Dos relatos

Luis Palacio
 

 

 
Este es el nervio
 

Resulta siempre misterioso la forma en que uno se va ahogando con las babas depositadas en el fondo de la boca mientras los odontólogos ni se inmutan. Porque tampoco son ciegos, sino que desde allá arriba ven la saliva acumulándose, saben muy bien que uno está apretando la garganta evitando tragarse esa mezcla de sangre y restos de muelitas recién partidas, pero ellos siguen haciéndose los desentendidos.

Hurgan, taladran, bombean aire a presión, echan más líquido con esa maquinita como si en la boca hubiera espacio para litros de agua. También exigen más abertura de la mandíbula y lo hacen siempre con mucha dulzura. “Abre grande”. “Más grande, por favor”. De vez en cuando preguntan si hay dolor y pocas veces se les ocurre averiguar si el paciente quiere levantarse un momentico a escupir. ¿No ven que la boca está repleta? ¿No ven que la gente se ahoga?

Cuántas veces les maldije cuando tuve que terminar tragándome tanto las palabras como ese líquido abundante que ya no podía represar un segundo más. Un espectáculo horrendo. Todo el mundo ha vivido y saboreado esa bocanada amarga cuando después de tanto luchar, la garganta derrotada relaja sus lienzos de carne y deja pasar esa sustancia espesa y salina que va a parar directo al estómago.

Debí quitarme el babero del pecho, escupir, pararme de la camilla con premura, salir del consultorio, bajar los cinco pisos del ala de odontología y despedirme de las negras de Facturación en la planta baja, jurándoles que nunca más me volverían a ver en la vida. Debí correr por la quinta avenida rumbo a mi apartamento. Huir como un loco en el atardecer de Harlem.

Otro misterio. Uno se golpea la punta del dedo meñique del pie y el cuerpo se retuerce como si le hubieran atravesado el pecho con un arpón. Por el contrario, si acaso uno se está pudriendo por dentro víctima de un mal incurable, el cuerpo se vuelve un testigo mudo de su propia tragedia mientras presencia la debacle. Se traga el dolor, lo anestesia y solo manda una señal tenue a la superficie de la piel cuando ya todo está perdido. Pasa siempre así. Brota un pequeño lunar en algún lugar aleatorio de la espalda cuando las tripas ya están tomadas de la negrura de algún cáncer. Se escapa una tos seca cuando los pulmones han perdido todas sus fuerzas. Aparece un acceso en la encía cuando la dentadura está echada a perder.

“Este es el nervio”, dijo El Pelirrojo después de haber taladrado y buscado con insistencia allá en el fondo de la cavidad que había hecho en una de mis muelas. La auxiliar, siempre con cara de preocupación, se levantaba de su silla y venía a ver qué tan profundo era el hueco. Me miraba haciéndome saber que el tratamiento de conductos iba bien y todos celebrábamos como un triunfo colectivo cuando el muchacho lograba encontrar algo en la lejanía de la pulpa del nervio.

Sacaba el tironcito de carne con una pincita y en un acto generoso me lo mostraba emocionado. “Mira, Luis”, decía acercándome el nervio al rostro para que yo lo presenciara con asombro. Lo ponía tan cerca de mi vista, que pensé que iba a terminar dentro de mis ojos. Y después lo acomodaba delicadamente en las falanges de mis dedos de la mano derecha.

Tanto dolor que producía una vez en la profundidad de la encía y tanta emoción que causaba irlo sacando a pedacitos de su hueso, presentándolo como un diminuto diamante. El Pelirrojo no me permitía escupir las babas, pero me dejaba observar su hallazgo durante todo el tiempo que quisiera. La auxiliar, que debía a haber visto ya miles de esas extracciones de las entrañas de la boca, también venía a contemplarlo con admiración flotando sobre mi mano. Yo mismo me sorprendía dándome cuenta de que mientras el nervio seguía en mis falanges, le trataba con delicadeza y veneración. Esa carne de mi carne que una vez podrida se convertía en musgo negro a punto de desintegrarse en el aire del consultorio. Imperceptible, liviano, extraordinario.

El pelirrojo era un flaquito de piel preciosa, cuyas uñas impecables, cuando se removía los guantes, indicaban que había estado bien cuidado desde el nacimiento en un hogar que lo ha tratado como una porcelana. Tenía los bordes de los ojos también rojizos y almendrados. Cuando se dejaba ver sin la mascarilla, su rostro insinuaba que debía haber sido de los más bellos de su clase, del pabellón, de los cinco pisos de ese edificio del Hospital.

