Eterno, pasajero

Carlos Postlethwaite
 

 

 

Somos y no somos

Heráclito

 

 

Desperté con los pendientes que hasta el momento había acumulado: bajar de la litera, blasfemar, restregarme la cara, mesarme el cabello, ir a clases, comprar despensa, sopesar —sopesar sesudamente y durante largo tiempo— el lavado de la ropa sucia, la limpieza del asqueroso baño comunal. Cada momento se presentó ante mí como los momentos suelen presentarse: efímeros y eternos; pasajeros e interminables a la vez.

Con la mira puesta firmemente en llegar a mi clase de antropología me cepillé los dientes, tomé agua, engullí un pan rancio aprisa. Sentí, mientras ejecutaba cada uno de estos actos, que ninguno de ellos terminaría jamás y que ninguno había iniciado nunca. Cada movimiento parecía ocurrir desde siempre, y para siempre. Me encontraba atrapado en —por nombrar alguna cosa— la dolorosa acción de amarrar la cinta de un zapato; en pellizcar con mis dedos ensangrentados un cuellito a esta porción de una agujeta, de enredar el tramo de agujeta con otro tramo de la misma agujeta. Luego tirar. Hacer un ovillo, girar el cordón y tirar por siempre y para siempre, con las dolencias ocasionadas por mi piel rota al dorso de cada mano.

Por momentos creía no haber girado el cordón jamás y sin embargo estar allí tirando el lazo, intentando estrangular el cordoncillo con fuerza suficiente para partir una lombriz en dos, apretando los dientes para soportar el fuego en mis nudillos.

Una vez terminada cualquier tarea (por ejemplo, la de amarrarme la cinta), me parecía no haber tenido rol en ella jamás. Todo acto mío coincidía en esto; en que yo me sentía desligado de su ejecución. Después de pasar saliva, me parecía nunca haber tragado yo saliva; después de haber suspirado, jamás haber suspirado. Podría jurar que nunca mordí aquel trozo de pan podrido esa mañana. Todo recuerdo, por más reciente o lejano, me parecía antiguo y tenue. Tanto, que admitía la posibilidad de que todos mis recuerdos, inclusive los más nuevos, fueran productos de mi imaginación; eventos jamás acontecidos.

En este estado de conciencia fue que me encontré frente a la puerta de ingreso al salón de mi clase de antropología el 11 de octubre del 94 a las ocho-cincuenta-y-tantos de la mañana. Cuestionaba la veracidad de, unas horas antes, haber desmontado el segundo piso de la litera, blasfemado, mesado mis cabellos, restregado mi cara, amarrado las cintas de mis zapatos, mascado un pan enmohecido y cepillado los dientes. Pero también tenía la certeza de haber hecho todo eso y de sentir que cada acción la ejecutaba por siempre. Estaba seguro de haberme tallado y tallado (y tallado y tallado eternamente) los dientes, al mismo tiempo que tenía la certeza de nunca haberlo hecho.

Frente a la puerta del salón me sorprendió por primera vez el pensamiento que hasta hoy, 29 de octubre de 2062, me aqueja. Ese 11 de octubre de 1994 me asaltó por primera vez la idea de que el día que transcurría aún no llegaba. Duermes la noche del 10 de octubre, me dije. Todo lo que has creído vivir hoy, empezará después de que despiertes. Por ahora sigues dormido. De ser así, continué, sugiero te untes pomada en las manos antes de salir. Esto último me lo dije porque las grietas ensangrentadas al dorso de mis manos me impedían manipular el picaporte y destrabar el pestillo para ingresar al salón de clases.

