Postales del Paraíso (fragmento)

Neus Bonet Farran

 

 

 

El taxi esquivó hábilmente el caos del aeropuerto, sorteó un par de baches y a ritmo de merengue enfiló la carretera, bordeada de palmeras, dirección Santo Domingo. A la izquierda, un Caribe perezoso bronceándose al sol completaba la foto de agencia de viajes.

Arrellanada en el asiento trasero, Julia siguió aquel mar que ya había visto a los siete años en una postal en blanco y negro, perdida al fondo de un baúl entre sábanas perfumadas de alcanfor y fotografías desvaídas. Ahora, treinta años más tarde, volvía a encontrar todos los matices del Caribe que alguien, de letra pequeña y caligrafía esmerada, había sintetizado en una sola frase: Un mar de mil colores. Era el único fragmento que había conseguido desentrañar de un texto apretujado donde las letras se empujaban las unas a las otras, ansiosas por hacerse un hueco en el exiguo espacio de la postal. Lo había desmenuzado con la tozudez de alumna aplicada, haciendo de cada sílaba un destello en el calidoscopio de su imaginación infantil. A partir de aquel momento, un mar ya no se parecería a ningún otro.

—¿Española?

La mirada del taxista en el retrovisor la alertó del peligro de una conversación que no le apetecía. Solo deseaba silencio y que la llevasen al hotel. Desentumecerse poco a poco como cuando se despertaba por la mañana y sorbía el café con los ojos llenos de sueño y la tibieza de la cama todavía prendida en el cuerpo. Un placer que la amenaza de cháchara de aquel hombre estaba a punto de frustrar. Sin apartar la mirada del retrovisor, Julia se ajustó las gafas de sol, deslizó una mano sobre el estuche de la Nikon i calibró el tono de la respuesta.

—Sí.

Seco. Disuasorio. Deliberadamente antipático.

En la ventana, el Caribe se solapaba fotograma a fotograma con el recuerdo del Mediterráneo y doce horas de vuelo. Era el mismo mar que, aquel domingo de verano de hacía treinta años, los ojos grises de la abuela habían buscado más allá de la estrechez de la ventana mientras devolvía la postal a la oscuridad del baúl. Los secretos del pasado habían quedado sellados con el rechinar de la llave en la cerradura oxidada, el crujido de las contraventanas, el chirrido de la puerta y las pisadas sobre los peldaños desgastados que nieta y abuela habían bajado en el silencio cómplice de los conspiradores. No había vuelto a subir a la buhardilla de la masía de Tarragona. Hasta hacía justo una semana. A la muerte de la abuela.

—¿De vacaciones?

Julia evitó el contacto visual con el taxista y bajó el cristal de la ventana. El se diluyó en una bocanada de aire caliente que le dejó un regusto salobre en los labios y la huella de quemazón en la piel. El ruido de bocinas y el alboroto de los pasajeros que se amontonaban detrás de camionetas destartaladas la aturdió. Echó una ojeada al otro lado de la carretera, donde un surtido de frutas tropicales se confitaba al sol en tenderetes improvisados, y subió el cristal. La radio del taxi continuaba emitiendo un festival de merengues y bachatas que ahora, le pareció, sonaban más fuerte, como posible represalia a su desprecio.

 

Somos un agujero

En medio del mar y el cielo

 

El taxista ya hacía rato que había dejado de espiarla y espoleaba el Ford hacía el sprint final.

Santo Domingo apareció de golpe y sin pretensiones en la otra orilla del Ozama. Bajo el puente de hierro, la enorme boca del río vertía un vómito oscuro a un Caribe aparentemente resignado. Al fondo, presidiendo el desparrame de tejados, la silueta rechoncha de una fortificación de aire medieval atrajo la atención de Julia. Sin despegar los ojos de aquella construcción, que añadía una nota discordante en el ya confuso skyline de la ciudad, repasó las esquirlas de información que había conseguido reunir a toda prisa antes del viaje. Hasta que dio con un nombre.

—¿La Fortaleza?

La pregunta se proyectó por encima de la música, viajó con el brazo derecho hacía la parte delantera del vehículo, rozó el rostro oscuro del taxista, se precipitó al vacío desde la punta del dedo índice y acabó diseminándose en minúsculas partículas de saliva que salpicaron el san cristóbal de plástico que colgaba del parabrisas. Con la misma rapidez con que lo había desplegado, Julia retiró el brazo y volvió al fondo del asiento como haría una niña a quien hubieran reñido. No había sido capaz de dominarse. Todo en aquel viaje era improvisado. ¿De vacaciones?, le había preguntado el taxista. Y ella había dicho que sí. Una respuesta fácil cuando no se tiene otra. O cuando la verdad es demasiado difícil de explicar. Incluso para sí misma. Por primera vez desde que había subido al avión en Barcelona, se preguntaba qué había ido a hacer en un país que solo ocupaba la mitad de una isla.

—La Fortaleza Ozama. Sí —respondió el taxista.

Seco. Deliberadamente taxativo. Un repelente contra cualquier intento de información adicional.

Julia reaccionó con indiferencia a la actitud del taxista y dejó que el hombre saborease la ilusión de venganza.

Desde la distancia, la antigua vigía y cárcel se parecía más a un decorado de cartón-piedra de película de los años cincuenta que a la fortificación de Nicolás de Ovando, Virrey de las Indias por la gracia de sus Majestades Isabel y Fernando. Intentó imaginar aquella mole como la debían haber visto, desde la cubierta del Flandre, los doscientos ochenta republicanos españoles un 7 de noviembre de 1939. Turistas a su pesar. Exiliados de una república traicionada esperando bajo la lluvia que Rafael Leónidas Trujillo, El Benefactor, El Padre de la Patria Nueva, acabara de contar los cincuenta dólares por cabeza que el Servicio de Republicanos Españoles había ingresado en sus arcas. El precio por un ganado que le serviría de mano de obra en unas colonias agrarias imposibles. Y de sementales, para emblanquecer una población mulata que llevaba marcada en la oscuridad de la piel el origen esclavo de sus antepasados africanos. De entre todas las fotografías que había encontrado en el baúl de la masía, Julia visualizó la del soldado de cara morena y sonrisa dulce que había dejado como prenda de su amor una dedicatoria: Te quiero, Juan. La letra, más grande que la de la postal, la caligrafía, igual de esmerada. Se lo imaginó sujetando una maleta marrón, lijada por la arena que el viento del norte arremolinaba sin tregua al interior de la alambrada de espino en la playa de Argelès. El hueco, donde había reposado la cabeza todas aquellas noches de mal dormir, todavía visible en la tapa de cartón. Según la web de la oficina de turismo francés, Argelès-sur-Mer es un lieu de vacances ideal. Pero para los que, como Juan, solo buscaban un cobijo donde poder encajar la derrota de una guerra fratricida y reorientar sus vidas, aquella frase publicitaria habría sonado a eufemismo cruel de campo de concentración. Los soldados senegaleses, había escrito Juan antes de embarcarse rumbo a América, no nos dejan ni a sol ni a sombra, nos vigilan día y noche desde lo alto de sus caballos. Eran fragmentos de frases que recordaba por su crueldad. No tenemos nada, solo la arena, el frío, el viento y la lluvia. Otros, por la intrepidez Algunos de nosotros nos hemos puesto a gestionar el campo. Construimos barracas con lo que encontramos en la playa y distribuimos la escasa comida que nos arrojan. Los hay que están al cargo de los primeros auxilios. También por la empatía El desprecio de los gendarmes franceses no es odio, es impotencia porque no saben qué hacer con nosotros. Me pregunto cómo habríamos reaccionado si ellos fueran los exiliados. Y por la esperanza Sé que pronto volveremos a vernos.

