Dos cuentos

Mario Guevara

La vida no vale nada

 

 

—Cuantas cosas yo podría contar —dijo el barman. Y era verdad. Había trabajado tantos años en ese oficio que conocía a todos los parroquianos que aterrizaban en noches como esta: fría y húmeda, donde vienen a matar su soledad, usted me entiende. El barman, regordete y mofletudo, con profundas ojeras, parecía una enorme lechuza pendiente de todo lo que acontecía en el pub. Allí, donde está sentado, ahí mismo, él se sentaba. Todo el tiempo permanecía silencioso, tomando con insistencia cubalibres. Con el cigarrillo en la comisura de sus labios se quedaba absorto mirando no sé qué cosas. En la madrugada, cuando íbamos a cerrar, pagaba y se retiraba silenciosamente. Nunca vi persona alguna sufrir tanto. Se le veía demacrado, sin rasurar y con los cabellos en completo desorden. Daba pena, señor, daba pena. Pero, como no facilitaba la conversación, solo le miraba y le servía los tragos, sin poder sacarle de su ensimismamiento.

El local, poco a poco, empezó a atiborrarse de personas y el barman se puso activo. “Para la nueve, dos chelas”, gritaba el joven mozo. El otro, enano y gordinflón: “Tres cubas para la cinco”. La música detonante de Los Prisioneros invadía el local. Bueno, como ve, esta noche tengo mucha chamba. Pero ahora, que todos beben, me da un alivio y sacaré tiempo al tiempo para contárselo. Allí, donde está, ahí mismo, se sentaba. Muchas veces traté de hablarle y, como siempre, me rehuía. De seguro, no quería que nadie se enterara de sus secretos. Pero una noche de luna más pudo la necesidad de comunicarse, que me contó su increíble historia. Sepa que yo era puro oído, porque este tipo me desquiciaba. Y todo por su forma extraña de actuar. Empezó diciendo: “No vale nada la vida”. Pensé que quería interpretar esa vieja canción ranchera. Y sabrá que no gusto de las rancheras, porque son muy lloronas, muy gritonas. Pero, al notar en mi rostro signos de perturbación, me dijo: Pertenecí a la Policía Nacional. Fui capitán, a la vez, Comisario de la delegación de La Punta.

—Sucedió que una noche, por un descuido mío, escapó un narcotraficante. Había sido capturado con una maleta repleta de cocaína que iba a enviar a Holanda. Y se fugó no porque me coimearon, no mi amigo, se evadió porque el muy pendejo nos invitó a varias botellas de whisky. Debo reconocer que fui un imbécil al dejarme convencer por ese cretino. Es que el tipo no mataba ni una mosca. Además, en todo el tiempo que estuve en la unidad, nunca se me fugó nadie. Y pensar que tenía una hoja de servicios impecable. Pero, como ganamos tan poco, tomar whisky nos tentó la garganta. Y digo nos tentó, porque no solo yo tomé, sino toda la delegación que estaba de turno. Y fue así, que bebimos en la comisaría, como descosidos. En un descuido, cuando estábamos totalmente ebrios, el muy cabrón se esfumó. Fue un escándalo. Me destituyeron. Y sabrá como es eso; nos juntan en el patio, la tropa nos da la espalda, nos rompen las insignias de mando y finalmente a la calle. Por poco me mandan a la cárcel. Para mi familia fue un golpe muy duro. Mi mujer, secretaria en un ministerio, tuvo que mantener el hogar. No podía creer que a mí me sucediera tamaña desgracia. Además, ser mantenido por una mujer era para morir. Pero qué podía hacer, si solo estaba preparado para dirigir policías, capturar delincuentes y reprimir manifestaciones que alborotaban al Estado. Fue así que, por insinuación de un colega que había dejado el uniforme, me hice detective privado. La cosa era fácil, porque estaba preparado para ese oficio. Qué mejor que un oficial de policía para dirigir una oficina de detectives. Lo primero, fue conseguir un local barato y céntrico. Lo encontré en el jirón Cangallo, en el cuarto piso de un viejo edificio. El lugar era perfecto para mis movimientos. Puse avisos en los periódicos, con un slogan recontra matador, que inventé: “Rizo Patrón y Cía., soluciona casos que otros no pueden resolver. Atención a toda hora y reserva total”. Parecía que el slogan había dado resultado, porque empezaron a llegar los trabajos. Aunque no me creerá si le digo que mi primera tarea fue encontrar a un distinguido y considerado perro que se había extraviado. No es simple cachita, lo distinguido y considerado, porque ese noble animal era miembro importante de una acomodada familia. Como la paga era buena, necesariamente, tuve que hacerlo. Trabajo es trabajo, y hay que ganarse los frijoles, cueste lo que cueste, amigo. No sabe cuánto trabajo me costó encontrar a ese bóxer perdido. Tuve que rondar todo San Isidro hasta ubicarlo. Ese fue mi primer caso y también mi prueba de fuego, porque los resultados fueron satisfactorios. Encontramos al susodicho perro montado a otra perra. Incrustado en ella… Después, empezaron a incrementarse los trabajos. Mis niños crecían y las cosas marchaban bien en mi familia.

