Dos cuentos

Carlos Schwalb

 

 

Camino a Mundaka

 

—Les advierto que fumo y no voy a dejar de hacerlo en los próximos mil kilómetros. Si no les gusta, abran sus ventanas o bájense del auto y continúen el viaje en autobús, o como les dé la gana.

El muchacho y la muchacha no fumaban, pero tampoco tenían dinero para pagar un autobús, de modo que decidieron quedarse en el auto. Usar el servicio compartido de movilidad era la manera más económica de viajar por Europa.

El dueño del auto tendría alrededor de cuarenta y cinco años. Era grueso; tenía el perfil afilado de un ave de presa; su cabello entrecano empezaba a ralear en las sienes; llevaba cuatro o cinco días sin afeitarse. Al igual que ellos, su destino era Mundaka, pero cuando, con ánimo de entablar una conversación con él, le preguntaron si tenía familiares o amigos allá, les respondió secamente: “No tengo a nadie allá. Tampoco hay nada que valga la pena de ver en Mundaka”. No les habló por los siguientes ciento y pico de kilómetros, de modo que ellos comprendieron que no debían hacer más preguntas.

La cinta del asfalto se desenrollaba rectilínea sobre el terreno ondulante. Del lado izquierdo, hacía el oeste, una cadena de montañas ocupaba todo el horizonte, y del otro lado, desperdigadas en el campo yermo, brotaban con intervalos de uno o dos kilómetros, unas cabañitas rústicas con techos de calamina.

El muchacho deseaba fotografiar las cabañitas. Sobre sus techos relucientes se cernían amenazadoras unas nubes de tormenta.

—Oye chico, ¿qué quieres fotografiar acá? Esto es un páramo. Espera a que lleguemos a Mundaka… Allá tampoco hay nada para fotografiar, ¡ja!… ¡Me cago en Dios!

Las líneas de los cables de electricidad semejaban un pentagrama. El muchacho quería fotografiar ese pentagrama recortado contra el cielo gris. Imaginaba la violenta música del viento. Cambió el lente gran angular por el teleobjetivo e hizo algunos ajustes: ISO 800, 2.8, 1/1000.

—Ustedes son un par de tórtolos enamorados, eso es lo que son. Gocen todo lo que puedan ahora, porque la fiesta se acaba pronto.

Luego calló por otros ciento y pico de kilómetros.

Pararon a repostar y el hombre caminó hacia la tienda. El muchacho aprovechó para estirar las piernas, pero la chica optó por quedarse en el auto.

Había comenzado a lloviznar. En la entrada de la gasolinera había un letrero de forma oval montado sobre un poste de unos quince metros de altura. La superficie traslúcida de vinilo despedía una brillante luz naranja. En el centro de la esfera había un número 66 como un enigma colgado en el cielo. El muchacho cambió el teleobjetivo por una lente de 50 mm, fijó la velocidad en 1/125, cerró el diafragma a 5.6 y disparó varias veces hacia ese enigma.

—Con los años la vida se hace cuesta arriba —dijo el hombre apenas puso el motor en marcha. Había comprado una caja de cigarrillos y había empezado a fumar—. La infidelidad, por ejemplo… La infidelidad es un impulso natural en el hombre, pero si eres infiel a tu mujer la sociedad te crucifica de por vida y la Iglesia te manda al infierno por toda la eternidad… ¡Me cago en Dios!

Calló por otros ciento y pico de kilómetros. Antes de acabar un cigarrillo encendía el siguiente con la lumbre agónica del primero. En la claridad menguante del día su perfil era el de un ave de presa que ha perdido su capacidad predatoria. El muchacho quería captar ese perfil con su cámara, pero temía la airada protesta del otro.