“Esto es lo que tenemos que sacar”, dijo sosteniendo pedacitos de infección. “Estamos extrayendo toda la parte mala”, agregó.

Por cada movimiento que ejecutaba adentro de mí con su colección de aparatos metálicos, el muchacho volteaba a mirar a la auxiliar al otro lado del consultorio esperando a que ella le confirmara que todo iban bien.

Esa negra, que permanecía siempre en vilo ante la expectativa de un desastre, me había tomado las radiografías muy diligentemente más temprano en una sala adjunta, metiéndome la cabeza en una cápsula. Llevaba décadas allí y era casi la dueña de todo. Una negra adorable que, con las uñas pintadas sobre el teclado de su computador, digitaba toda mi información como si redactara el Apocalipsis.

Igual de encantadoras son las negras de facturación en el primer piso a cuya ventanilla recurro sin falta después de cada cita, para asegurarme de que cualquier cosa que me hayan hecho esté cubierta.

Esas son tres mujeres macizas que se adoran entre ellas y se tratan como hermanas de padre y madre. También deben vivir muy cerca. Nacidas y criadas en Harlem. Ya me conocen y me tranquilizan con la palabrería de una matrona cariñosa. Detrás del vidrio protector que las separa de mí, me llaman “Sweetheart”, me llaman “My love”, me llaman “Honey”. Saben mi nombre. Me aseguran que mis cuentas están bien y si acaso, por algún error del sistema, el Hospital me manda alguna factura a mi casa, ellas me ruegan que por favor recurra inmediatamente a su ventanilla.

La auxiliar del Pelirrojo también me decía “My love”. Nunca supe su nombre, pero me aprendí los gestos que disimuladamente le devolvía a él cuando algo iba bien o mal. Cuando al parecer todo estaba perfecto, le miraba, sonreía y decía “Excellent”. Luego él regresaba a mí continuando con el siguiente movimiento. “Open your mouth”, ordenaba el muchacho. “Ahora estamos limpiando”, decía dejándome saber hacia qué parte del procedimiento nos dirigíamos. “Ahora vamos a ponerte una medicina que te va a sanar”. “Ahora vamos a sellarte para evitar que se filtre alguna infección y podamos salvar la muela”.

Después de las extracciones de las muelas hay que aprender a controlar la manía de andarse acariciando la encía con la lengua, buscando absolutamente nada en la superficie de la suavidad deliciosa de la carne sin dientes. Por momentos, provoca olvidarse de ponerse implantes y quedarse así desdentado, solo por el hecho de disfrutar de ese trozo de encía desnuda. La lengua insiste, cree que todo ha sido una pesadilla y días después de la cirugía sigue buscando los dientes que antes la rodeaban, con la esperanza de volver a encontrarlos otra vez anclados en su sitio.

Me sacaron cuatro piezas del lado derecho superior para detener la infección que avanzó en silencio. Y si acaso me preguntan dónde tuvo lugar todo, no sabría decir exactamente, porque todo sucedió en un abrir y cerrar de ojos. Había ido para terminar el tratamiento de conductos y un par de horas después había salido del Hospital sin media boca.

No fue El Pelirrojo. Ese solo me dijo que había hecho todo lo posible y nunca más le volví a ver. Fue otro muchacho, en un lugar del Hospital que se mantiene como una incógnita en mi cabeza, pues la auxiliar se encargó de guiarme a través de una serie de laberintos internos de poca luz, hasta llegar a una habitación en la que se encontraba ese joven moreno. Al verme con la mano en el cachete quejándome del dolor, volteó a mirar a su propia auxiliar preguntándose qué carajos hacía yo allí casi a las cinco de la tarde, cuando él seguramente ya debía estar a punto de largarse.

Recuerdo el grito aclaratorio de la mujer desde el consultorio de al lado. “¡Él viene para extracción!”.

Me preguntaron una vez más nombre, fecha de nacimiento, dirección.

“Luis Palacio. Veintiocho de junio de 1983. 306 West 141 Street, New York, New York”, les dije.

¡Oh, Dios! Las infinitas veces que me han preguntado mi nombre.

