Tati nunca creyó en vampiros

Iliana Gómez Berbesí
 

Ella nunca creyó en vampiros, hasta que conoció al enigmático Mr. Finley. No podía relacionarlo con ningún otro ser que hubiera conocido antes, y mucho menos, podía compararlo con algún galán del pasado, que hubiera dejado huella en su vida. Pero estaba allí, o más bien dentro de ella, como profunda cicatriz.

Sí, allí estaba Mr. Finley, un ciudadano inglés, hijo de una judía francesa y un irlandés refugiado en los Estados Unidos, como un sello fijo a sus recuerdos, con una impronta personal que la aturdía. En ocasiones había tratado de borrarlo de su mente, sumergiéndose en otros mundos y otros oficios, pero su imagen se le había grabado en el cerebro o le tropezaba persistentemente en sus sueños. Y lo más curioso es que él jamás la había tocado, y lo más curioso del caso era que, sin saber cómo ni por qué, aunque siempre había tratado de evadir su cercanía, cada vez que él la miraba, el efecto de sus ojos de acero, la había desangrado, hasta aniquilarla casi por completo.

Y después de haberlo conocido, toda su historia se había vuelto resaca, pena y polvo.

Tanto se había introducido en su mente, que a ratos ella se creía abducida. Tanto la había herido, que se veía como una muñeca rota, como una paloma aplastada por la llanta de un camión.

Había detalles de su recuerdo que no soportaba, que todavía le quemaban. En especial su sonrisa burlona, su aire de no me importas un bledo.

Hace mucho, ella había intentado atraerlo al principio, pero no precisamente con los encantos propios de las féminas, sino porque, como muchos aseguraban, ella era de las raritas, y al menos eso le llamaba la atención. O tal vez su voz susurrante se lo había dicho alguna vez, para cautivarla.

Y aunque muchos decían que ella tenía lo suyo, ni siquiera había intentado lucir hermosa. Pero lo había tratado con inefable dulzura y, a los pocos días de trabajar con él, ya existía entre los dos un cierto encadenamiento y dependencia tipo mamá-bebé. O quizás era la necesaria relación de trabajo en que se encontraban día a día. Mr. Finley, su jefe, ella, su secretaria rubia y tonta. Haciendo las veces de Lorenzo Parachoques y su odiado jefe.

Eran frecuentes los diálogos breves y punzantes, en que él intentaba demostrar que ella era estúpida y ella, a su vez, procuraba demostrarle que su talento para conseguir que se sintiera frustrada, no le impresionaba. A veces si, a veces no. O tal vez. Había un misterio.

Toda la oficina hablaba de los dos, de esa relación de amor-odio, que caía en la exageración. Cada vez que Mr. Finley entraba a la oficina, todos los que pululaban alrededor sonreían de gusto de solo pensar en los reclamos que él le haría indefectiblemente a la pobre Tatianita.

Él siempre le encargaba todo tipo de tareas imposibles de realizar. Ella siempre trataba de cumplir a cabalidad con todas, hasta en el más mínimo detalle. Y luego, con su sonrisita meliflua, él le decía algo así como: “está bien, pero… Buen intento, pero aún te falta mucho”. O: “eso ya lo he visto antes, nada que me conmueva. Bien, pero no me sirve. No me da nota. Vuélvelo a hacer”.

Y ella siempre intentó en su oficio de aprendiz, intentó por todos los medios de moverle el piso, pero nunca pudo. Él no dejaba de fastidiarla, de acosarla, de hacerle ver que por mucho que lo intentara, nunca sus esfuerzos serían recompensados. A ella le hervía el cerebro y su alma se desmigajaba. Se sentía frustrada, en su intento de complacer a aquel individuo; lo suficiente como para que él quedase satisfecho de su eficiente desempeño como asistente del departamento de relaciones institucionales.