En el pub, la noche seguía su curso y las parejas salían a la pista a bailar. Entonces, siguió el hombre, un buen día, cuando me aburría en mi oficina por el intenso calor del mediodía, llegó una señora que no pasaría de los cuarenta años. Era alta, de tez morena; el cabello largo lo tenía recogido en un moño y vestía un estilo sastre crema, con tacones altos. No podía creer que a esa mujer el marido le pudiera ser infiel. Me parecía que ese tipo era un reverendo cojudo. Dejar una hembra como esa, por otra, era una locura. Yo ni por vainas dejaría a esa ricura de mujer. Tal vez, la otra tenía algo que esta no poseía. Y lo único que se me ocurría en ese momento, era que la amante lo tendría sexualmente seducido. De seguro, era una amplia conocedora de los secretos de la alcoba. Sin embargo, mi olfato de marido experimentado me decía que, tal vez, la señora era una despiadada e insoportable bruja que tenía al pobre cónyuge bien pisado. Razón suficiente para buscarse una amante, pensé. La mujer, después de presentarse, me dijo: “Tengo sospechas de que mi marido me engaña”. Porque había encontrado sendos indicios de infidelidad. Me contó que de un tiempo a esta parte, este empezó a llegar muy tarde y sumamente cansado. Ya no era el cónyuge ardiente y cumplidor que de tres polvos no bajaba. Ahora, el muy puto, buscaba cualquier pretexto para no tocarla. Además, había encontrado en sus bolsillos, recibos de gastos excesivos en chifas del barrio chino. También me informó que la trataba mal, al extremo que le insinuaba que quería separarse. La mujer, antes de marcharse y acordar los honorarios, me alcanzó la foto del infiel y la información sobre su actividad profesional. Por los datos, me enteré que el marido era un destacado médico en una clínica particular. También, pude comprobar por el retrato que el tipo era más feo que el espanto.

De nuevo el barman se puso activo. Pedían tragos de las mesas y él, cuidadoso, atendía todos los pedidos. El enano era el más comedido: “Un chilcano para la tres”. El otro: “Una jarra de cerveza para la dos”. Después de atender los pedidos, el barman continuó la historia.

—Bueno amigo, así como le cuento, el detective se puso las pilas porque la paga era buena. Además, le intrigaba el comportamiento del médico. Lo primero que hizo fue hacer guardia al frente de la clínica y espiar sigilosamente al infiel. Durante días estuvo observándolo y siguiendo sus movimientos, pero nada de encontrar indicios de infidelidad. Una noche, conduciendo el viejo Toyota prestado, le siguió por las calles de Pueblo Libre, hasta llegar cerca del bar “Queirolo”, donde el médico había estacionado el reluciente Ford 2005. El investigador, antes de ingresar al local, pensó, optimista: “Ahora es mi día, aquí se citaron los muy putos”. El médico, parado en la barra bebía un chilcano de pisco. El detective, en un rincón del bar, tomando una espumosa cerveza, observaba todo. Pasaban los minutos y nada de la misteriosa amante. El médico, luego de beber el vaso de pisco y conversar animadamente con el hombre de al lado, se marchó apresurado. El investigador, desconcertado, se preguntaba si de pronto era un reverendo marica y si las sospechas de la esposa no indicarían que se tratara de otra mujer. “Entonces, se dijo en son de broma, si tengo que buscar al marido del marido de la señora, lo encuentro porque para eso me pagan”.

El detective salió del bar pensando en los infieles y también en la mujer que lo esperaba en casa, la cual en un arrebato de pasión le había hecho jurar por lo más querido, su madrecita, que no le fuera infiel porque lo abandonaría al instante y nunca le perdonaría.

Entrada la madrugada, los últimos clientes abandonaban el local poco a poco. El barman, sintiéndose libre de pedidos, prosiguió con el relato. Dijo que la señora le pedía resultados. Y él: “Seño no se preocupe, yo le traeré pruebas de la infidelidad”.