Con las manos punzando, opté por hacerme a un lado y permitir que otros estudiantes entraran. Una muchacha alta y de pelo negro franqueó la puerta enérgicamente. Decidí lanzarme tras ella. Alcancé a impactar la puerta con el hombro antes de que se me cerrase en la cara. Entré tras la muchacha y topé de lleno con la enorme gradería descendiente. También te aconsejo salir más temprano, me dije. Un enjambre de cabelleras humanas atiborraba los 500 asientos entre el lejano podio del conferencista y el muro curvo tras de mí. La puerta se reincorporó en el marco bajo la influencia de su propio peso con un clic. Recargué la espalda en ella y resoplé. Recorrí mi cuerpo unos centímetros a la derecha y me deslicé hasta acabar sentado en el piso a un lado del umbral, dispuesto a mendigar la cátedra (como si fuera un personaje de Borges) desde allí. No estás soñando, me dije, esta es la realidad que has de soportar. Intenté hacer puños con mis manos. Sangre densa emergió de entre las tiras grises de piel reseca y costrosa. Algunas manchas al rojo vivo parecían estar a punto de estallar. Mis sienes punzaban. Vanesa, una compañera a quien le solía sonreír durante clase, me ubicó con la mirada y enseguida volteó al frente. Lo recuerdo como si hubiera sido ayer. Es decir, como si fuera un hecho creado por mi propia imaginación ahorita mismo, al teclear estas palabras el 11 de octubre de 2062, día en que creo cumplir 90 años.

Aquel martes 11 de octubre del 94 eventualmente oscureció para mí. No recibí felicitaciones de nadie en mi 22º cumpleaños. Eso me pasa por huérfano, me dije en serio y medio en broma. Dormí.

El miércoles 12 amaneció. Sigues dormido en el colchón superior de la litera, Carlos, me dije a mí mismo ocasionalmente durante aquel día 12. Aún no despiertas. Anda, cierra el libro de estadística, apaga la tele y acuéstate a dormir. Mañana hay clase muy temprano otra vez. Ten cuidado. Procura no reventar tus nudillos otra vez.

Antes de acostarme embadurné los pellejos reventados de mi piel con un ungüento mexicano. Después trepé la litera. Tomé la orilla superior de mi cobija con delicadeza y me la llevé a la barbilla con cuidado de no embarrar el cobertor. Me pedí permanecer inmóvil durante toda la noche. Deseaba evitar a toda costa la labor titánica de lavar la manta felpuda al día siguiente. Bona nit, dijo mi compañero Carlos, quien yacía en la parte inferior de la litera. Tres estudiantes llamados “Carlos” compartíamos el mismo apartamento en una residencia estudiantil de Barcelona. Aunque, solamente a mí me decían “Carlos”. Al Carlos bajo mi litera, lo llamaban “Eliú”. Ese era su apellido. Al tercer Carlos le decíamos “Feto”, supongo que irónicamente, puesto que era muy guapo.

Pasé la noche acertadamente momificado. Mi ropa de cama amaneció impecable, me había zafado un día más de la lavandería. Desperté aquel jueves sintiéndome un poco mejor. Carlos Eliú continuaba dormido en el colchón inferior de la litera. Noté que el ardor había mitigado en algunos sectores de mis manos. Durante el día, otra vez, ciertos sucesos me hicieron pensar: no olvides esto, Carlos. Recordar esto te vendrá bien cuando despiertes hace un par de días, el martes 11. Pero el martes 11 se alejó cada vez más de mí. Se alejó mucho más de los aparentes 68 años entre aquel día y hoy. Justo a qué grado es lo que intento describir.

 
 

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Ocho meses después, en junio de 1995, me gradué de la universidad y conseguí mi primer empleo como profesionista. La empresa consultora de servicios de marketing, Yankelovich Partners, me contrató. Dejé Barcelona por Madrid, en donde me incorporé a un equipo dedicado a identificar el potencial de mercado para cada uno de los personajes clásicos de Disney en las distintas regiones de España.

Dos años después abandoné aquella empresa para irme de jesuita a México, mi tierra natal. A partir de mi regreso a México, las excoriaciones en mis manos menguaron y finalmente desaparecieron para no volver. Salí de la congregación religiosa después de vivir siete años entre los desposeídos de Chiapas, de Tabasco y el sur de Jalisco. Una vez desvestido de mis hábitos me fui a Ensenada, en donde escribí las primeras versiones de las aventuras del duende Dondorón, personaje cuyos derechos vendí a Disney en 2020 a cambio de lo que me pareció una fortuna. En el 27, A mis 55 años, intenté estudiar filosofía en la Universidad de Xalapa, pero fracasé y salí de México. Viví el resto de mis días como escritor y catedrático en Gales. La universidad de Aberystwyth solía invitarme esporádicamente a impartir cursos de literatura para su posgrado en lengua española. Mis años en Gales fueron, sin duda, los más felices de mi vida. Fue entonces que escribí estas letras.