Por momentos la lluvia arreciaba y las plumillas del limpiaparabrisas no cumplían bien su función. Las luces de los autos que venían en sentido contrario los cegaban y había el peligro de salirse de la pista. El muchacho recalculó la apertura de la lente y la velocidad del obturador. Deseaba disparar justo en el instante en que las plumillas abrían un arco de visibilidad y las luces de los autos arremetían contra ellos.

El hombre de pronto se había tornado locuaz, pero el ruido de las plumillas que se batían con furia contra la lluvia impedía entender cabalmente lo que decía. Hablaba de cosas que le habían salido mal en la vida; hablaba de una mujer que vivía, o había vivido, en Mundaka; hablaba de traiciones, de malentendidos, de prejuicios; incluso hablaba del suicidio, pero no se podía saber si se refería a la idea del suicidio en general o a un suicidio en particular. Tal vez se refería a su propia tentación de acabar con todo. Cada cierto trecho se interrumpía para exclamar: “¡Me cago en Dios!”.

La muchacha se había echado a lo largo del asiento trasero. Dormía o aparentaba dormir. El muchacho también quería dormir, pero se limitaba a cerrar los ojos e intentaba poner su mente en blanco. La repentina oscuridad de los túneles, que se sucedían con regularidad, le hacía abrir los ojos. Entonces enfocaba su cámara hacia la salida de esas gargantas largas y negras, donde fulguraba la última luz del día.

Tenía ganas de dormir, pero su cámara estaba lista para accionarla a la primera ocasión. ¿Qué era lo que deseaba captar? ¿Qué tenía urgencia de decir con el lenguaje mudo de las imágenes? No lo sabía. Por momentos solo deseaba abstraerse de la realidad circundante, pero las amargas palabras del hombre al volante seguían resonando en su mente. Ya ni siquiera sabía de qué estaba hablando. A su alrededor todo era velocidad, vértigo y oscuridad.

Aún faltaban tres horas para llegar a Mundaka.

 

 

Borrón y cuenta nueva

 

Eres tú, Juancito, ¿quién más podrías ser? Sin embargo, esta noche, al entrar a tu casa del brazo de tu mujer y verte en el espejo del vestíbulo, has tenido la impresión de ser el otro: ¡Tu Jefe! ¿Cómo es posible que se haya producido este equívoco si el otro es un patán, un abusivo, un déspota, tu antítesis moral, ni más ni menos, Juancito? Y, sin embargo, en vez de esfumarse esa perversa aparición, como corresponde, según todas las leyes físicas y morales conocidas, ha ido ganando presencia, al extremo que ahora se pasea por los interiores de tu casa, siempre del brazo de tu mujer, sin que le importes un rábano. ¿Quién te crees que eres, empleadito de dos por medio, para impedir que Tu Jefe haga lo que le viene en gana? Te has quedado paralizado en el sitio, no has sabido qué responder, esto es insólito, deben de ser los tragos de más que has tomado en la fiesta de Año Nuevo de Nuestra Querida Compañía… Porque usted, señor, no tiene derecho, usted no puede hacer lo que te viene en gana, por más jefe que sea; usted se larga de aquí o lo largo yo, con una patada en el culo, eso es lo que has debido de decir y hacer desde un principio, Juancito; pero en vez de eso te has limitado a observar cómo el intruso se paseaba por tu casa mirando todo con absoluto desdén: ¡Qué decoración tan barata! Salvo las fotos en las que aparece tu mujer veraneando en una playa del norte, en bikini ella, muy seductora, o con un vestido escotado en una fiesta, bailando, posando como una verdadera modelo, ella sí es un encanto… Contesta, insecto, ¿qué derecho tienes de poseer una mujer más guapa que la mía, si valgo diez veces, veinte veces, cincuenta veces más que tú?… Sí, seguro que son las copas de más la razón principal por la que no le endilgas un sopapo a ese sinvergüenza, aunque mañana te despidan y sea difícil conseguir un trabajo bien remunerado en estos tiempos de crisis… Pero, ¡qué importa!, tu honor está primero, Juancito, hay que ponerse firme, porque, como ya te habrás dado cuenta, ese descarado no se contenta con mirar las fotos de tu mujer, sino que ahora mismo le susurra unas palabras al oído (¡¿adivina qué le susurra, el pendejo?!), y ella asiente con un gesto inequívoco, sí, asiente y le indica con una mirada cómplice la escalera que lleva a la segunda planta. Arriba duermen los chicos, hay que subir sin hacer ruido, quítate los zapatos primero, ella se quita los lindos zapatos que le regalaste en la Navidad, setecientos soles te costaron, una gruesa tajada de tu sueldo, y sube apoyando suavemente sus pies desnudos, esos pies que adoras, peldaño a peldaño… ¡Basta ya! ¡Es el momento de detener a ese par de desvergonzados! Esto está llegando demasiado lejos… Pero tu mujer se adelanta y toma la mano del otro y lo conduce arriba, haré lo que tú quieras, manda y obedeceré, soy tu sierva, así de mal se han puesto las cosas.

