Marina Oroza
Donaire
Un hueco de aire a punto,
declinaciones de la quietud,
silencio y pregunta en el aire
extendida, un hueco ampara
el peso compartido, el peso,
el peso es del hueco y
la memoria de las cosas.
La flor ancestral tejiendo raíces,
sus alas en pausa forman
el balcón de nuestra mirada.
Una pupila marcial
en la columna de un pie,
la tierra de dentro de la tierra,
la espalda del sur el rostro del norte,
las facciones del este y del oeste.
Sumergidos en las aguas de aquí,
mas allá llegando inacabados
al buen puerto de la tierra firme
donde solo seamos los que estemos.
De qué sustancia será el pie, la mano,
en el preciso momento en que flotan
sobre un horizonte siempre en tránsito.
Tocados por una suerte de gracia alerta,
por entre los huesos y hasta el cielo
van creciendo los adentros de afuera.
El hueco atento, donaire,
en brazos las espirales del tiempo.
Malas hierbas
Una porción de tierra negra
propicia el primer brote,
imposible de clasificar.
Tira de una raíz instantánea
y es vigilado por simulacros
en pantallas y cristales de agua,
por voluntad de un azar ajeno
siempre baila el mismo son
y lleva el duende sintetizado
en la expansión de su memoria.
El instinto maternal es la dignidad
tan frágil de la tierra abandonada.
Resiliencia es la calma que sostiene
en sus brazos la tormenta.
Sobreviven, se dejan llevar, corren
crecen malas hierbas hasta llegar
a ser la versión más libre de la belleza,
crecen malas hierbas y transforman
iones asesinos del aire, crecen,
crecen malas hierbas y desvelan
a la vida como si fuera adversaria.
Ternura y vegetación mestiza.
La inocencia es el único latido,
un remedio envenenado
para la conciencia del yugo.
Renovado vestuario del vacío,
malas hierbas arrancan dolores
crecen, crecen aunque se mueran.
La nube
Esperar esa voz, el eje, siempre
imaginar esa ancla en el desierto
nebuloso de la paciencia.
Habitar a tientas la misma nube
que ha llegado hasta borrar
la barandilla del balcón.
Esperar en un castillo de arena.
Esperar, disección a la deriva
de lo que quiero que ocurra.
Esperar esa voz, el gesto fugitivo
exactas las palabras, el tono,
imaginar la luz de la mañana
y hasta el vestido, los frutos
de una laboriosa secuencia
encarnada de forma artificial.
Esperar con mucha paciencia,
aunque el gesto involuntario
de lo que realmente suceda
trague, arrastre, despeje la bruma
hasta que ni siquiera imaginar pueda,
aunque me lleve la corriente
y atraviese la nube en flecha de estrellas.
Porque es falso el resplandor
de la nostalgia de un futuro,
solo posible inmerso en la niebla
que borra primero el horizonte
y después los barcos, la misma nube
que ahora borra la barandilla del balcón.
Esperar todavía inventando
cómo esperar sin desesperación,
esperar hasta el trance, y decir,
esperar y decir la extenuación,
preguntar qué hora es,
qué se supone que debo hacer,
dónde están ahora las cosas
dónde, qué hago yo aquí,
qué hora es, hasta cuándo sería
qué es lo que hay, dónde estará.
Siempre esperando en contacto
con los augurios de entonces,
siempre esperando, una señal
que disipe la niebla contaminada
de paciencia crónica. Y sin embargo,
el agua fluye por el ojo de la cerradura
y no hay más llave que abandonar
la acción de la telepatía, dejar caer
lo que supone imaginar la voz
de una presencia vestida
y con un dedo sostener la bruma,
andar por charcos que salpican
en juegos malabares de cordura
cada uno de los momentos del día.
Atrapar un boomerang imprevisible
como si fuera ajeno el cascarón
que deja la paciencia cuando se agota,
arrojadizo en la corriente desnuda.
Dejar de hacer es todo lo contrario
a imaginar que llegas y me dices
cualquier cosa que llene de sentido
esta bruma que borra un instante
que sin tener ninguna importancia
podría haber sido eterno.
Prefiero hacer cualquier cosa pequeña
dibujar el contorno, una línea,
y que sea posible ese trazo.
La única certeza es que no hay
espera ni paciencia que dé frutos
y la telepatía, una ilusión
flaquea, enturbia y acaba estando
prisionera de la imaginación.
Bruma embaucadora vestida de nostalgia.
Y encima, ni un trozo de horizonte,
ni siquiera restos de una línea partida,
ni pedazos que antes flotaban pueden verse.
Siempre esperando esa voz vestida,
siempre escarbando el humo, vano empeño
perdiendo el tiempo a escondidas
de tantas cosas pequeñas por hacer,
con todo el peso del aire contenido
en un suspiro que resuma cómo llegar
al buen puerto de la tierra firme
donde solo seamos los que estemos.
Marina Oroza. Autora, actriz y artista española. Ha participado internacionalmente con sus obras en eventos en universidades, fundaciones, museos y festivales de teatro. Ha publicado los poemarios Pulso de vientos (1997), Así quiero morir un día (2005) y Chimenea de Duchamp (2014). Sus trabajos pueden ser consultados en la página web www.marinaoroza.com. Reside en Barcelona.