Dos cuentos de fútbol

Nibaldo Acero
 

 

 
3 conejos
 

Cargo con la perturbadora idea de que, sea cual sea la persona, no se le conoce ni una primera ni una segunda vez, que es posible conocerla de más cerca quizás en una tercera y cuarta ocasión, pero que nadie puede garantizar que en una quinta las cosas cambien completamente ni menos que exista una sexta. Si parto desde ahí, yo podría decir que conocí al Chimo en al menos seis ocasiones, aunque la quinta fue la peor.

El Chimo jugaba de 6 en el Club Deportivo Sorento, un club de fútbol rural y pobre, violento y fraterno, cuya cancha se contoneaba en medio de perros, matorrales y cerros. Un territorio cuya gran hazaña histórica había sido dar alojamiento temporal a una escritora inglesa, María Graham, a quien la pilló la noche en ese pueblo perdido. Aquella vez que nos conocimos, yo jugaba en la primera serie de la gloriosa Santa Gabriela, otro club de fútbol pobre, rural y violento, fundado por mi abuelo, en el que me vi transportado voluntaria y futbolísticamente al averno.

Mientras nuestros equipos se enfrentaban, los hinchas bebían a destajo una cerveza tibia y un vino malo. En su cancha, el Sorento se hacía respetar —más afuera que adentro— por eso cuando estábamos disputando la primera serie, y ya ganando con holgura, se armó de pronto una senda pelea en la barra de ellos, donde súbitamente me vi de protagonista, agarrado a puñetes con cuatro o cinco tipos a la vez, retrocediendo, intentando pegar y que no me llegara ningún golpe de lleno. Entre esos tipos estaba el Chimo, eso me lo contó un año después, cuando nos conocimos, digamos, en una segunda ocasión, cuando se vino del Sorento a la Gabriela, cuando le invité una cerveza y nos sentamos al borde la cancha, cuando con un completo en la mano me narró por única vez gran parte de su vida, lo que sería a la postre la tercera vez que lo conocía. Me dijo algo como que el año pasado entre cuatro no le habían podido pegar a un solo tipo, y que, para más remate, había recibido dos puñetazos de este. Chocamos nuestras botellas al saber que ya nos habíamos conocido de antes, nos conocimos nuevamente y celebramos aquella honra futbolera de dejar todo lo malo dentro de la cancha, bebimos otra y otra, nos reímos de buena gana y al rato vestíamos de rojo para mantener la punta del torneo.

El Chimo era un ser de lo más raro, de hecho, nunca se integró completamente a la hinchada del Santa Gabriela, casi siempre estaba solo, al borde la cancha, tomando una gaseosa o mirando el infinito. Quizás por eso me animaba a hacerle compañía, porque era incómodo a veces verlo tan solo. Por eso también lo intentaba hacer parte de los asados que hacíamos al borde de la cancha, bebiendo pisco y fumando mota, sobre todo si el rival no representaba un riesgo de perder el campeonato. Jugábamos o ebrios o drogados y si no, equipados con toda la diversidad de miserias con que cada uno entraba a la cancha. Varios de los mejores jugadores del equipo venían saliendo de la cana o habían pasado una temporada a la sombra, vendían o regalaban la mota, jugaban con una locura que nos tenía como líderes, cierto, de una liga de mierda, pero líderes, al fin y al cabo.

