Francisco “Paco” Rodríguez de León y la descolonización del discurso indigenista dominicano

Sophie Maríñez
 
 
 

Francisco Rodríguez de León. Foto de José Guichardo.

 

Francisco Rodríguez de León (Santo Domingo 1947-2020), a quien se conoció cariñosamente como Paco, fue por décadas profesor de estudios latinoamericanos en CUNY y, en 1999, director de la Casa de la Cultura Dominicana en Nueva York. Investigador riguroso y erudito, graduado de una maestría en historia latinoamericana de John Hopkins University, es autor del célebre estudio histórico Balaguer y Trujillo: entre la espada y la palabra (1996) y de El furioso merengue del norte: una historia de la comunidad dominicana en los Estados Unidos (1998), este último un trabajo pionero en los estudios sobre la diáspora dominicana. También publicó dos poemarios, Territorios (1985) y Los exiliados del sueño (1991) así como Ayer menos cuarto y otras crónicas de Pedro Mir (2000), una compilación de ensayos del laureado poeta y entrevistas entre ambos. Su novela Con flores a la reina (2002), poco entendida o apreciada en su momento por la crítica literaria dominicana, no podía ser más relevante para el mundo de hoy. Esta contribución para Enclave propone rescatarla del olvido para beneficio de las nuevas generaciones de lectores, estudiantes y activistas.

Verán los lectores que Con flores es, sin duda alguna y sin temor a exagerar, la más importante y contundente novela dominicana que se haya publicado en el último siglo sobre el tema de la conquista y colonización de los pueblos originarios en el Caribe. En ella se desmantela todo un edificio ideológico colonialista que, desde la llamada literatura indigenista dominicana del siglo diecinueve, especialmente Enriquillo, de Manuel de Jesús Galván, como ya han observado notables críticos literarios, se caracteriza por tropos de reconciliación con los colonizadores y la absurda idea de que la nación dominicana es el resultado de una feliz coexistencia entre colonizados y colonizadores. Con flores arrasa con esa ficción, enfocándose en la matanza de Jaragua perpetrada en 1503 por el gobernador Nicolás de Ovando contra decenas de caciques, incluyendo a la reina Anacaona. Al tratar ese tema, la novela engarza crímenes del pasado con los debates sobre derechos humanos, genocidios y crímenes contra la humanidad que comenzaban a surgir a finales de los años ochenta del siglo pasado.

Partícipe del movimiento que empezaba en esa década tanto en República Dominicana como en el resto del continente contra la conmemoración, en 1992, del V Centenario del llamado Descubrimiento, Rodríguez de León continúa la batalla descolonizadora en su novela. Allí imagina a un grupo ficticio, Operación Taína, que, en 2001, llega a España para pedir que se declare la matanza de Jaragua como genocidio y crimen contra la humanidad y que se haga una reparación simbólica. Escrita con extremo rigor científico y nutrida en fuentes de la época como las crónicas de Fernández de Oviedo, Bartolomé de las Casas, Ramón Pané y otros a quienes el autor maneja con destreza, la novela examina las convergencias del pasado con el presente y viceversa, abordando tres momentos históricos: (1) la llegada de los colonizadores a la isla que bautizaron como La Española en 1492, donde causaron la casi desaparición de sus habitantes, la matanza de Jaragua, el ahorcamiento de la reina Anacaona y la conversión de fray Bartolomé Las Casas de encomendero a Defensor de los indios; (2) 1992, año de la protesta general contra el V Centenario; y (3) 2001, cuando el grupo ficticio de Operación Taína viaja a España.

Con flores revela la profunda visión descolonizadora del autor. Las fuentes históricas de las que se empapa no le impiden sacar del silencio lo que no se dijo, lo que quinientos años más tarde nos preguntamos: cómo debieron sentirse o qué debieron pensar los pueblos originarios ante la llegada de estos conquistadores. Un narrador omnisciente nos presenta su punto de vista sobre esta gente tan hambrienta de todo —de oro, de tierra, de comida, de mujeres— a pesar de haber llegado con sus grandes embarcaciones, sus armas de fuego, sus caballos y sus mastines. El autor se imagina a los pueblos originarios asombrados por la incapacidad que mostraron estos nuevos aparecidos en cumplir la palabra prometida o reciprocar la hospitalidad inicialmente ofrecida durante el primer encuentro. Cito:

 

En cierto modo, los nativos veían a los cristianos con lástima. Nunca habían conocido hombres tan hambrientos y desposeídos en todos los sentidos. Parecían tener hambre todo el tiempo: de alimentos, oro, tierras, de mujeres y felicidad.

