Lluvia y otros poemas

Delfina Acosta

 

 

 

Lluvia

 

Me transformo en nubes,

soy esas formas grisáceas

que viajan en el firmamento.

Una bandada de pájaros celestes

aletean en mis labios

y un trino, que es la voz más alta subida al cielo,

el supremo esfuerzo no superado

por ningún otro esfuerzo humano,

hiere mi costado difuso.

Entonces, lluevo,

me convierto en millones de gotas

que limpian los balcones abandonados

de las ciudades,

las veredas donde se pervirtieron

los jóvenes,

los bustos mohosos de los parques,

las calles con su memoria de hojarasca,

el ojo del farol que vio la rápida sombra

huyendo hacia la noche,

luego de haberse cometido el crimen.

Soy lluvia,

soy ese relámpago solitario

que siembra el susto en las ventanas

y paraliza los gritos del sonámbulo.

No ceso.

Caigo como una mujer,

como una llama apagada,

una infinita lengua

sobre cualquier forma humana que camina.

Maravillo al niño sumido en su parálisis

que aprieta el peluche con sus brazos.

Los ciegos me ven en su imaginación.

Los amantes me abrazan,

tocan mis senos,

mi pelvis,

mi cuello.

Siempre desvestida,

siempre sacudida por las ramas de los árboles,

siempre contenida por las pelusillas de los duraznos,

dudo,

temo,

caigo,

me suicido,

me hago agua infinita que corre, presurosa,

por las caderas y los muslos de los ríos.

 

 

Sol

 

Despierto,

subo a la colina,

me deslizo entre las hojas de los eucaliptos,

paso mi luz por las formas de las ventanas entreabiertas,

entro en la profunda boca de la tierra,

me encuentro con su infinita lengua.

Soy ese amante insistente,

desmedido,

ardiente,

que desnudo convoca a las fuerzas

de las claridades

y las esparce sobre cualquier superficie

hasta derrotar a las sombras.

Alumbro tus ojos,

tu vientre,

tus muslos.

Te saco el cansancio

que se cuelga de tus hombros.

En mi reino vive la humanidad.

En mis huesos bailan los huesos

de todos los seres humanos.

Insisto,

doy sentido al mundo,

parto en dos mitades el cielo.

Nadie resiste mi temperamento,

nadie incumple mis órdenes,

nadie deja de amarme

cuando sacudo las sábanas,

y me tiendo, hecho tibieza, sobre el lecho.

Repartiendo sombras voy.

Bebo deprisa los sudores de los hombres,

abro las ventanas de las madrugadas.

No concibo la idea de otro mundo

más glorioso y humano que el mío.

En mis dominios se enciende la vida.

Yo empujo,

asombro,

animo,

perduro,

arrastro ritos y plegarias.

He creado todo cuanto existe,

pero aún me falta completar mi creación

en las pupilas y los párpados abiertos

de quienes nacerán y se amarán de veras;

todavía debo descorrer las cortinas del cielo

para que tú veas los perfectos ojos de Dios.

 
 

Insecto

 

Ayer he sido una hormiga.

Sobre mi lomo estallaba el sol

de todos los pueblos.

Llevaba conmigo el mundo,

la pradera,

las montañas,

los cerros,

pero nadie lo sabía.

 

 

Llovizna

 

Yo fui llovizna.

Desnuda me caí

sobre las altas ramas

de los eucaliptos

y los ligeros limoneros.

Aún sigo cayendo,

aún me quedo

colgada de tus ojos,

la noche y las ventanas.

 

 

No me debes nada

 

Yo te miré, Delfina, el día profundo.

Tenías la mirada enamorada,

vivían los rocíos en tu pelo

y en tu canción se abrían las mañanas.

Yo comprendí tus pálidos regresos

de aquellos besos que encendieron brasas

en tu cintura, en tu piel nocturna,

para volverse luego viento, escarcha.

Te levanté, Delfina, de la noche.

Estabas viva, estabas muerta, estabas…

Yo presentí tu fuga del infierno,

y tu regreso a él, una mañana,

cuando la vida se murió en tu pecho.

Yo te cubrí con sábanas delgadas,

yo recogí tus huesos, tus cenizas;

había que meterte bajo el agua.

Besé tu nombre simple, te bendije.

Ahora vete, no me debes nada.

 

 

Rayo malherido

 

Delfina, yo te he visto desnudándote

frente al espejo de perfecta luna.

Te deshacías lenta y silenciosa

de tu imaginaria intimidad.

Caían en el suelo invisibles

enaguas con aroma de verano.

Un rayo malherido resbalaba

por tus espaldas claras, tu cintura,

buscando nido en tu perfecto clítoris.

Delfina, yo te he visto caminando

sobre los límites de tantos lechos,

también besar, palpar tu oscura boca,

y dar a los gorriones de la tarde

los lívidos pezones de tus senos.

Viajé contigo a todas las esquinas

de infiernos y calientes purgatorios.

 

 

 

Delfina Acosta es una autora paraguaya. Ha publicado, entre otros, los poemarios Romancero de mi pueblo (2003), Querido mío (2004) y Versos de amor y de locura (2008). Miembro del PEN Paraguay, de la Sociedad de Escritores del Paraguay y de Escritoras Paraguayas Asociadas. Reside en Asunción.