Pero algo parecía atormentar al Chimo, y eso que el tipo parecía un roble. En ocasiones su cabeza lucía como una verdadera pista para demonios, sobre todo, en la calva que le florecía como canelo. Cierta vez me contó que, cuando niño, su familia pasó por una pobreza de esas que no tienes ni para comer, que pasó gran parte de su niñez a pata pelada y con apenas un par de trapos para ir a la escuela. Me dijo que era el menor de tres hermanos, los dos mayores con largas temporadas sin trabajo, así que cuando llegaba de la escuela, partía de inmediato al cerro a cazar conejos, mataba cinco o seis, decía, se los pasaba a su mamá y ella los vendía en el mercado. Así se las ingeniaron por años. Al menos los días y semanas que no tuvieron un ingreso fijo, se las batían cazando conejos, codornices, buscando alcachofas o cualquier cosa que se pudiera comer del cerro. Suena bonito, pero no lo era, me decía. A veces, llegaba la noche sin hacer mi cuota y no podía volver por miedo de no cumplir con los cinco conejos prometidos a mi mamita. Hubo un día en que era tanta la lluvia que tuve que volver solo con tres conejos, lo que provocó la ira grande de mi madre, quien tomó una varilla y me sacó la chucha, dándome golpes en los muslos y la espalda, todavía mojados por el temporal que cayó. Mis hermanos ya a esas alturas se habían ido de la casa y solo éramos yo y ella. No sé por qué se enojó tanto ese día, habrá tenido sus razones. A la mañana siguiente, no pude ir al liceo por el dolor, pero ya por la tarde estaba bien y salí de nuevo al cerro a cazar mis cinco conejos. Me decía también que, al ser años los dedicados a la cacería, su puntería era casi perfecta, que podía matar un conejo o una avecilla a más de cincuenta metros de distancia, que cuando consiguió trabajo en el fundo partía al cerro solo a hacer un poco de puntería, para no olvidar aquellos viejos tiempos ni aquella práctica.

En el club, entre los amigotes que uno se hacía, más que del Chimo hablaban de la señora del Chimo, una mujer, por lo que uno escuchaba, de exuberante belleza, por lejos la mejor mina que ellos habían visto, y terminaban con un ¡salud por eso! El Chimo no era nada de mal parecido, era moreno de ojos verdes, bastante fuerte el tipo, pero no dejaba de llamarme la atención que nunca lo vi mirando a una de las mujeres que llegaban a la cancha. Y varias muy guapas que iban, milagrosamente, a vernos jugar, a las cuales, por supuesto, yo miraba gustoso, y no perdía la oportunidad de iniciar un coqueteo. A veces, de reojo, observaba al Chimo y él ni siquiera les echaba un mínimo vistazo, menos intentaba hablarles, sino que seguía con su vista perdida en el cerro, ¡en la nada!, lo que muchas veces llegaba a ser inentendible e insoportable.

Cierto día estábamos escuchando rancheras, tomando un vino intragable y cantando a todo pulmón, cuando un pelmazo del club nombró a su mujer, a viva voz, en una conversación que él tenía muy cerca de nosotros, y el Chimo se levantó como un puma herido y se abalanzó contra el pobre e imbécil muchacho, quien terminó todo machacado, hasta que logramos separarlos. Esa tarde, poco antes de que entráramos a jugar, el Chimo agarraba sus cosas y se largaba raudo de la cancha. Se perdió como tres semanas, y luego volvió todavía más silencioso, a sentarse sobre el pasto, en completa soledad, mirando, una vez más, hacia la puta nada.

Por supuesto que nunca le pregunté por su mujer, menos después del zamarreo, aunque él tampoco nunca la mencionó, así que no tenía por dónde preguntárselo. Menos habló de su hijo pequeño, de cuya existencia supe mucho después, digamos, cuando lo conocí por quinta y definitiva vez, ya que en las deshilachadas conversaciones que fuimos teniendo al borde de la cancha, las pocas palabras que salían de su boca eran, principalmente, conejos, cerro, bicicleta, trabajo y escopeta. Yo hablaba de mujeres, de libros y de música, pero eso era como hablar solo, lo que no era tan malo, era como un hablar con uno mismo, como escribir, como hablar sin reposo, siempre al borde de la cancha. El Chimo hacía como que me escuchaba y de tanto en tanto se reía, como para que yo corroborara su atención, pero si uno lo miraba de reojo se daba cuenta que ni siquiera observaba el partido que estábamos presenciando. El Chimo miraba hacia un lugar donde nadie más que él tenía acceso, un punto fijo en alguna parte del cerro Lonquén que por años lo había tenido como el cazador oficial de conejos. O quizás no miraba, pero bien, a estas alturas es difícil saberlo.

