cultural Español de Miami, Instituto Cervantes de Nueva York, La Nacional y Hunter College, CUNY. Es Profesora de la Universidad Complutense de Madrid y Antonio de Nebrija.