Jorge Ortega
Escalera del agua
Porque es el alma, dice este santo, como el agua: que si se le toman las vías, se recoge y sube arriba. Y si no espárcese y consúmese, y deja de ser, sorbiéndosela la tierra.
Baltasar Álvarez, siglo XVI, traduciendo a Gregorio Magno
El agua sube a recibirnos
a los vertiginosos balcones del oído
y baja junto a uno
peldaño
a
peldaño
hasta decir adiós
y regresar consigo de nuevo hacia lo alto.
Pasajeros en tránsito,
somos nosotros, no ella,
los que sin más pasamos.
Suba hasta el pensamiento
o moje la baldosa
el agua siempre está
o no termina
de irse.
No asciende ni desciende
ni principia ni acaba: permanece
abstraída en su cauce
como el tictac oculto de las piedras
que nunca hemos notado
y sin embargo se mueve.
Y nosotros que venimos
y vamos, que entramos y salimos
extinguiendo fuegos, apagando candelas, cediendo a la camilla
en cada latido
que nos despluma por dentro.
Paremos un rato.
Bajemos más despacio
a nuestra tumba.
Entre palabra y palabra,
entre un paso
y otro
hay jardines sonoros que prolongan la vida.
Laudas
Piedra forrada de verde.
La congelada explosión de la dureza se ha visto atajada por la ortiga.
Hay jardines casi secretos larvando en las fisuras, inesperados huertos donde el helecho desova el asta de su primicia.
Quién hubiera dicho que en el friso acantonaban las esporas, impávida coraza de tiempo perturbada con el vaho de lo que calla y fluye.
Quién habría dado un quinto por tal quincallería, ese menhir de cascos fragmentados que por inercia o milagro mantiene su verticalidad.
Una brizna de pasto despega las junturas de una pilastra, las comisuras de una fachada selladas con el polvo de los jubileos.
Trabajo de la hormiga, minuciosa y perenne cruzada del insecto empecinado en traspasar un sillar con la paciencia de los fósiles.
He ahí el abrazo de la enredadera en las pirámides del trópico, carne firme y efímera sobre un cuerpo añoso y perdurable.
He ahí la maleza disuadiendo lápidas y pedestales, cenotafios; socavando contrafuertes como una lenta saliva de vapor, una lava rastrera que se disemina morosamente bajo los pies.
El olvido alarga sus extremidades, se desborda en sus arborescencias, comienza a abonar sus primeros frutos de abandono sin que nadie lo advierta.
Tarde es ya para impedirlo.
Vitral
Cómo decir los colores
que aún no tienen nombre,
los matices inéditos
que el sol funde y olvida
en tus ojos atentos.
Contemplas lo inmutable con azoro;
no es la medalla fiel de la rutina
o el gusto de saber lo que posees
otra vez donde mismo, no la ciencia
de mirar distinto
lo que no cambia ni se desplaza.
Es lo de afuera, lo que no está en ti,
el lienzo mineral erguido a solas
en la gruta polar de la penumbra;
lo que no ostentas,
aquello que se ofrece de otro modo
y hace la diferencia
embriagando la espera
de interrogación y maravilla.
Renuncia al paradigma
y conserva su lustre,
la piel de las variantes.
El vitral
seguirá ahí, pero el fulgor no siempre
volverá de igual suerte a atravesarlo
para imprimir en la retina
un firmamento de nuevos esmaltes
que no podrás nombrar.
Piedra que sangra
Alza la vista y toca
con el tenue pincel de la pupila
el ábside doliente.
La gravedad del peso
lo templa y lo condena
a la eterna quietud de las cosas sagradas,
a la más alta forma del olvido
que es aquello que no puede palparse.
Los arcos, las pilastras
segregan su desgaste, la impasible
y sinuosa
oxidación de su entraña:
hilos de herrumbre, larvas minerales
enmohecidas con el resplandor
que emanan las vidrieras
al inflamarse el día.
Cuánta química arriba tejiendo firmamento.
El árbol de las nupcias sigilosas
conspira en la materia
y une sobre ti la punta de sus ramas
como un gran candelabro.
Y tú que tanto desoyes
o dejas escapar,
que de tanto prescindes
al ver siempre hacia enfrente
o tratar de entender.
Cátedra de geología
Una localidad que no conozco
me aguarda con las alas de sus desfiladeros
tendidas como un ángel de roca corroída
o envuelta por el paño de la bruma.
Ciudad, pueblo o aldea
pero estación al cabo
para los entreactos de la errancia, para clavar la pica de la tregua
al vencer
una cuesta
cubierta de encendidas amapolas.
Ya imagino ese sitio
izarse en el poniente,
ya lo presiento hendir los pinares del cielo, la fronda de las nubes
con sus campanarios limados por el frío
de la calva meseta.
Queman leña muy cerca
y rueda una corriente
por donde no se ve de tan profunda,
despeñadero
abajo.
Hay vida entonces
por aquí
o me aproximo a ella.
Es el caudal tallando el mineral
con su batido fango
de cristales quirúrgicos,
la presurosa linfa que lava las paredes, enjuaga sus renglones, horada el continente, araña
alguna esencia
sin asirla,
cincela lentamente un panorama en los flancos sombríos
y anota sobre el hueso inexorable
al ritmo cadencioso de nuestros humores.
Así tú y yo
al repetir los hábitos del agua
para llegar al fin,
hasta llegar al fin.
Dorsal Atlántica
Ciego a lo próximo, cerrado a lo inminente,
consigo echar las redes más allá de la sombra
y su borroso dique
de heredades inútiles.
Del otro lado está
la orilla que soñamos,
el espejo del mar resplandeciente
prefigurando un puerto,
la luz mediterránea
que vuelve a hacer visible lo esfumado.
Me mido contra el hueco
donde estuvo lo justo, contra el hueso
de polvareda y aire
calcinante
del rabioso estío
donde antes estaba
donde
había.
Detrás del cerco abstracto de la noche,
al margen de su cúpula gaseosa
o más allá de aquellas fragosas latitudes en que se carbonizan los horarios
brilla el lomo desnudo
de un lugar imposible.
Jorge Ortega. Poeta y ensayista mexicano. Autor, entre otros libros de poesía, de Ajedrez de polvo (2003), Estado del tiempo (2005), Devoción por la piedra (2011, 2016) y Guía de forasteros (2014). Es doctor en Filología Hispánica por la Universidad Autónoma de Barcelona y miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte de México.