Otro misterio. Por mayo del año siguiente, allí mismo en el ala sur del Hospital, otra odontóloga de nombre Lisa Thompson empezó con la parafernalia de la imposición de los pernos y de las nuevas muelas cuando yo estaba ya acostumbrado a pasarme la lengua por esa parte de la encía vacía, preso de una manía deliciosa que iba a extrañar.

Me habían tomado las radiografías y me encontraba acostado con la cabeza iluminada por ese rayo de luz que va a parar directo a la garganta, antes de empezar la primera sesión.

“Open your mouth”, me pidió la muchacha.

En otras circunstancias hubiera abierto la boca alcanzando ese punto máximo en que las bisagras de la mandíbula empiezan a doler, exponiendo allá en el fondo las dos bolas de carne de las amígdalas. Sin embargo, permanecí con los labios cerrados hasta que un rato después me decidí a abrir la boca dejándo finalmente que ella hiciera su trabajo. Vaya yo a saber sobre el origen de la fuerza imperiosa que se apoderó de mi cuerpo ese día en que me quedé quieto en la camilla con los brazos en los costados, sin responder ninguna orden por un buen rato.

Lo mismo hice el resto de las sesiones que tomó la postura de los pernos y de las cuatro muelas enroscadas sobre ellos, hasta que tuve otra vez la dentadura completa.

“Open your mouth, please”. Open your mouth”, me pedía.

Ante mi primera desobediencia, ella me preguntó mi nombre y mi fecha de nacimiento. Casi se le salen los ojos de sus órbitas al ver que yo obedecía. “Mi nombre es Luis Palacio”. Veintiocho de junio de 1983. 306 West 141 Street, New York, New York”. Luego cerré otra vez la boca.

Se quedo parada a mi lado mirándome fastidiada, falta de tiempo para soportar comportamientos infantiles a esa hora tardía de la vida, a finales de un verano delicioso que pronto iba a morir. Gente que por su juventud parece haber vivido poco y que sin embargo ha visto ya suficiente, pensé al ver su rostro. La doctora llamó a otra mujer que debía ser su jefa, mucho mayor y más orgullosa, quien también insistió en mi nombre y fecha de nacimiento.

Odié su voz autoritaria y antes de que siquiera terminara de hablar, le solté sin chistar mi primer y mi segundo nombre, el día en que mi madre me dio a luz, y el lugar exacto de Manhattan adonde rentaba una habitación y había estado viviendo durante los últimos cinco años, muy cerca de la que fuera la casa de Alexander Hamilton.

“Open your mouth, Luis”, me exigió esa mujer convencida de que sus impresionantes lentes de marco dorado me iban a amedrentar. Me negué.

Un montón más de gente también vino a verme, mientras la auxiliar caminaba en círculos alrededor de la camilla, como una hormiga ante el festín de un derramamiento de azúcar.

“Este es el que no abre su boquita”, le escuché decir a un hombre amanerado al pasar por fuera del consultorio en una de las sesiones posteriores cuando ya íbamos mitad del tratamiento. Luego llegó a mí el sonido irritante de las risas también amaneradas, a las cuales me había acostumbrado, sin que pudiera saber si el motivo de la burla era yo o la mismísima doctora Thompson, que había aceptado la molestia de tenerme como su paciente.

Durante la primera sesión inquirió por mi desacato, buscando la falla en la lógica de alguien sometido voluntariamente a un tratamiento que luego se niega a cumplir la ordenes fundamentales. Me explicó la gravedad de la situación. Incluso podía llamar al guardia de seguridad, llegado el caso. Aseguró que su jefa había ordenado cancelar el tratamiento, pero que ella había intercedido por mí.

Abrí la boca media hora después y ella cruzó por primera vez el umbral de mis labios.

“Se puede quedar así el tiempo que quiera”, me susurró acercándose a mi oído cuando la auxiliar se ausentó del consultorio en la segunda sesión. Su rostro carecía de toda molestia. Había encontrado las razones que yo mismo desconocía. “Está en todo su derecho”, agregó en un gesto de complicidad, apretándome las muñecas con felicidad mientras la sonrisa se le escapaba a través de la mascarilla ensanchándole los cachetes hacia los lados del rostro.

