Giovanna Rivero
Los recuerdos inútiles son los más hermosos. Yo tendría, ¿qué?, unos ocho años, cuando llegó a la casa de mis abuelos este muchacho con nombre de pájaro, Piri. Llegó para ayudar a mi abuela en la pequeña industria de embutidos y panadería que tenía instalada en el tercer patio. Porque aunque parezca mentira, en esa casa había tres patios y, en el tercero, como digo, mi abuela había montado una verdadera industria a vapor de chorizos y panes. Si te aparecías muy de mañanita podías fantasear con la idea de que todo ese humo que las moledoras, hornos, trituradoras, embutidoras y ollas eructaban al unísono era, lógicamente, el febril smog expelido por máquinas de última generación del primer mundo.
En lo que debía ser el vestíbulo de la casa, mi abuelo tenía la oficina del Registro Civil a la que acudían los migrantes del interior para inscribir a los recién nacidos, a los recién muertos y a los recién casados. Piri decía que ese sí era un trabajo para holgazanes: golpear los botoncitos de un juguete como si en ello se le fuera vida, prohibirles a los pobres que les pusieran a sus hijos nombres gringos como Johnny, Chuck o Michael y, a modo de descanso, jugar solitario haciéndose trampas a uno mismo. El concepto de “máquina de escribir” era absolutamente ridículo para él, pues estábamos acostumbrados a máquinas brutales que convertían la carne en una rojiza masa informe y luego en chorizo.
Por las tardes Piri era el encargado de medir los metros de tripa de cerdo a utilizarse en la jornada. ¡Ni Penélope lo haría tan bien!, exclamaba mi abuelo al pasar, nunca supimos si en son de burla o fascinado por la división del trabajo que su mujer había sido capaz de instalar. Y mientras Piri arrugaba el ceño porque detestaba que lo compararan con una mujer, yo intentaba recordar de entre la galería de ayudantas que habían pasado por el tercer patio quién era esa de nombre tan esdrújulo. A mi abuela no le gustaba verme ensimismada, fuera recordando o imaginando, que para ella era exactamente lo mismo, igual de enfermizo, porque temía que yo estuviera desarrollando el mismo mal de mi hermano.
Piri colocaba el balde en el suelo y, sentado con la espalda muy recta, calculaba, tensando con ambas manos tramos y tramos, los metros de esa tela transparente que mi abuela iba a precisar para inflarla con carne triturada. Entonces no me daba asco. Había un placer inexplicable en el chasquido líquido que hacía la madeja de tripas dentro del balde con agua y vinagre y en la cara seria de Piri utilizando las pocas matemáticas que poseía. Me llamaba la atención que Piri se guardara siempre un retacito de esa membrana viscosa en el bolsillo del pantalón, aunque a veces todavía la tripa oliera a mierda. Ponía su índice en la boca para que yo no dijera nada y yo no decía.
Una tarde mi abuela ordenó a Piri hacer un mandado en la capital. Debió haber regresado esa misma noche, pero no lo hizo. Mi abuela se volcó alma, vida y corazón en averiguaciones dignas de Sherlock Holmes. Interrogó a un par de posibles novias, sostuvo un diálogo tipo mentira-verdad con un apostador de peleas de gallo, se habló de deudas y amenazas, y finalmente tuvo que aceptar la declaración inicial del chofer testigo, un montereño geniudo pero con buena memoria. Simple. Piri había subido a un micro interprovincial, había pagado su pasaje hasta Santa Cruz, aunque existía la opción de hacerlo hasta Warnes, un pueblo intermedio y condenado a la extinción antes que a la modernidad, lo cual, dedujo mi abuela, solo demostraba que el muchacho no había planeado con premeditación y alevosía lo que luego iba a intitularse en la leyenda familiar como “La inexplicable fuga de Piri” o, para mi abuelo que, a pesar de todo, cultivaba un estado de ánimo burlón sin llegar a ser cínico: “De cómo Piri se hizo humo”.
Lo cierto es que nunca supimos por qué Piri se bajó en la mitad de la nada, en una zona sin caminos ni granjas ni cultivos, solo pasto, árboles y el sol que flotaba en una muerte lenta de verano.