Finalmente morí en 2063 y desperté siendo el mismo Carlos otra vez.

 
 

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Por segunda vez nací siendo el mismísimo Carlos Alejandro Postlethwaite que había sido anteriormente. Todo sucedió exactamente como había sucedido en mi vida anterior. Repetí el eterno rondín de mi vida hasta el último detalle: Residí en Navolato hasta cumplir 17 años. Pasé un par de años en Culiacán, y otro par de intercambio en Barcelona, dos años de mercadólogo en Madrid, y siete de justiciero social entre Tabasco, Chiapas, y Jalisco. Después viví 24 años en Ensenada, treintaitrés meses en Xalapa y por último treintaitrés años en Gales.

Morí en 2063 y volví a nacer en Carlos. De nuevo, a mis 6 años de edad, tallaba la suela de mi zapato en la orilla de la acera tomado de la mano de Sor Yolanda, mi madre adoptiva, mientras esperaba con ella el camión. La acción de ajustar mi mano dentro de la suya me pareció, cuando lo hice, una acción interminable, lo mismo que cada uno y todos los actos de mi vida. Viví ese instante y todos los instantes como Carlitos otra vez. Recorrí Navolato, Culiacán, Barcelona, Madrid, Tabasco, Chiapas, Jalisco, Ensenada, Xalapa y Gales. Otra vez morí en 2063 y volví a nacer en el mismo Carlos.

Viví y morí esa vida de Carlos infinidad de veces. Cada instante me llegó a ser tan conocido que lo anticipaba de memoria. Al principio me pareció divertido, luego me produjo el más denso aburrimiento. Al final, todas las predecibles coreografías de Carlos dejaron de incitar sensaciones en mí. Todo cesó de registrar efecto, de la misma manera que parpadear no incita efecto sensible en quien parpadea. Esto no es raro. La conciencia a menudo se desprende de la sensación. Por ejemplo, la atmósfera que nos rodea ejerce poco más de un kilo de peso por cada centímetro cuadrado en la superficie de nuestra piel. Dicha fuerza, comúnmente denominada “presión atmosférica”, genera en nosotros cierta experiencia perceptual, cierta sensación. Sin embargo, no estamos conscientes de dicha sensación. Quizás porque la experimentamos constantemente. Con el tiempo, todos los hechos en mi vida como Carlos Alejandro Postlethwaite se tornaron en percepciones inconscientes. Ahorita mismo, al teclear, carezco de conciencia. Esto me indica que hay algo constante, algo incesante en mi acción de escribir, de manera comparable a mis experiencias inconscientes de la presión atmosférica, del palpitar de mi corazón y parpadear. Tan omnipresentes que no dejan marca alguna.

Aún no termino de encarnar y de revivir cada instante de lo que fue la primera vida de Carlos. Soy continuidad de esa historia, mientras escribo esto en Gales por enésima vez, antes de morir por enésima vez.

Pero, contradictoriamente, no vivo ya la vida de Carlos. Confieso que he dejado atrás la perpetuidad que supone morir y nacer infinitas veces en el “primer” Carlos Postlethwaite. En primer lugar, no he superado la impresión de que ningún suceso sucede en realidad. Esto implica una visión del mundo que no empieza. Una visión despojada de toda realidad que creo me acompaña desde niño. En este sentido, todas las repeticiones de la vida del primer Carlos son equivalentes a ninguna acción.

En segundo lugar, la entidad que soy el día de hoy ha presenciado tantas veces la sucesión de todos los hechos de todos los seres (no solo de Carlos), que no puedo ya saber si los hechos se siguen acumulando en mí, si han cesado, o si solo los imagino desde otra perspectiva. No sé si estoy atorado en un Carlos que escribe esto un 11 de octubre de 2062, o si participo de alguna otra vida distinta. Ahorita tengo la intuición y solo la intuición (sin experiencia ni pensamiento) de que oprimo, o que estoy a punto de oprimir, la letra A o la E en el teclado de mi computadora. Sobra decir que no siento empezar ni terminar de oprimir la tecla, incluso mientras la oprimo.

 
 

 
 

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La segunda razón por la que me parece haber dejado atrás la infinita repetición de la vida del primer Carlos requiere de más explicación.

