El desierto

Miguel Gomes
 
 
 

Hoy será un día diferente: lo sabes porque apenas despiertas te das cuenta de que no deseas a nadie y probablemente no lo harás más. No figura entre tus expectativas el placer de tocar o poseer otro cuerpo. Sería fácil reducir esa certidumbre a una renuncia monacal, pero estás convencido de que no se trata de algo tan simple. Sucede que, de repente, aquello (llámese lujuria, sexo, cupiditas, lo que sea) se presenta aburrido, ajeno, tan sin sentido como sostener una conversación sobre el estado del tiempo con los vecinos. A partir de esta fecha se acabaron las miradas de reojo a las lindas rubiecitas que van en pantalones cortos a hacer las compras; se acabaron los ensueños con las hijas adolescentes del polaco que instaló una piscina justo frente a tu casa; se acabó incluso tu mujer, que acaso habrá perdido esos apetitos mucho antes que tú, poco después del primer parto y persistentemente, casi con entusiasmo, durante los diecisiete años que han tardado los muchachos en mudarse a la residencia universitaria.

Ya sin la cuestión del sexo por delante, está lo del trabajo, en el que desde hace al menos un par de decenios andas con el mismo desgano que has descubierto esta mañana. Los estudios, en tu juventud, fueron duros y cuando obtuviste el cargo podías decir que habías encontrado exactamente el empleo al que aspirabas. La anécdota habría sido feliz si al séptimo año los bríos iniciales no se te hubieran disuelto. Cometiste dos o tres errores que se hicieron públicos; la falta de perfección se te incorporó al perfil profesional (acaso algo similar le había sucedido a la mayoría de tus colegas, pero a ti te dolía admitirlo); y comenzaste a ser lo que eres. En el despacho el día a día se convirtió en esto gris que no mencionas. El cheque, por suerte, siempre llega; las cifras en él no están nada mal y hasta alguien podría tenerte envidia. Solo que el dinero viene embadurnado, viscoso.

Ya sin las cuestiones del sexo y del trabajo por delante, está lo de mantener la casa en orden. Otras fueron las épocas de expansión: fontanería, cambios del sistema de calefacción, ajuste del voltaje, instalación del aire acondicionado. En aquella etapa la vida se parecía a un combate. Cuando notabas que perdía intensidad, comenzaba la persecución sobresaltada de nuevos quehaceres, más o menos prescindibles o postergables, pero repentinamente asuntos de urgencia: reparar un techo que no tenía goteras; pintarlo todo una y otra vez, por dentro y por fuera; convertir el cobertizo donde estacionabas los autos en un garaje de verdad, con paredes y puerta. Hasta los hijos te ofrecían ayuda. Semejantes epopeyas de clase media, aunque te sentaban, fueron degenerando en una perfección de medios y momentos innecesarios.

Ya sin las cuestiones del sexo, el trabajo y la casa por delante, queda lo del patio y la jardinería. No eres de los de rosas o geranios; tampoco te atraen demasiado las verduras exóticas. Con tres juníperos, un par de pinos y aquel puñado de arces y robles que siempre te rompe las pelotas en otoño, cuando te toca a ti solo juntar pilas de hojas muy bonitas y muy idílicas pero muy caídas y fregonas, te basta; o mejor: te sobra. Además, los árboles tienen el inconveniente de caerse tarde o temprano; el inconveniente de ir enredando las ramas en los postes del alumbrado y en los cables de electricidad; el inconveniente, ominoso si están al lado de la casa o el garaje, de poder partirse durante las tormentas o las nevadas. Por todo eso, desde que te mudaste a aquel sitio, has querido cortarlos. No sabes por qué no te has atrevido hasta ahora, si por desidia, simple olvido o temor a deshacerte de alguien que había ocupado esa tierra antes que tu familia. Hoy, a la media hora de levantarte, sales al patio y miras a los árboles que también podrían estarte mirando si fuesen gente (piensas que no te enfrascarías en conversaciones con ellos, aun si lo fueran).

Cortar el césped es muy diferente: sobrevive al sexo, el trabajo, la casa y las demás ocupaciones al aire libre. El terreno exige al menos dos horas de lucha continua. Como solo te toca presentarte en el despacho al mediodía, decides concentrarte en las hierbas que se han estirado desordenadamente bajo el rocío y les dan a tus predios un aspecto de hombre sin afeitar. Te pones la camiseta vieja con la que te presentas a los deberes de jardinero; echas mano a los pantalones raídos, los mocasines cubiertos de barro seco. Te preparas con algo de agitación. ¿Dónde dejaste la visera, los guantes? El aceite está en el sótano y debes subirlo para hacer el cambio antes de usar el cortacésped, que ojala no le dé por constiparse (es un Lawn-Boy, lo que equivale a una perfecta basura, como te lo comentó, haciéndose el simpático, el polaco de enfrente, que tenía uno también y siempre prometía tirarlo; igual que tú, jamás cumplía esa promesa).