Yo soñé muchas veces con él, hilando las tripas de chancho, tejiendo un camino interminable que luego se hacía un nudo ciego. Esa intimidad de los sueños llegó a su límite con una pesadilla en la que Piri se convertía en mi hermano y, silbando como si estuviera contento, atirantaba una larga y gruesa víscera rosada de un árbol alto. Entonces me daba cuenta de que ese sonido dulce no era ningún silbido, sino la tripa tensionada por el peso muerto que cortaba el viento y le sacaba un quejido, una nota indescriptible y honda. Los zapatos colgaban sin cuerpo, cubiertos de mierda. Mi angustia provenía justamente de la imposibilidad de saber si esa mierda era de chancho o de él, de Piri o de mi hermano. No me atreví a contarle el sueño a mi abuela para que luego no me achacara que yo estaba desarrollando el mal.
Pocos años más tarde, cuando el pueblo estrenó su carretera de asfalto, acompañaba yo a mi abuela a una consulta médica en la capital —sus pulmones, decían las radiografías, eran dos malditas placas carbonizadas—, entonces el micro se detuvo en algún punto y un chico desnutrido bajó con la mochila a la espalda y echó a andar entre los pastizales, entre el ganado gordo y las chanchas gritonas, como dirigiéndose hacia el sol.
Apoyé mi frente en la ventanilla para verlo mejor. ¿Se acabaría el mundo si caminabas y caminabas hasta el final? Yo también tuve ganas de bajarme. El atardecer era inmenso y tibio y ya se podía ver el resplandor de unos lejanísimos pozos petroleros que la gente decía ardían sin cesar y a veces se tragaban de un bocado a las personas, como el infierno. Leyéndome la mente, mi abuela me apretó la muñeca con su mano callosa. Me retenía, a mí o a mis deseos. Y entonces dijo, como si viniera a cuento: la tripa del chancho la usan los hombres para no tener hijos.
Ella, sin duda, podía hacer eso: inflar cualquier cosa con magia o carne molida y luego destruirla.
Tuvieron que pasar algunos años más para que volviéramos a ver a Piri. Nunca supe cómo se enteró de que mi abuela se moría. No pudo hablar con ella porque mi abuela ya habitaba ese otro mundo, donde no hay sol ni horizontes, y no podía reconocer a los que nos quedábamos de este lado.
La velamos en la casa, aunque los salones velatorios se habían puesto de moda, pero entonces únicamente los pichicateros podían pagar esos servicios que hacían de la muerte un pretexto más para lucir sus flamantes fortunas. Incluso regalaban recuerditos como si sus muertos estuvieran festejando algo, un triunfo singular, un ascenso en su escalada social. Intentaban en ese último límite diferenciar el alma del occiso de los otros espíritus que probablemente se hacían “gata parida” en los umbrales del cielo, contaminando con distintas intensidades de luz sus nuevas formas moleculares.
A lo más que nosotros nos habíamos atrevido en ese ritual tan lleno de dignidad que es mirar y mirar el cuerpo envenenado de formol de tu ser querido, acercarse una y mil veces al cajón para comprobar que sus gestos van desprendiéndose de lo último de vida, porque incluso en ese rictus, como me dijo Piri que así se llamaba al conjunto irreconocible de la boca apretada para siempre y los pómulos como puños, quedaba el detritus de una existencia real y verdadera, a lo más que en esa contemplación anonadada nos habíamos atrevido, digo, fue a llamar a Silvia, la maestra solterona que nunca envejecía, y que podía llorarte a tu familiar con profundo sentimiento por lo que estuvieras dispuesto a pagarle. Quizás la pobre zombi aprovechaba de llorar en público el horror de su leyenda o de buscar entre esos muertos nuevitos a alguien de su misma especie.
Piri prendió las lámparas violetas que, apostadas en las cuatro esquinas del cajón, acompañaban a mi abuela en su camino desconocido. El resplandor voluptuoso que esas lámparas derramaban sobre su cuerpo definitivamente dormido me hacía pensar en las muchas veces que la vi inclinada sobre las enormes ollas donde hacía hervir las tripas de chancho. El vapor y el humo que regurgitaba el horno suavizaban los rasgos concentrados de su cara de obrera cubriéndolos de una pátina que no era precisamente sudor, sino más bien un aura o una idea. Mi abuela convirtiéndose en una idea. Ahora, muerta, con las manos nudosas por la artritis y el trabajo, no había perdido ese amago de sufrimiento. Entonces recé por ella tratando de no olvidarme de ninguna palabra de las oraciones, no fuera a ser que, por mi culpa, por culpa de mi imaginación distraída, perdieran su potencia liberadora y transformadora; en ese recogimiento la frase tan estúpidamente trillada “que descanse en paz” recuperó su significado.