El taxista se había puesto a cantar. Su voz de barítono, que acompañaba con convulsiones rítmicas del cuerpo, exudaba la sensualidad triste de un bolero. Río de agua oscura en la prisión eterna de esta noche profunda, entonaba en un arrebato interpretativo que lo llevaba a raspar los límites de su tesitura musical. De vez en cuando, levantaba la mano izquierda por encima del volante y dibujaba una serie de torsiones que terminaban en una figura de dedos agarrotados y una nota aguda a punto de resquebrajarse. Julia lo miró con una expresión angustiosa —por la conducción temeraria y no por la sobrevalorada aptitud musical— y echó otra ojeada a La Fortaleza antes de continuar recomponiendo el puzle de las cartas de Juan.

Entre los cuerpos que se amontonaban en la cubierta del Flandre, ubicó a Juan apoyado en la barandilla, escrutando con ojos marrones y soñadores el rotulo luminoso que desde la Torre del Homenaje anunciaba que el Paraíso tenía dueño; Dios y Trujillo. El uno consustancial con el otro. Era todo lo que era preciso saber antes de desembarcar. Un endiablado juego de la oca donde el premio era ir de dictador en dictador sin saber si habría oportunidad de volver a tirar el dado. He de largarme de aquí. Casi todos los que hemos llegado no pensamos en otra cosa. […] quizás Méjico. No puedo pedirte que vengas. Todavía no. Confesaba Juan a la abuela en la primera carta desde Ciudad Trujillo. Julia adivinó los nudillos descarnados de las manos que agarraban las asas estrujadas de la maleta. Un acto reflejo para proteger lo único que no podía dejar que le arrebataran; la esperanza. Una esperanza que cada vez era más liviana. Porque el Infierno también estaba allí. Pero aún así, todavía sería capaz de describir en una sola frase, de mil colores, la belleza de un mar al dorso de una postal.

“Prométeme que lo buscarás”. Las últimas palabras de la abuela. Una orden más que una súplica. Chantaje emocional, habría dicho David. Pero su marido no la había acompañado en aquel viaje. “No puedo dejar las clases. Ya sabes como son los yanquis”. Lo había dicho con la misma convicción que se compraba unos zapatos o que había aceptado la oferta de la universidad en Chicago. Era, lisa y llanamente, la opción más práctica. No lo había echado en falta. En Tarragona, se había volcado en velar a la abuela en la lenta agonía hacia la muerte. Todavía podía oír el hilo de su voz y el calor de la mano, templada por el metal de la llave. La misma que treinta años atrás colgaba de un baúl mal cerrado. Y ahora que había leído las cartas que de pequeña no había conseguido descifrar, se encontraba en un taxi desbocado y bullanguero tras el paradero de un hombre desaparecido hacía setenta y tres años. Era como una cita a ciegas. Nunca sabías qué podías encontrar.

El taxista había dejado de cantar y en el interior del vehículo se había restablecido el orden. Excepto por el san cristóbal de plástico que había tomado impulso y se balanceaba temerario sobre el parabrisas. Julia le lanzó una mirada suplicante, respiró profundamente y expulsó todo el aire de un solo golpe. Después repitió una única plegaria No pierdas el control.

El taxi redujo la velocidad, hizo un par de maniobras que rozaban el umbral de la imprudencia y se incorporó al tráfico caótico de la ciudad. Cuando llegó al Malecón, volvió a acelerar y siguió la hilera de hoteles y restaurantes que de espaldas a la ciudad sonreían al mar. En la radio, la cantante lloraba el olvido de un amor.

 

Fue imposible sacar tu recuerdo de mi mente

Fue imposible olvidar que algún día yo te quise.

 

I

 

Un portero con librea blanca rebosante de galones y gorra de plato le dio la bienvenida. De un chasquido de sus dedos, apareció un botones de chaqueta rojo oscuro que se apresuró a descargar la maleta. El gesto del muchacho, ofreciéndose a llevarle también la bolsa de la cámara, se vio truncado por la negativa de Julia. Sosteniendo el estuche de la Nikon entre los brazos, Julia siguió al botones en un bosquejo de comitiva que cruzó la marquesina de la entrada, pasó por delante del portero que la saludó llevándose una mano a la gorra, cruzó el umbral de la puerta automática, custodiada por dos cactus gigantes con delicades flores rosadas, y entró en un vestíbulo con mostrador de caoba y juego de espejos. Una recepcionista de cabello castaño y piel clara, embutida en un traje chaqueta azul ultramar, le obsequió una sonrisa de clínica dental y le pidió el pasaporte.

—Cinco noches. —Era lo máximo que estaba dispuesta a emplear para indagar sobre la suerte de un tal Juan Morera Solé, hijo de aparceros en una masía de Tarragona, aspirante a poeta, comunista del POUM, exiliado de la Guerra Civil española en la República Dominicana a los veintitrés años, enamorado de una joven de dieciocho, hija de los dueños de la masía, llamada Mariona.

—Señora Miró.

Julia recogió el pasaporta y la tarjeta de la habitación cuatrocientos nueve de las manos perfectamente manicuradas de la recepcionista, musitó gracias, esbozó una sonrisa y se dirigió al ascensor.

Un vistazo rápido a la habitación le confirmó que tenía el confort que necesitaba. Dos cuadros estilo naif daban un toque de color a las paredes neutras y desde la ventana se veía el mar. Abrió la maleta y comprobó que todo estaba como ella lo había colocado. No había nada superfluo. Su abuela se está muriendo, había sido el mensaje de la residencia. No se lo pensó dos veces. Cogió el primer vuelo de Chicago a Barcelona con lo indispensable para el calor de agosto y un vestido negro. Excepto por el par de sandalias que se había comprado en Tarragona, la copia del testamento, la escritura de la masía y las cartas del baúl, el equipaje era el mismo.