El dormitorio matrimonial se halla en el extremo del corredor, dos puertas más allá del cuarto de los chicos, a la izquierda, “allí”, el pendejo no pierde tiempo y se ha quitado el saco, la corbata, y ya se está desabotonando la camisa, mientras que ella cierra las cortinas de la ventana, no sin antes escrutar la avenida para ver si apareces tú… ¡Qué va!, tú todavía estás allá, en la fiesta, empinando el codo con este y con aquel, con los jefes sobre todo, mostrando qué servil puedes ser, sobre todo ahora que las ventas se han derrumbado y están despidiendo al personal… Sería un grave error, un ERROR MAYÚSCULO que te despidan, a ti que durante veinte años te fajaste por Nuestra Querida Compañía, veinte años que sudaste la camiseta, que te ganaste el puesto a pulso, aguantando de todo…. ¡A la salud de los jefes! ¡A tu salud, Juancito! La suave contraluz de la ventana transparenta el vestido de tu mujer, qué deliciosas piernas morenas, torneadas, la suave curva de las caderas, los senos que pugnan por liberarse del sostén strapless… ¡Libéralos tú!, ¿no tienes derechos acaso? ¿Por qué te quedas paralizado en el sitio? Es que siento celos, terribles celos del otro, y lo que más quisiera ahora sería estrangular a ambos en el sitio. ¿Acaso ella también cree que soy un empleadito de mierda? ¿Por qué me humillas de esta manera? ¿No me mato trabajando para sostener a una familia de cinco? Pero en vez de hacer lo que deberías decir y hacer, te limitas a observar lo que ocurre… ¿Qué me queda? Hay que cerrar los ojos y dejar pasar; después de todo, nadie se enterará, ni las moscas sabrán lo que ha ocurrido esta noche, y mañana me despertaré al lado de mi mujer, como si nada hubiera pasado. Borrón y cuenta nueva, ¿no es verdad, Juancito? Solo así podrás enfrentar con entereza a ese otro fantasma que te acosa de un tiempo a esta parte, que es incluso más aterrador que este que se ha acostado con tu mujer: ¡el fantasma del desempleo! Porque después de lo que ha sucedido esta noche, o que más bien tú has dejado que suceda, te has ganado el derecho de continuar en Nuestra Querida Compañía por un tiempo indefinido… ¡Feliz año nuevo, Juancito!

 

 

 

Carlos Schwalb es un autor peruano. Sus libros de cuentos incluyen: Dobleces (2000), El sentido de los límites (2006) y ¡Están quemando el silencio! (2011). Ha publicado también el libro de crítica literaria La narrativa totalizadora de José María Arguedas, Julio Ramón Ribeyro y Mario Vargas Llosa (2001) y el ensayo 31 rupturas con lo cotidiano (2015). Obtuvo un doctorado en literatura hispanoamericana por Emory University. Reside en Lima.