Marta López-Luaces
Que haya un crimen en el barrio de Saint Nicholas no tiene nada de extraño ni de sorprendente. Lo que me llamó la atención del asesinato de Soledad no fue tampoco la desaparición de su cadáver, por muy macabro que suene, sino que algunos vecinos insistían en que la víctima, Soledad, nunca había existido.
Los vecinos más instruidos, ya cansados de la fama del barrio, insisten en que la historia de Soledad es producto de la fantasía. Así me explicaron que la esposa de Isaac Levine, el dueño del edificio 525E, también se llamaba Soledad y había muerto en el piso que compartían, el 4d, hacía cerca de cincuenta años. Isaac, o “el Ciego” —como lo llamaban los muchachos de Saint Nicholas—, había cerrado la casa desde entonces y no había dejado entrar a nadie. Era demasiada casualidad —insistían— que ahora, cincuenta años más tarde, hubiese otra Soledad, y que apareciese asesinada y luego desapareciese en las mismas circunstancias. (Por cierto, parecían bastante molestos de que yo anduviera fisgando por allí otra vez, y por eso les aseguré que también escribiría sus opiniones sobre el caso).
Como me siguieron contando, Isaac iba una o dos veces por semana al 4d y se quedaba allí todo el día. Por supuesto, la gente de Saint Nicholas creó toda una historia de amor a la Corín Tellado o a la Danielle Steel, según las preferencias.
Cierto —continuaron—; en los últimos tres años, “el Ciego” había venido mucho más a menudo, y se quedaba allí varios días, hasta que uno de sus sobrinos lo venía a buscar y se lo llevaba. Se notaba que se iba en contra de su voluntad.
Muchas veces Isaac les pagaba a los muchachos para que le fueran a comprar unos libros que él les había anotado en una lista. Aunque algún atrevido había llegado a preguntarle para qué quería libros un ciego, él no se había dignado a responderle. Pero si de algo estaban seguros es que nadie más que Isaac el ciego había entrado en el 4d desde hacía cincuenta años.
Otros vecinos, sin embargo, afirmaban que una mujer llamada Soledad, como la antigua esposa de Isaac, y que describían como alta, muy blanca, de ojos pardos, con una melena negra que casi le llegaba a la cintura, había residido en ese apartamento en los tres últimos años. Así me lo aseguraron, entre otros, Anita Black y su esposo Thomas. Anita Black y su familia viven en el 4a, frente al apartamento del ciego. Tanto ella como el marido me aseguraron la existencia de esta nueva Soledad. Ella y su familia la habían visto a menudo.
Anita me invitó a que fuera a su casa a tomar un café y conociera a su madre, Carmen, que fue una de las primeras hispanas que había llegado a Saint Nicholas cuando el barrio aún era mayoría de judíos adinerados. Había trabajado para los Levine al poco de llegar al barrio. Los conoció bastante bien porque era la criada que vivía con ellos en el cuarto de la empleada doméstica.
Luego cuando los Levine dejaron el edificio, los hermanos del ciego le alquilaron el piso en que viven ahora a un precio muy razonable. Querían que Carmen siguiera cuidando el 4d, aseándolo de vez en cuando, pero Isaac nunca lo permitió. Él mismo venía una vez a la semana a cuidar el piso. Así que luego los hermanos le dieron a Carmen otra misión; querían que Carmen avisara a la familia Levine en el momento que Don Isaac llegaba al barrio.
Mientras nos dirigíamos a su casa para que hablara con su madre, Anita me comentó que su madre siempre le decía que la nueva vecina se parecía mucho a la antigua esposa de Isaac. Sin embargo, para ellos, lo más extraño era que Soledad no saliera. Nunca la vieron por el barrio, solo dentro del edificio; alguna vez en los pasillos y alguna que otra vez en la azotea. En cierta ocasión incluso alguno había entrado con ella al apartamento. Pero nunca la habían visto en la calle, ni en los negocios del barrio.
