Celeste Olalquiaga: “Vivimos en un mundo de apariencias”

Celeste Olalquiaga

Celeste Olalquiaga. Revista Complot.

Alejandro Varderi. Estos textos narrativos de Enclave recogen experiencias del viaje de ida y vuelta entre Nueva York y París, dos ciudades que han marcado tu recorrido vital y profesional. ¿Es este desplazamiento, entre una y otra urbe, un capítulo cerrado o piensas retomarlo próximamente?
Celeste Olalquiaga. Los viajes me han marcado desde que era una niña. Forman tal parte de mi vida que a veces me siento sobreviajada, agotada de moverme tanto de un lado para otro. Para mí los viajes no son vacaciones, un corte en la rutina, una distracción. Para mí son traslados por razones profesionales o afectivas y generalmente duran meses y hasta años. Son experiencias vitales profundas y enriquecedoras, aunque con frecuencia a un gran costo emocional, pues terminan dislocándome mucho: no soy de aquí, ni soy de allá, como dice la canción. No veo que estén por terminar; creo que tan solo cambiará el eje de las ciudades entre las que me moveré en los próximos años.
AV. Dos de las cuales son Santiago de Chile, donde naciste, y Caracas, donde creciste. Dos capitales, pues, hacia donde devuelves tu mirada tanto afectiva como crítica. ¿Tienes en mente algún proyecto en el que ambas metrópolis vayan a coincidir?
CO. Hace dos años comencé un proyecto que había tenido latente, desde que me fui de Caracas en 1982, sobre El Helicoide de la Roca Tarpeya. En El Helicoide está el origen de mi fascinación por las ruinas modernas. En Santiago logré vincularlo con el fenómeno de los llamados “caracoles”: mini centros comerciales que, como El Helicoide, tienen forma de espiral, se realizaron durante la dictadura y están semiabandonados o alejados del uso de clase media para el cual fueron construidos. Espero lograr armar una exposición, o al menos una publicación, comparándolos entre sí y con otras arquitecturas locales en espiral. Santiago y Caracas son ciudades muy distintas. Caracas siempre fue muy dinámica y moderna, si bien ahora es una sombra de lo que fue; y eso no solo por razones políticas, sino por una falta de mantenimiento casi endémica. Santiago era todo lo contrario, una ciudad mucho más tradicional y lenta, con una bellísima arquitectura de los años 30 y 40 que está siendo salvajemente demolida. Ahora es una ciudad más cosmopolita, pero está igualmente asediada por una falta de continuidad que le impide, como a Caracas, una convivencia armoniosa entre lo viejo y lo nuevo.
AV. Tus investigaciones de los años noventa en torno a la polis urbana y la estética del kitsch te llevaron a escribir dos libros de amplias resonancias dentro del campo de los estudios culturales: Megalopolis: Contemporary Urban Sensibilities (Minneapolis: University of Minnesota Press, 1992) y The Artificial Kingdom: A Treasury of The Kitsch Experience (New York: Pantheon, 1998). ¿Cómo se imbrican tales temas en tus proyectos actuales?
CO. Aunque no me lo propuse así, el tema de las ruinas ha pasado a ser el nódulo central de mi trabajo. En Megalopolis abordé las ruinas urbanas; tema que poco a poco se ha ido centrando sobre las ruinas de la arquitectura moderna, de la cual El Helicoide es un gran ejemplo. En The Artificial Kingdom propuse al kitsch como la ruina de la experiencia aureática o fetichizada de los objetos, los cuales en la modernidad pasaron de ser singulares y unívocos a fragmentarios y residuales. La experiencia de la ruina es constitutiva de la modernidad, aunque solo ahora, en el siglo XXI, esto se ha convertido en un tema; el tema de aquello que la modernidad, que es un proceso de transformación muy violento, se llevó por delante o dejó de lado. Una especie de balance de época. Me interesa particularmente el aspecto táctil de las ruinas, dado que la tactilidad está siendo completamente reconfigurada en la era digital.
AV. Acabas de recibir el Premio de la Asociación Internacional de Críticos de Arte (AICA), en su capítulo venezolano, por el “Proyecto Helicoide”. ¿Podrías hablarnos un poco de este proyecto?
CO. A principios de 2013 armé un equipo y fundé una asociación cultural para investigar y dar a conocer El Helicoide. “Proyecto Helicoide” fue muy bien recibido en Caracas, y obtuvimos mucho apoyo de parte de los artistas y arquitectos jóvenes. Hicimos dos exposiciones en lugares muy diferentes de la ciudad, abordando tanto el aspecto histórico como imaginario de este edificio, usando material documental de época que nos donaron las familias de los arquitectos involucrados en el mismo. La importancia de El Helicoide reside en su carácter emblemático, es decir, en el modo como el edificio y su historia representan las contradicciones de la modernidad, a nivel global, y de la Historia de Venezuela, a nivel nacional. El hecho de que iba a ser un centro comercial de punta en los años sesenta, que fuera abandonado y ningún proyecto gubernamental pudiera rescatarlo, y que desde 1985 funcione como centro de inteligencia y reclusión policial, aunado a que esté rodeado de barrios en extrema pobreza, hacen de El Helicoide un caso absolutamente espectacular. Es por esto que ha despertado interés en Nueva York, donde vamos a publicar un libro sobre el mismo a fines del 2016, y en Santiago de Chile, como mencioné antes. Mi idea es tratar de darle la máxima visibilidad posible a nivel mundial y de generar a través de esto una crítica interdisciplinaria sobre la modernidad, particularmente en América Latina. Quienes deseen saber más sobre el proyecto pueden visitar nuestra página web: www.proyectohelicoide.com o seguirnos por Facebook (Proyecto Helicoide 2014).

