Rosa Beltrán
Una escritora es esencialmente una espía.
Anne Sexton
No fue producto de un plan: sucedió. Nos sucedió. Yo tenía catorce años y encontré a mi madre fuera de la casa. Estaba sonriente, preciosa, con cola de caballo, montada en la parte de atrás de una motocicleta Harley-Davidson, abrazada a un hombre, diciéndome adiós con la mano. Se iba a Guatemala, se fue. Nos dejó. La historia debiera terminar ahí. Sería una novela perfecta, con todas las de la ley. Hay enigma inicial, hay personajes, hay situación climática, hay drama. Pero no hay conclusión ni razones que expliquen por qué. No hay un “esto es consecuencia de esto otro”, la mínima advertencia de que tu mamá se va a ir. A veces pienso que todo lo que vino después es la verdadera novela.
El hombre era su amante. Recuerdo que después de verlos partir me quedé pensando en la palabra amante. La conocía en teoría pero no en la práctica. Pensé: tengo catorce años, no soy fea ni bonita, tengo barros en la cara y el pecho casi plano. Me entusiasma la idea de huir abrazada a la cintura de un hombre, montada en una Harley-Davidson. Recuerdo que también pensé: con esos indicios no voy a llegar a ninguna parte.
Hasta entonces yo había sido una adolescente en vías de transmutar en algo mejor, o eso pensaba. Pero un viaje, cualquier viaje, supone convertirse en otro y a veces convierte en otros a los que se quedan. Su viaje me obligó a actuar en un teatro ajeno y por eso desde su partida empecé a vivir una vida que no era la mía: mi madre me convirtió en Sherlock Holmes. De pronto, todo lo que me rodeaba se volvió un posible indicio. ¿Qué de todo lo que había ocurrido en mi infancia era ya un síntoma de que se iría? Y sobre todo: ¿qué de lo que hallara a partir de ese momento me serviría para encontrarla? Esto último me dio una cierta esperanza.
Sin pensarlo dos veces entré en la casa y subí al piso donde estaba el cuarto en que dormía, cuarto que dejó hecho un caos. Ropa tirada por todas partes, el alhajero revuelto, sus llaves —¿por qué las llaves?—, el cajón de las medicinas abierto. Por dónde empezar. Sé que debí actuar de inmediato pero algo me paralizó. Una orden extraña me dijo: hazlo y no te quites siquiera los zapatos, así que me metí en su cama y me dejé envolver en su exquisito aroma que todo lo impregnaba, Courrèges de Printemps. Cubierta hasta la barbilla, mirando desde esa atalaya recordé su forma de sonreír a medias, como si dijera: sí que me doy cuenta del desastre pero eso ¿qué importa?, su manera de sostener el cigarrillo y su predisposición única a la fantasía que la hacía llevar cualquier argumento hasta el absurdo. Yo no sabía aún hasta qué punto es importante sostener una ficción, obligarla a rebasar la vida cuando esta se ha vuelto tan pesada que no hay otro lugar posible donde refugiarse. Pero sabía que imitar a quien admiras es haber hallado la mitad del camino hacia su encuentro, de modo que tomé una resolución: me convertiría en ella. Usaría su maquillaje, leería sus libros apilados por todas partes al grado de tener que saltarlos si querías pasar de un lado a otro de la casa, son mis libros de cabecera, te decía, aunque no la hubieras visto abrir algunos por años, los Diálogos de Platón, Los trabajos y los días, de Hesíodo, Las palabras, de Sartre, y de Nietzsche Más allá del bien y el mal. “Lo que no me mata, me hace más fuerte” escribió con lápiz en la primera página. Los leería en desorden, abriéndolos al azar, como un horóscopo o como el I Ching: ¿qué me depara el día de hoy?, entremezclando su lectura con las cartas que le había escrito su amante, incluidos unos papeles prendidos con alfileres en un corcho que colgó en un muro, junto a su cama. Una idea excelente, porque mientras yo fuera ella estaría ahí, conmigo y porque nadie podría culparla por habernos dejado, a mis hermanos y a mí. Tenía algo muy claro: que mi madre se hubiera ido no era su culpa, ni siquiera era algo malo, todo lo contrario: era excitante. Con un añadido: su vida maravillosa sería ahora la mía ¿cómo podía equivocarme? A mis catorce años era yo inteligentísima y tenía una lógica implacable. Pensaba: cómo no va a ir todo mejor si su vida es apasionante y la mía aburrida. Cómo no voy a ser feliz. Y tenía razón, desde mi punto de vista. No hay nadie en su sano juicio que no sea feliz si está convencido de serlo.
Estaba en la idea del plan, o muy cerca, cuando sonó el teléfono que estuve tentada a no responder, fiel a la costumbre de mi madre de nunca contestar por la mera convicción de que la mayor parte de las veces la gente solo habla para interrumpirte. —Cómo están, ¿bien? —era la tía Paula que hablaba para preguntar.
O casi preguntar, porque invariablemente afirmaba lo que quería oír, solo que lo hacía en forma de pregunta. No me quedó más remedio que copiar los diálogos oídos a otros, convertirme a partir de ese día en la copiona que ahora soy:
—Muy bien gracias, tía, y ustedes qué tal, ¿bien también?
Fue un alivio sentir que las frases aprendidas sirven para seguir adelante, aunque no digan nada.