En el mármol de entrada al edificio había grabado el apellido Cordovero, probablemente de la familia que lo había mandado construir. Sin embargo, era fácil ver que, a lo largo de los años, cada piso había sido dividido en varios apartamentos. Muchos de ellos, por las condiciones en que ahora se encuentran, parecerían abandonados. Otros, la gran mayoría, están habitados por tres o cuatro familias de nuevos inmigrantes. Ahora los antiguos ornamentos arquitectónicos, en lugar de embellecer, parecen remarcar lo desatendido que se encuentra todo.
Al llegar al apartamento de Anita, fuimos directamente a la cocina para esperar allí a su madre. Mientras esperábamos me sirvieron un café. Vi que la cocina todavía conservaba algunos detalles del suntuoso edificio que la casa había sido a principios de siglo. Las viejas puertas que antiguamente debían de dar al comedor y al cuarto de las criadas respectivamente, ahora están clausuradas, y solo quedan como huellas de un tiempo anterior cuando el barrio era mayoritariamente judío. Me imaginé sentado allí con una de aquellas familias. El marido sería un médico o abogado y la esposa tocaría el piano o el violín.
También ocurría que en aquellas tardes aburridas de invierno, de nieve lenta y copiosa, de frío sin viento, los niños de la casa entraban a la cocina sin que sus padres lo supiesen para escuchar las historias que contarían cocineras y criadas. Ellas, entre risas y en voz baja, repetirían sin duda los chismes que habrían oído en el barrio, relatarían las leyendas y los cuentos de horror que habían traído de sus países de origen y comentarían las extravagancias de los señores. Luego, a la noche, ya solos en sus camas, los niños tendrían pesadillas por culpa de esas leyendas y cuentos tan ajenos a su realidad. Entonces la institutriz tendría que ir a dormir con ellos para tranquilizarlos.
Las ventanas de la cocina y del cuarto de baño dan a un patio interior. Desde esas ventanas, ahora se ven los escombros que caen de vez en cuando de las fachadas de los edificios que lo rodean. Allí los bichos tienen su festín con la basura acumulada de meses. Ahora, en las tardes frías de invierno, los muchachos del barrio, se reúnen en esos patios para matar ratas con sus hondas, y alguna que otra vez, con las balas de alguna pistola que han encontrado en algún basurero. Los vecinos no hacen más que quejarse —que hacen mucho ruido, que alguna vez se les va a escapar una bala y matar a cualquiera… Pero nadie los oye.
Anita Black sirvió unas galletitas y un poco más de café, y volvió a decirme que su madre llegaría en cualquier momento, que había ido nomás hasta el mercado. Mientras tanto ella, con la ayuda del marido, siguió hablándome de la nueva Soledad que había llegado a Saint Nicholas hacía tres años:
—Pues mire, la verdad es que saber no sabemos mucho —por no decir, nada—, pero lo que sí le puedo decir es que era una mujer muy amable y que se dirigía a todos con mucho respeto, fuera usted lo que fuese. Por eso estoy aquí, para asegurarle que Soledad existió y que merece justicia.
—Mire —continuó—, había muchos rumores sobre la pobre Soledad. Se decía que en su país… Usted sabe, aunque hablaba español nunca pudimos detectar bien su acento. Así que nunca llegamos a saber de dónde era. Se discutió mucho si era argentina, por el color de los ojos… Pero también podría haber sido colombiana, o chilena o española. Bueno, se barajaron todas las posibilidades; pero nada, no nos pudimos poner de acuerdo, y ella nunca hablaba del tema.
—Como le iba contando —siguió—. Se decía que en su país —porque obviamente de aquí no era—, había sido toda una señora. Aunque también se afirmaba precisamente lo contrario. ¿Qué quiere que le diga? La verdad es que lo único que sabíamos era su nombre. Le puedo asegurar que nunca nadie vio entrar en el 4d a otra persona más que a ella y, por supuesto, a Don Isaac —“el Ciego”, como lo llamaban los chicos. Ya le digo que era muy amable. Pero en cuanto se le intentaba hacer alguna pregunta un poco más personal, o alguien trataba de empezar una charla que fuera más allá de las amabilidades de rutina, ella no contestaba más que con una sonrisa.