La posibilidad de continuar el viaje, si no aquel mismo día, el siguiente, pilló a Julia desabrochando la correa de sujeción de la maleta. El malestar que la acometía era más fuerte que la promesa a la abuela y la curiosidad. Las dos razones que la habían empujado a cambiar el trayecto de vuelta a los Estados Unidos. Pero ahora, tan solo deseaba recuperar la rutina, insípida y banal, de su vida donde solo ella controlaba la dosis de adrenalina que necesitaba para recordarse que existía. Una rutina que aquella incursión en el pasado de un desconocido podía desequilibrar. Pasó un rato jugando con los cierres de la correa mientras barajaba una sarta de excusas que la convenciesen de que quedarse no serviría para nada. La interrumpió una bandada de gaviotas que sobrevolaban el Malecón. Cuando se asomó a la ventana, todo lo que quedaba de las aves era una nube blanca que se alejaba y el vocerío ensordecedor de sus chillidos. Al contrario de ella, aquellos pájaros tenían un plan que no abandonarían hasta haber conseguido su objetivo. Julia lanzó una ojeada a la maleta, escrutó el cielo y con aire resoluto se aproximó a la cama.

Los chillidos de las gaviotas todavía le punzaban los oídos cuando esparció la ropa sobre la colcha de rayas. Examinó cada pieza sin conseguir decidirse. Finalmente, escogió unos pantalones de hilo beis, una blusa verde con pequeñas flores amarillas y un conjunto de bragas y sujetador color champán. El resto, lo colocó dentro del armario. Los documentos, los guardó en la caja fuerte. Se quitó las bermudas y la camiseta, que apestaban a cabina de clase turista, y los metió en una bolsa de lavandería. Con la ropa interior puesta entró en el baño.

Una cinta precintaba la tapa del inodoro y el olor floral del ambientador flotaba entre las paredes de baldosines blancos. Julia cerró los ojos. El silencio y el dulzor de la fragancia la calmaban. A tientas, abrió el grifo del lavabo y se imaginó viviendo allí dentro sin más estímulo que el aroma de las flores y el rumor del agua. Un lugar aséptico que la aislaba de todo y, durante unos segundos, la mente calló. El chasquido de una bombilla le hizo abrir los ojos. Mientras buscaba la luz que acababa de fundirse, se cruzó en el espejo con el aspecto demacrado de la cara. Espejo Espejito, susurró. Los años la acosaban. Trató de adivinar cómo se vería cuando la mirada se apagase y las arrugas le surcaran el rostro. Où sont les neiges d’antan?, se preguntó al recordar la canción de Brassens que la profesora de literatura les ponía para ilustrar el poema de un escritor francés cuyo nombre había olvidado. Hizo un gesto de resignación, lanzó un gruñido al espejo y continuó explorando el baño en busca de la bombilla que se había fundido.

Ya había tirado las toiletries, cortesía del hotel, a la papelera cuando se percató de que le faltaba el neceser. Se alarmó ante la posibilidad de que se lo hubiera olvidado en Tarragona. Todo podía reemplazarse con facilidad excepto los ansiolíticos y la crema facial de doscientos dólares que la protegía del sol y le disimulaba las pecas. Encontró el neceser a los pies de la cama y suspiró aliviada. Tranquila, tómatelo con calma, se dijo mientras alineaba el contenido sobre la repisa del lavabo.

Manipuló el mando de la bañera hasta acertar la temperatura del agua y dejó que se llenara. Con el Norit mini que había comprado en el duty-free del aeropuerto, lavó la ropa interior que había llevado en el viaje. Se recogió el cabello en una cola de caballo, limpió la cara con un peeling y se aplicó una mascarilla de algas. Una ojeada a la bañera le informó que aún tenía para un rato. Se entretuvo en recomponer el rompecabezas que formaba su cuerpo desnudo en el espejo, empañado por el vaho. Era un juego que había aprendido de pequeña cuando ella y su madre se encerraban en el baño antes de cenar y su padre aún no había vuelto del despacho.

Iniciaban, así, el juego del espejo glotón. No recordaba cómo había empezado aquella carrera por nombrar las partes del cuerpo que desaparecían tan pronto como el frote de la mano sobre la superficie empañada las recuperaba. Lo que sí recordaba era la risa de su madre mezclándose con la suya cuando una de las dos trastabillaba —nariz ojo mano pecho brazo dedo muslo cuello culo hombro boca oreja vulva barriga caderas, grandes, anchas, potentes, voluptuosas, sensuales— “¿Cuándo sea mayor tendré las caderas como las tuyas?” “Cuando seas mayor serás preciosa”.

Frotó y refrotó el espejo intentando atrapar aquellas caderas que tanto se aparecían a las de su madre. Pero la madre no lo sabía porque se había aburrido de jugar al espejo, se había aburrido de la vida, se había cansado de hacer de madre.

“Mamá ha caído a la vía del tren”. Se acostumbró a las mentiras, a no hacer preguntas, al cuchicheo de las compañeras de la escuela cuando pasaba, a las miradas compasivas de las monjas, al internado, a los fines de semana y las vacaciones con los abuelos, a compartir secretos con la abuela Mariona, a dormir en su cama cuando las pesadillas la despertaban, a escuchar las canciones que le decía que venían de un país al otro lado del mar, a mirar las fotos de su madre en el álbum familiar y a esperar la voz cada vez más lejana del padre preguntándole si se portaba bien.

A veces, se dormía abrazada al atlas escolar que recorría minuciosamente para descubrir los países desde donde le llegaban las postales y los regalos de cumpleaños. Se inventaba historias en las que el padre construía palacios para reyes que montaban elefantes y las princesas se bañaban en ríos mágicos con duendes traviesos. Hasta que llegó la carta con foto de familia. La de su padre y una mujer menuda, de piel color bronce y ojos almendrados con un bebé en los brazos. De la imagen, le había impresionado la disonancia entre la corpulencia del hombre y la fragilidad de ella, el rojo y el negro de los cabellos, el verde y el oscuro de los ojos, la satisfacción ostentosa de él y la expresividad contenida de la mujer. Pero lo que recordaba más claramente era el sello. Un pájaro de plumas de colores y pico curvo que se agarraba a la caña de una rama de bambú en un equilibrio efímero. Sus ojos negros y redondos acechaban al intruso que se atreviera a traspasar el marco dentado del sello. Unas letras negras de palo dibujaban el nombre que señalaba un enclave en el atlas, FILIPINAS. De la carta solo recordaba una ristra de frases hechas que disfrazaban burdamente la indiferencia que el beso del final no podía remediar y que la ausencia de un te quiero enfatizaba.