Para empezar, aparte de la totalidad infinita de las idénticas vidas del primer Carlos, he vivido otros conjuntos, otras totalidades, otras vidas de otros, de muchos otros Carlos. Digamos que una de las otras series infinitas empieza con la vida de un Carlos en la que algún detalle imperceptible difiere del detalle correspondiente a la vida del primer Carlos. En esta segunda vida de Carlos, me sirvo un grano de arroz menos (o quizás un grano más) en el plato de una cena de alguna noche intrascendente. En otra vida de Carlos (una tercera vida digamos), tengo un pensamiento distinto mientras barro el piso en la Ciudad de los Niños, mi hogar de la infancia. Cada vida, con cada pequeñísimo cambio, la vivo también en dinámica de eterno retorno un número infinito de veces. Nazco y muero eternamente cada una de esas vidas que tienen tan solo un cambio mínimo en comparación a la primera.

Puedo afirmar que muero y nazco sin cesar en todos los posibles e imposibles Carlos Alejandro Postlethwaite. Puedo asegurar que vivo infinidad de veces repitiendo vidas que son idénticas entre sí, a la misma vez que vivo infinidad de veces cada una de todas las vidas distintas de Carlos. De cierto modo, sigo acumulando la experiencia de vivir cada una de esas vidas posibles. Quizás quien escribe ahora es tan solo uno de entre todos los Carlos que son posibles. Quizás estas son las palabras escritas una innumerable cantidad de veces por el conjunto infinito de todos los “primer” Carlos, pero también por el conjunto infinito de todos los “segundos” Carlos, y por cada conjunto de todos los Carlos (el tercer, el cuarto, etc…) que escriben este texto. Cada Carlos que lo escribe, lo repite innumerables veces.

Cada conjunto infinito está compuesto de infinidad de vidas idénticas en las que en cierto momento existe un cabello más en mi cabeza, o algo así. Otro conjunto infinito repite la vida de Carlos en que otra cantidad de moléculas de oxígeno entra a mis pulmones la tarde del 10 de abril de 2007. Pero hay vidas de Carlos que difieren en más de un detalle. Hay algunas vidas de Carlos que difieren en casi todo. Infinidad de Carlos no escriben este cuento que envío a Enclave para su publicación.

En otras vidas, el cielo es amarillo en vez de azul, en otras no existe tal cosa como “cielo”. Carlos, en algunas otras vidas, muere prematuramente, o nace sin los dotes intelectuales de otros Carlos. Cada una de todas las vidas posibles de Carlos ha sido vivida por mí un interminable número de veces. En alguna vida, Carlos tiene trece ojos como todos los humanos. En otra, tiene trece ojos a diferencia de todos los humanos. En alguna vida, Carlos es el único humano. Cada una de esas vidas la repito por siempre.

 
 

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Naturalmente, llegó el día en que nací en otra persona, fuera de todas las variaciones de Carlos. Fui una mujer. Cada momento de esa nueva vida me pareció como suelen parecer todos los momentos: efímeros y eternos; pasajeros e interminables a la vez. Aprendí a hablar, a caminar, a sumar y a restar bajo otros métodos, en otros tiempos, en otro lugar. Fui maltratada y bien-tratada. Maltraté y bien-traté.

Me sorprendí cada vez que registré cualquier diferencia entre mi vida nueva de mujer y las pasadas, las de todos los Carlos, que ya me sabía de memoria. Carlos muchas veces había sido huérfano, originario de Navolato (y otras tantas veces no). Muchas veces imaginaba a un Carlos universitario esperando dormido en la litera superior de una residencia de la Universidad de Barcelona, en 1994. (Aunque me podría esperar en cualquier otra parte, e inclusive podría no estarme esperando).

En mi cuerpo de mujer, noté diferencias entre los nuevos modos de sentir y de pensar y los de todos los Carlos; diferencias en mi cuerpo y en mi voz, en las voces de la gente que me rodeaba; en lo que tuve y en lo que no alcancé a tener. Noté diferencias en el idioma, en los avances tecnológicos, en mis creencias y en las creencias de los demás. Sobre todo, recuerdo unas sandalias. Unas sandalias que parecían idénticas en mi niñez y en mis años de adulta. Como si hubieran crecido conmigo. Lo que había ocurrido en realidad es que esas sandalias las fabricaba yo, y cada vez que me hacía otro par, me quedaba muy parecido el anterior.

