En paz

Claudia Salazar Jiménez

Morimos a partir del instante en que nacemos, pero solo decimos

que morimos cuando hemos llegado al final de ese proceso, y a veces ese final

se prolonga aún un tiempo horriblemente largo.

Thomas Bernhardt, El aliento

 

¡Mariana Speranza!

Hace cuatro años que no escuchaba mi nombre. Casi había olvidado su sonido. Tocan la puerta tres veces. La última vez que lo oí fue un jueves, hace cuatro años, mientras salía de la oficina. Era el último día que trabajaba ahí. Renuncié. Por fin me había atrevido. Me costó un poco tomar la decisión. Solo un poco. Había hecho los cálculos cuidadosamente. Tenía suficiente dinero ahorrado. Podría tomar unas vacaciones prolongadas. ¿Cuál era realmente el plan? Ni yo misma lo sabía. Pero ciertamente no era esto. Permanecer todo el día frente al televisor. No. Estuvo bien al principio. Pero ya van cuatro años.

Aquel jueves llegué temprano a casa. Aliviada. Adiós a la rutina, pensé. No tenía mucho apetito. Fui directamente al sofá. Me envolví en las noticias del día. Propuestas del Presidente para aumentar el presupuesto. Problemas en la frontera con indocumentados. En fin. Siempre lo mismo. Comencé a pensar en la cena. ¿Comida china o comida mexicana? Mexicana. Quise incorporarme para tomar el teléfono. Y ahí sucedió. Era un calor denso. Al centro del pecho. El peso de un animal enorme acomodándose para ver televisión conmigo. El calor culebreó hacia mi cuello. Un collar apretado. Después, la oscuridad. Como si alguien, de repente, me apagara. Como si fuera yo fuera un electrodoméstico desconectado….

Cuando pude ver nuevamente (no voy a decir que se hizo la luz), noté que mis párpados ya no se cerraban. Mis piernas no respondían a las ganas de levantarme. Mi cuerpo estaba sentado pacientemente frente al televisor. Estaba sola, sin el animal enorme acechando. Todo lo que tenía al frente era ese canal de televisión que iría anunciando la hora, el día, el paso ecuánime del tiempo. Un segundo tras otro. Mis células daban cuenta de ese avance. Mi cuerpo comenzó a hincharse, rebosante de fluidos que querían escapar. He sido consciente de todo lo que le pasaba a mis tejidos y órganos. Ese lento proceso que fluctuaba entre la rigidez, lo líquido, luego lo blando y la rigidez nuevamente. Aun así, no sufría. No sentí dolor. Esto de no respirar es extraño pero, si consideramos el resultado olfativo de todo lo que se iba licuando en mí, es lo mejor.

El tiempo del cuerpo puede ser muy distinto. Por suerte las noticias me permiten llevar cuenta de la fecha, de esos días y semanas que pasaban uno tras otro. Agradezco ese avance, pero hay noticias que ya no soporto. Los tiroteos en colegios o universidades. Cuando suceden (y los hay con mayor frecuencia) ya sé que no se hablará de otra cosa por una semana. Parece que el canal quisiera exprimir hasta la última gota de sufrimiento. Por poco y entrevistan a las paredes. El responsable de uno de los tiroteos más recientes era un chico de diecisiete años. La edad que tendría ahora David, mi primer (y, hasta donde sé, único) sobrino. No he vuelto a verlo desde que tenía cinco años. Mi hermana y él viven en otro estado. No sé cómo, ni recuerdo el porqué, dejamos de frecuentarnos. No me llamaba, yo no la llamaba. Quizás las dos estábamos muy ocupadas. Mi hermano menor se fue a otro país apenas terminó la universidad. Tampoco tenía noticias suyas. Y mi madre… ese es otro asunto.

¡Mariana Speranza!

Insisten en tocar la puerta. En llamarme. Deben ser dos hombres porque esta voz es diferente de la anterior. Quizás son los cobradores de la casi eterna hipoteca. Había dispuesto que los servicios fueran pagados automáticamente. Mi cuerpo tenía su propio tiempo. Los bancos también. Hay un flujo de cosas que avanzan y siguen su curso sin que nadie intervenga en ellas. Dicen que somos meros engranajes dentro de un gran mecanismo, pero tiendo a pensar que ni siquiera eso. Una mancha verde apareció en mi abdomen los primeros días y fue invadiendo toda mi piel. Mis vacaciones fueron devoradas por las cuentas. Mi cuerpo se vaciaba de fluidos. Por suerte, la electricidad y el cable no dejaron de funcionar; pero tal vez el pago de la hipoteca se suspendió. Si hago los cálculos, es probable que mis ahorros se agotaran en estos cuatro años. En casa, todo había seguido funcionando como si yo pudiera respirar aún.