Pensando en lo que hacían con sus hermanos de otras comarcas, no alcanzaban a comprender cómo era posible que poseyendo animales poderosos, armas y vestimentas tremendas, canoas tan grandes y misteriosas que no necesitaban de remos para navegar, vinieran, sin embargo, de sus tierras lejanas a buscar cosas y a quitárselas por la fuerza; que fuesen tan pobres de carácter como para no respetar la palabra empeñada y que incluso atacaran, mataran y esclavizaran a quienes los acogían y les daban de comer y los acomodaban en sus bohíos y hamacas; a quienes les brindaban la hospitalidad de sus comarcas y cuyas mujeres se mostraban sexualmente tan generosas con ellos.

¿Por qué —se preguntaban— no podían los cristianos ser sus amigos, si ellos los trataban como a tales; hacer como ellos, que convivían con ciguayos y macorixes a pesar de que eran pequeñas minorías y tenían otra lengua, sin que se les ocurriese hacerles daño?

En medio de su indefensión y su miedo, de los trabajos y dolores que los tributos de los cristianos les causaban, se complacían en dar gracias a Yucahuguamá por haberles otorgado la enorme abundancia que antes disfrutaran en paz, previo a la llegada de los cristianos. Ahora que las cosas se tornaban negativas, que sufrían por los atropellos que les infligían, pedían ardientemente a sus dioses que los protegieran.

Los españoles, de su parte, se sorprendían secretamente de las costumbres de los nativos, de su aseo corporal, por ejemplo, viéndolos bañarse tres veces al día, y de la limpieza que reinaba en los humildes bohíos, cuyos pisos de tierra se veían impecables.

En vez de aceptar y admirar esas cualidades en aquellos a quienes tenían por salvajes, más bien parecía que aumentaran su disgusto hacia ellos, llevándolos a no desperdiciar ocasión de agredirlos de las más diversas maneras.

 

Lástima —un sentimiento generalmente atribuido a los que pueden darse el lujo de sentirlo por otros a quienes ven como víctimas o inferiores— surge aquí para mostrar la superioridad moral de los indígenas, quienes, por muy imperfectas que pudieran haber sido sus sociedades, jamás cayeron en esa carencia tan profunda, esa “desposesión” material, espiritual, sexual y sobre todo moral, que llevó a los europeos a cometer las atrocidades que cometieron para sustentar las sórdidas apetencias del llamado Occidente.

De los tres episodios históricos mencionados anteriormente, el tercero, ocurrido ficticiamente en 2001, constituye la trama principal y más original de la novela, pues los de Operación Taína (Raquel Amparo, Maritza Vélez y Javier Manzur) conquistan la simpatía y el apoyo de aliados españoles que les ayudan a lograr que el Parlamento les conceda unas “vistas públicas” o audiencia en la cual presentar su caso. Además de los matices filosóficos y la rigurosa investigación histórica que sostiene la novela, los debates que surgen durante estas vistas públicas constituyen una brillante estrategia para ventilar los argumentos a favor y en contra de la conquista, revelando cuán poco han cambiado los discursos colonialistas tanto en su contenido como en el nivel de convicción de sus defensores.

