Deséenme un buen viaje: Memorias de una despedida (Capítulo I)

Gina Montaner
 
 
 

El regreso

 

Cuando al fin nos sentamos en el avión me golpeó un cansancio viejo, como si la fatiga de todos los tiempos hubiera esperado agazapada para instalarse por dentro. Era la conquista del estrés y los niveles de cortisol desatados en mi torrente sanguíneo. No tuve conciencia de ello en ese preciso momento. Eso llegaría más tarde, al cabo de los meses. Ahora solo era cuestión de conseguir embarcar. Cerrábamos una etapa para comenzar otra que, en realidad, era el principio del fin.

Rebobino antes de tomar el vuelo con destino Madrid. Era el mes de octubre de 2022. Miami, la “ciudad del sol”, estaba todavía bajo la temporada de huracanes que comienza en junio y concluye en noviembre. Unos días antes del viaje que nos llevaría de vuelta a la capital española se emitió un posible aviso de tormenta. Era lo que nos faltaba en la premura por clausurar una década de estancia en un lugar que, aunque querido, para mí fue siempre de paso. Temporal. También lo fue para mis padres, Linda y Carlos, cuyos inicios como exiliados cubanos al principio de la década de los sesenta fueron en Miami. Allí se establecieron conmigo, cuando yo aún era un bebé. Huidos de una revolución que tomaba la deriva de una dictadura. Dos adolescentes que se habían casado a los 16 años y ya tenían una hija antes de cumplir los 18. Eran prematuros en todo y los acontecimientos políticos precipitaron aún más su madurez temprana.

¿Cuántos jóvenes, antes de alcanzar la mayoría de edad, son presos políticos y acaban protagonizando una escapada de película para evadir los 20 años de condena que se cernían sobre mi padre después del triunfo del castrismo? A él entonces no lo conocía nadie. Era solo un muchacho precoz con ideales que apuntaban a un rechazo visceral a los totalitarismos de cualquier signo. A los 14 años y en medio de la conmoción política en el país, se había enamorado de mi madre, quien era unos meses mayor que él. Eran dos chiquillos, pero compartían una adultez que los llevó al matrimonio, a la paternidad y a las trincheras de una convulsa revuelta social. Al arribar a Miami, que ya se perfilaba como el epicentro de la diáspora cubana, se hicieron mayores de un momento a otro. Sobre aquella experiencia traumática que los definiría para siempre, los dos coincidían en que, su casamiento un 3 de diciembre de 1959 en la iglesia del Corpus Christi, situada en el residencial barrio de Miramar, no habría durado mucho en aquella Cuba republicana. Los problemas sociales eran abundantes, pero había esperanzas de recuperar la andadura democrática, a pesar del gobierno corrupto y despótico de Fulgencio Batista. Había surgido un movimiento revolucionario que prometía justicia social, enarbolado por Fidel Castro y sus hombres alzados.

Precisamente fue la sacudida política, ese terremoto de un sistema autoritario a otro que acabó por ser totalitario, lo que en gran medida sellaría el destino de mis padres. En su muy largo camino juntos, que comenzó en el hervor de la adolescencia y acumuló 65 años de pasión, complicidades desencuentros y una lealtad mutua a prueba de la erosión causada por la convivencia, fueron las adversidades que enfrentaron las que los unieron en un frente común. Hasta en eso desafiaron las estadísticas, los testimonios de parejas deshechas y los consejos de terapeutas matrimoniales a los que nunca acudieron. O al menos nunca nos lo dijeron. Habían crecido al unísono, pero hubo épocas —no se podía esperar otra cosa de quienes se enamoraron en la adolescencia, cuando todavía el cerebro es maleable por la neuroplasticidad— en las que el recorrido a dúo sufrió bifurcaciones en los cambios de la juventud a la plenitud. Cuando se casaron, en aquella iglesia, muy pocos de los presentes habrían apostado por la perdurabilidad de su enlace. Sin embargo, consiguieron llegar a la vejez a bordo del mismo barco a pesar de las borrascas que atravesaron. En su travesía en común siempre se habían amado con regocijo carnal. Eran de esos amantes que logran fundirse en una íntima hermandad que supera las inevitables desavenencias. Siempre ayudó el sentido del humor que reinó en nuestra casa. Mi padre era un gran conversador. Erudito, pero nunca pedante. Entretenido. Con una rara habilidad para trasmitir conocimientos sin la afectación avasalladora de tantos intelectuales. Linda, mi madre, halló en él al mejor de los compañeros para hacer placentera la rutina de lo cotidiano. Y Carlos encontró en Linda a una muchacha sorprendentemente madura (es la mayor de once hermanos) cuando la conoció en un baile de un popular club social habanero que acabó en espantada al explotar una bomba en plenas revueltas contra Batista.

