Silvia Guerra
1
Venía obstruyendo desde atrás en demasía
adentrando ese tiempo que se agolpa
en lo blando de las articulaciones. Y así
por el camino en bicicleta entre los ceibos
así, en el empedrado y la mañana.
Estaba un poco más allá la fuente el
surtidor, los topacios guardados de la
fragua del viento, los anillos que quedan
de cualquier extorsión. Sin embargo hay
un hilo que la busca, un tiento debajo de
las lonjas apiladas y que la luz transmite.
Quedan las piras, una sobre otra, el alto
pelo para la tarde próxima. Esta mañana
la luz filtra en las hojas y la tarde modifica
sus tallos. Una granada presa en grutas toscas
muda la materia reciente en una gloria verde
atiborrada entre la clorofila.
Es mejor el resguardo de esa hora que confunde
en las sienes. Recogerse.
El silencio es mejor. Vale la noche, vale
reiterarse en las ventanas removidas y ser
en ese instante luz en la pared
siguiente. Contra la nuca todo lo que resta:
posibles espasmos en las hojas
el halo que desprende la emoción.
Asciende trabajosa entre pausas y hiatos
ahogando estridencia y mediodía poniendo
trapos a los celos y proyecta las demás cabelleras
esparcidas, atónitas pero el rumor persiste crea
un submundo crece apenas. Un espacio en que
moverse desde el pálido papel hasta el sitio en
que la carnadura de la voz va al recinto del asma
y un todavía puede insinuarse, Aún,
rozando el vaso enroscando en un humo
anfibios que caen
en la maraña de la noche,
liban de ahí, entre el olor y el sueño.
2
No quedaba tan claro como viene. Si es del anudamiento
o es del pasmo, Nunca sabrá el olvido lo que cubre.
Balanceándose como un vestido de verano en la azotea
insinuaba opulencia en el verde, advenimiento
de lo casto produciéndose, océano desde sí más
a la espuma. Recorría la costa alta la luz buscando
entre las rocas veletas animales del plancton partículas de
seres que la noche ilumina. Hasta ahí, el canto era otra cosa.
Después la oscuridad pone su marcha y en la pregunta
aplasta lo que emerge. El mar como un fondo o apego
algo que llama. Siempre a llorar por esas mismas partes
de cielo, esos recortes de la costa en las desembocaduras.
Hay un borde en el que crecen pinos oscuros que perfuman
el viento. Una superposición de mareas, una alborada saca
polvo del astro: debería el tiempo respetar esas cosas
y las líneas dibujarse en otra dimensión.
Cables trenzados, rayas que no cesan.
Las mujeres se agolpan. Los vestidos
se achatan, quién quiere remontar esa subida,
si son los monos famélicos que desde la cima
tiran piedras. El traje en la ventana se ventila
y guarda, entre las fibras, las temperaturas de la brisa.
Puede ser que la muerte se introduzca esta tarde.
Puede ser que se anime o que no le convenga.
Como esas rutas que atraviesan los campos, es
el mismo campo compungido que atraviesa la
estepa aunque a esa altura ya haya surtidores, agua
en baldes de lata, remansos en la sombra. Lo que
queda de ahí es viento amable que a veces trae
perfume de fruta, de hojas de limonero, de
árboles de duraznos agrupados. Así la medianera,
así el silencio de la distracción y la distancia.
Pasa una nueva altura sobre sandalias libres que
lleva de otro modo la minucia. Y se desprende la
blusa en la frescura del color violeta. Pasa la luz
ahora y filtra lo que el sol dejó en la fruta, más
perfume viscoso, el tiempo apremia.
Solo el alrededor que queda en los
cordófonos cuando pica la tarde entre las aves.
Arma la rama que dice solo Ahora.
Los vegetales se deletrean entre los dedos.
Las yemas que apaciguan al tacto del socaire.
A la textura de su crecimiento.
Y desde atrás de una ventana, sobre la faz del mundo,
se ven unos carros que giran, rebozos que salpican
con manchas la planicie, más allá, unos fardos apilados
con reflejos dorados, entre todo norias atadas con trapos
ateridos. También hay otras cosas, embarcaderos, amaneceres
rojos, aquí y allá los ojos quietos de los santos
Y el tornasol erróneo e imperfecto
de esa agua que pasa contra el cielo.