Cada mañana, aquella pobre criatura llegaba de primera y preparaba todo como él lo exigía y durante todo el día volaba a cumplir sus encargos. Después del almuerzo, él desaparecía un par de horas y justo cuando faltaban algunos minutos para terminar la jornada, él aterrizaba en paracaídas con cara de trasnochado y automáticamente empezaba a pedir llamadas a granel, impaciente y con la viva mirada de Hitler, al tiempo que exigía las cuarenta mil cosas que todo ejecutivo requiere para un viaje extremadamente urgente.

Así, Tatianita se veía embebida en un mundo de peticiones absurdas pero típicas de un ejecutivo de cierta importancia: hacer reservaciones de hoteles en zonas imposibles de llegar por la vía normal, buscar un piloto con avioneta, sacarle ochenta veces la punta a los lápices, que le hiciera igual sarta de faxes, listas infinitas de sus muebles que debían ser trasladados por barco, la preparación de una agenda llena de reuniones con cien mil clientes imaginarios y socios de aquí a las Malvinas, Nueva Zelandia o Dubái. Su adorado jefecito se había convertido en una especie de insoportable Howard Hughes.

Tati tenía que consultar los cambios de vuelos, los pagos de tarjetas, preparación de cheques y compras en la farmacia de ochenta mil medicamentos, o envío de flores y obsequios a todas sus concubinas y admiradoras.

En cuanto al aspecto físico de Mr. Finley, podría decirse que a simple vista dejaba mucho que desear. Delgado, alto, y con poca musculatura. El individuo no era atractivo a simple vista y su porte era algo desgarbado. Su indumentaria era monótona y severa, con escasa variación de trajes grises o marrones que parecían quedarle algo grandes, como si hubiera perdido unos kilos recientemente.

Excepto por su voz (seguramente copiada de la de Vin Diesel), lo que más impresionaba de Mr. Finley era su palidez, pues al parecer era hipersensible al sol y nunca iba a la playa. Delgado, huesudo, con ojos grandes como ave de rapiña, ni alto ni bajo. Podría tener menos de cuarenta, pero se veía algo envejecido, seguramente a consecuencia de los trasnochos.

Eso sí, contaba con un harén de fieles cortesanas, desde la abnegada esposa, rica e influyente, hasta la bedel que limpiaba la oficina. Cantidad de damas lo llamaban insistentemente y lo trataban como al mismo James Bond. ¿Pero qué demonios tenía este tipo? Ni siquiera sabía bailar. Nada en especial que pudiera llamarse sex-appeal, solo que por el volumen de féminas interesadas en su paradero y existencia y por la forma en que le seguían como si fuera petróleo, Mr. Finley, al igual que los jeques árabes, tenía mucho, mucho poder.

En ocasiones, Tatianita perdía los estribos con su jefe y en algún momento, había deseado matarlo, rociarle un insecticida, acabar con él de una vez por todas, pero siempre había encontrado la forma de aguantarse la cólera y no hacerlo, conteniendo sus impulsos a como diese lugar.

Por último, él había comenzado a quejarse de ella en varias formas. Su evaluación dejaba mucho que desear y esto ya se lo había advertido el jefe de personal, quien la había citado para exponerle con argumentos extraños, la necesidad de “mejorar la productividad” y de acelerar la marcha de los trabajos, porque no se estaban cumpliendo las metas que su jefe esperaba obtener del nunca bien ponderado departamento de relaciones institucionales. Ella había escuchado todos aquellos consabidos argumentos inventados, con infinita paciencia, y a sabiendas de que mentía, había prometido ajustarse a los nuevos requerimientos.

Por último, Mr. Finley comenzó en forma solapada a hablar de la necesidad de contratar otra asistente, para salir de la sobrecarga de trabajo que tenía.