También le diré que siempre notamos algo raro en ella, y por eso nos producía semejante curiosidad. No quiero decir que chismeáramos, no; pero usted sabe… comentábamos sus rarezas. Porque hay que reconocer que la mujer, como pudimos ver por su apartamento, algo excéntrica era.
Mire, empezando porque aunque no era fea, siempre estaba sola. Y aunque era difícil sacarle la edad, aún debía de ser muy joven: no le echábamos más de veintitantos. Y sin embargo actuaba como una mujer ya derrotada por la vida. No parecía tener hijos —o al menos nunca nadie la vio con muchacho alguno—, y tampoco recibía cartas ni postales ni cosa por el estilo. Sabíamos que era educada por la delicadeza de sus gestos, la discreción de los colores y el tipo de ropa que solía llevar. Y por la cantidad de libros que leía.
Pero ¿verdad, Tomás —Anita pronunciaba el nombre en español— que nunca pudimos entender por qué vivía enclaustrada y por qué con tanta educación vivía en semejante barrio con mujeres como nosotras? También nos preguntábamos, cómo se podía pagar un piso que tenía que ser uno de los más caros del edificio y probablemente del barrio, sin trabajar. Nos imaginamos que tenía que venir de mucho dinero, pero todo en ella, ropa, comida, forma de vida era muy sencillo.
Muchos nos hacíamos las mismas preguntas, pero la respuesta más fácil (suponer que tenía un amante), tuvo que ser descartada con el tiempo, porque nunca se la vio con ningún hombre —excepto, como le dije, por Don Isaac, que además de ciego ya debía de pasar de ochenta y muchos. Al contrario, si le digo la verdad, fue justamente tanta discreción lo que terminó causando tanto comentario.
Así que con el tiempo llegamos a la única conclusión posible. Su encierro tenía que deberse a alguna tragedia nada común. No podía ser ni el abandono de un marido, ni la muerte de un hijo, ni una violación… Nada de eso. Tenía que ser algo… como de causa mayor. Porque, al fin y al cabo, aunque no faltó quien sugiriera esto y más, a cuántas del barrio no les habían pasado esas cosas y no por eso se habían enclaustrado como ella. Para nosotros —para mi marido y para mí—, su tragedia tenía que ver con algo muy extraño. ¿Verdad, Tomás? Y como se ve, teníamos razón.
Es por eso que sin darnos cuenta, casi como si hubiese sido una rutina de siempre, nos empezamos a reunir en las escaleras de la entrada para comentar hasta en los más mínimos detalles lo poco y nada que sabíamos de su vida, o para imaginarnos cómo habría sido antes de llegar a Saint Nicholas. Por las pocas veces que alguno había llegado a asomarse a su casa, sabíamos que no tenía teléfono, ni computadora ni televisión —solo una radio muy vieja que ni creo que ya funcionara. Pero algo que nos extrañó mucho más que todo eso es que parecía no tener pasado. Nunca vimos una fotografía de nadie en su piso; únicamente un marco vacío encima del escritorio, como si alguien le hubiese sacado la foto. Eso, siempre nos pareció muy extraño en un barrio de inmigrantes. La nostalgia nos obliga a colgar en las paredes las fotos de los que hemos dejado atrás. Nosotros las hemos ido poniendo encima de las consolas, de los estantes, y ya después, en cualquier mueble o rincón que hemos ido encontrando. Es como si la casa se nos hubiera llenado de recuerdos. Pues no así la de Soledad. Las paredes estaban siempre desnudas y los estantes repletos de libros y nada más. Como le digo, algo rara tenía que ser.
Isaac, después de visitarla, salía a la calle, donde ya lo estaban esperando unos cuantos muchachos. Les daba algo de dinero y una lista de libros para que fueran a comprarlos a una librería —una en particular—, y luego se los subieran a ella. Los niños me dijeron que esos libros tenían títulos extraños. Parece que cuando le preguntaron al ciego de qué se trataba, él les explicó que era sobre unos hombres que habían hecho un muñequito que hablaba.