 

 

Llevados a cabo los preliminares, colocados tú y el Lawn-Boy en el punto de partida calculado, le das al contacto y el motor arranca tosiendo humo, con temblores de cacharro. Echas a andar, hombre-buey detrás del ruido; sin desviarte ni un centímetro avanzas por la ruta que has trazado. Se diría que meditas en el paso del tiempo, contemplado desde el jardín y el patio de la casa: primavera fría y flores; verano húmedo; otoño rojo y cada vez de más abrigos; invierno petrificado, tira que tira sal para descongelar el pavimento, no vaya a resbalarse alguien frente a la puerta y acabe demandándote. Primavera, verano, otoño, invierno: siempre en movimiento, pero en un movimiento idéntico a sí mismo. Eso es el desierto; lo demás, sus rocallas: detenerse a sentir nostalgia un número constante de ocasiones al año por los sitios que hace mucho no visitas; por el país remoto donde naciste y al que nadie sabe si algún día te tocará volver; por las figuras, ahora solo figuras, que se quedan pegadas en las hojas antiguas de los álbumes, inventadas e independientes de las personas. Las formas de tu infancia por fin se han borrado.

Lo único que te impide deprimirte es detestar los facilismos. Tal vez por ese motivo sigues empujando el Lawn-Boy.

Hoy, el mismo día en que ya no deseas otros cuerpos, ni siquiera acercarte a ellos, descubres que tu avance es diferente. Habitualmente eliges el movimiento que tenían las viejas impresoras para clavar palabras en el papel: de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, de a pocos abarcando terreno, un paso adelante tras el recorrido lado a lado. Ahora tu rumbo ha ido imitando los remolinos o las tuercas. No notas ningún descenso, por supuesto, pero a cada metro sientes con mayor claridad que el punto al que te diriges en el centro del césped está de alguna manera abajo. Te atornillará a la tierra en su itinerario concéntrico, de obsesión o fuga giratoria (aunque luego te dices que ni una cosa ni la otra, porque nadie padece y no hay miedo). Cuando alcanzas el vértice del terreno, ves la hierba cortada; te sientes como la Parca con una segadora puesta al día, a la que debe cambiársele el aceite y llenar de gasolina.

Tus obligaciones con el patio han concluido.

Tienes dos horas para llegar al trabajo; todo empieza a acelerarse. Te duchas, te vistes y pones en el maletín las libretas que vas a necesitar hoy. Te despides de tu mujer y subes al auto.

En menos tiempo del previsto estás atravesando un bosque solitario. El único vehículo que se avista en la carretera es el tuyo; ni siquiera los pesados camiones de carga que acostumbran obstruir el paso andan por allí.

Sobre el asfalto, de pronto, surge un movimiento irregular, como de espasmos. Lo que se estremece no es más que un bulto insignificante, pero de todas maneras bajas la velocidad. Segundos después, cuando te has aproximado lo suficiente, distingues los contornos grisáceos, pardos, de una ardilla.

¿O será media ardilla?

Los ojos tienen que estar engañándote; por eso has frenado y vas a estacionarte en el hombrillo de la derecha, en esos parajes demasiado estrechos (tanto homenaje a un roedor, se te ocurre, comienza a ser excesivo).

Observas. No te mentían los ojos, al menos no del todo: lo que se mueve es media ardilla; cabeza, pescuezo, patas delanteras, algo de torso, nada más. Lo que de ella permanece inmóvil también está en el asfalto; eso sí: plano y adherido al suelo. El camión de carga que le había pasado por encima ha dejado la tarea por acabar.

Nadie, ni tú mismo, podrá decir con precisión cuántos minutos inviertes en mirar aquel espectáculo de sacudidas y convulsiones minúsculas. Tampoco podrá asegurarse si le prestas verdadera atención o si, más bien, estás en blanco.

Suspiras.

Cuando prendes el auto de nuevo, este deja escapar ruidos similares a los del Lawn-Boy. Retrocedes algunos metros para colocarte en el carril, buscando la posición adecuada. Después, solo queda ir hacia adelante; repasar el trayecto del camión con una ternura franciscana.

 

 

 

Miguel Gomes es un autor y crítico venezolano. Entre sus libros narrativos se encuentran: Viviana y otras historias del cuerpo (2006), Viudos, sirenas y libertinos (2008), El hijo y la zorra (2010), Julieta en su castillo (2012) y Retrato de un caballero (2015). Ha obtenido numerosos premios literarios en Venezuela, entre ellos el de Cuentos del diario El Nacional (2010 y 2012). Es profesor titular de literatura hispanoamericana en la University of Connecticut, Storrs.