Otro aspecto muy atractivo de la novela es su carácter de roman à clef, nombres en clave con que se detectan a personajes de la política dominicana —presidentes jocosos, dictadores sangrientos y estimados artistas y músicos rebeldes— así como el famoso juez español Balthazar Garzón, conocido por su defensa de los derechos humanos y por perseguir o llevar a la justicia a connotados criminales como el dictador chileno Augusto Pinochet, generales argentinos y antiguos miembros del régimen franquista. Garzón aparece en la novela como el juez Fernando Garrido, quien ofrece su apoyo inmediato y contundente a los activistas dominicanos durante las vistas públicas. He seleccionado este episodio para este número de Enclave no solo por la manera en que Garrido engarza el pasado genocidio y ahorcamiento de la reina Anacaona con crímenes de odio perpetrado en aquellos años contra la comunidad inmigrante dominicana en España, como el asesinato, justamente en 1992, de Lucrecia Pérez, una inmigrante dominicana originaria de Vicente Noble, un pueblito cercano a Jaragua. También lo he escogido porque, tras Garrido presentar su argumento en el Parlamento, surge la noticia de que en la ciudad de Nueva York, se acaban de estrellar dos aviones contra las Torres Gemelas del Centro Mundial de Comercio, creando un pandemónium entre la población de Manhattan. Es esta una novela escrita en el momento de los hechos que abrieron una nueva era e hicieron recrudecer los discursos xenófobos que dominan el mundo de hoy. Para los lectores hispanos residentes en Nueva York y que vivimos el horror del 9/11, este episodio nos seguirá erizando los pelos no solo por la tragedia humana sino por las consecuencias que acarreó y sigue acarreando contra la humanidad.

En fin, los lectores se deleitarán con esta novela que, siguiendo el trayecto de una espiral, conecta actos y discursos que se repiten con variaciones a través del tiempo, mostrando cómo nuestro presente, plagado por violaciones de los derechos humanos, misoginia, racismo y discriminación, tuvo sus inicios hace ya más de quinientos años en la isla hoy compartida por Haití y la República Dominicana.

 

Nota: Algunas de las ideas presentadas en este artículo forman parte de un análisis más completo de la novela en Spirals in the Caribbean: Representing Violence in Haiti and the Dominican Republic (University of Pennsylvania Press, 2024).

 
 
Selección de Con flores a la reina

 
Con flores a la reina
 

Capítulo 27
 
De Anacaona a Lucrecia
 

El primer día de la segunda semana de las vistas, la sala donde se llevaban a cabo lucía al rojo vivo. Estaba anunciada la presencia del juez Garrido y todos los asientos estaban ocupados. Sin embargo, una llamada anónima indicando que en la sala había una bomba provocó la suspensión momentánea de los procedimientos, mientras la policía registraba el lugar. El juez Garrido, debidamente alertado, no se presentó esa mañana.

Una vez comprobado que se trataba de una falsa alarma, la Comisión Especial anunció que reanudaría los trabajos a la una de la tarde. Con la noticia de la amenaza se incrementó el interés por las vistas y muchos se quedaron con las ganas de entrar a la sección del público que estaba más colmada que nunca. Dos emisoras radiales comenzaron a trasmitir en vivo las sesiones y todo Madrid y buena parte de España parecía seguir las incidencias.

Faltando unos minutos para la hora de la apertura, un murmullo comenzó a tomar cuerpo a la entrada del recinto. Los camarógrafos y reporteros se lanzaron en esa dirección adivinando lo que sucedía. En efecto, el juez Garrido acababa de llegar y se disponía a entrar, no sin antes contestar algunas de las preguntas que le disparaban los reporteros.

Pocos minutos después hacían su aparición en el podio los cinco miembros de la Comisión, que rápidamente tomaron asiento, llamando su presidente al orden en la sala.

En ese momento, pudo por fin entrar Garrido, flanqueado por dos ayudantes y escoltado por agentes de seguridad judicial hasta la mesa de los testigos, deteniéndose por unos segundos a saludar a los dominicanos y a Javier, que estaban en la fila inmediatamente detrás de los asientos reservados a los expositores y se levantaron al verlo.

—Se deja abierta la cuarta sesión de las vistas parlamentarias que sobre el caso de Jaragua viene realizando esta comisión. Se solicita al expositor del día, el ciudadano Fernando Garrido, ponerse de pie y tomar el juramento de rigor.

Completado el juramento, volvió a hablar Murillo:

—El expositor puede empezar su intervención, para lo cual tiene una hora o algo más si fuese necesario.

—Gracias, señoría —dijo Garrido, ajustándose los lentes—, por esta invitación que nos han hecho para que expongamos ante este comité. Y empezó a leer el documento que escribiera para la ocasión, cuyo parte inicial decía:

Honorable señor presidente y miembros de la Comisión Especial, señoras y señores de la audiencia:

“Hemos traído por escrito lo que será nuestra breve exposición, porque entendemos que es muy poco lo que tenemos que agregar a lo expuesto por los que nos han precedido, desde el punto de vista histórico, y porque deseamos que cuanto digamos sea recogido sin ambigüedades.