Otras veces era el mismo Don Isaac el que traía los libros cuando venía. Esas noches, las luces del cuarto donde aún está la biblioteca, quedaban encendidas hasta muy tarde. Seguramente ella se los leería al pobre ciego. A mí me da que es por eso que él la dejó vivir ahí. Porque entre la edad de él y ella, que era cristiana, otra cosa no había. Aunque vaya usted a saber… Pero nunca llegamos a saber de ella mucho más de lo que le digo hoy a usted —ni de dónde venía, ni su edad, ni si tenía familiares o no… Y la verdad, después de los primeros meses, tampoco es que nos importara mucho. Lo único que deseábamos era saber su secreto.
Nos asustamos cuando nadie la vio por una semana. Y cuando vimos que tampoco aparecía el viejo, lo empezamos a comentar. Esperamos unos días más pero ni él ni ella dieron señales de vida. Estábamos seguros que Soledad no había salido de su apartamento en todo ese tiempo, porque ninguno de nosotros la había visto. Así que cuando ya todo el mundo había empezado a inquietarse, mi marido, que es el encargado de edificio, y yo, que me ofrecí a acompañarlo, nos llegamos hasta el 4D y ahí nomás abrimos la puerta. Al entrar fuimos mirando una a una las habitaciones, hasta que llegamos al dormitorio. Y allí fue que, en esa cama enorme, vimos primero aquella cabellera tan hermosa de Soledad desplegada sobre la almohada impecable, y luego aquel cuerpo tan largo, pálido y sin vida extendido sobre las sábanas.
Ahora se lo cuento así, pero ya se puede imaginar el susto que nos llevamos. Salimos enseguida a llamar a la policía. Cuando mi esposo y yo regresamos con los inspectores, el cuerpo ya no estaba.
La madre, Carmen, acababa de entrar con unas bolsas llenas de comida. Anita le explicó quién era yo y después de unos saludos me comenzó a hablar de la señora Soledad, como ella aún la llama. Me dijo que a diferencia de los familiares y amigos de su esposo, siempre había sido muy amable con ellos. Le gustaba acercarse cada tanto a la cocina, pero no como las otras señoras —a dar órdenes a los sirvientes—, sino como los niños pequeños, que iban a escuchar historias y a cantar y jugar con los criados. Pero el marido la regañaba por eso. Al resto de la familia tampoco le parecía bien que ella hablase español en la casa.
Una vez, Soledad les había mostrado una cruz que su madre le había regalado cuando cumplió dieciocho años y que siempre llevaba debajo de la camisa. A todos les extrañó que Soledad, siendo católica, se hubiese casado con un judío y que la familia de este lo hubiese permitido. Pensaron que Soledad era probablemente una inmigrante pobre, y qué mejor partido que un ricachón. Y la familia de él no se habría opuesto del todo, porque casar a un ciego no les iba a ser nada fácil.
Después de convivir con ellos y ver día tras día cómo se trataban en la cotidianidad, Carmen llegó a convencerse de que esos dos habían sido de los poco afortunados que no solo se casan enamorados, sino que continúan amándose a través de los años.
Según Carmen, Soledad era parte de ambos mundos, de ese anterior de opulencia y del de ahora. Soledad siempre había sufrido de ese pudor de ser extranjera, como si esa condición fuese una falta. A veces ese pudor se leía como tristeza, otras como nostalgia, pero ella misma lo había definido como incomodidad con su ser y todos asintieron. Por eso siempre fue un enigma tanto para los antiguos habitantes del caserón de Saint Nicholas, incluyendo a su esposo, como para los que recién llegaban y aún no conocían ese mal, que con el pasar de los años también ellos sufrirían.
Según fueron llegando al barrio los nuevos inmigrantes, sin que nadie supiese cómo ni cuándo ocurrió exactamente, aquel tiempo de opulencia se había ido borrando, para dejar paso a otro, en el que la necesidad y la nostalgia del inmigrante filtra todo el ambiente de un barrio.