La historia de niñez del Chimo se la conté una vez a mi vieja, quien por supuesto se emocionó hasta las lágrimas. Nosotros como familia las vimos feas varios años, especialmente durante la dictadura, pero nunca salimos al cerro ni a la calle ni a un potrero a buscar sustento. Debe ser bien jodido no saber en la mañana si comerás o no por la tarde. Imagino que hasta el alma de una persona cambia con ese tipo de rutina, la mirada, el cuerpo, los sentidos se agudizan. Imagino que no necesitas mirar para saber quién está detrás de ti, eres puro instinto, crees percibir hasta las intenciones más profundas de un parroquiano con solo pasar por su lado. Conoces tanto a tus monstruos que te haces uno, e imagino que ya no gustas de ciertas cosas, que el paladar se conforma con algo que los visite una vez al día. Las imágenes de los sueños, cuando duermes con hambre, se desperezan con absoluto descaro, proveyendo de frutas enormes y carnes las mesas . Te mueve otro espíritu después del hambre.

La última vez que nos vimos con el Chimo fue en otra pelea, contra un club con bastante más contingente que el Santa Gabriela. Una pelea donde catorce peleamos contra unos cincuenta a la orilla de un río, donde incluso nos lanzaron botellas y piedras pleistocénicas, y donde el Chimo fue uno de los primeros en salir arrancando. Esto se lo hice ver después, que había sido un gallina, ante lo cual solo soltó una nerviosa risa. Esa fue la última vez que nos vimos, pero no la última que lo conocí, porque me retiré del club, por lo cagones que fueron, corriendo como pollos romeros. Entiendo que él siguió jugando, no sé por cuánto tiempo, pero desde esa cuarta vez que lo conocí, como un sonriente cobarde, no lo vi nunca más en mi vida.

La penúltima vez que lo conocí fue hace apenas unos meses, aunque como dije, nos habíamos dejado de ver por muchos años. Pregunté a un amigo del Santa Gabriela por el Chimo, que cómo estaba, que si sabía algo de él. Me respondió que sí, que con una escopeta le había volado la cabeza a su mujer y luego se la había puesto en la boca, y había nuevamente disparado. Que el padre de su mujer o a esas alturas exmujer, había intentado detenerlo, pero no pudo, porque prefirió proteger al hijo de ambos. Me dijo que el chiquitito presenció toda la escena y que se salvó, gracias a su abuelo, de recibir su correspondiente balazo. Que, como un experto y frío cazador, el Chimo la esperó que saliera del trabajo en el packing de frutas y sin mediar palabra la había matado. Que de treinta metros le dio en una de sus pantorrillas para botarla, que luego se había acercado a ella, y que a pesar de las súplicas no había en ningún momento dudado. El amigo me quiso seguir contando detalles, como las cosas que le pasaron al hijo, pero la noticia me lanzó sobre una silla y solo le pedí que mejor se quedara callado.

Le conté de nuevo a mi vieja de esta nueva aventura del Chimo. La conté miles de veces como para sacarme una esquirla de la lengua, después me dio una rabia tremenda de haber sido amigo de tan evidente monstruo, de haber sido amigo de un homicida en lo sumo cobarde, a la vez que a la mente se me vino como un chorro de agua nauseabunda la mirada del Chimo: esa mirada perdida. En mi memoria, era la sexta vez que lo conocía. Aunque puede haber una séptima.

¡Esa mirada! Esa mirada supuestamente perdida en los cerros. Esa mirada de gallina muerta, hacia dentro. Esa mirada hacia la nada. Hacia ese blanco puro y cristalino en el que dibujó hasta el cansancio, y perfectamente, cómo matarla.

 

 
El tesoro de Guayacán
 

A Rubén Cáceres Herrera y al profe Dagoberto Olivares

Fue una locura aquel año de 1991. Un gol olímpico contra la propia historia, en el último minuto de un partido casi perdido. Fue hacer un golazo de media cancha, un derrame espiritual para la hinchada de Coquimbo, el año más recordado y glorioso en los anales del club pirata. Pero en el fútbol como en la vida, todo tiene una causa, no es puro azar por supuesto, aunque algo de azar, por supuesto, siempre hay. Sobre todo en el fútbol.

Mi padrino, que vivía en el sector alto, me llevó a casi todos los partidos de aquella temporada. Era todavía un niño, uno entre muchas y muchos otros que llegábamos en buses destartalados, casi de milagro, a hinchar por el aurinegro. Una familia enorme e irracional, que era capaz de dejar cualquier obligación atrás, si había partido del barbón.