Tomó una silla y se sentó a mi lado en posición de una gustosa espera. Hizo lo mismo durante todas las sesiones. Arrastraba la silla de donde quiera que la auxiliar la había puesto y se quedaba a solas conmigo en una dulce compañía. Algunas veces hablaba con alguien entre susurros en el teléfono, su marido, asumo, con quien había silencios larguísimos antes de que ella volviera a emitir palabra, aún con el celular en el costado derecho de la cara. Podría ser una mujer acostumbrada a los caprichos de la gente rara y yo solo era otro en su lista, pensé. Aunque en realidad pensaba muy poco, e inmediatamente posaba mi cuerpo sobre la superficie tiesa de la camilla, un sueño delicioso de desencanto subía desde las extremidades inferiores arrasándome.

Era alta, delgada, casi siempre la mascarilla cubría sus facciones. Le vi varias veces el rostro de mediana belleza. Tenía labios delgados y al igual que El Pelirrojo vestía esa tez linda alrededor de los ojos y los párpados.

Desde su lugar de espera muy cerca de mí, permanecía vigilante de mis microsueños, los cuales eran frecuentemente interrumpidos por los ruidos de algún corazón latiendo a todo volumen, a través de esa máquina de las salas de cirugía que yo parecía escuchar, a pesar de que los quirófanos debían estar muy lejos de allí.

Para ese entonces lo que ocupaban mis pensamientos era su postura allí tan cerca y su silencio allá tan lejos de todo. Le preocupaba tan poco la aparición repentina de su jefa de vez en cuando, abriendo la puerta del consultorio. Mucho menos le interesaba el cuchicheo de la gente allá afuera o que el tiempo destinado para mí se desbordara tomándome parte de las citas de los pacientes que venían después.

Yo abría la boca cuando me volvían las ganas perdidas en el fondo del cuerpo, allá muy lejos en ese lugar recóndito de la piel interna donde se oculta voluntariamente el entusiasmo, hasta que hay fuerzas para volver a arrastrarlo a la superficie donde pasa la vida.

Ni siquiera me decía a mí mismo que era momento de continuar, sino que un chorro agrio de reflujo subía por mi tracto digestivo haciendo descender mi mandíbula autoritariamente. Al despegar los labios, un aire suave en forma de quejido se escapaba de mis entrañas. Palabras no dichas y gritos represados que habitan la boca como fantasmas.

Entonces la doctora Thompson, como lo venía haciendo hacía un par de meses, se levantaba complacida de la silla, llamaba a la auxiliar y regresaba a mí explicándome lo que íbamos a hacer ese día. Unos hermosos implantes que nadie iba a notar, prometía. Nuestras miradas volvían a conectarse y ella continuaba poblándome otra vez de muelas con la serenidad de quien tiene tiempo de sobra.

Nada especial había pasado en el preludio de la última sesión, allí sentada en su rincón mientras esperaba, cuando algo terminó quebrándola por dentro y fuera.

Rompió el silencio del aire y sin que nadie se lo preguntara esbozó su nombre, fecha de nacimiento y dirección. “My name is Lisa Thompson. July 16, 2002. 952 Atlantic Avenue. Brooklyn, New York”.

Desperté. Había estado dormitando, pero escuché claramente lo que había dicho.

Y lo repitió. “My name is Lisa Thompson. July 16, 2002. 952 Atlantic Avenue. Brooklyn, New York”.

Me repuse levantando medio cuerpo de la camilla y la encontré en su silla muy cerca en absoluta quietud imbuida otra vez en el silencio de lo que había sido un llanto corto. Hablaba al vacío. “Este es el nervio”, dijo.

Mantenía el rostro fijo en dirección a la pared que tenía en frente. “Lisa Thompson. July 16, 2002. 952 Atlantic Avenue. Brooklyn, New York”. Alguien le había preguntado tantas veces su nombre y ella invocaba ese recuerdo.

Intenté alcanzarla en vano con mis brazos. Hubiera querido tomarla de las muñecas. La miré más de cerca. Tenía el rostro descubierto y los labios desplegados hacía afuera, igual a un animalito tierno que amenaza. Aparté la mirada, pero había visto ya esa hilera de dientes frontales irregulares y profundamente grisáceos que, incrustados a la fuerza en la encía, ocupaban con desencanto gran parte de la juventud y la belleza de su propia boca.