Era yo la que se sentía infinitamente cansada. Todos decían que la mejor herencia que mi abuela había podido dejarme era ese negocio propio. Me faltaba poco para hacerme una mujer, pero con todo lo que había aprendido podría continuar sacando adelante nuestras vidas, mientras mi abuelo todavía tenía el porte de viejo alto como un alambre para imponer respeto a la inminencia de mi orfandad.
No encontraba con qué distraerme para espantar las imágenes de un futuro, mi propio futuro, en las que podía verme madrugando, aprovechando el primer fulgor del día para desinfectar el ovillo de tripas con agua avinagrada, desenmarañarlo y extender las hebras sobre el mesón, y luego, sudorosa, convertida yo también en una idea, en una obsesión de humo, me veía deslizando hábilmente esa seda por las bocas de las embutidoras para empujar con la manivela la carne molida, y así, por los siglos de los siglo amén, Señor. Me levanté entonces a traer la charola con cafecitos.
Piri me siguió. Quería ayudar en lo que fuera. Le pedí que llenara la tetera y la pusiera al fuego.
No va a alcanzar, dijo. Ha venido gente nomás.
Puso la olla de aluminio y se apoyó contra la pared a esperar el hervor. Recién entonces lo miré a fondo. Era el mismo Piri, pero con la carne más pegada a los huesos del modo en que la adultez cincela la carne. Él también me miraba a fondo, pero de esto tardé un poco más en darme cuenta, quizás porque los que habían venido al velorio también habían estado mirándome, con disimulo pero con intensidad, tal vez entreviendo el mismo futuro que yo era capaz de olfatear.
Has crecido, dijo. No era una conclusión, el resultado de una medida, sino una frontera de comprensión de la vida que él me invitaba a cruzar.
Ahora uso mi nombre, es decir, mi nombre de bautismo, dijo también. Y sacó así, sin más, su cédula de identidad.
No sabía que te llamabas “Frank”, dije. Y más bajito: Como Frankenstein.
¿Cómo quién?, preguntó Piri, fingiendo no saber. Yo indiqué con mi barbilla que el agua ya hervía y comencé a alistar las tacitas desechables. Piri vertió un paquetito completo de café grueso y lo batió con un cucharón que, en realidad, todavía tenía restos de grasa. Yo no dije nada. De alguna manera disfrutaba de una comodidad antigua, recuperada de la infancia, en cómo nos movíamos en la cocina, en las cosas que quedaban suspendidas.
Mientras servíamos las tacitas, él con el cucharón grasoso y yo con un caneco, Piri me dijo que había podido terminar la secundaria en una escuela nocturna e incluso capacitarse como cuentacuentos.
¿Qué es eso?, pregunté, pues no podía imaginarme un oficio así. Mi abuela decía que había conocido a su marido cuando él trabajaba contando reses en las fincas que hacían servicios para el Matadero municipal y eso ya me parecía un oficio peor que el de plomero o el de sepulturero, por ejemplo; por suerte luego se hizo oficial de Registro Civil, con lo que mi abuela llegó a decir que todo era prácticamente lo mismo: sudar, copular, comer. En cambio, la profesión con que Piri se ganaba la vida me parecía absurda. ¿Quién podría pagarte por eso? Las escuelas que ya están aplicando la nueva Reforma Educativa, dijo Piri. Y también me defiendo con funciones esporádicas como telonero de obras teatrales.
¿A ver?, lo invité de nuevo con mi barbilla. En ese tiempo, ahora que lo pienso, mi barbilla lo era todo, el lugar de mi tímida arrogancia, el pomo todavía inmaduro de mis deseos, y también, sobre todas las cosas, el dique en que temblaba mi terror a los años que venían, yo solita, sin mi abuela, sin su amor torpe y desmedido.