Apenas al oír esto, Tatianita se puso lívida, pensando que su adorable jefe iba a despedirla enseguida. Pero él, con sonrisa meliflua le explicó que tenían nuevos clientes y más trabajo que atender, pues se requería ampliar la oficina. Y que la nueva empleada vendría a ayudarla, motivo por el cual ella debía estarle infinitamente agradecida, y nunca darse por vencida en su intento de convertirse en gerente del departamento alguna vez en la vida.

Lo que su jefe indio no le explicó a Tati era en dónde iban a colocar a su ayudante de turno, la nueva esclava del harén. Luego, él se las arregló para mandar a colocar un nuevo escritorio, contiguo al de ella. Esto la tranquilizó por unos días. Pero cuando apareció la Miss Princess y pudo detallarla, sospechó lo que tanto temía: que sería entrenada por ella y luego, unos días más tarde, a ella le llegaría la infaltable despedida.

Fueron unos días agitados, porque la pobre criatura tenía que fungir de maestra y explicar, con lujo de detalles, todo el funcionamiento de la oficina, de la agenda del jefe y de las comunicaciones con clientes y medios de comunicación —aparte de la organización de eventos, las compras, pagos y asuntos personales de su jefe.

Pero lo que más le fastidió a Tatianita fue presenciar el tórrido romance entre Scarlett y Mr. Finley, que no se amilanaban ni disimulaban la situación con el resto del personal.

Anita Pantin (12)

Todas las flores, los halagos y las felicitaciones le llovían a la Scarlett, como para que ella se muriera de la envidia y con razón.

La nueva sucesora, como era de esperar, brilló por su simpatía y amabilidad, y sobraron diariamente los comentarios a su favor. Mientras que ahora, el resto de los empleados se apartaban o contemplaban silenciosamente a Tatianita, sabiendo el amargo destino que, sin duda, le esperaba.

Antes de cumplir dos semanas del advenimiento de Miss Princess, Tatianita se enteró de que ya Mr. Finley había mandado a preparar su liquidación y que estaría lista para fin de mes.

Pero dos días antes, la nueva asistente chocó y se dislocó un brazo, por lo que tuvieron que ponerle un yeso con cabestrillo.

Así que Mr. Finley se dedicó a exigirle a Tatianita que se ocupara de todo y que incluso le enviara flores a la señorita Scarlett. Y ella volvió a verlo resoplando y levantando la voz, cada vez que se asomaba desde su puerta pidiendo llamadas.

Justo el día en que supuestamente ella recibiría su carta de despido, él amaneció muy resfriado y al entrar a su despacho, le dijo que entrara para anotar algunas cosas.

Esta vez, no pudo disimular la ronquera y simplemente le advirtió que, debido a su malestar, se ausentaría para ir a un médico. Por lo cual, ella debía ocuparse de todo y avisar al resto del personal para que lo excusaran por no poder asistir a la reunión con los gerentes.

Darling, vas a tener que cortarte las venas. Te vas a quedar solita, sin tu querido papi…No me falles.

Y para cerrar con broche de oro su actuación, ordenó una caja de bombones para Miss Princess.

A ella esto le pareció tan odioso, que se acordó de una película donde el violador de unas mujeres recluidas en un psiquiátrico, simplemente se justificaba diciéndole a la policía: “es que nos acostumbramos a que nos trataran como a dioses”.

En su interior, ella se vio a sí misma rebanando a Mr. Finley con una gigantesca sierra eléctrica, del tipo de la que sale en Doble de cuerpo de Brian de Palma.

Pero entonces lo pensó mejor, mientras se veía empequeñecida por lo sucedido, por sus argumentos, por su diabólico tratamiento.

Ella había tratado de contenerse, sonriendo dulcemente y luego, como con un gesto de súbito dolor de cabeza, tosió y apenas murmuró:

—Sí, pero ya vuelvo…Voy a buscar una aspirina.

Él sonrió y se puso sus lentes polarizados de sol y salió triunfante de la oficina, imaginando el bonito día que tendría la rubia tonta de relaciones institucionales.