 

 

Otros hombres
 

Al salir del colegio caminaba hasta la oficina de mi padre en el centro de la ciudad desde donde luego solíamos ir juntos a casa. Uno de esos atardeceres en que fui a buscarlo un poco más temprano de lo habitual, me entretuve caminando en los pasillos de ese quinto piso mientras él seguía inmerso en sus montañas de papel antiguo contestando los últimos requerimientos del día. Me asomaba a su puerta, le guiñaba el ojo y él me respondía amorosamente con una sonrisa bañada en sudor, víctima de la falta de reparación de los aires acondicionados de la que sufrió siempre ese edificio público.

Serían algo más de las seis de la tarde y el lugar se encontraba deshabitado, excepto por un par de empleados que todavía hacían resonar con terquedad las teclas ruidosas de sus máquinas de escribir desde alguna oficina caliente y recóndita. En el primer piso el portero escuchaba vallenatos a todo volumen en su pequeña radio. Muy cerca de él un hombre calvo yacía sentado en la banca de madera de la sala de espera, y yo asomado desde el quinto piso lo había estado observando a través del gran patio interno alrededor del cual se enroscaban todos los pisos y las oficinas cual pequeñas tumbas de cemento.

Le eché un ojo a mi padre, pero él seguía imbuido en su escritorio. Volví a asomarme por la baranda hacia el primer piso y allá abajo en completa quietud todavía se encontraba la superficie brillante de la cabeza de ese desconocido con el cual yo había intercambiado miradas al entrar al edificio. Él y yo esperábamos a alguien.

Lo pensé, dudé, di un par de vueltas más alrededor del piso haciendo resonar las baldosas con los taconcitos de los zapatos de charol del uniforme. Me asomé otra vez, le vi, mojé mis labios e invoqué una gran cantidad de saliva desde bien adentro escupiéndole en un acto premeditado. El escupitajo seco fue bajando sin prisa, y era tan ligero que parecía espuma de jabón azulado, flotando en espiral a punto de perderse en otra dirección hacia las copas de algunas plantas pequeñas sembradas en materas alrededor del patio, pero fue a parar directo al hombro derecho del sujeto.

Sentí pánico como cada vez que hacía algo indebido con el uniforme del colegio y enseguida escondí la cabeza esperando que cuando el hombre alzara la mirada buscando al culpable no hubiera visto ni sombra de mi rostro. Por un momento pensé que mi padre me había visto escupir hacía el vacío porque me pareció ver en él unos ojos reprobatorios antes de incorporarse otra vez a su máquina de escribir donde enterró la mirada. Aun así le busqué sentándome en el suelo muy cerca de él con las piernas encogidas sobre el pecho.

Con los años, el cascarón del edificio había adquirido el olor de las escrituras y de otros documentos públicos que albergaba. Todo allí adentro se deshacía en la vejez del aire salado del Caribe. Cada vez que traigo al presente los rasgos ya viejos de mi padre, ese aroma color ocre acompaña su recuerdo de toda una vida de trabajo en ese mismo lugar, su decencia y su amabilidad. Pero también viene a mí intrusivamente ese escupitajo deliberado de la niñez allá por los ocho años y enseguida arremete con más fuerza la imagen de ese hombre sin nombre en forma de un recuerdo que se adhiere caprichosamente a un lugar de la memoria al cual no es bienvenido.

Escucho entonces otra vez el peso de sus pasos lentos acercándose desde la planta baja. Cada pie sobre su respectivo escalón. Una pausa en cada piso. Y otra vez los escalones hasta que se apareció ante nosotros con su inmensidad, asomándose desde afuera en la puerta de la oficina. Debía medir casi dos metros y su barriga se ensanchaba hacia ambos lados del cuerpo.

Mi padre le miró y le sonrió genuinamente igual que lo hacía con todo aquel que se aparecía en la puerta de su oficina. El hombre le respondió con un gesto amable y el reconocimiento de que mi padre no tenía la culpa de nada, pero que debía ser informado de lo que acababa de pasar, como si se tratara de otra notificación oficial de esas que tenían lugar a cada momento en el edificio, solo para dejar un registro histórico de los hechos. Acto seguido, con la punta de los dedos, se agarró la tela que cubría el hombro derecho de su camisa mostrándole el escupitajo que, por espumoso, ya había desaparecido tras la tela y ahora impregnaba directamente la piel.

Mi padre borró la sonrisa de su rostro cuando finalmente lo entendió todo.