Silencio.
Cómo se enteró de que mi madre se había ido no tenía idea. Por supuesto no lo habría revelado ni a ella ni a sus otras hermanas, todas vecinas.
—¿Tienes ya quién pase mañana por Francisco y por Miguel? —soltó de pronto.
Cómo iba a tener si ni siquiera sabía que mi madre iba a irse.
—Bueno, es que no hay quien…
—Yo le hablo a tus primos para que lleven a tus hermanos a la escuela.
Me quedé pensando unos instantes cómo seguir. Esa parte del guion ya no estaba escrita ni tenía palabras oídas que pudieran servirme.
—¿Espero aquí a que los recojan? —dudé.
—Tú no esperas nada, tú te vas a la escuela, como siempre.
Casi no lo pude creer. De modo que tendría que seguir mi vida de siempre, además de convertirme en mi madre, lo que no era poca cosa.
—Está bien, tía. Te vemos aquí mi hermana y yo.
Cuántas veces, cuántos días nos iba a llevar a la escuela. No lo podía saber ni me atreví a preguntarlo. Tal vez mi tía no se había enterado aún que mi madre se había ido para siempre.
Hoy llamo a esto “aprendizaje acelerado”. Cada frase no dicha, cada alusión a la que a partir de ese día estaría expuesta encerraba un guiño, un código nuevo: solo sobrevivirás si eres capaz de guardar el secreto. Como si una voz desde el más allá te dijera: nadie tiene que saber que tu madre se marchó, la vida no es una telenovela. Junto a este, vinieron nuevos conocimientos, como la certeza de que habría muchas cosas que los demás se empeñarían en ocultar y de otras que por más que me esforzara en saber yo misma no sabría. O no entonces, al menos. Por ejemplo: no sabía que cuando yo pensaba en huir en una Harley-Davidson abrazada a un hombre era porque estaba enamorada no de él, sino de ella.
De mi madre me gustaba todo. Los ojos verdes rasgados, la nariz delgada y recta con la piel tirante en la punta, las manos largas y huesudas. Es muy raro ver que las manos de tu madre acaricien la cara de su amante. Que le peinen la barba. Es raro también que los ojos que antes vigilaban todo hayan renunciado al mundo como si le dijeran: puedes seguir sin mí. Lo que un día pasó con los ojos sucedió después con todo el cuerpo; estoy pensando que en realidad pasó con cada parte de ella y mis hermanos y yo no nos dimos cuenta de cuándo empezó todo esto. No supimos cuándo dejó de vernos. Pero era claro que ahora solo lo veía a él. Más raro todavía pensar en que desde que se fue, ya solo vería a través de él. En su cuarto, donde antes hubo un crucifijo y su retrato de novia ahora había un poster del Museo Cluny con la Dama del Unicornio sobre la cabecera. Cuando lo clavó ahí, su amante nos contó que el unicornio es una criatura que solo inclina su cuerno ante una joven virgen. También, que mi madre tenía la piel tan delicada que se irritaba al menor roce y por eso él le daba lencería. Yo no conocía la palabra lencería, ni siquiera sabía que hubiera brasieres que se abrocharan por delante. En este y otros sentidos el amante de mi madre fue un dechado de educación superior. Me clavó la curiosidad de saber cosas que no sabía y saber siempre más. Y de querer vivir eso que sabía en carne propia.
Un día entré al closet de mi madre a escondidas y me probé el brasier. Las copas quedaron vacías, como bolsas desinfladas. Intenté repetir dicha operación el día que se fue, pero el brasier, un delicado y minúsculo paño de encaje blanco no apareció. No fue un indicio propiamente, tampoco, pero casi.
Como la vida de mi madre era lo más interesante que hasta entonces me había ocurrido decidí empezar a vivirla cuanto antes. Hice lo que ella habría hecho si hubiera tenido el menor atisbo de que alguien pudiera llegar. Me puse a hacer montones con las cosas y a esconderlas, como cuando ella hablaba de poner orden en la casa. Con que haya un orden visual que nos permita pensar con claridad, todo está resuelto, ese era su lema. De más está decir que nunca hubo un orden visual: cuando no fallaban la sala y un baño, fallaba el comedor. Hoy que te digo esto me doy cuenta de que tal vez aquello fue otro indicio, pero indicio ¿de qué? Es demasiado tarde para saberlo. Entonces me limité a poner los zapatos bajo la cama, las cajas y alhajeros en el closet, y metí todo lo que estaba en la encimera dentro de los cajones. En realidad, metí lo que cupo. Pero quedaron fuera muchas cosas: dos bolsas de lino con lavanda, el repuesto de las llaves —¿pensará no volver, de veras?—, monedas sueltas sobre el tocador y en el buró, y sobre la base de la lámpara un gato miniatura con pelo natural, regalo de su profesora de francés, del que me deshice en seguida. Cuidado. Cuando dos cosas entran en contacto, dejan rastro. La pista se encuentra en la relación que hay entre ellas. Lección número uno de Sherlock Holmes. ¿Qué tenían que ver el horrendo regalo de su maestra parisina, el gusto de mi madre por la música de Georges Moustaki, mayo del 68 y la idea tantas veces repetida de que el amor solo podía venir de París?
En ese momento creí que estaba a punto de saberlo.