Acuérdate de esto, me decía ocasionalmente a mí misma, mientras viví en aquella otra piel. Pasé una infinidad de vidas siendo esa mujer (Sandra, Linda, Li, Li-Ann, Ana, ya no recuerdo), hasta que morí y desperté en otro cuerpo, en otro tiempo, en otro lugar. Agoté todas las vidas posibles de aquella mujer. Las repetí por siempre, al mismo tiempo que repito por siempre todas las vidas de Carlos.

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Recuerdo las vidas de Carlos y de la Ann (digamos “Ann”) como uno recuerda los sueños. Uno sabe que cada detalle del sueño es perfectamente nítido mientras lo sueña. Pero al despertar, las imágenes y los episodios se enturbian. Cuando despiertas puedes rescatar el dato de que vivías en un castillo, por ejemplo. Un castillo cuyas puertas, muros y bisagras te eran perfectamente vívidos mientras soñabas. Sabías, por ejemplo, que eran rugosas las bisagras. Pero una vez despierto, sabes que los detalles de las bisagras te fueron claros, aunque no logras recuperar el detalle en concreto.

Así recuerdo que la mujer que yo fui tenía un nombre, y que ella se relacionaba con otras personas y con su entorno, y que hubo llantos y revelaciones que fueron únicamente para ella. Pero no recupero ahora esos detalles. No recuerdo los detalles que, al presenciarlos, me hacían pronunciar: no olvides esto. En esto está la importancia de vivir.

 
 

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Cada una de las posibles “Ann” fueron también vividas por mí eternamente, instante por eterno y efímero instante. Algunas vidas de esa mujer distan mucho de otras. Tanto, que parece imposible determinar qué es lo que hace que tal vida sea de ella y no de otra persona. Pero lo mismo se puede decir de las distintas vidas de Carlos.

 
 

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Este patrón se repitió hasta que hube vivido todas las vidas que se pueden llamar cercanamente humanas. Diré por ahora que no me incorporé a ninguna forma que no fuera una suerte de primate bípedo con ciertas inquietudes personales y grupales: impulsos de comer, de sobrevivir, de protección propia y ajena. Experimenté todas las vidas de todos los organismos antropomorfos que vivieron (y que pudieron haber vivido) entre 7 millones de años antes y 7 millones de años después del 11 de octubre de 1994.

Viví las vidas completas de cada uno de mis conocidos, de cada uno de todos mis contemporáneos, y de todos los Homo sapiens que jamás existieron. Viví cada vida repetidamente, una infinidad de veces. Fui todos los miembros de la especie Sahelanthropus tchadensis y de la futura Posthomocuanticus emotis.

En algunas encarnaciones alcancé a vislumbrar los umbrales a partir de los cuales la conciencia humana surge y se desvanece. Tras agotar estas vidas “familiares”, brinqué a otras especies, a otros organismos. Fui cada individuo de cada especie que habría de habitar y que pudo haber habitado en el planeta. Fui todos y cada uno de los mamíferos, con su restringida capacidad de experiencia. Fui cada pájaro, cada reptil, cada insecto, cada planta, cada bacteria. Incluso fui todos y cada uno de los organismos que jamás aparecieron en el planeta. También fui todos los organismos que tuvieron la posibilidad de existir. Todo lo posible me sucedió en realidad. Todo lo que es posible fue tan real para mí como lo que me acontece en la vida que ahora interpreto como verdadera. El momento que vivo ahorita, en mi apartamento en Aberystwyth, tecleando la A, la B…, el punto, sin estar consciente de que lo hago, de verme a mí mismo como un espectador perplejo y seguro.

 
 

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Poco a poco navegué las áreas grises del origen de las especies. Durante mi existencia en forma de algunas plantas, conocí el gusto y el dolor de secretar el brote de una flor (las flores se expulsan del interior como un gargajo lento, sobrecrecido, espeso y pesado). En mis apariciones existenciales en forma de célula, doblaba la membrana hacia mi propio interior para ingerir moléculas que desbarataba dentro de mí, tan solo para construir moléculas que fueran distintas de las que había desintegrado. Y fui cada molécula real, posible e imposible, una infinidad de veces. Tanto, que las sigo siendo. De la misma manera que sigo siendo Ann, Carlos, Aristóteles y todas las formas de vida.