En ese entonces los revolucionarios, que poco después bajarían triunfales de la Sierra Maestra, estaban a punto de cambiar el curso de la nación. También marcarían el futuro de mis padres. Aquella noche sintieron una poderosa atracción que duraría hasta el final y que bien podía ser fuente de inspiración para la literatura y el cine, aunque ambos no tuvieran conciencia de ello. Desde muy pronto bregaron con el trajín diario de la convivencia, los hijos, el desgaste de la relación y del propio reloj interior que se refleja en la fachada del cuerpo, ese armazón que sostiene el delicado mecanismo de nuestras mentes y sentimientos. Cuando Linda y Carlos se conocieron en aquella fiesta rodeados de chaperonas que pretendían contener a los incipientes enamorados, eran guapos, vitales, elásticos sobre la pista de baile al son de boleros. Correrían muchos años antes de que la vida y el propio desgaste físico pasaran factura. Pero ya el mapa genético de ambos estaba delineado. Mi madre envejecería conservando una belleza y una energía dignas de estudio. A mi padre, en cambio, lo sorprenderían a partir de los 60 síntomas que eran avisos de enfermedades crueles. Su sólido intelecto no bastaría. Pero eso no lo sabían en aquel primer encuentro y tampoco les habría importado el determinismo biológico imbuidos en esa otra revolución, la de las feromonas —el vehículo para indicar la compatibilidad sexual—, que se dispara en la adolescencia. Lo tangible era la descarga del deseo que traspasaba las enaguas del vestido de mi madre y burlaba la distancia prudencial que se exigía entonces en el baile apretado.

 

 

Desde aquella velada de 1959 apenas se separaron, salvo el tiempo que mi padre estuvo preso en un centro de detención para menores en las afueras de La Habana después de haber sido condenado por actividades “contrarrevolucionarias”. Gracias a la ayuda de un guardia consiguió huir y acabó asilado en la embajada de Honduras, donde permaneció unos meses junto a otros refugiados antes de que les facilitaran salvoconductos para salir del país. Mis padres no podían imaginar que sería en el destierro donde forjarían su vida en pareja. Irónicamente, la revolución que se consolidaba y que al principio los dos apoyaron como la inmensa mayoría de los cubanos, jugaría un papel fundamental en el pegamento de su unión y en la trayectoria de mi padre, hasta convertirse en un relevante adversario del régimen castrista. Los caminos más improbables a veces son el itinerario más acertado. Linda y Carlos tardarían unos años en ver Dos en la carretera, el famoso filme de Stanley Donen en el que un matrimonio, encarnado por Audrey Hepburn y Albert Finney, revive su historia de amor a lo largo de un accidentado recorrido en auto desde Londres hasta la Riviera francesa. Ningún trayecto, mucho menos el sentimental, se libra de los baches y desvíos. Mis padres no tenían nada que envidiarles a dos estrellas como Hepburn y Finney. Ellos también eran una pareja de cine. Su historia también había sido una de cine, de principio a fin.

En la mañana del 7 de octubre de 2022, por primera vez pensé que mi padre se aproximaba a su final mientras el piloto anunciaba que estábamos a punto de tocar tierra en el aeropuerto Adolfo Suárez de Madrid-Barajas. Fue en 2014 cuando pasó a llevar el nombre del ex presidente de Gobierno, fallecido ese mismo año. En la fecha de nuestro regreso, ya habían transcurrido 63 años desde que mis padres se habían casado. Casi cinco décadas desde los albores de la Transición a la democracia en España a partir de la muerte de Franco en noviembre de 1975. El joven matrimonio se había establecido poco antes en Madrid, conmigo y con Carlos, mi hermano menor, para iniciar una nueva etapa. Sin saberlo, seríamos testigos del estreno de la democracia después de 40 años de caudillaje militar. En ese momento no se esperaba que Adolfo Suárez, con distintos cargos en el periodo del tardofranquismo, acabaría siendo el gran facilitador de la Transición. Para mi padre sería uno de los grandes ejemplos a seguir en una Cuba futura. La que todavía soñaba.

Retornábamos después de una temporada en Estados Unidos que se había alargado por motivos profesionales. Suárez ya no vivía y sus últimos años los pasó encapsulado en la desmemoria del Alzheimer, pero su aporte a la democracia española como presidente del gobierno entre 1976- 1981 se estudia en los libros de historia.

Esa mañana, mi madre y yo desembarcamos del avión agarrando fuertemente a mi padre de cada brazo. A sus casi 80 años le costaba caminar. Su equilibrio era frágil. Habíamos llegado con el tiempo en contra, pero el mes de octubre en Madrid, con sus tardes que se estiran perezosas bajo el sol, tiene el efecto benéfico de adormecer la inevitabilidad del invierno.