Edgar Aguilar
El teatro de noche
A Virginia
Se volvió a ambos lados de la banqueta. Era una calle estrecha, aunque bien iluminada por el alumbrado público. Las altas ramas de una fila de árboles en los dos lados de las aceras aminoraban un poco el reflejo de la luz. La noche empezaba a enfriar. Miró un momento la cartelera que anunciaba la obra de teatro que se presentaba ese fin de semana, sobrepuesta a la pared en un rectángulo de madera. Siempre le habían parecido un poco extrañas las imágenes de los actores, incluso le causaban cierta sensación de temor. No sabía exactamente por qué: las expresiones exageradas de los rostros, las posiciones del cuerpo como en permanente contorsión, el grito o la risa contenidas…
Colocó un pie en el hueco de la reja, se impulsó hasta que logró sujetarse de los barrotes y se mantuvo firme en el extremo de la barda. Un barrote perpendicular a media altura le sirvió para apoyar su cuerpo largo y debilucho y ascender hasta lo alto de la reja y llegar sin dificultad a la puerta de entrada. Era una puerta de metal que no ofrecía ningún trabajo franquearla y pasar al otro lado. Sentado en el borde superior de la puerta, con las piernas abiertas en forma de compás, giró sobre sí mismo y poco a poco tanteó la chapa con uno de sus pies; esto le permitió sostenerse, y con la otra pierna aún en el aire y las manos aferradas al borde de la puerta, se dejó caer hasta tocar suelo firme.
El sonido fue apenas perceptible. La luz de las farolas iluminaba un angosto pasillo que comunicaba al teatro. A un costado se sucedían algunos arbustos, que daban al pasillo un aire apacible. Conocía bien el lugar. Incluso había tomado allí un breve curso de teatro poco antes de abandonar la escuela. El frío empezó a calarle los huesos, y solo llevaba su inseparable chaqueta azul a cuadros. Se frotó las manos, enlazó las palmas, las aproximó a la boca y sopló para calentarlas. Un vaho húmedo se suspendió en el aire. Su madre nunca sospechó lo que hacía cuando no llegaba a casa, porque al otro día le contaba que se había quedado a dormir en casa de un amigo. Y su madre siempre le creía, o al menos así le parecía a él pues no acostumbraba hacerle más preguntas. Pero ahora ya no vivía en casa. Ahora era un hombre libre, sin techo, que vivía en la calle, como un mendigo. No, como un mendigo no, porque siempre tendría un lugar donde dormir y pasar la noche.
Caminó unos pasos y llegó a la entrada del teatro, un espacio no muy grande, de puertas de cristal que se cerraban con una cadena superpuesta a las manijas. Pero él sabía bien que la cadena nunca permanecía con candado. Corrió la cadena sujetándola en una de las manijas, abrió una de las puertas y entró. La oscuridad era casi total, pero sus ojos poco a poco se habituaron a ella. Ese olor tan particular a madera, telas y muebles antiguos lo invadió de pronto. Había un pequeño recibidor con sillones y sillas recargados a la pared, en los que los asistentes aguardaban antes de pasar al foro donde se representaban las obras. En una pared, al fondo de un pasillo (a un costado estaba la puerta que daba al foro), había carteles de funciones pasadas y reconocimientos del grupo teatral. A él todo eso le parecía muy vago y remoto, como salido de una época en la cual no tenía la menor idea de lo que sucedía en el mundo. Recordó el cartel de La virgen loca, con un actor pintado el rostro de mujer y envuelto en sábanas blancas alzando la mano en señal admonitoria…
Giró a la izquierda y tomó un pasillo. El silencio y la penumbra daban una atmósfera enrarecida al espacio, aunque a él le creaba una extraña emoción. Llegó a una puerta de madera protegida por una reja de metal. Sacó de entre su chaqueta una llave alargada, de metal grueso, como de esas llaves que solían usar las abuelas para abrir y cerrar los viejos roperos de sus cuartos oscuros. La había visto tirada en la calle, una vez que caminaba en la noche sin rumbo fijo. La tomó y se la guardó en el bolsillo de la chaqueta. Pensó que encontrar una llave de esas características era algo especial, y que algún día le habría de servir. Y cuando al fin tuvo la oportunidad de constatarlo y probarla, aquella otra vez que había saltado la puerta de metal exterior e ingresado en el recinto como ahora, supo que su llave abriría la reja, pues era una reja un poco antigua, y la llave encajó sin problema en la cerradura, giró y el seguro fue destrabado. Por suerte, bastaba girar el pomo de la puerta de madera, que no tenía seguro, para penetrar en el cuarto de utilería.