3
Sin intención. Digamos despoblada.
Interna, adentro, exclusa, inexplicable. Sí.
Inexplicable y sigue. Sigue sigue. Siempre,
esa palabra que perdura, que le saca el tiempo
a lo demás, queda en la línea inerme de presente
que es blanca. Cielos rayados en la noche, campos
cruzados a traviesa. El dolor en pañuelitos ciegos
guardados en el cofre. Ah. Adviene, inmensa ola.
Curva la noche igual siempre apabulla, entre tanto,
el adentro prospera en el gerundio nadie sabe hacia dónde.
Porque se puede presentar cardumen y empezar a manar
sangre de golpe. Puede ser. El ruido de un gong, una figura
inmensa o aureolada. Explaya, expande. Y deja de importar,
las demás cosas, el plato con las hojas de menta la lengua
los ojos que llegaron presurosos a ver qué sucedía, si había
ayuda posible, dónde. Era. En la premura de las horas, ese
instinto secreto que guía a los mamíferos a su alimento
primordial. A las madres detrás de los camiones que reclutan
los hijos, Deméter caminando por días sin parar y sin agua
cuando la tierra se cierra detrás de los aullidos. Ah. Y los
coros con las manos unidas. No hay bendición ninguna en
ese rito, solo repetición, idolatría, solo el mando que eleva
la continuación al infinito. Entre tanto, y dentro, interno misterio,
indescifrable. Atrás silencio. Y atrás, lluvia que cae
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Por ejemplo: el calor. En cualquier parte del día
Incendia la columna, llena de agua pliegues, recovecos
de los que se desconocía su existencia. Sí. Sí.
Aparecen membranas mientras va cantando el día
Y todo lo que está, florece. Olores. De las flores, orín,
olor del corazón bombeando negro apretujado ya falto
en su raíz. Sí, olor del miedo cuando joven la grupa
por el monte fulgía. Sí. Y más acá paisajes, con aviones,
los ríos dibujándose en el mapa. Todo el ras de la tierra
en polvareda. Más miedo despertado en los incidentes de
la tarde. Ah. La definición se ve impelida el tiempo
pasa sucediéndose en tramos, extremos, la música disuelve
los huesos de los hombros, los pequeños omóplatos. Esa es
la unción de los pezones incipientes un día, raya, la foto
mantiene la espalda en presente infinito frente al agua.
Ahora en la voz, ahora en el cuello que se cede, en el calor.
Traicionero. El cuadro de Brueghel desplegado en las tablas
donde pasa a la vez, todo. Simultáneo. El calor,
los montes de hace un rato desprendiendo olor a matorral,
un poco de sangre en la corteza colándose hacia abajo. No
hay resultados, todo es,
al mismo tiempo.
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En la otra punta de la línea se balancea la impotencia
Pero en medio está todo. Pugnando por su forma imposible.
Acumulándose en el producimiento interminable. Se huele
se oye el ruido de fondo que acelera su pulso. Emerge
de los sueños mezclada con la niebla en jirones, crujiendo
de asombro en la penumbra. Acunada, y el diálogo
amoroso que descansa en la paz del laurel. Preferís el mes de
tierra removida como marca el recuerdo y esa voz
que se escucha en los andenes de alta velocidad repite
no te creas —no te creas—
no te creas —no te creas. Se sostiene porque la sola vida la sola
manera de estar vivo ha dictado esa cifra. Que gotea en
la especificidad del tramo. Aparece en los ojos la perdición
justo cuando la enfermedad daba la vuelta.
La proyección tira del halo más allá. Que jala. Ya nadie sabrá nada.
Solamente retumba la voz de los andenes al compás del zumbido
Y parece que dice Chajá! Chajá! Chajá!
Silvia Guerra. Autora uruguaya. Entre sus poemarios se encuentran: La sombra de la azucena (2000), Nada de nadie (2001), Estampas de un tapiz (2006) y Pulso (2011), así como de los textos Fuera del relato. Una biografía aproximada de Lautréamont (2007) e Historias de un pueblo que dejó de serlo (2014). En 2012 le otorgaron el Premio Morosoli en Poesía a su trayectoria.