Un chapoteo sordo la avisó de que la bañera ya estaba llena. El último frote al espejo, antes de deslizarse en el agua, le mostró los ojos marrones que la observaban desde detrás del verde de la mascarilla —nariz ojo mano pecho brazo dedo muslo cuello culo hombro boca oreja vulva barriga caderas

Cuando salió del baño, el sol daba directamente a la ventana y en la habitación hacía calor. Ajustó el termostato del aire acondicionado, se sentó encima de la cama, envuelta en el albornoz, y abrió la agenda. Miguel Báez Latour, contacto en la RD, tenía anotado. Marcó el número de teléfono que le habían dado en la revista. “Es un periodista que trabaja en un diario de Santo Domingo y colabora con nosotros. Te ayudará”. ¿Cuándo se le había ocurrido? “NewPerspectives me ha encargado un reportaje de la República Dominicana. Iré antes de volver a Chicago”, había dicho a su marido cuando le comunicó la muerte de la abuela. Lo que no le había explicado era que la idea había sido suya. Una visión diferente del Caribe, les había propuesto, sin tener claro a que se refería. Solo sabía que necesitaba camuflar la búsqueda de Juan Morera de reportaje fotográfico. Un secreto entre la abuela y yo. La frase, que podía justificar la mentirijilla a su marido, no servía para ella. Y ahora, mientras esperaba con el teléfono en la mano que un desconocido se aviniera, sin saberlo, a servirle de tapadera para la triquiñuela que había fabricado, la verdad por fin la atrapaba. Las fotos no eran más que un trompe d’oeil, una ilusión para no tener que enfrentarse a una realidad que la desequilibraba. Como siempre hacía. Como había hecho en la escuela cuando se inventaba un padre que construía palacios. Porque el hombre que la había abandonado para engendrar mestizos de piel mustia y cabello descolorido no era nada más que un estafador. Un arquitecto municipal listillo y con pocos escrúpulos a quien el sueldo de funcionario le sabía a poco. Prevaricación, Soborno, Corrupción. Palabras que, bajo las sábanas, buscaba en el diccionario a la luz de una linterna y rodeada de papeles arrugados. Recortes que había conseguido arrancar de las páginas del periódico que el abuelo José había arrojado en un arranque de impotencia sobre la mesa de comedor del piso de Tarragona. “La boba de tu hija ha manchado el buen nombre de la familia. ¡Mira que casarse con aquel sinvergüenza!”, mascullaba más para sí mismo que para su mujer que permanecía en silencio detrás de la ventana con el ganchillo en la mano. Con un movimiento rápido y preciso, la abuela Mariona atacaba la orilla de un pedazo grande de tela que a ella le parecía inacabable, como si una mano invisible deshiciera cada pasada en una treta del diablo. Ningún reproche. Ni para su marido, ni para la hija, ni tampoco para el yerno que los había avergonzado. Solo el ritmo frenético de los dedos guiando el ganchillo, tejiendo filigranas en el mantel o lo que fuera que tuviera en las manos. Y el destello de aquel silencio punzante en los ojos.

El rumor de voces al otro extremo del teléfono le recordó que ya hacía rato que había llamado. Se inclinó sobre las rodillas, que tenía dobladas a la altura del pecho, y examinó el esmalte de las uñas de los pies. Espere, le habían dicho. Y esto era, precisamente, lo que llevaba haciendo desde que a los nueve años se esforzara por reconocer en unos recortes de periódico, iluminados por una linterna, al hombre a quien ella llamaba papá. Un padre que la había abandonado para ir a buscar el Paraíso. Un paraíso donde no había sitio para ella, condenada a permanecer en salas de espera asépticas del purgatorio y expiar sus pecados. Los que había cometido y los que le habían dicho que también eran suyos. Daba igual. ¡Arrepiéntete! profería la voz en off del confesor. ¡Libérate! la alentaba la sonrisa contenida de la terapeuta que lo había substituido. ¡Atrapada! le revelaba la Rueda de la Fortuna que invariablemente caía de cabeza hacia abajo en las tiradas de Tarot. Incapaz de arrepentirse ni tampoco de liberarse, se había convertido en una rata de laboratorio que hace girar una rueda sin ningún objetivo. Como la rata, se había acostumbrado. Incluso, se atrevería a decir, se sentía a gusto repitiendo la misma rutina infinidad de vueltas. Desplazó el teléfono un par de centímetros y estiró las piernas. El murmullo de conversaciones que no conseguía ni tampoco le interesaba descifrar sonó un poco más lejos. Se disponía a inspeccionar las uñas de las manos cuando alguien la llamó por su nombre.

—¡Aló! ¡Julia! —la voz fresca de tonos cromáticos y ritmo acelerado de Miguel le preguntaba si había tenido un vuelo tranquilo deseaba que el hotel fuera de su gusto y la invitaba a cenar aquella misma noche si no estaba demasiado cansada.

—De acuerdo. A las siete en el vestíbulo del hotel —se oyó decir a si misma antes de colgar.

Rechazó el taxi que le ofrecía el portero y enfiló la Avenida Independencia. Media hora a pie hasta el centro, había sido el cálculo del conserje. Antes de encontrase con Miguel, todavía tenía tiempo para dar una vuelta por la ciudad y visitar los lugares que Juan mencionaba en la primera carta. El aire húmedo que estaba impregnado por humos de partículas difíciles de catalogar la hizo toser. Y el barullo de bocinas y motores la urgió a taparse las orejas. Para amortiguar la pesadez de las pisadas sobre el asfalto abrasante, buscó la sombra de los árboles de tronco robusto y hojas largas, quizás laureles, que se alineaban a lo largo de la acera. El trajín de los taxis colectivos —conchos, los había llamado el conserje— la distrajo y le recordó la cabina de los Hermanos Marx. Una performance que duraba pocos segundos. Todo lo que quedaba después era una estela negra de humo, el toque de bocina y el eco de las risas de los pasajeros. Se percató del socavón un instante demasiado tarde. El traspiés la lanzó contra una pared por donde asomaban las flores rosadas de buganvillas. Soltó un taco y se frotó el tobillo del pie derecho. Sentía como el sudor se escurría por la espalda y la blusa se le pegaba a la piel. Retuvo las lágrimas, expresión de rabia y cansancio más que de dolor. Con el pie aún molesto y el aroma de las buganvillas en las foses nasales prosiguió su camino.

Se adentró en la Zona Colonial por calles de casas color pastel y colmados esquineros, atiborrados de comestibles. Los parroquianos, siempre hombres, se despanzurraban hasta la acera con un charloteo que acompañaban de chupitos de ron y tragos de cerveza. Rebuscó dentro del bolso y extrajo el sobre de una carta. En el sello, Don José Trujillo Valdez, padre del Benefactor, posaba de perfil bajo un sombrero blanco en el cuarto aniversario de su muerte.