Mis vértebras se han ido ablandando. Espero que puedan seguir sosteniéndome. Hace un par de meses surgió una noticia prometedora. Si hubiera podido servirme pop corn, habría sido feliz. Un avión había desaparecido por el Océano Índico. No había registro de comunicaciones con el piloto, a pesar de que se registró un cambio de ruta. Era todo un misterio. Pensé automáticamente en mi serie favorita: Lost. ¿Sería un secuestro? ¿Los llevaron a una isla para hacer experimentos? El problema de mi cuerpo tomó serias dimensiones. Rogué por no desintegrarme. Que las vértebras y mi piel cada vez más rígida se sostuvieran. Que la cabeza no se me cayera, ¿en qué posición quedaría si eso pasara? ¿Podría seguir viendo las noticias?

El canal hizo las típicas entrevistas a los familiares. Algunos de ellos llamaron a los pasajeros y sus teléfonos aún timbraban (o eso parecía). Quizás estaban muertos y eso era realmente inútil. A mí, nadie me ha llamado en estos cuatro años. Las cuentas de mi teléfono seguían siendo cobradas. Nadie me llamaba antes. Nadie me llama ahora. Nadie de la oficina. Mi madre tampoco. Hace siete años recibí varios emails y una tarjeta de invitación enviada desde la dirección de mi hermana. Mi madre se casaría por segunda vez y querían que yo fuera a la ceremonia. No. No fui. Ella sabe bien los motivos. No hablaré de eso ahora. La muerte no cambia nada. Nunca amé a nadie. Nadie me amó. Estoy en paz. Después de un mes, ante la falta de novedades, detuvieron las transmisiones sobre el avión perdido.

¡Mariana Speranza!

Es la tercera vez. Escucho pasos. Más voces. No puedo contestarles. Mi mandíbula y mis dientes aún están firmes, pero inmóviles. Rompen la puerta. Entraron. Dos policías me miran con asombro y un poco de susto. Entra otro hombre con ellos. Se acercan hacia mí.

—Momificada. —dice el que no es policía. Su voz no destila ninguna emoción. Como si ser momia fuera parte de un trámite burocrático.

Uno de ellos llama a la ambulancia. Otro revisa los demás cuartos de la casa. Todo lo pertinente en estas circunstancias. Es la cobranza de mi hipoteca. Después de una tanda de comerciales, se transmite uno sobre la nueva pastilla anti-depresión. Un perro negro salta sobre un arco iris, pero este crece y lo engulle. El pasto echa flores sonrientes. La pastilla es muy efectiva pero te puede provocar infecciones, un ataque al corazón o destruirte el hígado y los riñones. Uno de los hombres limpia la pantalla del polvo acumulado. El canal anuncia que hay novedades sobre el avión desaparecido. ¡Por fin! En ese momento entran los paramédicos. Empujan una camilla a la que deberían aceitarle las ruedas. Dos de ellos toman mi cuerpo. No ahora, por favor. No ahora cuando por fin sabré qué pasó con ese maldito avión. Les cuesta separar mi cuerpo del sofá. Forcejean, se molestan. Uno lo logra, pero mis cervicales ceden. Se acabó la paz. Mi cráneo rueda. Maldita sea. Alguien lo detiene. La misma persona lo toma y me introduce en el saco negro con el resto de mi cadáver. Escucho que el televisor anuncia que se encontraron los restos del avión en… Cierran la cremallera y ya no puedo oír más.

 

Claudia Salazar Jiménez. Autora peruana. Su obra comprende la novela La sangre de la aurora (2013) (Las Americas Narrative Prize of Novel, 2014) y el libro de relatos Coordenadas temporales (2016). Ha editado las antologías Voces para Lilith (2011) y Escribir en Nueva York (2014). Dirige el Festival de Cine Peruano de Nueva York (PERUFEST) y es profesora de Estudios Hispánicos en Brooklyn College, CUNY.