Y la llave volvió a abrir sin dificultad en ese momento. Jaló la reja y abrió la puerta, que cerró tras de sí. Máscaras, capas, abrigos, sombreros, vestidos antiguos, alas de ángel, “pieles” de tigre y oso, mallas y todo tipo de vestimentas de épocas y lugares inconcebibles estaban colocados en muebles alrededor, visiblemente desordenados, inmóviles, como esperando solo a una señal para escenificar un drama o una comedia. Se hallaba también un grueso baúl en un extremo que contenía toda suerte de cachivaches: zapatos, partes de maniquíes de esponja, telas, aretes, collares, pelucas. Había, en una de las paredes, ventanales cubiertos por gruesas cortinas, de modo que la luz resultaba allí más escasa. El cuarto, de dimensiones regulares, estaba saturado, y en el piso no se podía colocar los pies sin tropezarse, pues entre cajas, ropa y zapatos desperdigados era casi imposible caminar.
Se sentía fatigado y hambriento. Había estado fuera todo el día, un rato en el parque, un rato en la biblioteca, otro rato en la antigua estación de trenes, pero la mayor parte del día caminando sin rumbo, solo a donde lo llevaran sus pies. Comió un poco de galletas con queso que compró en una tienda, pero eso fue al mediodía, y ahora el hambre le hacía pasar un mal rato. Adentro la habitación era acogedora, pero aun así su cuerpo delgaducho tiritaba a ratos de frío. Buscó un rincón donde tumbarse a dormir, y le pareció que junto al baúl era el sitio idóneo. Tomó algunos vestidos y “pieles” de tigre y oso y los extendió en el piso para que le sirvieran de base y soporte ante la dureza y frialdad de la loza. Un abrigo hizo de almohada y otros más cubrieron su cuerpo. Esperó solo un poco antes de que terminara por calentarse. Con el rostro boca arriba, miraba a su alrededor. Las máscaras, ora de diablos, ora de viejos y viejas, ora de seres grotescos, parecían mirarle con firmeza…
Cerró los ojos. Imaginó que estaba oculto en la cubierta de un barco, viajando como polizón, en donde la tripulación no había reparado en su presencia. Sabía que, si todo salía como lo había planeado, pronto estaría en una ciudad extranjera, tal vez algo exótica, lejos de su casa y de sus recuerdos… Y en caso de ser descubierto, hablaría con el capitán y le explicaría todo, él entendería… Y quizá hasta una hermosa mujer conocería en el trayecto. Ella lo salvaría y lo protegería y lo llevaría a vivir consigo. Y con toda seguridad se encargaría de financiar esa gran obra que escribiría y con la cual se granjearía el respeto de los demás… Y los aplausos del público no se harían esperar…
Empezaba a adormilarse cuando oyó a la distancia el sonido de una cadena. La cadena de entrada. Alguien intentaba desprenderla de la manija. Aguzó el oído y percibió que alguien parecía entrar. Se puso de pie de un salto y sintió que su corazón latía con fuerza. Oyó pasos en el recibidor. Advirtió también voces. Alguien había prendido la luz del recibidor, pues de entre la rendija de la puerta pudo ver el reflejo de la luz encendida. Pensó que lo mejor sería ocultarse entre los abrigos, colocarse quizá una máscara. Pero de pronto el miedo a ser descubierto lo paralizó. No recordaba si había jalado de nuevo la reja de la puerta, y rogó a todos los santos que lo hubiera hecho. Luego la luz del recibidor volvió a apagarse. Se acercó finalmente con paso trémulo a la puerta. Pudo distinguir la voz de dos hombres, y reconoció la de uno de ellos, un actor que había visto algunas veces en el escenario. Era una voz aguda y gangosa, como de alguien que ha hablado ya demasiado y solo le quedara un hilillo de voz. La otra voz era más firme, de alguien quizá un poco más joven, pero a esta no la reconoció. No comprendía lo que hablaban. Pero alcanzó a escuchar que el actor de la voz aguda y gangosa mencionaba que la función de esa noche había estado fatal, y que gracias al cielo era el fin de la temporada. El otro hombre únicamente parecía confirmar lo que el primero decía. Se los imaginó dando manotazos en el aire, sentados ahora en algún sillón del recibidor. Y por el sonido arrastrado de las palabras se dio cuenta de que estaban completamente ebrios. Esto lo tranquilizó en cierta manera…