“Si queremos ser consecuentes con los deseos que hemos consagrado en declaraciones y actitudes y forjado en nuevas instituciones, debemos llevar a cabo, aun en forma simbólica pero totalizante, un acto de desagravio a las víctimas de nuestras acciones injustas, cometidas en nombre, y por hombres, de nuestro Estado.

Como para justificar su intervención en el debate, llamó la atención sobre un aspecto que tocaba de cerca a la ciudadanía y comprometía a las autoridades:

“Pero hay en este episodio —leyó— otro lado que toca directamente a la parte española. Me refiero al hecho de que, entre los asesinados por las tropas españolas al mando del gobernador Ovando, hubo niños de padres españoles, si se tiene en cuenta que Francisco Roldán y sus seguidores, que llegaron a contar más de cien, se refugiaron en Jaragua durante los dos años de su revuelta, y al final de la misma quedaron viviendo allí por varios años más, precisamente hasta la llegada de Ovando cinco años después. Y está consignado en los textos de los cronistas de ese capítulo de la historia de la conquista americana, que dichos españoles tomaron mujeres indígenas y que el mismo gobernador Ovando los hizo casar con ellas para restarles poder legal ante la corona.

“Por esas razones, y por un deber de conciencia de nuestra parte, estamos en esta sala a fin de retomar en todas sus implicaciones jurídicas lo acontecido a una población a la que la reina de Castilla, Isabel la Católica, consideraba compuesta por súbditos suyos algunos hijos de españoles, víctimas de funcionarios del Estado español actuando al margen de las instrucciones recibidas hace justamente cinco siglos.

A mitad de su lectura, trajo a colación un hecho que enlazaba inesperadamente el pasado con el momento presente:

“Precisamente, señores parlamentarios, en estos días hemos pensado en Lucrecia, la inmigrante dominicana asesinada por una banda de xenófobos locales, entre los cuales había desafortunadamente un miembro de un organismo oficial.

“Como sabemos, pudo haber existido más de una víctima mortal en aquel atentado que iba dirigido tanto a ella como a sus acompañantes. Los pistoleros tenían el lugar marcado. Lo venían vigilando desde hacía meses y conocían la hora a la que llegaban los que allí descansaban. Sabían que eran inmigrantes caribeños.

“Pero España congregó lo mejor de su espíritu legendario en un minuto, que no era un simple minuto aislado, sino un minuto nacional compuesto de millones de segundos y de sentimientos en el que se detuvieron todas las fábricas y las oficinas con todos sus gerentes y obreros y oficinistas en señal de duelo y de protesta, de solidaridad con los inmigrantes.

“Afortunadamente, hoy los culpables están pagando su crimen de acuerdo a lo determinado por la justicia.

“Somos de los que piensan que es aconsejable castigar los crímenes pasados cuando ya son historia y, por tanto, posesión de toda la humanidad. De esa manera, aprendemos a respetar la dignidad de los demás aun cuando ya están muertos, que es la forma más genuina de demostrar ese respeto. De esa manera, podemos evitar los crímenes presentes porque estaremos enviando el mensaje moral potentísimo a quienes tengan inclinaciones criminales de que, si castigamos los crímenes de hace quinientos años, ¡cómo dejaremos sin castigar a los del presente!

“Y hemos pensado en Lucrecia porque, al igual que Anacaona y su pueblo, y por una de esas convergencias de la vida, ella también procedía de una localidad en el sur de la República Dominicana, exactamente dentro de la jurisdicción del antiguo territorio de Jaragua.

“Lucrecia era de Vicente Noble, un pueblito a escasos kilómetros de la capital del reino de Anacaona. De Vicente Noble han emigrado centenares de mujeres jóvenes y de mediana edad. Es un pueblo casi sin mujeres. Buena parte de ellas ha venido a Europa. Aquí a España. Han venido a trabajar, algunas en un oficio estigmatizado. Lo hacen para enviar dinero a sus padres y a sus hijos, para construir una casa con la esperanza de regresar en pocos años. Como todos los inmigrantes. Como hicimos nosotros los españoles en América, empezando, precisamente, por la Española o isla de Santo Domingo.

