Alicia Borinsky
(historia íntima con una útil moraleja)
—No te afeites, querido, te queda mejor así, me gustás con todos los pelos puestos pero no a lo religioso. No. A lo salvaje. Para qué mostrar la cara, para qué distraerme, dejate crecer los pelos desordenadamente, quiero que me mires, que me atravieses con el conocimiento que te van a dar esos ojitos que se verán más verdes. Cejijunto querido. Dame el gusto. Hacete el bruto. Escondé esas mejillas que pellizcaba la abuela. Borrate la niñez. ¡MACHO!
—Locas como vos nunca faltan pero la mayoría se esconde detrás del maquillaje. Se las dan de perfectas. Son buenas madres. Amas de casa. Y hasta trabajan de abogadas, médicas, sicólogas para mantener a los maridos que rezan y rezan como debe ser. Pero vos. Haceme un favor, vos quién te creés que sos. Sarita, nena, reaccioná. Quién te creés que sos. Hundida como estás en esta calentura que te está arruinando el entendimiento ni siquiera vos sabés lo que te anda por la cabecita. Me necesitás para que te vaya contando nuestra vida.
Díganme, queridas lectoras, si él no le hilara la existencia ¿cómo la viviría? A mí me parece que son cursis, que están equivocados. Que toda esta historia del matrimonio hasta que la muerte los separe no tiene ni ton son.
Son meros juguetes de las circunstancias. Esto me consta porque lo dicen frecuentemente por televisión. Juguetes, chiches de plástico que vienen de China, de Vietnam, que vienen de allá para acá.
—Está bien. Hacé como quieras. Pantalones negros. Sombrero, pero por favor no te hagas esos rulos me parecen freaky de otra época.
—Peies, Sarita. Son peies.
Se casaron hace apenas unos meses y Sarita no se adapta. Que se tatuara. Que le gustara vestirse de mujer. Que la maltratase con un latiguito mojado de cuero carmesí hasta que gimiera de dolor y deseo y/o que la untara con dulce de leche y la fuera lamiendo lentamente aunque, claro, después le quedaran granitos insolentes por el cuerpo. Cualquier cosa menos esto.
Debo informarles que así fueron pasando los años. Sarita con su queja. Él con los caprichos vestimentarios. Dale que dale con la oratoria. Los hijos (seis y medio porque uno se murió al nacer) se fueron al extranjero, menos el que todavía estaba con ellos cuando ocurrió la desgracia.
Él (se llama Ezequiel Martínez Pacheco pero se había cambiado el nombre a Moisés Cohen) salió corriendo por el barrio con un machete. Casi nadie lo reconoció porque tenía la cabeza rapada.
“Hija de puta. Hija de la remilputa”, le gritaba.
Ustedes conocen la calle y saben la cantidad de niños que por ella circulan a eso de las cinco. Salen del colegio. Joden, se empujan. Y hablan con unas palabrotas que mejor no escribirlas. Virus le daría a mi compu registrarlas, estoy segura. Bueno, tenía la cabeza rapada y ella se le escapaba muerta de risa con maquinita de afeitar en la mano.
Me parece que la gente debe de haberse asustado porque nadie la ayudó.
Caída, desmayada al principio. Del otro lado casi enseguida. Y pensar, todos opinaban, que era un matrimonio ideal. Él se había convertido para seguir la religión de ella y después la locura la llevó a agredirlo.
EN DEFENSA PROPIA
La moraleja, me preguntan, qué sé yo. Tengan cuidado con la lealtad y sobre todo, si no tienen pelos en la lengua, agénciense un amante en vez de querer cambiar al marido.
Alicia Borinsky es una autora argentina. Sus libros recientes comprenden: Frívolas y pecadoras/Frivolous Women and Other Sinners (poesía) y One Way Tickets: Writers and the Culture of Exile (ensayo). Ha recibido, entre otros premios, la beca Guggenheim y el Latino Literature Award for Fiction. Es profesora de literatura latinoamericana y comparada en Boston University, y dirige, en Buenos Aires, el programa de estudios culturales de la misma institución.