Esperó unos minutos sentado encima de una caja de madera. Se había echado un abrigo a los hombros. Luego las voces se fueron haciendo menos audibles hasta que oyó que la cadena fue colocada otra vez en su sitio. El silencio fue completo de nuevo. Regresó a su lugar, se acomodó lo mejor que pudo y logró al fin calmarse. Agradeció a Dios y a todos los santos su buena fortuna. El sueño lo vencía. Pensó que tendría que salir antes de que amaneciera, cuando afuera aún estuviera oscuro. Pensó también que había tenido mucha suerte. Pensó que la llave lo había salvado. Pero que quizá no correría con la misma suerte en otra ocasión, por lo que esa sería su última incursión nocturna en el teatro. Quizá lo extrañaría. Era como un segundo hogar, no solo para descansar y dormir, sino por todo lo que involucraba estar allí. El teatro de noche para él solo. Para él solo. No más. Era preferible buscar otro sitio a ser descubierto. Se moriría de vergüenza. Luego se quedó dormido.

La sombra de Shiva
De repente le llegó el olor. Un olor como a petate quemado. Luego, risas. Risas entrecortadas de ella, como si estuviera hipando. Él reía como un hombre adulto —de voz grave—, con cierta urgencia por reír, como si se atragantara con su propia risa. Pero eran apenas unos jóvenes de 19 o 20 años.
Vivían en el primer piso, en el departamento “desocupado”, que, a decir verdad, ya no estaba desocupado, sino habitado por ellos. Él los oía desde su estudio, mientras escribía, en el piso de arriba. Habían llegado de buenas a primeras, y todos los inquilinos del edificio (que en realidad no eran muchos) pensaron que al fin se había rentado el departamento desocupado, pero se equivocaban.
Él había bajado una vez en la noche —el reloj marcaba las tres de la madrugada— luego de soportar una sesión maratónica de olor a mariguana, risas, gritos desaforados y persecuciones y golpeteos en el piso y en las paredes inferiores. Pensó que esto era ya demasiado. Se enfundó su chaqueta y descendió las escaleras. Tocó en la puerta del departamento del primer piso. Escuchó música por un instante: música electrónica, que sonaba frenéticamente. Las risas y los gritos y la música cesaron casi de inmediato, pero la puerta no se abrió. Se quedó un momento esperando. Decidió subir a su habitación y pudo al fin conciliar el sueño.
La chica era de piel blanca, muy blanca, y parecía siempre estar sonriendo. Sus ojos eran de un azul profundo, y su cabellera era rizada, de un tono castaño claro; bien podría pasar por una extranjera. El chico daba la impresión de ser de menor edad que ella; era también de pelo rizado, negro, llevaba siempre camisas sin mangas y usaba bermudas. Su cara tenía la expresión de un niño inocente, pero su forma de caminar —y de mirar— era siempre altanera.
Ninguno de los vecinos supo cómo llegaron o quién les había otorgado la llave. De pronto ya estaban instalados, llevando poco a poco sus cosas en pequeñas cajas de cartón. La chica, con su habitual sonrisa en los labios, saludaba amablemente con una vocecita en extremo tierna, a cualquier vecino o vecina que se encontrara enfrente; el chico sonreía socarronamente y anchaba el tórax y bamboleaba los brazos y el cuerpo al caminar de manera exagerada, como si fuera a sostener una pelea. Pasaba de largo y nunca se dirigía a nadie.
Los vecinos empezaron a preguntarse quiénes eran estos dos chicos y de dónde habían salido. Hablaron con el dueño del edificio. Se sorprendió cuando le contaron. Era un hombre de edad. Él mismo se presentó en el departamento pero fue demasiado tarde. Los chicos se las habían ingeniado para entrar al edificio y al departamento desocupado —de eso ya tenía algunos meses— y no estaban dispuestos a abandonarlo. Le dejaron muy claro al dueño —y a los mismos inquilinos del edificio— que tenían todo el derecho. Ella, la chica, afirmaba ser la nieta de la anterior inquilina, una anciana con demencia senil que pasó casi toda su vida en ese departamento y que solo fallecida habían podido sacarla de allí, por lo que ahora —aseguraba— ese departamento le correspondía.