El número 321bis de la calle Padre Bellini lo habían pintado verde pistacho, quizás para harmonizar con el azul y el rosa de las casas colindantes. Por la ventana abierta de la planta baja, se veía el titilar de dos velas que perfilaban la silueta de un santo. No le dio tiempo a llamar. Unas caderas, salpicadas de topos amarillos sobre el fondo naranja de una bata de poliéster, llenaron la abertura de la ventana. Los brazos y los pechos de la mujer se acodaron indolentes sobre los barrotes de la reja. Un par de ojos oscuros la escrutaban.

—¿La pensión de Doña Marcia?

—¡Ay, mi amor! Doña Marcia ya murió. —La mujer hizo la señal de la cruz sobre el ancho del pecho.

No, ella no recordaba la pensión. En realidad, todavía no había nacido cuando Santo Domingo se llamaba Ciudad Trujillo y los españolitos llegaron. ¿Hacía cuánto? ¿Sesenta años? ¿Más? Y soltó una carcajada ofreciendo al mundo las entrañas de una boca infestada de piorrea. Mientras se alejaba, Julia todavía podía oír la voz de la mujer que le ofrecía una habitación en una casa céntrica, limpia y decente.

La estatua del Almirante, en medio de la plaza, era un clon de otros clones del que un día debía ser él mismo. Al Parque Colón nos encontramos los que no sabemos dónde ir cuando no tenemos ni un chele para un café escribía Juan desde la pensión de Doña Marcia. En la base de la columna, la cacique Anacaona imprimía Cristoval Colón en letras doradas, como gesto de alabanza para aquel hombre que había llevado la civilización a su pueblo, según ponía en la guía. Como si haberla paseado encadenada delante de todos, encarcelada y colgada por el solo hecho de reclamar un trato justo para su gente, no hubiera sido suficiente humillación, pensó Julia al recordar la historia de la líder taína que le explicaba la abuela. En lo alto, el Almirante seguía imperturbable posando para la historia. Sobre su brazo extendido, se paseaba una paloma funámbula que parecía no saber en qué dirección echar a volar. Julia imitó el gesto de la estatua y dibujó mentalmente los cuatro puntos cardinales. El brazo de bronce señalaba el norte. Se le ocurrió que quizás desde lo alto de su pedestal, el Descubridor podía otear, más allá de la costa del Atlántico donde había desembarcada en su primer viaje, la otra mitad del continente. Un home away from home que para muchos dominicanos acabaría siendo un sucedáneo de la tierra que habían tenido que abandonar. Ella tampoco se había marchado de buen grado a los Estados Unidos. Ni siquiera se lo habían propuesto. Los trabajos esporádicos y triviales, las exposiciones en locales apartados donde solo acudían los amigos y el fracaso de la galería de fotografía en Barcelona, la habían dejado sin derecho a protestar. “Nos quedaremos un tiempo para tener más caché y establecer contactos”, pontificaba David. “Y tú, si te aburres, puedes hacer algo de freelance”, concluía como si ella no fuera más que un añadido en su vida. Un pie de página que, si se suprimía, nadie echaría en falta.

Al otro lado de la plaza, la fachada gótica de la Catedral presumía de ser la primera de América y de haber acogido los restos de Colón antes de ser trasladados al mausoleo del Faro, junto al Parque Mirador del Este. Una reivindicación que daba pie a la disputa crónica con la Catedral de Sevilla sobre la suerte de los huesos del Almirante. El marinero que había desafiado al océano, desembarcado en el continente equivocado, había sido enterrado y desenterrado, sus despojos habían surcado el mar tres veces y su origen se alimentaba de la incertidumbre, estaba condenado a errar eternamente. El Navegante Errante, un buen título para un musical, se le ocurrió a Julia. Y soltó una risita socarrona.

Errar también era lo que debía hacer Juan en aquellas horas interminables que pasaba yendo de un lado a otro de la plaza. Quien sabe si, llevado por la desesperación o por el aburrimiento, había cruzado el umbral de la iglesia y había rezado a un dios en quien no creía. O, quizás, de espaldas a la catedral, había alzado los ojos y, al tropezar con el gesto persuasivo del Almirante, había decidido poner rumbo al norte. Por primera vez, Julia se preguntó si Juan Morera Solé, no era más que el fantasma de un amor fugaz que se había colado en el delirio de una moribunda.

Enfocó la estatua con la cámara en el momento justo que la paloma funámbula levantaba el vuelo. Un líquido blanco oscureció la lente del objetivo. Y Julia se dijo que ya era hora de tomar una cerveza.

Se deshizo de los falsos guías turísticos que ofrecían tours con tarifas abiertas al regateo y cogió la calle del Conde. En una tienda de telefonía compró un móvil de prepago para hacer llamades locales y continuó calle arriba hasta llegar a La Cafetera. Una placa en la entrada recordaba a los exiliados españoles que habían escogido aquel bar como lugar de encuentro. Se sentó a la barra y pidió una Presidente, muy fría, mientras leía la chapa de propaganda que había sobre el espejo. Escudriñó el interior sombrío y angosto del local y se preguntó cuál podría haber sido el rincón favorito de Juan mientras jugaba a cartas o al ajedrez, hacía planes para marchar a Méjico, donde fuera, o conspiraba con los demás que, al igual que él, soñaban con regresar a casa. La mirada inquisitiva del único parroquiano del bar la obligaron a disimular. Entornó los ojos para enfocar mejor y examinó los recortes de periódico y fotos antiguas que colgaban de la pared detrás de la barra. Con las puntas de los dedos, apartó el vaso que el camarero había dejado encima del mostrador y asió la botella. El contacto con el vidrio helado le provocó un escalofrío y las gotas de condensación del agua mojándole la mano, una sensación de angustia que desapareció con el primer trago. Saboreó la suavidad amarga de la cerveza y dejó que el líquido se deslizara por la garganta. Se preguntó a qué presidente le debía aquel placer. Desde 1935, informaba el anuncio del espejo. Según parecía, en la República Dominicana tampoco habían sabido hacer limpieza de su pasado. Una cuestión de ADN, pensó. El reloj de la pared marcaba las seis. Tenía que apresurarse.

El hombre que la esperaba en el vestíbulo del hotel debía tener poco más de treinta años. El azul de la camisa tejana realzaba el tono canela de la piel. Unos rizos negros, aparentemente despeinados, le daban un toque desenfadado. De un brazo, le colgaba el casco de la moto.

—Miguel —dijo a la vez que le estrechaba la mano. —Tenía ganas de conocerte ¿preparada para una buena comida dominicana? espero que tengas hambre está cerca. —Las frases se engarzaban las unas con las otras, como al teléfono, pero ahora en catalán.

Hubo una pausa mientras Julia elaboraba una respuesta sin saber si lo que más le sorprendía de aquel hombre era que se expresara en catalán o su tono directo y franco. La respuesta le llegó sin tener que preguntar.

—Entre Vic y Barcelona con una pizca de Caribe.

—¿Eh?