Los hermanos Levine, herederos del edificio donde ahora vivían los Black, vivieron allí por varios años más, pero luego ellos también se fueron, excepto Isaac y Soledad. Ella se negaba a marcharse. Unos años más tarde y después de muchas discusiones sobre si debían quedarse o irse, Soledad accedió a marcharse. Era obvio que Isaac se sentía extranjero en Saint Nicholas. Una semana antes de que se fueran, Soledad apareció muerta en la cama matrimonial.
Entonces Carmen me dijo que tenía algo que enseñarme. Se fue a otro cuarto y cuando regresó traía en la mano un artículo de periódico viejo. Era del New Ledger con fecha de 12 de septiembre de 1935 —mejor dicho, de September 12, 1935. En el centro de la hoja había una foto de una mujer muy hermosa, con un rostro muy pálido y una cabellera negra que le llegaba hasta la cintura. El artículo informaba —traduzco—: “La esposa del acaudalado financiero Isaac Levine, Soledad Cordovero-Levine, fue hallada muerta esta mañana en su casa. Luego de varios días sin saber nada de ella, un grupo de familiares se llegó hoy hasta el piso donde vivía el matrimonio, en el que hallaron el cuerpo de la Sra. Soledad Cordovero sin vida en la cama matrimonial”.
La nota seguía explicando que mientras los familiares habían ido a llamar a las autoridades, había sucedido algo inesperado: el cuerpo había desaparecido. La policía abrió un expediente. Luego llamaron a testificar a una decena de familiares, amigos y vecinos, que juraron bajo palabra haber visto el cadáver extendido en la cama matrimonial esa misma mañana. Los testigos aseguraron no haber visto en el cuerpo ninguna señal de violencia. Tampoco llegó a establecerse ninguna condición física que pudiese haber desencadenado la tragedia. La policía aún no había descartado que hubiese podido ser un asesinato, aunque primero tendrían que encontrar el cuerpo de la víctima —lo que finalmente nunca ocurrió. El marido, Isaac Levine, que estaba fuera del país en un viaje de negocios con sus hermanos, regresó a la ciudad ni bien se le comunicó la noticia. En la comisaría respondió a las preguntas de los inspectores, que dijeron verlo tan consternado que se negaba a creer que su esposa hubiese muerto, e insistía en que la policía debía ayudarlo a requisar todos los rincones de la casa.
Después Isaac quiso quedarse a vivir en el 4d, porque decía que quería seguir estando con ella. Sus hermanos llegaron a convencerlo que debía desistir e irse a vivir con una de las hermanas menores. Aunque él siempre se había valido muy bien, necesitaba que alguien lo atendiera. Se lo llevaron casi a la fuerza y solo al cabo de un tiempo iniciaría el hábito de regresar al piso varias veces al mes. Hasta que casi cincuenta años más tarde llegó nuestra Soledad —o por lo menos eso es lo que Anita y Carmen me aseguraron. Entonces todo cambió. Isaac había empezado a venir mucho más a menudo, les daba a los muchachos el encargo de sus libros, y conversaba con los vecinos en un español bastante fluido que nadie le había oído antes.
Al llegar a esta altura del relato, Carmen se detuvo para extenderme otro artículo del New Ledger, pero esta vez era de hacía dos días. En él se anunciaba la muerte del filántropo y financiero Isaac Levine, luego de haber estado en coma casi tres años. Pero Carmen, Tomás y Anita me juraron que eso era imposible; aseguraban haberlo visto en el barrio durante todo ese mismo tiempo. Recordé lo que me habían dicho los vecinos con los que había hablado unas horas antes, que no creían en la historia de Soledad. Sin embargo también ellos habían mencionado haber visto a Isaac recientemente.
Le pregunté a Tomas si me dejaría entrar en el apartamento de Don Isaac, el Ciego, pero puso muy mala cara. Anita y Carmen lo tuvieron que convencer.