Por conveniencia se me ocurre describir así lo que experimenté, pues mi experiencia no fue en realidad como ahora la describo. Fue mucho más compleja. No agoté cada individuo ni cada especie antes de aparecer en otro individuo, en otra especie. No seguí ningún orden temporal ni espacial. Es solo que algún acomodo debo implementar ahora para ofrecer esta exposición de lo que terminó siendo un sueño interminable. Un sueño que terminó pero que aún no abandono.

 
 

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De pronto despertaba siendo un átomo de un grano de arena en cierta playa, o siendo el grano entero, o una nube, o una gota de aquella nube. Y no dejaba de ser lo que yo era hasta degradarme, hasta desvanecer. Mi desintegración me convertía en otra cosa, en un árbol enraizado en algún lugar del planeta y en algún tiempo en particular (o en una rama de ese árbol, o en una flama que devora al árbol cuando seco, o en parte de un hongo que engulle la corteza húmeda de dicho árbol, u otro átomo del mismo árbol). A veces fui un conjunto de cosas. Fui varias moléculas incorporadas en una gota de agua. Varias gotas en rebelión contra su propia figura, luchando para abandonar la forma ovoide, la esférica, la forma plana de un charco diminuto de orillas combadas. En otra ocasión fui todo el mar y sus corrientes, un animal de la manada. Fui la manada entera. También pude trascender el tiempo. Fui una veta en el interior de una columna de la mezquita de Amr en el Cairo a la misma vez que fui un átomo de hidrógeno al iniciar una galaxia en otro universo. Fui la galaxia entera y un escarabajo de otra galaxia. Fui materia oscura y todos los bosones Higgs. Cada momento duró una eternidad y también duró nada. Conocí el silencio.

Admito que mis experiencias estuvieron restringidas a organismos vivos y a entidades físicas inertes. Jamás fui un número racional (no fui el 1, digamos, ni el 178.53), mucho menos me convertí en un número irracional (no fui π). Jamás fui el Sherlock Holmes de Doyle ni el Hamlet de Shakespeare. Descubrí que estos fenómenos (el 1, Hamlet, π…) solo existen como estados neuronales. Equivalen a la estimulación de ciertas secuencias en el cerebro, al igual que los conceptos de belleza, justicia, furia y amor.

Jamás encarné alguna entidad no-física. Pero sí me identifiqué a mí mismo siendo ellas. Esto es, experimenté el mundo desde Sherlock Holmes, aunque me sabía a mí mismo un circuito eléctrico instanciado en ciertos tejidos de las neuronas de Conan Doyle, de sus lectores, de gente que se enteró del personaje ficticio. También fui Holmes en las configuraciones simbólicas de un libro.

 
 

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Algunas personas consideran que las entidades abstractas realmente existen. Creen que en el mundo aquellos conceptos inmateriales existen independientemente de quien los piensa. El amor en sí, la belleza en sí, el número siete en sí, existen por sí mismos, según estas personas. Para ellos, el amor no equivale a ciertas acciones, ni a ciertos estados de nuestro sistema nervioso, sino que son entidades que habitan otro reino. Sostienen que las entidades inmateriales (la belleza, los números, Mickey Mouse) existen en el mundo de las ideas, por ejemplo. Pero confieso que no encarné a Emma Bovary ni a Don Quijote, excepto como el conjunto maleable de pulsaciones en el cerebro de Flaubert y de Cervantes, y de tantos (de tantas y tantos) más.

No es un disparate señalar que la experiencia de instanciarme en Holden Caulfield (y en todos los Holdens posibles) fue real, a pesar de la inexistencia material del personaje. De la misma manera que la experiencia de algún dolor es real, a pesar de que ningún dolor existe por sí solo en ninguna parte. El dolor es solo la estimulación de ciertos tejidos nerviosos. La experiencia de ser un dolor consistió en instanciar esa secuencia de estímulos. No hay dolor fuera de los tejidos nerviosos. Lo mismo pasa con los números, las ideas y los personajes de la ficción. Emma Bovary, el personaje de Flaubert, existe como estimulación cerebral en quien la piensa.