Sin embargo, él parecía ser el más —o el único— afectado. Sus risas lo perturbaban. Y ese constante olor a petate quemado buena parte del día: a veces por la mañana muy temprano y por lo común en las noches, que se desprendía de una de las ventanas laterales del departamento de abajo, picándole la nariz y ocasionándole estornudos al subir y penetrar por la ventana que solía abrir y que daba a un pequeño balcón adornado con macetas y flores; y las risas, esas estúpidas risas todo el tiempo… Tenía la impresión de que no trabajaban ni estudiaban. ¿Qué hacían entonces?
Una vez decidió bajar. Era de noche. Se internó por el pasillo mal iluminado del fondo del edificio hasta llegar a la primera ventana del departamento del primer piso. Se asomó con precaución. En la semioscuridad, alcanzó a distinguir algunos muebles: una sala, un pequeño comedor, algunos libreros, todo anticuado y ruinoso. Los muebles de la vieja demente, pensó. Una cuerda se extendía de extremo a extremo de las paredes interiores con telas de distintos colores, como pequeños banderines, en los que pudo advertir la figura imperturbable y juvenil del dios Shiva, en posición de loto. Pasó a la siguiente ventana: las cortinas estaban cerradas. Había una planta marchita en una pequeña cubeta de aluminio sobre el borde de la ventana. Amarrados a los barrotes, pendían listones rojos y colgantes de ojos turcos. Se aproximó con cautela. Logró distinguir entre las cortinas el resplandor de algunas velas dispuestas en varios puntos de la habitación. Oyó la risa de la chica, como idiotizada, demente, y luego la risa de él, grave y siniestra. Hablaban a intervalos y luego reían. No llegaba a comprender de qué hablaban, pero tuvo la impresión de que intentaban invocar a alguien. Puso más atención; escuchaba ahora la voz de ella, una voz firme, autómata, que no tenía nada de ingenuidad: “¡Es él!, ¡es él!”, gritaba, y luego la voz cavernosa del chico: “¡Asuputamadre!, ¡asuputamadre!” Y sus risas descompuestas se combinaron en un desaforado frenesí… Subió aprisa a su departamento y no consiguió dormir.
Un penetrante olor a incienso y mariguana le llegó temprano por la mañana unos días después. Había puesto café en la cocina y se disponía a trabajar. Pensó que tendría que hablar con ellos. Aunque sabía que era inútil: estamos en nuestra casa, sería la típica respuesta. (El dueño, ante sus constantes quejas, argumentaba que ya estaba la demanda y que solo restaba esperar y tener paciencia para que se efectuara el desalojo, por lo que le aconsejaba no altercar con ellos para no dificultar más su salida). Fuera la que fuera la respuesta, hablaría con ellos. Terminaba por quedar mareado ante el olor nauseabundo combinado con incienso barato que solían colocar en la ventana y que ascendía en grises espirales para tratar de disimular el olor de la yerba.
Un día los vio en la entrada del edificio. Aunque tardó en reconocerlos. Cargaban algunos cactus en pequeñas macetas que llevaban en cajas de madera. Iban completamente rapados. No reparó en ellos ni ellos en apariencia repararon en él cuando se cruzaron. Era extraordinario el parecido físico que despertaban ambos ahora, y por un momento dudó quién era quién, pues iban vestidos iguales, de overoles de mezclilla sin playera. Se podría decir que eran unos auténticos granjeros. Pasaron junto a él por un estrecho pasillo y el chico alcanzó a golpearle el hombro. Fue solo un roce, pero había sido suficiente para sentir el contacto de su hombro en el suyo. ¿Habría sido intencionado?