Luego, el detective mismo me contó:

—Por segunda semana continué espiando al marido. Pero no pasaba nada. El médico mantenía su rutina diaria sin mostrar signos de verse con la amante. Me preguntaba si la sospecha de infidelidad, no sería una mera suposición de la señora. Pero todo se esclareció ese fin de semana. Para ello, conduciendo el viejo Toyota, seguí al médico por las calles de Miraflores hasta que este estacionó el reluciente Ford, al costado de un reconocido hostal. Después tuve conocimiento que en ese lugar los amantes tenían reservado su nidito de amor. Desde el mediodía, permanecí a cierta distancia del hostal para no levantar sospechas. Como no vi ingresar a la amante, deduje que esta ya se encontraba en el local. Fumando cigarrillo tras cigarrillo, estuve horas esperando con la cámara fotográfica lista para disparar. De pronto, cuando empezó a atardecer, vi salir del hostal abrazados a los amantes. Sentí loca alegría. “¡Por fin los encuentro in fraganti!”, me dije. Enfoqué el teleobjetivo. Delante mis ojos estaban los infieles. Pero algo amargo me subió por la garganta. Sentí que me ahogaba, y un sudor frío empezó a emanar de mi frente. Luego, empecé a temblar y la cámara se cayó de mis manos. Pensé que todo era una infame visión y me restregué con fuerza los ojos. Pero todo era tan real que me puse a reír nerviosamente. El infeliz abrazaba a la puta de mi mujer.

 05 Paris
 

La mujer de negro

 

 

Desde un rincón del bar, donde bebes un vaso de ron, la viste pasar por la acera del frente. Entonces, murmuraste entre dientes: “Pase lo que pase, esta noche me acuesto con ella”.

Como siempre estás bebiendo a solas porque no quieres que nadie perturbe tu mundo. Ese mundo de sueños y pequeñas victorias que durante años construiste. Como el día en que te ascendieron de cartero a expendedor de ventanilla. Y desde ese espacio, sentado en una silla endeble, entregabas sobres y postales de parajes que nunca visitarías, pero que en noches de vigilia soñabas algún día conocer. Como esa postal de Tahití, donde nativas del lugar, al son de una música lejana y misteriosa, danzaban en una playa que bordeada el inmenso mar; y por un instante, contagiado por esa imagen, te veías debajo de una frondosa palmera disfrutando de la brisa marina y de las mujeres que te ofrecían sus encantos y accedían a tus íntimos caprichos. Ahora que te encuentras sentado en una mesa, con un vaso de licor en la mano, sin amigos ni conocidos, añoras ese tiempo “que se fue a la mierda”, como aseveras cuando estás totalmente ebrio.

Dentro del bar, cuando atardecía en la calle, nadie percibió la desazón que tuviste al verla pasar. Sin embargo, en tu atormentada memoria, aún se conserva su despampanante figura: buena moza y esbelta para sus años. Y como siempre va vestida de negro, aunque nunca enviudó, según averiguaste. Además, esa vestimenta le da prestancia y misterio, y eso te enloquece sobremanera.

Pides otro vaso de ron y consumes lentamente el oscuro líquido. Ahora tratas de recordar cómo la conociste. Aunque sabes muy bien que la descubriste hace un buen tiempo, porque de reojo la observabas cada vez que se encontraban en las escalinatas del vetusto edificio donde ambos viven, con la diferencia que ella descansa en el quinto piso y tú en el tercero.

Los pocos que te conocen en el barrio dicen que tomas porque eres un perfecto fracasado. Pero tú bien sabes que no es cierto lo que afirman. “Bebo porque me da la putísima gana. Aunque algún hijo de vecino o vieja puritana diga lo contrario”, dijiste la última vez que bebimos. Además, a ti todo comentario te importa un carajo. Ahora, si supieran la verdad, tal vez te comprenderían. “Yo no deseo comprensión, solo los imbéciles lo requieren. Lo único que pretendo es que me dejen en paz y no minen mi paciencia. Para mí, el mundo está jodido desde siempre”, acotaste esa tarde de tragos.

Otra vez por el bar, el cretino ese que te exaspera. Siempre molestándote: “¿Qui’hubo mi viejo, porque toma tanto, se le murió alguien?”. Ahora te preguntas: “¿Por qué permito que ese gusano me trate así?”. De seguro, sabes que es un conocido proxeneta que se jacta de tener un gallinero de mujeres, a las cuales el muy cabrón las explota. Siempre te aborda y tú tienes que soportarlo porque es un atlético y musculoso hombrón y de una bofetada te estamparía en la pared. Entonces, como siempre, lo dejas pasar sin dirigirle la palabra.