—Mi catalán

—¡Ah!

—Es lo que me querías preguntar, ¿no?

—Hum… Sí… —balbuceó Julia.

Cuando salió del hotel, el mar engullía el último rayo de sol y Santo Domingo se quedó a oscuras.

Seguir a Miguel por la avenida mal iluminada y prestar atención el relato de su estancia en Barcelona compartiendo piso y, según parecía, también cama con una profesora de catalán de Vic, era todo un desafío.

—¿Siempre andas tan deprisa? —consiguió articular Julia cuando se atrevió a levantar los ojos del suelo aprovechando la luz tenue de una farola.

La expresión de sorpresa de Miguel que la miraba como si de pronto hubiera surgido de la oscuridad, le dio pie a soltarse.

—Me habían dicho que eras decidido, pero no que fueras tan char… —Julia dudó y buscó una palabra para substituir charlatán —rápido — acabó por decir.

Los labios de Miguel dibujaron una sonrisa, pero sus ojos le advertían que mantuviera las distancias.

—¿Siempre hay tan poca luz? —preguntó Julia con la mirada puesta en la opacidad de la noche.

—Te acostumbras. Cuando el Faro a Colón está encendido parece que se pueda ver mejor. —La cadencia de las frases de Miguel era ahora más pausada al mismo tiempo que señalaba un lugar al otro lado del rio y le tendía una mano.

—¿Cuándo lo encienden? —preguntó Julia mientras rastreaba la silueta de hormigón del Faro a la vez que sopesaba si era sensato coger la mano de Miguel.

—Nunca. Los ciento treinta reflectores proyectan una cruz en el cielo que se ve de todas partes. El problema es que chupan la poca energía que las eléctricas suministran para el alumbrado de la ciudad —dijo Miguel que había echado a andar de nuevo. —A mí, siempre me ha parecido una nave espacial abandonada. Una de tantas neuras de Chapitas.

—¿Quién?

—Trujillo. Le llamaban Chapitas por las medallas. Ya sabes, toda aquella chatarra con que los militares adornan el uniforme.

A la verborrea de Miguel se le tenía que añadir la habilidad en sortear los socavones de una ciudad a media luz. Quizás se había precipitado al juzgarlo. No sería la primera vez que se equivocaba con la gente y especialmente si eran hombres. Le había pasado con David. Se había dejado deslumbrar por el atractivo de intelectual maduro que parece tener todas las respuestas. La realidad, pero, era otra y las preguntas seguían siendo las mismas.

—¡Cuidado! —gritó Miguel sujetándola de un brazo para evitar que tropezara con las raíces de un árbol que habían levantado parte de la acera.

Julia cogió la mano de Miguel. Era suave.

—¿Sabías que Colón estuvo prisionero en la Fortaleza? —El tono de la voz era más grave y el paso más pausado. —Había enloquecido, como el coronel Kurtz de Apocalypse Now. Marlon Brando y Coppola. ¿La has visto?

—Sí.

—¡El horror! ¡El horror! —declamó Miguel que se había detenido y la miraba con expresión tragicómica. —Las últimas palabras de Kurtz antes de morir —añadió a la vez que retomaba la marcha.

—El delirio del Infierno.

Julia se sorprendió de su propia frase. Recordaba las últimas escenas de la película; el asesinato de Kurtz a golpes de machete alternándose con las imagines de la matanza de un búfalo. Y el gemido de Kurtz mientras agonizaba, ¡The horror! Después, si la memoria no le fallaba, los créditos sobre escenas dantescas del fuego devorando la jungla. El final en la novela no lo recordaba. El corazón de las tinieblas. Una disección del alma humana que dejaba al descubierto su parte más oscura.

Julia escrutó el perfil de Miguel y se preguntó si él también tenía un lado oscuro. Todos lo tenían. Incluso ella.

—¿Crees que hay un Infierno?

La pregunta de Miguel la sobresaltó.

—Solo conozco el Purgatorio —fue lo primero que se le ocurrió.

La perplejidad en el rostro de Miguel le advirtió de lo extraño de su respuesta.

—¿Y se tiene que pagar peaje para entrar en el Paraíso?

Ahora la perplejidad se había vuelto ironía.

—No creo que lo haya.

—¿De peaje?

—De paraíso.

—¡Qué deprimente!

Habían dejado la avenida y bajaban por un sendero resbaladizo con cactus a ambos lados.

—¿Crees que Colón también gritó ¡El Horror! o algo parecido mientras moría?

La presión de la mano de Miguel se hacía más fuerte a medida que avanzaban.

—No lo sé. No estaba.

—¡Claro! Tu estabas en el Purgatorio.

Y de nuevo aquella ironía sutil que la desconcertaba.

Al fondo, la noche envolvía el Faro y Julia se imaginó mil haces de luz en forma de cruz surcando el cielo de Santo Domingo.

 

 

El Quisqueya era un restaurante familiar con terraza, cubierta de caña y plantas trepadoras. Los aromas de Europa, África y la América indígena se mezclaban con el perfume de las buganvillas —trinitarias, las había llamado Miguel— y el olor a mar. Auténtica cocina dominicana anunciaba el rótulo que enmarcaba una guirlanda de bombillas blancas, azules y rojas, en una clara alusión a la bandera del país y garantía de que lo de auténtico iba de veras. La carta daba fe de la autenticidad que prometía el local. Una selección de carnes guisadas con verduras, sazonadas con un popurrí de condimentos, tubérculos, judías de colores, arroces variados, muchos fritos y frutas tropicales llenaban las dos caras de un cartón plastificado y salpicado de restos de comida.

Julia se zambulló en aquel revoltijo de sabores con la esperanza de encontrar algo que no le revolviera el estómago vacío. No había probado bocado en todo el día. Ni siquiera había pensado en comer. Sintió como el cansancio le reblandecía el cuerpo y le nublaba la mente. Se acercó el vaso de cerveza a la boca al mismo tiempo que se tragaba un bostezo. Era la segunda. Despacio, se dijo. No te desmadres y bebe despacio.

—La bandera dominicana.

Miguel la observaba con un cigarrillo en una mano y el vaso de cerveza en el otro.

—¿Qué?

—El plato. Tienes que probarlo.

Encontró la Bandera la primera en la lista, bajo Especialidades de la Casa. Con el arroz blanco y las verduras, se atrevía. Pasaba de la carne y de las judías rojas. Lo que la persuadió fue la ensalada que la acompañaba.

—El azul, tienes que imaginártelo —dijo Miguel a la vez que se volvía de lado para soltar el humo.

—¿Qué quieres decir?

—La bandera. El blanco y el rojo saltan a la vista. Se supone que el azul es el del mar. Por el pescado.

—No lleva pescado.

—Por eso precisamente hay que imaginarlo.