A la fresca sombra de la copa libertadores colocolina, ese mismo año 91, Coquimbo Unido trenzaba su propio destino, quedándose con el subcampeonato del torneo nacional, también ganado por los albos. Un año antes, en 1990, yo entré a primero medio, mientras los piratas volvían a primera, junto con la vuelta a la democracia, al obtener el subcampeonato de la segunda división. Ya por entonces el equipo era dirigido por José Sulantay, quien de la mano de su preparador físico, Dagoberto Olivares, y de otros memorables como Nieme, Aguirre, Argandoña, el Yayo y Cejita, lograron lo que solo Drake, Sharp o Davis, habían conseguido: conquistar la bahía de Coquimbo, hacerse con la gloria en el puerto y despertar las más profundas pasiones de los habitantes de estas costas.

Y es que 1991 no solo prodigó buenos resultados y un subcampeonato, sino que fue la temporada donde Coquimbo Unido accedió por primera y única vez a la Copa Libertadores de América. La sensación ya recorría el cuerpo de los jugadores e hinchas del club varias semanas antes: el equipo jugaba bien, con unas ganas que solo puede dar el amor propio, porque si había algo que unía a estos futbolistas era que habían sido menospreciados en los clubes de donde provenían. El equipo de los picados, le decían, no obstante, bien sabemos que desde la rabia se pueden hacer maravillas. Roberto Corró, Pedro Heidi González, Carlos Soto, eran algunos de estos desechados que vieron en este club una tabla de salvación en medio del mar, frente a la bahía, y que ayudaron a transformar al Barbón en la bestia negra de equipos grandes como Cobreloa y la Universidad Católica.

Este mismo año, el pirata le ganó en ambas ruedas a La Serena y tuvo que medirse con el otro equipo porteño de fuste: Santiago Wanderers, cuyas contiendas terminaron 4 a 4 y 3 a 3, con goles en ambos partidos de uno de los mejores laterales que ha tenido el fútbol chileno: Javier Toledo, todo un adelantado a su tiempo. Mi padrino había sido recién despedido y con el puñado de liquidación que le dieron, igual pudo llevarme a ambos partidos, los que nítidamente recuerdo no solo por la lluvia de goles, también por los peñascazos que nos tiramos con los loros, de ida y de vuelta. Algo pasa entre los equipos de puerto, algo tanto más enigmático y violento que con otros clubes.

Al equipo le sobraba buen pie y rabia deportiva, además era realmente complejo encestarle goles. Tenía una defensa de lujo, con Johnny Pérez, los Muñoces, Ramos, López y Moraes, medallista olímpico de Brasil que desembarcara cual corsario al club que se abría al planeta fútbol. También un mediocampo que ya se lo quisiera cualquier institución futbolera: con Rivero, Mondaca, Corró, en la delantera tenía a Olguín, al Heidi, pero eran muchos más, con Yagnam, Julio, Fuentes, Barraza, Álvarez y Miranda. Un equipazo que un servidor tuvo la ocasión de ver en vivo.

Las fechas de la segunda rueda avanzaban vertiginosas, hasta aquel 01 de diciembre de 1991. Se jugaba la fecha número 28, la Católica tenía la chance inigualable de alcanzar o pasar a Coquimbo en la tabla, y el escenario se perfilaba muy favorable, porque el rival era nada menos que el archienemigo eterno de Coquimbo Unido, Club de Deportes La Serena, y más encima el equipo cruzado jugaba de local. Y más apetito les daba el saber que a los piratas les tocaba jugar todavía con el puntero Colo Colo, así que las expectativas no fueron pocas. Pero el destino tiene algo no resuelto con el fútbol, quizás los unió alguna vez una alianza que alguno de ellos rompió cobardemente y por eso se odian, por lo que no hay partido que contenga algún grado de morbo e imprevisibilidad. En resumen, Católica recibió un gol de camarín: Rubén Alejandro Tanucci a los 16 minutos se elevó cual Elías Figueroa y le dobló las manos al Pato Toledo. A la postre, sería el único gol de la jornada que no pudieron sacarse del canasto. Esta derrota, sumada a la victoria que los aurinegros obtuvieron sobre Antofagasta, los situó prácticamente en la gloria, ya que al ser Colo Colo el campeón vigente de la Libertadores pasarían directamente a la competición. Y así fue. En la penúltima fecha, el empate de visita de Coquimbo frente al ya campeón Colo Colo, los dejaba con los estoperoles dentro del certamen sudamericano, más al enterarse de que un encumbrado O’Higgins empatara frente a la UC.