Bebes otro vaso de ron, y no dejas de pensar en la mujer de negro, la cual te tiene idiotizado, porque todo el día te la pasas pensando en ella. ¿Acaso no recuerdas que cada vez que bebes en demasía, subes con lentitud al quinto piso y acercándote en silencio a su departamento, intentas tocar esa puerta que tanto te perturba? Son demasiadas las veces que lo hiciste, y te quedaste con el puño en alto como un perfecto autómata. Parece mentira, pero te faltaban fuerzas para tocar esa puerta prohibida. Aunque quisieras hacerlo no podrías. ¿Y tú sabes por qué?, te lo impide tu inconfesable timidez; eres un reverendo tímido, me lo contaste, entre tragos, el día que te conocí. Es por eso que bajabas como perro incomprendido y te quedabas dormido en las graderías antes de llegar a tu morada. Ahora sí estas completamente decidido, pase lo que pase, porque intuyes que también ella quiere algo contigo. Lo viste en sus ojos acaramelados cuando se toparon en las escalinatas. Sabes por tus secretas indagaciones que es soltera. Mejor dicho solterona. También que es profesora y enseña en un colegio primario. Tú mismo la seguiste y comprobaste tal hecho. Ahora bien, podrían hacer buena pareja, tú, un divorciado perdido en su pasado y ella, una solterona que quiere futuro. No obstante, te preguntas cuando estás sobrio qué podría hacer con un viejo alcohólico. Pero tú dirás que eres un alcohólico social, que toma por justificar una vida jodida, aunque tu maldita verdad sea otra.

Alzas el vaso colmado de ron, y pareciera que dijeras aquí estoy solo y al diablo el miserable mundo. Sabes, entiendes, que individuos como tú hay por millares, los cuales desfogan sus problemas bebiendo alcohol. De pronto, una canción que se desprende de la rocola te saca de tu ensimismamiento. “Aunque tú me has dejado en el abandono, aunque ya han muerto todas mis ilusiones, en vez de maldecirte con justo encono, en mis sueños te colmo de bendiciones”. Escuchas en silencio el bolero, porque esas letras te traen recuerdos, y lo primero que se te viene a la memoria es tu ex mujer. Deseas no acordarte de ella, porque te empezará a doler el alma. Además es una historia terminada. Y bien que es historia, pero en noches como esta la recuerdas. Aunque sientas lo doloroso que es cuando una mujer te abandona por otro. Estoy seguro que fue porque eras un impenitente soñador. Es por eso que se marchó con el marinero de la cuadra porque este no vivía de sueños sino de la purísima realidad. Y para tu información ese lobo de mar ya había estado en Tahití en dos oportunidades. Debido a esa maldita decepción, tú que antes no bebías porque pensabas que tomar es de cojudos, te metiste de cuerpo entero al barril. Ahora sabes que la bebida atenúa los dolores. Y quien más que tú, que ha sufrido en demasía, lo puede afirmar. Tanto la quisiste que enloqueciste de amor. Y si alguien te invitaba a un trago a sabiendas que no tomabas, fue para que arrojaras todo el sufrimiento empozado en el alma. Yo lo sé, tú me lo contaste, aunque ya no recuerdas nada, por el estado de ebriedad en que te encuentras.

Aún tienes licor en el vaso y lo beberás porque eso te dará valor para declararte, ya que tú mismo dijiste: “Pase lo que pase, esta noche me acuesto con ella”. Sé que lo harás porque estás decidido. No es medianoche, y todavía no cerrarán el local. Pero tú irás a declararte y subirás las gradas silenciosamente; tocarás la puerta y le dirás: “Mi reina, disculpe la molestia, me llamo Segundo Sabio, hace tiempo que tengo interés de hablar con usted, porque es la mujer más bella e inteligente de todo el barrio”. De seguro, ella cortésmente te dirá: “Pase usted caballero, está en su casa”. Todo eso lo sabes, porque en noches de desesperanza infinidad de veces pensaste en ella, al extremo que ya sabes la respuesta de tu amada.

Pagas los tragos y sin despedirte de los pocos parroquianos, ni mirarlos, alcanzas la puerta del bar. Sales y caminas lentamente, como si quisieras ponerte expedito. Tomas aliento y sientes que hueles a alcohol y tabaco. Respiras profundamente para botar el mal aliento. Subes sin prisa las escalinatas para decidir tu futuro. Los cinco pisos te parecen una eternidad, pero tú lo consigues porque estás decidido a todo. Sabes que nadie perturbará tu encuentro con esa mujer que te enloquece.

Al llegar, te aproximas a la habitación. La luz mortecina del pasadizo te dice que es tu hora. Cierras el puño para golpear la puerta, a sabiendas que te abrirá la hermosa solterona. Tocas la puerta con la fuerza que te dan los tragos. Pero como un fogonazo, al abrirse la puerta, ves al proxeneta ese en paños menores, y observas sus labios belfados que te dicen como un eco: “Qui’hubo mi viejo, se confundió usted de puerta”.

 

 

Mario Guevara nació en el Cusco donde reside. Director de la revista andina Sieteculebras, promotor cultural y guionista de cine. Entre sus libro de cuentos se encuentran: El desaparecido (1988), Cazador de gringas & otros cuentos (1995), Matar al negro (2003) y Usted, nuestra amante italiana (2010).