“¿Usted vio que mi hijo lo hizo?”, le preguntó sin levantarse del escritorio.

El hombre, cuya voz carecía de todo rencor, contestó que no me había visto, pero que estaba seguro que había sido yo. Su voz era pausada y ronca.

Mi padre abandonó la máquina de escribir y se puso de pie sin pretender acercarse demasiado a la puerta. No era particularmente agresivo, ni mucho menos alto, así que no se le iba a tirar encima al otro para deshollejarlo. Pero se mostró desafiante. “¿Usted vio que mi hijo lo hizo?”, volvió a preguntarle.

El hombre en ningún momento fijó la mirada en mí ignorándome por completo. Le explicó a mi padre con mucha paciencia que yo era el único niño jugando a esa hora en ese edificio y que, si bien no me había visto escupiendo, sí me había visto varias veces asomándome con malicia desde el quinto piso. Mi padre, con las manos enterradas en los bolsillos, volvió a preguntarle de forma aún más cortante. “¿Lo vio usted con sus propios ojos escupirle?”. “¡Dígame!”. “¡Dígame que usted lo vio!”. “¡Dígame que usted lo vio asomar la cabeza y escupirle!”.

Cada vez que el hombre intentaba sacar una sílaba de su boca allí parado en el marco de la puerta, mi padre contraatacaba alzando el tono de su voz. “¿Lo vio sí o no?”. “¿Sí o no?”. “¡Solo dígame sí o no!”

El hombre optó por la renuncia y el silencio. No tenía caso. Acomodó las facciones del rostro en una completa colección de signos de resignación y desapareció del marco de la puerta camino al primer piso, bajando escalón por escalón mientras nosotros lo escuchábamos alejarse hacia el lugar de adónde se había atrevido a venir.

En la sala de espera se oyeron pasos arrastrados, movimientos de cuerpos, cruces de palabras, ires y venires, una voz femenina. El portero bajó el volumen de la música y luego volvió a subirla cuando todo parecía en calma. Seguro miraban hacia arriba para ver si yo volvía a asomarme, pero me mantuve sano y salvo adentro de la oficina esperando el momento de irnos.

Cuando salimos del edificio un rato después, el hombre todavía yacía allí sentado reposando el peso de su cuerpo sobre la banca de madera y ahora una mujer que debía ser su esposa le acompañaba sentada a su lado. Nos habían estado esperando y ambos reaccionaron al vernos aparecer por las escaleras como diciendo “Son ellos”, “allí vienen”. Él tenía el hombro empapado en una mancha de agua extendida sobre el resto de la manga de la camisa como un chorro de sangre transparente que supuraba de una herida que nosotros habíamos causado. Posiblemente había intentado enjuagarse en el baño y ahora la piel blanca de su brazo y parte del pecho era visible a través de la delicada tela. No solo le habíamos escupido sino también desnudado. El honor con el que allá arriba en el quinto piso había aceptado la renuncia, se había transformado en humillación infinita.

Querían decirnos algo. Sobre todo ella intentó ponerse en pie con unas cuantas palabras atragantadas en la boca, pero él la tomó del brazo derecho regresándola a su lugar. Ella también estaba mojada y la piel se le escapaba a través de la tela floreada del pecho del vestido. Mojada y rabiosa. Sus ojos desde la distancia eran brillantes en la penumbra que empezaba a apoderarse del silencio total del edificio. Poseían el rostro de quienes esperaban de nosotros algo que no iba a llegar.

Nunca confesé. Mi padre tampoco me preguntó sobre mi culpabilidad y solo me negó la palabra mientras caminábamos de regreso a casa por la avenida de la marina ya casi al anochecer.

Abrigados bajo las últimas sombras de los cocoteros, estoy seguro de que ambos pensábamos en los ojos agrandados de esa pareja cuyo brillo nos había despojado de algo, convirtiéndonos en otros hombres diferentes a los que habíamos sido un momento atrás.

 

 

 

Luis Palacio es un autor colombiano. Estudió Periodismo en Bogotá, y Dirección de Cine en la Escuela Profesional de Cine de Eliseo Subiela en Buenos Aires. Se ha desempeñado como periodista de cultura y artes en el Periódico UNAL de Bogotá. Fue coordinador de la Agencia de Noticias de la Universidad Nacional de Colombia y ha trabajado como asistente de producción en Nueva York, ciudad donde reside.