 

El Helicoide

El Helicoide. Foto: Eryte Lorenzo

 

AV. Estudiaste la carrera de Letras en Venezuela y te doctoraste en la Universidad de Columbia dentro de esa especialidad, tu obra, sin embargo, se ha orientado hacia la reflexión en torno a fenómenos contemporáneos donde la literatura per se no juega un papel primordial. ¿Piensas integrarla de una manera más decisiva en el futuro?
CO. Crecí leyendo literatura pero la carrera de Letras me llevó a la teoría y el análisis, lo cual no sé si es bueno o malo, pero así fue. Durante mi maestría en la Universidad de Maryland tuve de profesor a Ángel Rama, quien resultó ser clave para mí pues él escribía entonces La ciudad letrada. Sus seminarios fueron tan impactantes que dejé la literatura por lo urbano. Sin embargo, creo que mantuve el aspecto literario en mi escritura. Trato de escribir lo más claramente posible y recurro con frecuencia a las metáforas, que me parece “iluminan” —como diría Walter Benjamin, otra gran influencia— muy bien las ideas. Soy muy alérgica a la escritura académica, me parece árida, pomposa y sumamente elitista. Me siento más a gusto en el registro imaginario, el cual combino con la teoría, intentando producir un pensamiento lúcido o al menos claro. Desde mi partida a París, en 1999, comencé a escribir unos cuentos cortísimos en inglés —“short shorts”, les llaman en los Estados Unidos— algunos de los cuales traduje para este número de Enclave. Son ráfagas de vivencias e imágenes, ejercicios literarios que me resultan muy catárticos. A veces me pregunto si algún día abandonaré la teoría y me pasaré por completo a la ficción, ¡a lo mejor así dormiré mejor!
AV. En una entrevista que hicimos en 1994, presagiabas para este milenio el surgimiento de nuevos grupos fundamentalistas y el recrudecimiento de las luchas religiosas, sexuales y étnicas; en tus palabras: “la radicalización de la pelea cultural”. Dadas las convulsiones mundiales en las dos primeras décadas del siglo, ¿cómo ves el mapa global de los años por venir?
CO. Creo que vamos a ver más radicalización en todos los ámbitos. De alguna manera, hay dos procesos que se oponen o contraponen en nuestra era “hipermoderna”. Por un lado, la tecnología y el capital van uniformando las experiencias culturales, que se vuelven intercambiables. Por el otro, la sobredosis de información que vivimos cotidianamente no implica un desarrollo o percepción diferencial de la experiencia, una pluralidad, sino todo lo contrario, una nivelación por lo bajo, puesto que todo deviene accesible, traducible, consumible. Es una experiencia de gran fragmentación subjetiva, lo cual provoca una fuerte reacción identitaria, la necesidad de poder identificarse con algo estable y coherente. De ahí la proliferación de sectas y de grupos que, por una parte, son producto de este proceso de fragmentación, y por otra buscan “recomponer” la realidad de acuerdo a criterios esencialistas en los que la noción de origen —de casta, género, clase, etc.— predomina. El problema no es en sí la fragmentariedad de los llamados grandes discursos de significado, transformación necesaria y potencialmente positiva, sino que el proceso que le ha seguido, en este principio del siglo XXI, en lugar de ser fluido e incluyente, se ha ido haciendo más rígido y volviendo cada vez más excluyente. En lugar de avanzar hacia culturas cada vez más diferenciadas y tolerantes, el siglo XXI pareciera dirigirse hacia un contraste imposible, entre una globalidad lisa, homogénea e hiperconectada, y una realidad cada vez más física y socialmente degradada, en la cual la miseria es cada vez mayor pero está mejor disfrazada. Vivimos en un mundo de apariencias. Hace pocos años visité San Petersburgo y me impactó el contraste entre la fachada brillante y dorada de la ciudad y la miseria que se encontraba inmediatamente detrás de sus edificaciones barrocas, recientemente restauradas. No se trataba aquí de dos ciudades en distintas áreas o en áreas cruzadas, como solemos encontrar en las grandes urbes, sino de una ciudad postiza y su revés, conviviendo lado a lado. Siento que esta impostura es parte de nuestra realidad actual, y que nuestro desafío como seres humanos es poder navegarla sin perder de vista sus implicaciones, manteniendo una actitud crítica capaz de resistir, aunque sea parcialmente, la seducción de la globalización y sus instrumentos.