Volvió a escuchar las risas esa noche. La misma risa de siempre: la de ella entrecortada, idiotizada, sardónica, y la de él cavernosa, perversa, agresiva. Se estremeció. Ya estaba en la cama. Se levantó y se dirigió a la cocina. Se sirvió un poco de agua fresca en un vaso. Regresó a su habitación y se colocó una chamarra. Luego volvió de nuevo a la cocina; tomó un cuchillo de un cajón y lo ocultó en el interior de su chamarra. Salió de su departamento y bajó las escaleras. Llegó a la puerta del departamento del primer piso. Oyó aún las risas, acompañadas ahora de gritos. Gritos eufóricos, verdaderos aullidos, como si los que estaban allí dentro estuvieran en trance o poseídos por algún espíritu o demonio. Tocó la puerta con la mano libre. Las risas y los gritos continuaron. Volvió a tocar, esta vez más fuerte. Las risas y los gritos cesaron. Silencio. De pronto le pareció escuchar unos pasos acercándose a la puerta. Las pisadas eran decididas. Aferró el mango del cuchillo oculto en la chamarra. Abrieron y por primera vez pudo ver de cerca la cara del chico: era un rostro infantil, cínico, pero que de alguna forma no se correspondía con su edad; estaba sudado y enrojecido. Portaba solo un bermudas, sin camisa. El chico lo miró despectivo, desafiante; él también lo miró, como tratando de descifrar algo que no lograba comprender, que se le escapaba por completo. Se quedaron observando un rato en silencio.
—–¿Quién es, amor? —oyó la voz de ella al fondo, en alguna habitación que él no alcanzaba a ver.
—El sujeto de arriba —respondió el chico volviéndose hacia donde había provenido la voz de la chica.
–¿Y qué quiere? —preguntó ella.
—No lo sé —respondió. ¿Qué quiere? —clavó su mirada en él.
Sin responder, intentaba ver algo que le diera una pista, un indicio al menos. Y lo vio al fin por encima del hombro del chico: una sombra pesada se deslizó lentamente en un extremo de la sala y se perdió en un pasillo, que estaba a media luz.
Miró entonces la cabeza rapada del chico. Su mueca burlona en el rostro. ¿Qué edad tendría en realidad?, se preguntó. Un chico de su edad no puede mirar ni sonreír de esa manera, se dijo. Lentamente sacaba el cuchillo de cocina.
—Si no dejan de gritar de esa manera llamaré a la policía —le previno al fin.
—¿Qué sucede, amor? —vio a la chica salir del fondo, justo donde se había perdido la sombra. Estaba en calzones y llevaba solo una blusa ajustada de tirantes, que dejaba advertir unos pequeños senos. Pareció no extrañarle ni incomodarle su presencia. Hasta entonces él tuvo conciencia de que se desprendía de algún lado un tipo de música hindú, que se repetía de forma maquinal, como una especie de mantra, además de un penetrante olor a mariguana.
—No lo sé, querida —dijo el chico con un dejo de fastidio—, este sujeto dice que llamará a la policía. Pero creo que los que tendremos que llamar a la policía somos nosotros, pues parece no venir con buenas intenciones.
Su brazo permaneció inmóvil dentro de la chamarra. Por un momento dudó. Miró de nuevo al fondo tratando de ubicar la sombra. De repente se encontró con la mirada multiplicada de Shiva por toda la habitación, y sintió que entraba a una especie de remolino. Vio luces de colores a su alrededor. Tuvo un ligero vértigo. El chico intentó cerrar pero él se interpuso colocando su pie entre la puerta y el umbral. Sacó el cuchillo y sin darle tiempo a que reaccionara lo hundió en el estómago del chico, quien se llevó las manos al abdomen y gimió abriendo los ojos desmesuradamente, como quien no espera de ninguna manera morir tan joven. Vio su mirada llena de espanto después de retirar el cuchillo. La chica lanzó un alarido e intentó huir pero él fue más rápido. La tomó de un brazo y recibió la cuchillada en uno de sus senos. Se desplomó en el suelo y un gran surco de sangre comenzó a manar de su cuerpo semidesnudo…
Entonces supo que la sombra lo arreglaría todo. Que todo parecería un suicidio concertado por ambos (la chica y el chico), un ritual de los de su especie ante la mirada aprobatoria e inalterable de Shiva. Podría descansar al fin. Y esa sería su venganza.
Edgar Aguilar es un autor mexicano. Algunos de sus últimos títulos publicados son El campanero (2023), Todo es haikú (2024), Canto del marinero y otros poemas (2025) y Cuentos de humor (2025). Cuentos y poemas suyos han aparecido en revistas de Chile, España, Colombia, Cuba y México. Actualmente reside en Xalapa.