El 4d sigue intacto como en sus épocas de apogeo. A diferencia del resto de los apartamentos, que fueron remodelados a través de los años para acomodar la mayor cantidad posible de inquilinos, el piso de Don Isaac conserva aún todo su antiguo esplendor. Aun si Soledad habitó este apartamento por más de tres años, parece haber querido respetar cada detalle, como si le hubiese parecido que cambiar lo más mínimo habría sido un sacrilegio. Todo lo mantuvo en su lugar, tal como estaba desde hacía más de cincuenta años.
Aquel tiempo de opulencia sigue dibujado en este piso —en las sólidas puertas de caoba y castaño, en aquellos zócalos pintados con antiguas insignias que para los nuevos vecinos ya no quieren decir nada, en los animales tallados en los marcos de aquellos techos que parecen querer proteger este único oasis y reclamar su gloria pasada. El vestíbulo da a un largo pasillo que desemboca en una amplia sala cuadrada con cuatro ventanales que miran al río y que, desde aquel penoso día, se mantuvieron tapados por unos pesados visillos al estilo europeo. No hay ningún espejo en toda la casa. Las paredes carecen de adornos, excepto por el vano de la puerta de entrada, donde se ve una mesusa al lado de una cruz.
A diferencia del resto de los pisos, donde ahora las cocinas son cuartos estrechos y oscuros y los aparatos electrónicos se acumulan en cualquier lugar, la cocina del 4d es amplia. Tiene baldosas blancas pintadas con finas líneas azules que imitan pequeñas olas; las alacenas son altas y espaciosas y en el enorme chinero de madera empotrado aún se ven piezas de una antigua vajilla. Solo la nevera, la cocina y el fregadero parecen carcomidos por la vejez y el desuso.
En la sala, pintada de un azul claro, unas puertas corredizas de cristal dan a la biblioteca. Las estanterías cubren las cuatro paredes. Revisé los libros de la biblioteca. En los lomos se leen los nombres de los grandes poetas del continente: Walt Whitman, T.S. Eliot, Emily Dickinson, Pound, Frost, H.D, Cummings, Plath, Hughes, Bishop… Vallejo, Girondo, Mistral, Villaurrutia, Lezama, Storni, Orozco, Pizarnik, Borges, Neruda, Guillén. Varios eran primeras ediciones. Obviamente algunos de esos libros eran de nuestra Soledad por la edad de los poetas y por el año de publicación, pero otros, se notaba que habían pertenecido a la primera Soledad por la fecha de publicación y por la descoloración de los lomos y las tapas.
Al dirigirme al escritorio vi en el antepecho de la ventana dos muñequitos; aunque me pareció raro no le preste mucha atención. A diferencia de lo que esperaba encontrar en el buró —una carta o un diario que me diera alguna pista de lo ocurrido—, solo encontré varios libros de la Cábala y el Libro de su vida de Santa Teresa de Ávila. Después de recorrer el resto de los cuartos, regresé a la biblioteca. Allí Soledad debió pasar horas leyéndole a Isaac, tal vez sus pasajes favoritos de la Cábala. El libro de la formación estaba abierto en las primeras páginas y comencé a leerlo. El editor le adjudicaba la autoría del texto al legendario Rabbí Isaac el Ciego, mientras que afirmaba que el autor de El Zohar, o El libro de la claridad, no había sido otro que el gran sabio español Moisés Cordovero.
Me acerqué a los dos muñequitos de arcilla, uno con un crucifijo en el pecho y el otro con una quipa y el chal blanco y celeste de las oraciones. Cogidos de la mano, parecían mirar hacia las aguas del río.
Marta López Luaces nació en A Coruña y reside en Nueva York. Graduada de Queens College, desde 2003 coedita la revista Galerna. Entre sus poemarios se encuentran: Distancias y destierros (1998), Las lenguas del viajero (2005) y Los arquitectos de lo imaginario (2010). Es también autora de la novela Los traductores del viento (2013) y profesora de literatura en Montclair University.