Pero también existe en infinitos universos una persona de carne y hueso llamada Emma Bovary. Lo digo porque vi por sus ojos y sentí con su corazón, que no eran los ojos ni el corazón del personaje de Flaubert. Encaré la vida desde la infinidad de distintas (y de iguales) Emmas Bovary. Existen un sinnúmero de mundos con un sinnúmero de Emmas de carne y hueso, igual que hay mundos con infinitos personajes ficticios que llevan ese nombre. Todos, tanto los que residen en la imaginación y los que se encarnan, los viví infinitas veces.

 
 

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Muchas veces me reconocí ocupando un mismo momento-y-lugar desde perspectivas distintas. Cuando fui una neurona en el cerebro de Ahounta Djimdoumalbaye en la República de Chad del siglo XX, me reconocí como una pequeña parte de Ahounta, a quien había habitado también por completo. Más adelante fui el ecosistema en el que Ahounta vivió, y reconocí al paleontólogo (y cada uno de los elementos) como tan solo una parte mía.

Fui todas las entidades, todos los conjuntos de entidades en el universo. Cada partícula de cada estrella de cada sistema de cada galaxia de cada universo. Viví la experiencia interminable de ser el universo en su totalidad, la mitad del universo, la otra mitad, una colectividad dispersa que equivalía más o menos a una mitad, a un cuarto, a una décima del universo. Fui otro universo con otros modos de incorporación, con otras leyes naturales. Fui todos los universos; cada uno por separado y todos a la vez. En cada universo fui todas las entidades reales y posibles. Fui la combinación de algunos universos. Fui el ojo del pájaro que ahora me mira por la ventana, y fui una entidad constituida por el ojo del pájaro y yo-mismo-tecleando-frente-a-la-ventana. Viví la vida entera de cada tortuga, una por una y todas a la vez. En otra ocasión fui solo su concha, y después solo el borde de esa concha. Fui tus ojos. Tus ojos al mismo tiempo que cierto caracol durante los últimos años del cámbrico. Fui una pizca de bioluminiscencia azul-neón flotando en el mar. Durante eones sentí el impulso de despertar. Me decía, recuerda esto, Carlos, recuerda esto en particular cuando despiertes. (Si es que un día has de despertar).

Fui un ciervo respingando las orejas. Fui un hombre al pie de Jesús crucificado (esto fue lo último que vi antes de reincorporarme en Carlos el 11 de octubre de 1994). Fui todos los aguacates (al mismo tiempo, y uno a la vez). Fui los fotones que formaron la imagen instantánea de una mirada. Fui un gis (una tiza para pizarrón, y fui cada polvito de aquel gis, de todos los gises) y una cordillera montañosa (impregnada en agua, y también seca). Fui el humano más ruin, fui el humano más generoso. Fui una lombriz, el cerebro de Zhang Wei. Un horno de fundición, un pájaro dodo (todos los posibles dodos). Fui todas y cada una de las sillas, la morona de un ladrillo. Fui todos los fantasmas (la energía que se instancia y permanece después de algunas muertes), muy parecidos a las ráfagas del viento, a la música, a la risa, al berrido de los parasaurolofos.

Encarné en todo y también encarné en nada. La nada que se extiende entre partículas subatómicas, las partículas que los científicos detectan como si estuvieran unidas a pesar de estar separadas por extensiones inconmensurables del campo sideral. Fui un pedazo de nada, porciones de la nada y fui cada combinación posible. Cada cosa, ninguna cosa, y cada conjunto de cosas y no-cosas. Fui todos los modos de ausencia. Fui Carlos Alejandro Postlethwaite en universos en los que no hay Carlos Alejandro Postlethwaite. Entrecrucé ausencias y presencias por eternidades enteras.

Hasta que el 11 de octubre de 1994 desperté.

 
 

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Bajé de la litera con cuidado de no despertar a mi compañero Carlos (a quien llamábamos “Eliú”), que dormía en el colchón de abajo. Sin pensar me repetí a mí mismo, recuerda esto, Carlos recuerda esto. Pero no sabía qué era lo que debía recordar. Si cerraba los ojos, veía un par de ojos mirándome. Un par de ojos que no eran los míos miraban a mis ojos, que sí eran los suyos.