En algún otro momento quizás hubiera encontrado divertida la respuesta de Miguel. Pero ahora lo que quería era fijar la agenda para los días siguientes y volver al hotel. Con la excusa de acercar la silla a la mesa, Julia se levantó, meneó el cuerpo ligeramente y volvió a sentarse. Como si así pudiera engañar al cansancio.

—¿Y qué panorámica del paraíso has venido a fotografiar?

—Quiero. —Enfático. Toda la fuerza que le faltaba al cuerpo estaba puesta en aquella palabra. Tenía que quedar claro que era ella quien decidía. —Captar la vida real del país.

—Define real.

—La vida cotidiana. Sin clichés. Auténtica. Como la tuya.

Miguel se había levantado y buscaba algo entre las mesas vacías de la terraza. Cuando volvió a sentarse llevaba un cenicero en la mano.

—Ya.

Esta vez, el tono rayaba en la burla.

Miguel había apagado el cigarrillo y reposaba el brazo derecho sobre el respaldo de la silla. Su mirada se perdía en algún lugar de la oscuridad que solo él conocía. Lejos. Muy lejos. No me sigas. No puedes. No, si yo no te dejo, susurraba su silencio.

—A pocos quilómetros de donde estamos —la mano de Miguel señaló hacia el sur —unos militares se cargaron a Trujillo. Murió delante del mismo mar donde había arrojado a los tiburones a quienes le estorbaban. —Había amargura en su voz. —Se perdió. Se desapareció. Eran las frases del régimen para comunicar que se habían cargado a un detenido.

La amargura, le pareció a Julia, se había convertido en rabia.

Permanecieron callados, el uno al lado del otro, adivinando el mar en el rumor de las olas. Hasta que el grito de un pájaro cruzó la noche.

Mataron al chivo/en la carretera/déjenmelo ver/déjenmelo ver/déjenmelo ver/Mataron al chivo/y no me lo dejaron ver —cantaba Miguel y con los dedos marcaba el ritmo sobre la mesa.

—¿Sabías que Trujillo está enterrado cerca de Madrid? Minrrubio, Min… Mingorrubio se llama el lugar, o algo parecido. ¿Te suena?

—No.

—Lástima que tengáis a vuestro generalísimo enterrado en el Valle de los Desconocidos.

—De los Caídos.

—¡Exacto! —exclamó Miguel dando un golpe seco sobre la mesa. —¿Te imaginas a los dos en el mismo cementerio jugando a chapas con las medallas?

Julia visualizó una escena cutre de película de serie B con muertos vivientes a los que envolvía una neblina de humo mientras oía a Miguel canturrear la muerte del Chivo.

El treinta de mayo día de libertad.

La llegada del camarero con un plato humeante en cada mano, una sonrisa y un buen provecho puso fin a la sesión de canto de Miguel y a sus planes para amenizar la eternidad de los dos generalísimos.

Julia examinó el guisado que tenía delante. Decididamente, le faltaba el azul. Observó de reojo el caldo marrón de Miguel. “Sancocho”, le había oído pedir. En el plato, flotaban pedazos de carne y otros ingredientes que no consiguió identificar.

—Mañana me gustaría ir a San Pedro de Macorís —soltó Julia con los ojos clavados en el sancocho.

La expresión de sorpresa de Miguel la urgió a continuar.

—Por el beisbol.

—Estamos fuera de temporada.

—Pero el estadio se podrá visitar, ¿no? —inquirió Julia que había vuelto a concentrarse en su guisado y con el tenedor pellizcaba todo aquello que le parecía sospechoso.

—Ta’cool. De acuerdo. —contestó Miguel que estaba a punto de hundir la cuchara en el plato.

Julia aprovechó el entusiasmo de Miguel por la comida y coló la pregunta.

—¿Podrías conseguir un par de jugadores? Un pitcher y un…

—Bateador —completó Miguel entre cucharadas de sancocho. —Un pitcher y un hitter —añadió. —En inglés suena mejor. Al fin y al cabo, el beisbol es un regalo de los yanquis por haber dejado que nos invadieran.

—Y también un catcher, el que recoge la pelota cuando el bateador no acierta —insistió Julia.

—Y también puedo hacer que adelanten la liga.

Julia escrutó el rostro de Miguel que continuaba comiendo.

—Solamente para que puedas hacer fotos más de acuerdo con la realidad —dijo Miguel con la cuchara rozándole la boca —más auténticas —recalcó y miró a Julia de reojo.

—Muy guasón.

—No te des pique. Era un chiste —dijo Miguel antes de echar un buen trago de cerveza.

Julia clavó la mirada en su plato, decidida, por fin, a atacar la bandera. El sentido de humor de Miguel, al igual que todo en aquel país, le resultaba fuera de lugar. Se veía a sí misma como una figura desenfocada con paisaje surrealista al fondo. Cinco noches, se dijo, y volveré a la normalidad. Continuó mascando con desgana hasta que terminó la ensalada. Miguel se había levantado con una excusa que Julia no había entendido y se dirigía al otro extremo de la terraza. Por encima del borde del vaso de cerveza —artesana, amarga, de aromas intensos, color ámbar y grosor de espuma, había descrito el camarero al recomendarla— Julia espió a Miguel. No sabía cómo interactuar con él, pero se había salido con la suya. Y esto era lo que importaba. Al fin y al cabo, Miguel estaba allí para facilitarle las cosas y no para poner trabas. Si no pasa nada, San Pedro mañana. Tengo que deshacerme de este tipo. Ni que sea un rato. El tiempo suficiente para buscar el paradero de Juan cuando vivía en Macorís. Había encontrado un trabajo. Un… ¿ingenio azucarero? Sí. Una fábrica de azúcar, algo así. Quería organizar a los trabajadores para que luchasen por sus derechos. Mándame las cartas a la dirección del remitente. Es la casa de un amigo dominicano, escribía Juan a la abuela. Julia engulló la cerveza. Tenía más cuerpo que la Presidente y también era más amarga. Aquella dirección era la última pista que le quedaba. En cuanto a la embajada, no esperaba gran cosa. Iría después del desayuno y quedaría con Miguel pasadas las once. Sabor intenso y refrescante con un toque afrutado y graduación elevada. Indian Pale Ale, ponía en la etiqueta. Le gustaba. Despacio, se repitió. Recuerda que no aguantas el alcohol. ¿O es que quieres acabar como la última vez que bebiste demasiado?

—¡Hecho! —exclamó Miguel con una sonrisa y el móvil en la mano.

—¿El qué?

—Mañana tendrás tu partido de pelota particular.

—¡Qué eficiente!

—¿No te lo habían advertido los de la revista?

Y de nuevo aquella mezcla de sarcasmo, ironía y cautela.

—¿No te gustó? —preguntó Miguel señalando el plato casi lleno.

—No tengo hambre —mintió. —El jetlag.