Como en aquel tiempo las victorias solo concedían dos puntos, los dos puntos de ventaja que obtuvo el pirata frente al equipo de la franja, le permitieron llegar a la última fecha con menos ansiedad, pero con una consciencia brutal de su propio desgaste. Había sido un año de aquellos, de esos años que uno mira para atrás y se sorprende por todo lo conseguido. Era como si esta vuelta a la democracia nos hubiera exigido mirar hacia atrás y preguntarnos, cómo diablos es que seguíamos vivos. Por eso, no es de extrañar —y quién somos nosotros para juzgar— que en aquel último cotejo ambos cuerpos técnicos hayan acordado, en el entretiempo, no atacarse durante los segundos 45 minutos. Dos equipos del norte, que se conocían bien, que sabían bien lo duro que era la segunda división y el amateurismo, no pasaron la mitad de la cancha, no se hicieron más daño, y entre las pifias de algunos hinchas y las palabrotas que se lanzaban entre compañeros, si alguno quería tomar las banderas, Cobresal zafaba de la liguilla de descenso, y Coquimbo Unido comenzaba a saborear cuanto antes su acceso a la Libertadores.

La vuelta del primer equipo a su ciudad puerto, ha sido de las experiencias más insólitas que se conozcan por aquellos años. En el aeropuerto La Florida, de La Serena, miles de hinchas esperaban al aurinegro, no me pregunten cómo, pero tuvieron paso libre a la losa central del aeropuerto. El chárter contratado para la ocasión aterrizó sin problemas, aunque imagino que no era gente muy conocedora del fútbol la que venía planeándolo o imagino que al menos no habían escuchado nunca del hueso pirata ni de las características del hincha coquimbano. Luego de cumplir con todos los protocolos, el comandante abrió las puertas de la pequeña nave a la cual subieron raudos al menos cincuenta hinchas, saltando, batiendo el aurinegro estandarte, lo que produjo que el chárter quedara parado de cola, solo a centímetros del suelo. El comandante, que se había mostrado hasta entusiasta, salió de la cabina puteando a medio mundo, completamente desesperado, gritándoles a todos que se bajaran. El cuerpo técnico, junto a los jugadores, lograron varios minutos después que los fanáticos se tranquilizaran un poco y descendieran de la aeronave.

Durante los cerca de 25 kilómetros entre el aeropuerto y la plaza de Coquimbo, el plantel aurinegro fue escoltado por una caravana sempiterna de hinchas, incluso el quipo recibió vítores de entusiastas granates. La celebración en la plaza del puerto fue hasta la madrugada, la felicidad era enorme y literalmente incontenible. Fue una locura aquel 22 de diciembre de 1991, un desproporcionado y merecido regalo de navidad. Una justicia escandalosa y divina con la que eran ungidos los desatados hinchas de Coquimbo.

Al año siguiente, el equipo jugó la Libertadores correspondiéndole el llamado grupo de la muerte, puesto que debería medirse nada más y nada menos que con la Universidad Católica, el Newell’s de un joven entrenador llamado Marcelo Bielsa, y con San Lorenzo de Almagro. Además de tener que enfrentar a Colo Colo, el todavía campeón del certamen, que increíblemente rechazó ir directamente a octavos, pudiendo hacerlo por derecho. Para rematarla, fue con quien primero se batió en las lides coperas, cayendo por la cuenta mínima, con un gol de Gustavo de Luca. Unos días después hacía frente a una Católica que venía de empatar con el cacique.

Ese 26 de febrero de 1992 se suma a las fechas sagradas para la hinchada aurinegra, puesto que se registra la única victoria de los piratas en la Copa Libertadores. Fue una noche para vivir de ella, perfectamente para siempre, y vivir muy bien. El Sánchez Rumoroso ostentó aquella noche el glamour y desenfreno de los grandes estadios del mundo, con un espectáculo pirotécnico y un lleno espectacular en su cancha. El Heidi condujo las galeras piratas, hiriendo de muerte el galeón de los cruzados. Luego de una falta en el área en contra de Jorge Peralta, anotaba a los 17 minutos, vía penal, el primero de sus tres tantos de aquella inolvidable noche. Noche en la que Johnny Pérez atajó hasta el viento marino, frustrando las incesantes arremetidas cristianas. Y cuando jugaba mejor la UC, vino el segundo de Coquimbo. Luego de un largo despeje del equipo corsario, Pedro Heidi González remecía de nuevo las mallas, aprovechando un grosero error de la defensa cruzada. La vieja Reinoso descontaba a los 62 minutos del segundo tiempo, aunque un par de minutos después el Heidi convertía su triplete, por medio de un tiro libre impecable, que pasó por debajo de la barrera. Los hinchas de Coquimbo Unido tendrían que operarse de la retina, para olvidar aquella celebración de González quien corrió como un niño, hasta las gradas y se puso a gritar junto a los hinchas piratas.