¿Me estás pidiendo un cuento?, sonrió Piri. Era, en realidad, la primera vez que sonreía durante esa visita. Seguramente fumaba, como mi abuelo, porque los dientes amarillos contradijeron o afirmaron, ya no sé, la adultez cuidadosa desde la que me hablaba.
Se dio cuenta de que le miraba los dientes porque dejó de sonreír y se puso colorado. Bajé la vista y me topé con sus zapatos, eran los mismos, los de siempre. Sin embargo, él se aclaró la garganta y con una voz más ronca dijo: “Esta era una niña a la que su abuela le había tejido una hermosa caperuza de lana roja capaz de protegerla de todos los peligros del mundo, una caperuza tan protectora que…”.
Fue, como digo, mi barbilla la que me traicionó. Incontrolable, un sollozo hondo se descuajaba, pese a que me mordía el labio inferior hasta reventarme la piel deshidratada.
Piri me abrazó. Olí su cuello ácido.
Me gusta tu trabajo, dije, como pidiendo disculpas.
¿Querés que siga?, preguntó él.
Sí, tenía que seguir. Me desprendí suavemente de su cuerpo atravesado de viajes y busqué un punto de concentración, pero que me mantuviera conectada con él, con el cuento.
Con el pulso decidido puse pequeñas raciones de azúcar en las tacitas. Ni siquiera me importó si el café se había entibiado. ¿Quién más podría consolarme? Mi abuelo, rodeado de sus veteranos de la Guerra del Chaco, bebía lentamente un singani que uno de ellos le había servido para soportar la pena.
Mientras tanto, la milenaria niña de la caperuza roja había cruzado ya todos los límites. Ahora estaba allí, frente al mismísimo peligro, señalando sus fauces. ¿Por qué tenés esa lengua tan jugosa?, preguntó Piri, con la voz amaestrada en sus talleres de capacitación.
Para comerte mejor, reí yo, sorprendida de que la felicidad asomara, inmaculada y llena de pudor, en medio de esa tarde tan amarga.
Alguien vino a decirme que el cura y la banda habían llegado. Era hora de despedir a mi abuela, de devolverla al polvo. Quise que Piri me abrazara de nuevo para darme valor. ¿Dónde se había metido? Seguramente buscaba algo de sí mismo en el tercer patio. Qué decepción iría a llevarse cuando viera la maleza carcomiendo los ladrillos y la noria casi seca, solo herrumbre líquida allí donde tantas veces habíamos mirado el reflejo de nuestras caras, la suya siempre detrás de la mía. ¿No tenés miedo de que te empuje?, preguntaba con el mismo morbo áspero con que escondía en el bolsillo los retacitos de tripa. Si hubieran sido otras las circunstancias, me habría arrojado al fondo de la casa a buscarlo en clave de cuento: “¿lobo, estás?”. Pero eran los minutos de la muerte y ni mi imaginación ni mi pánico iban a deshonrar ese momento.
En el trayecto al cementerio, mi abuelo y yo caminando cerca de la camioneta donde habían emplazado el cajón, busqué otra vez a Piri entre la gente, pero no pude encontrar su cabeza de rulos negros. Incluso, instintivamente, lo busqué con el olfato, aspirando en contra mía el olor precozmente podrido de esas flores gigantes y aterciopeladas como tarántulas que suelen enviarles a los pobres muertos.
¿A quién buscás?, susurró mi abuelo, medio borracho. Agradecí su aliento a singani.
A Piri, dije.
¿A quién?
A Piri, abuelo, el criado de abuelita.
Acá no vino ningún Piri, dijo mi abuelo.
Yo volqué la cabeza un par de veces más, pero solo me topé con los ceños adustos de toda esa gente, caras iguales toditas, más allá de sus edades y sus envidias o su lástima. También busqué entre los zapatos, busqué, busqué, pero nada.
Mi abuelo me sacudió con discreción. Vos estás loca de la mente, dijo. No me sentí herida. Mil años habían caído sobre la frente valerosa de mi abuelo y sus medallas de excombatiente lucían desproporcionadas en el cuerpo flaco. Igual, nadie más pudo escucharlo porque ya la banda luctuosa rompía ese atardecer con su percusión hueca, como un demorado corazón que se vacía.