Tatianita estuvo el resto del día trabajando como Robotina. Anotó los pedidos del día y con una voz suave y calculada, les participo a todos los empleados que, por los momentos, necesitaba de la colaboración de todos, para que no la interrumpieran en su oficina, debido a la situación de emergencia presentada.

Luego se encerró en la salita de archivo e hizo varias llamadas. Averiguó lo que le interesaba: una oferta de trabajo. Por el hilo se enteró de que el puesto estaba a la orden y de que solo necesitaban que ella dispusiera la fecha de su ingreso a la nueva empresa.

Después de esto, procedió a redactar y firmar su carta de renuncia y con esta, se fue directamente a la oficina del jefe de personal, quien en ese momento estaba solo, sorbía una taza de café y, al verla, la mandó a pasar. Ella aprovechó el momento y le colocó la carta sobre la mesa.

El hombre se colocó las gafas y puso cara de asombro. La miró extrañado.

—Pe-pero Tatianita, ¿Cómo se le ocurre? Estos no son momentos…

—No lo serán, pero está hecho. Me voy y no vengo más.

—Tendrá que dar preaviso… Hay que buscar a otra persona… Eso toma tiempo.

—No acostumbro a darlo. O puedo venir una semana sí y otra no.

—Se le descontará…

—¿Qué tal si me bota?

—¿Yo? No me corresponde… Eso…

—Pero usted ya estaba encargado de entregarme el memo de despedida. A nombre de Mr. Finley… ¿Cierto?

—Pero cambió de opinión. La señorita Scarlett está de reposo…

—Pues yo no ¡Bóteme! Así cobro doble.

—Se darán referencias muy feas de usted…

—¿Ah, sí? Yo también tengo cosas muy feas que contar de usted y Mr. Finley…

—No la entiendo, señorita Roldán… ¿A qué se refiere? —dijo el hombre tosiendo y sonriendo…

—Por lo mismo que sé, a ustedes no les conviene el chisme ni que se sepa la verdad… El vampirismo es muy feo.

—¿Qué, está loca? No me diga que cree en vampiros…

—No creo en ellos, pero de que chupan, chupan… Solo dígame cuándo vengo a buscar mi cheque por despido. ¿De acuerdo?

Encogiéndose de hombros, el individuo solo atinó a decir:

—Será. Supongo que para el martes. Écheme un ring, porsia. ¿Y hablando de todo, para donde se va?

—A Disneyworld primero… Si puedo le envío una postal, para que se la muestre a Mr. Finley… Estoy segura de que a él le encantará…

Muchos años después, Tatiana se enteró (por una antigua compañera), que Mr. Finley había muerto en el exterior, víctima de un infarto. Que había montado una empresa de seguros y que se había casado por tercera vez con una millonaria norteamericana. Pero lo que más le llamó la atención, es que los empleados de la empresa donde ambas habían trabajado, recordaban el tiempo en que Tati los abandonó, porque el jefe había estado más de un año contratando asistentes y ninguna le servía, y siempre decía quejosamente:

—Tatiana lo hacía mejor. I miss her a lot!

Y, por lo que le explicó su amiga, habían sido tantas las quejas sobre la neurosis y trato despótico de Mr. Finley, que al final los nuevos socios de la empresa optaron por despedirle…

Y la ingenua Tatiana, que ya había conocido a varios vampiros de la misma estirpe, más ninguno con una voz tan sexy como el finado Mr. Finley, se regocijaba de pensar que ya no tenía por qué cortarse las venas.

 

 

Iliana Gómez Berbesí. Narradora y guionista de televisión y cine venezolana. Es autora de los libros de relatos breves Confidencias del cartabón (1981), Secuencias de un hilo perdido (1982) y Tornillos (1983), así como de la novela ¡Alto, no respire! (2010). Coordina en Caracas distintos talleres de cine y literatura fantástica.