En otro segmento de su lectura, tocó el juez un punto candente del acontecer local:

“Los españoles, junto a los italianos fuimos los inmigrantes por excelencia en cada uno de los países de América. ¿En cuál de ellos se nos cerró la puerta? ¿De cuál se nos arrojó, a excepción del personal militar o político en el período de las guerras de su independencia? ¿En cuál no hemos progresado? Ciertamente por nuestro trabajo, pero indudablemente también porque nos permitieron disfrutar de todas las oportunidades de los nativos, a veces hasta de más oportunidades que las que tenían los propios nativos.

“Nosotros, acá, ¿hemos reciprocado?¿No nos burlamos de ellos, los asiduos de Aravaca? Cuán pronto hemos olvidado que los nuestros llegaban también así a América, sin un sitio bajo techo donde socializar, congregándose con otros compatriotas en parques y en establecimientos públicos hasta hacer amigos y tener una cierta vida social.

“Si los encontramos atrasados para nuestros estándares, ¿quién creó las condiciones primeras en aquellos territorios para que la gente malpasara?

“Por todas esas cosas he recordado a Lucrecia y por todo ello he venido a pedir justicia histórica”.

La intervención de Garrido fue seguida de las usuales preguntas de los miembros de la Comisión. Como de costumbre, digno de consignar fue el intercambio suscitado entre el legislador conservador Martínez y el deponente, en especial cuando el primero le preguntara:

—¿No cree usted, magistrado, que, siendo un juez nacional, y, por tanto, un funcionario oficial, le hace un flaco servicio al Estado español con sus declaraciones?

—El deber de un testigo público es decir la verdad, como la entiende su conciencia, más aún si es funcionario público. Debo aclarar, sin embargo, que estoy aquí como un simple ciudadano, no en calidad de funcionario. Creo, a la vez, que le haría su señoría un mal servicio a la nación si no participara usted en este proceso con el objeto de buscar la verdad.

Ese último señalamiento produjo en seguida aplausos y comentarios en la sala, que pronto fueron silenciados por el mallete y la respectiva amonestación de Murillo y la respuesta del legislador:

—La diferencia es obvia, nuestra participación tiene un carácter exoficio y estamos aquí precisamente para defender el buen nombre del Estado.

—Con el debido respeto a su señoría, creo que equivoca la sustancia de estas vistas, según la percibo. Si de defender al Estado se trata, aquí se dilucida una acción execrable que se cometió, como han probado otros expositores anteriores, al margen de las instrucciones explícitas recibidas de parte de la reina Isabel. Al condenar esta abominable injusticia estamos enalteciendo a nuestro país. En todo caso, el Estado fue creado por la sociedad para que la protegiera y velara por su bienestar no al revés…

En ese preciso momento de la intervención del juez hubo movimientos y comentarios inusuales entre los del público. A la mesa directiva se acercó una funcionaria que secreteó algo a los oídos de Murillo. Muchos periodistas comenzaron a salir apresuradamente de la sala.

Pronto se supo la noticia que causó estupor en los presentes: dos aviones, a un intervalo de 18 minutos, se habían estrellado contra las Torres Gemelas del Centro Mundial de Comercio en Nueva York y se hablaba de miles de muertos. La televisión estaba pasando las escenas en vivo de los dos edificios en llamas y las tomas diferidas del segundo avión cuando se aproximaba a su objetivo y a poco lo impactaba, en lo que ya se tenía la certeza se trataba de atentados terroristas.

Al mismo tiempo, se podía presenciar el pandemónium que los ataques estaban produciendo entre la población de la aparte afectada de Manhattan. Miles de empleados que laboraban en los edificios afectados y en los vecinos corrían desesperados por las calles. Los carros de la policía, los vehículos de los bomberos y las ambulancias seguían llegando apresuradamente al sitio del siniestro.

Pasado el primer momento de conmoción, las vistas continuaron su curso, prosiguiendo el intercambio entre los miembros de la Comisión y el declarante.