Me lavé los dientes. Intuí la experiencia de ser yo a la vez de ser cada partícula de la pasta de dientes, del cepillo, del lavabo. Sentí poder recordar, si me lo proponía, el momento de haber sido elaborada, de haber sido exprimida al interior de un tubo de plástico en una fábrica en Asia, de haber sido embadurnada en las cerdas astillosas y cepillada hasta convertirme en espuma. Recordé el contraste entre la temperatura y la estructura de mi boca, de mis dientes, de los tejidos de mis labios y del agua. Fui escupido (me escupí a mí misma) y corrí sobre porcelana hacia el resumidero. Me adentré en la oscuridad tubular de la plomería de aquel piso universitario en Barcelona. En ese momento, mientras me cepillaba los dientes, podría recobrar, si hubiera querido, la existencia de cada fotón errático entre el espejo y mi rostro.

No recuerdo cómo superé aquel día. Solo recuerdo las ganas y el rechazo por revivir cada instante de todas las existencias. Añoraba ser nada otra vez. Pero en el momento que registraba el deseo por desaparecer, me iba al extremo de ansiar ser todo. Y apenas identificaba ese deseo, lo abandonada por el deseo de querer ser algo en particular, cualquier cosa, pero solo una. Mis anhelos cambiaban constantemente. Llegué a la puerta de mi clase de antropología y tuve la sensación de no haber despertado aún. Una muchacha abrió la puerta y me colé tras ella en el salón, para soportar la existencia de la clase de antropología.

 
 

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Al regresar de la escuela ese 11 de octubre hablé a Navolato, pidiendo a las madres del orfelinato una biblia. A la semana recibí por paquetería una Biblia Latinoamericana que aún conservo. Sor Yolanda inscribió en ella una hermosa dedicatoria. Veo ahora esa biblia aquí, sobre mi escritorio, 68 años después. Estoy ahora en el año 2062, a punto de morir. Se me ocurre revivir la existencia como una de las páginas de mi biblia, la página 1085 del Libro de Job. Pero me repudio por tal ocurrencia. Pienso en ser una gota de tinta de una letra del Apocalipsis de Juan. Pero si todo fue un sueño, me digo. Y quizás no fue ni siquiera eso. Quizás fue solo una idea. Una idea que me abruma si se lo permito. Porque recuerdo haber vivido este mismo instante como quien piensa y escribe, y como quien relee y corrige lo que actualmente escribo.

Ya fui, en otra ocasión, la pantalla de mi computadora que ahora miro, cada una de sus teclas. Fui la mancha de grasa en mi barbilla y las uñas de tus manos al leerme. Pero ahora no recuerdo la mayoría de las cosas que me pedí a mí mismo recordar durante aquel sueño en 1994. No he podido recuperar ningún recuerdo de lo que me suplicaba a mí mismo recordar. Pero sé que hay algo que debo recordar. Tiene que ver con la intuición de aceptar que todo y su contrario es verdad (y es mentira). Es verdad que estoy aquí y también es verdad que no lo estoy. Solamente es verdad que estoy aquí, a la vez que solamente es verdad que no lo estoy. Escribo. No escribo. Y ambas cosas son verdad. Ambas cosas son mentira. Ninguna es verdad. Ninguna es mentira. Todas las combinaciones son verdad y también todas son mentira, a la misma vez y por separado. Pero también ninguna y alguna lo es. Muchas de mis ponencias en Aberystwyth consisten en explicar esto.

 
 

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Solicito apoyo del buen duende Dondorón. Trepo en sus hombros, Dondorón se transforma en un barco vikingo. Yo empiezo las brazadas en dirección al pasado. Mis brazos son remos. Penetro la densidad del tiempo, momento por espeso momento hasta avanzar 44 años, los cuales me toman casi 68 años atravesar. Encuentro este relato publicado en Enclave. Aquí está, mira: “Eterno, pasajero”.

Encuentro también que el relato no fue publicado en ninguna parte jamás. Me encuentro en tus ojos leyendo y en tus ojos no leyendo. Me encuentro en tu mirada cruzando el espacio hacia tus manos. Me veo en ti desde aquí, no siendo.

 

 

 

Carlos Postlethwaite es un autor mexicano. Recibió un título en estadística por la Universidad de Barcelona en 1995. Se incorporó a los jesuitas de México en 1997, y en 2004 abandonó la orden. Actualmente reside en Ensenada, donde escribe las aventuras del duende Dondorón mientras labora en la editorial artesanal EsFinge.