Al mes siguiente, el Newell’s de Bielsa aparecería en el camino de Coquimbo Unido. José Sulantay, ostentando su chapa de viejo zorro, envió a su preparador físico, Dagoberto Olivares, a espiar in situ a los leprosos. El profe Dago llegó con bastante anticipación al estadio, se sentó en una grada vacía, sacando su libreta de detective, la cual tuvo que pronto esconder ante la llegada de una oleada de hinchas rosarinos. Hasta tuvo que celebrar los goles de Newell’s, para no ser descubierto. Sabemos que el fútbol sudamericano da para todo, por eso no debería llamar la atención que el día anterior al partido que tenía con Coquimbo, el cuadro rojinegro, que venía de ser goleado 6-0 por San Lorenzo, llenara su cancha de sapos, a sugerencia de su brujo de cabecera, para quitar la maldición de la vergonzosa goleada. A la postre, los aurinegros cayeron con Newell’s y con San Lorenzo, de local y de visita, también con Católica, en San Carlos de Apoquindo, estadio al que no pudimos entrar con mi padrino, ni con los otros hinchas aurinegros, porque estaba reservado a la pulcra localía cruzada.

Pero a pesar del complejo panorama y desenlace, la hinchada siempre atiborró el Sánchez Rumoroso, entregando el pecho y garganta incluso cuando se iba abajo en el marcador. Quizás, en cosas como esta, es en donde se encuentran con mayor claridad las diferencias entre un hincha y una institución. Porque esta última sobrevive de entradas, de sponsors, de títulos; mientras que un hincha puede vivir (y muy bien) solo a base de momentos, de pedazos que comienzan ya a ser inventados. De nada más que de recuerdos. Por eso la nostalgia se hace una obligación de cargar para el hincha, de llevarla cada domingo al estadio para seguir colmándola de fragmentos. Un hincha, como el aurinegro, encuentra en la nostalgia su nación, donde juegan a muerte y, equilibradamente, la alegría, el placer y la rabia, donde el dolor también es motor, que aumenta las vibraciones del hincha pirata.

Y si bien es cierto que no se pudo avanzar a octavos, ni volver a participar en una Libertadores, el gol que Toledo le hiciera al gringo Scoponi o el hat-trick que le encajara el Heidi a la UC, son hitos que nos rondarán como fantasmas. Serán indestructibles recuerdos que nos harán el desayuno, que nos darán de comer cuando nos boten del trabajo, como le pasó cuarenta veces a mi padrino, por ir a ver a Coquimbo. Que nos sacarán de la tibia cama para hacernos volver como porfiadas golondrinas los himnos del club nuevamente a cantar, con lágrimas, con amor, con rabia. Con la impertérrita convicción de volver a primera, con la voluntad del desquiciado, con la belleza insensata que nos hace dejar todo por una camiseta. Con la ferocidad de llegar en un bus destartalado, hasta el mismísimo infierno, para alentar a los piratas, de llorar la derrota hasta con pasión y cantar la victoria con dignidad, ¡con toda la dignidad que ofrece la derrota! He ahí el verdadero tesoro de Guayacán.

 

 

 

Nibaldo Acero. Poeta, narrador, traductor e investigador chileno. Sus poemarios incluyen Principios básicos de rabiología (2018) y Todavía no vale la pena vivir (2024). Ha publicado las novelas Guía satánica de Gerona (2013) y Gol de oro (2017), así como el ensayo La ruta de los niños rojos. La poética de Roberto Bolaño (2014). Es investigador en la Universidad de Playa Ancha en Valparaíso, ciudad donde reside.