A poco se supo la otra noticia: el Pentágono también acababa de ser impactado por otro avión de pasajeros y se daban cifras preliminares de varios centenares de muertos. Se hablaba de otro u otros aviones comerciales secuestrados que aparentemente se dirigían a atacar objetivos adicionales en Washington, casi seguramente la Casa Blanca y el Capitolio.

En ese instante, todas las cadenas televisivas de Estados Unidos y del mundo estaban difundiendo el drama que apenabas empezaba a desarrollarse. Se informó que el presidente estadounidense se encontraba en el sur del país y que el vicepresidente había sido transferido a un lugar de alta seguridad.

“No sabemos cuántos aviones más están volando en este instante hacia objetivos predeterminados. Se informa que otro vuelo comercial se acaba de estrellar en un campo de Pennsylvania y que su destino final pudo haber sido la Casa Blanca o el Capitolio”, decía el reportero de una de las cadenas norteamericanas, agregando ominosamente: “Se cree que la Fuerza Aérea tiene autorización de derribar cualquier avión que se aproxime al perímetro aéreo de Washington, aunque tal cosa no ha sido confirmada. Por otro lado, se afirma que el Fuerza Aérea Uno del presidente Bush ha aterrizado en Nebraska”.

Todavía las vistas continuaban cuando se difundió el desplome de la primera de las dos torres atacadas e incendiadas, que centenares de millones de televidentes alrededor del planeta pudieron presenciar, sin apenas creer lo que efectivamente estaban contemplando. Sobre todo, aquellos cuerpos arrojados o arrojándose por las ventanas del piso cien o cualquier otro, que, a esa altura, y en esas circunstancias, daba lo mismo.

Cinco décadas atrás, Orson Welles había jugado una mala pasada a los neoyorquinos y a los estadounidenses en general, al adaptar en su programa radial una versión de La guerra de los mundos, de H. G. Wells, en la que se anunciaba que en esos momentos la tierra estaba siendo invadida por naves marcianas. La ocurrencia lanzó la gente a la calle en un pánico desenfrenado que amenazó con crear el caos incontrolable de no haber aclarado el travieso productor radial que se trataba de una broma —hecho que lo lanzó, a su vez, al estrellato en Hollywood.

¿Cuántos no estarían rogando que se tratase de una broma similar, orquestada por traviesos cibernautas que se hubiesen apoderado de las ondas televisivas por medio de quién sabe qué tipo de programa capaz de crear una realidad virtual simulada?

Quienes pudiesen haber entretenido tales deseos debieron de seguir poseídos de esa esperanza todavía, y paradójicamente, una hora después al ver las imágenes de la segunda torre —gigante metálico herido de muerte por un rayo disolvente— cuando comenzaba a hundir entre sus hombros de acero la cabeza coronada en prolongada antena, y a seguidas, todo su cuerpo de King Kong reluciente colapsando en impecable línea recta descendente —tan de película de ciencia ficción como ya se había visto en todas las salas de cine, y en esas mismas pantallas, sucumbir al “Titanic”— con su emotiva carga humana y los millares de escritorios y computadores y teléfonos, todos evaporados o reducidos a polvo y a fragmentos ante la vista consternada, hipnotizada, incrédula de los televidentes, muchos de los cuales no salían de su asombro por lo que consideraban una tan bien lograda tomadura de pelo cibernética:

—¿Cómo habrán podido lograr esos efectos para que parezcan tan reales? —se decía el principal dramaturgo vivo norteamericano desde su habitación en París, sin comprender aún que una época acababa de morir ante los ojos del planeta y los propios suyos. Que aquello era el inicio del tan esperado Siglo Veintiuno y primero del Tercer Milenio.

En ese ambiente de aprensión se dieron por concluidas las labores del día, tras lo cual todos se dirigieron apresuradamente a sus casas o a otros sitios donde pudieran convertirse a través de la pantalla y del internet en ciudadanos testigos y participantes de la nueva era que tan espectacularmente se iniciaba.

 

 

 

Sophie Maríñez es profesora en BMCC (Departamento de Lenguas Modernas) y The Graduate Center (French, Africana Studies). Entre sus publicaciones se encuentra Spirals in the Caribbean: Representing Violence and Connection in Haiti and the Dominican Republic (Penn Press, 2024), ha recibido el apoyo de American Council Learned Societies, Mellon Foundation, y el National Endowment for the Humanities.