En el IPhone que había dejado en la habitación, tenía dos mensajes. Uno era de la compañía de teléfono dándole la bienvenida a la República Dominicana y el otro de su marido. “¿Cuándo vuelves?”. Solo dos palabras.

Quizás David la amaba, a su manera, claro. Pero se amaba aún más a sí mismo. No se habían casado porque estuvieran enamorados sino porque se necesitaban. “¿Me adorarás?”, le había preguntado él cuando se prometieron. La respuesta no la recordaba. Lo que sabía era que la propuesta de aquel hombre, trece años mayor, profesor universitario, envidiado por los colegas, deseado y admirado por el alumnado, la blindaba del mundo y de sí misma. No se habían dicho nunca que se querían ni él le había dedicado una foto, como Juan a la abuela. Aunque ella tampoco se lo había pedido. Ni siquiera durante el tiempo de los encuentros furtivos, de sexo en habitaciones de hoteles discretos a las afueras de Barcelona, de miradas inyectadas de deseo mientras él hablaba de lenguajes comunicativos en un aula repleta de estudiantes. Les había unido el sexo, el ego y el miedo. Después de catorce años, el ego y el miedo todavía los mantenía juntos.

—¿Por qué la fotografía? —le había preguntado David un día mientras le acariciaba un pecho y ella le enseñaba las fotos que por fin se había decidido a mostrarle.

Le hubiera podido contestar con cualquiera de las frases que había leído. Captar lo invisible, quantum de verdad, poseer el objeto fotografiado. Pero esto ya lo habían dicho otros.

—Por el placer de espiar.

Se le había ocurrida de golpe. Un juego de palabras. Era el placer del voyeur; intenso y superficial, cercano y a la vez lejano. Un puesto desde donde atisbaba el mundo sin que este la atrapara. Pero nada de esto se lo había dicho a David. Ni entonces ni después ni nunca. Quizás si se lo hubiera preguntado, ella le habría explicado que detrás de una cámara se sentía segura. Lo que no le habría dicho era “por el placer de espiar como te espío cuando me follas”.

Una voyeur era ella.

Wasi’chu, le había escupido la vieja india, una figura frágil, enaltecida por el gran cuello de plumas y cuentas de vidrio de colores. Todavía podía verla con las colinas de las Black Hills al fondo, en el paraje seco de Dakota. Su primer trabajo de free lance. Un reportaje sobre Powwows para románticos de culturas exóticas a quien poco importaba la miseria y desesperanza que se amontonaban en los rincones de una reserva. “Enfócalo como si hicieses un reportaje de flamenco para turistas de sol y playa”, le había recomendado David. Y ella había seguido aquel guion descafeinado sobre el folklore de los nativos americanos, jugando con el colorido de los trajes, los giros de los danzantes y el toque de las miradas extasiadas de los pequeños. Se había convertido en una Wasi’chu —el espíritu maldito de los Lakota que los había perseguido por la inmensidad de las praderas hasta arrinconarlos en el callejón sin salida de una reserva. No había olvidado la expresión de la vieja sioux mientras le robaba un pedazo de alma para exhibirla en la portada de una revista. Una foto que le podía servir para hacerse un hueco en la enconada competencia del mundo de la fotografía. Era, simplemente y en palabras de David, caché.

La primera vez que tuvo una cámara en las manos fue a los trece años. Había abierto el paquete con la ilusión de la sorpresa, tristeza por la lejanía, fascinación por el pájaro de colores que la atisbaba desde su delicado columpio de bambú dentro del sello, rabia al sentirse abandonada, esperanza de un te quiero, impotencia ante un castigo que no merecía, la promesa de ser fuerte, miedo de no poder serlo. ¡Feliz cumpleaños!, espero que te guste, que saques muchas fotos, que pienses en nosotros, que nos veamos pronto, que seas buena niña, que… y la imagen de la familia feliz. Ahora eran cuatro los que sonreían a la cámara. Al dorso, una brizna de esperanza. Espero que vengas pronto. Papá. Nunca había ido a Filipinas.

Engulló un valium y se metió en la cama. Cogió el mando del televisor y pulsó los canales sin detenerse en ninguno. Rostros, voces, acentos, platós, lugares, todos diferentes y a la vez parecidos se sucedían en la pantalla, como una ruleta de la fortuna en un concurso televisivo zap, zap, zap y el latido de los pulsos obligándola a cerrar los ojos bum-bum, bum-bum. ¿Qué la había llevado a refugiarse detrás del visor de una cámara?

Ex embajador del Vaticano en República Dominicana acusado de abuso a menores. Quizás la mirada inquietante del pájaro en el sello de Filipinas. El nuevo rey de España, Felipe VI, de vacaciones en Mallorca. O la tirantez del abuelo José cuando ella le daba un beso. Ebola strikes West Africa. O la cámara, regalo de su padre por el cumpleaños. L’arrivée de migrants à l’Union européenne continue. La Hongrie a décidé d’interdire l’entrée de migrants dans son territoire. O la postal de Juan en el baúl de la masía. Die Kurden gegen die Terroristisch Islamischer Staat. O el cuerpo de su madre, cubierto con un trapo en la foto del periódico. ¿A qué esperas? Te ofrecemos la chance de hacerte millonario con nuestra lotería por solo cinco pesitos. O quizás no había ninguna razón. “Cuando te aceptes tal y como eres, dejarás de sentirte culpable y sabrás qué quieres”, le había dicho la abuela aquella vez que ella le había hablado de sus inquietudes. Evital. El anticonceptivo de emergencia para la mujer. A veces, se preguntaba cómo habría sido la criatura que había abortado. No lo sabría nunca. Solo recordaría la imagen en blanco y negro que captaban las ondas magnéticas de una ecografía. El instante de una existencia que no volvería a repetirse. Liberación y culpa unidas para siempre en el recuerdo de aquellas siete semanas. Un recuerdo que la acechaba cuando menos lo esperaba, como ahora. Si pudiera, pondría el cerebro en remojo dentro de un frasco de formol. Quizás, incluso, se pondría ella entera. Un momento de desconexión. La vida en stand-by, se dijo, mientras notaba el efecto del valium y apagaba el televisor.

El móvil la despertó justo cuando estaba a punto de dormirse. Lo buscó a tientas sobre la mesilla de noche y leyó el nombre. David. Permaneció con los ojos clavados en la pantalla hasta que el teléfono calló. Apagó y lo devolvió a la mesilla.

 

 

 

Neus Bonet Farran es una autora catalana. Licenciada en filología inglesa por la Universidad de Barcelona con un doctorado en lingüística de la Universidad de Illinois. Además de artículos académicos relacionados con la lingüística, ha publicado relatos breves. Postals del paradís es su primera novela que será publicada próximamente. El fragmento aquí incluido ha sido traducido del catalán al español por la autora.