Monólogos para escucharse con un grillo en el oído

Marcela Patricia Zárate Fernández

 

 

 

(Ruido de autobuses y automóviles, el sonido del tren pasa a una distancia corta por lo cual se oye su silbato. Iluminación de 7:11 de la mañana. Un lecho dentro de una recámara, un hombre en calzoncillos dormido en el lecho, nada lo cubre, un piso de mosaicos color púrpura y una mujer estática junto al marco de la puerta de la recámara —lector o lectora puede decidir su vestimenta—)

 

(Monólogo)

 

Es otra mañana y me pongo de rodillas a un lado de nuestra cama para verte un poco más de cerca, comencé a diseccionarte. No había visto el nuevo lunar que tienes debajo de tu labio inferior, parece que lleva algún tiempo ahí, no tiene ningún color, solo es una pequeña marca que sobresale de tu piel. En tu mentón se encuentra un poco de vello que no has afeitado por una semana, desearía que se quedara así por un tiempo, que no creciera, que no desapareciera. Después de observarte detalladamente, me pongo de pie y salgo hacia mi trabajo, tú te encuentras dormido.

El día es rutinario en la oficina, nada cambia la forma en cómo sobrevivo el día a día, solamente espero la llegada de la noche para regresar a nuestro departamento. Al abrir la puerta de nuestra recámara miro ocho mosaicos extraídos del suelo mientras tú estás acostado a un lado de ellos, varias uñas de tus dedos son inexistentes, tienes sangre. No puedo acercarme a ti, pareces en trance ¿por qué quitaste tantas piedras, tierra y esos ocho mosaicos granadinos, justo los que formaban un jardín de buganvilias en nuestros pies? Desde hace un tiempo solamente me despertaba en las mañanas para verlos, gracias a ellos estaba en otro lugar, no en este departamento que hemos compartido desde hace siete meses. No sé si lo sabes pero era lo que más me gustaba de aquí.

Todavía sigues sin percatarte que ya he regresado, desde lejos me mantengo mirándote; quisiera poder limpiarte todo el polvo que tienes en la cara y poner un poco de agua en tus manos, quitar la sangre de tus dedos. ¿Desde qué hora comenzaste a escarbar? ¿Cuál fue el motivo de hacer este hoyo y deshacer las buganvilias que me hacían feliz?

Recuerdo, viéndote ahora tirado entre mosaicos color púrpura, que me habías comentado que te mantenías con insomnio y, mientras tratabas de dormir veías, oías y olías ¿qué fue exactamente lo que me dijiste? Escucho lejana la incomodidad que te producían esas sensaciones, sinceramente no di ninguna importancia a tus quejas y supuse, que pasando unos días, el cansancio te vencería y dormirías como antes de mudarnos a este departamento de buganvilias. Vagamente rememoro que me explicaste cómo estaba rompiéndose hielo debajo de nuestra cama, todo estaba aconteciendo lentamente y podías escuchar cada grieta que se iba abriendo, además, cuando mirabas al techo, el reflejo de las roturas estaba ahí, todos los días unos milímetros, te angustiabas porque podíamos caer de un momento a otro. Todavía no logro entender cómo sentías tanto frío y cómo escuchabas que el suelo se iba resquebrajando debajo de nosotros. Te repetí varias veces que bajaras de la cama para que pudieras tocar con tus pies los mosaicos pero no quisiste de ninguna manera descender ni ver lo que teníamos construido a nuestro alrededor, tenía que estar a tu lado, tocando tu mano izquierda mientras tú bajabas con los ojos cerrados.

En aquellos momentos lo que más te perturbaba era que, junto con las grietas y tus escalofríos, había comenzado a afinarse tu sentido del oído, me asegurabas que sabías que algo estaba sucediendo debajo de los mosaicos. Te juré que yo nunca había escuchado ruido alguno, que debías recordar que yo no soporto ningún sonido mientras duermo, así que en las noches todo se encontraba en silencio. Te ibas sintiendo diferente y hacía una semana que no dejabas de pensar en el rompimiento inminente, en nuestro congelamiento si el hielo se quebraba y nosotros estábamos dormidos. Para ese momento los sonidos ya habían agudizado tu tic de apretar los lóbulos de tus orejas hasta que se ponían rojos.

Desde ayer por la mañana me dijiste que no irías al trabajo por un par de días, parecía que realmente el hielo te había invadido y los sonidos te aturdían en demasía, creo que tus cócleas estaban justo en el punto anterior a una implosión. Se te había convertido en una obsesión el suelo de nuestra recámara, tenías miedo. Cuando llegué anoche estabas recostado en la cama y me percaté que habías llegado a un modo patético de no pertenecer a nada ni a nadie más que a tu miedo. Tus ojos se encontraban entreabiertos, había decidido no entablar plática contigo, desde que me subí al autobús lo fui pensando, quizá era necesario dejar que tu nueva obsesión se fuera, tal como se habían dispersado las cuatro anteriores.

 

 

***

 

 

(Recámara, hombre en calzoncillos, recostado en el lecho, sin expresión en la cara, los brazos y las piernas extendidos al máximo. Sonidos diversos que no se pueden distinguir. Iluminación de 12:48 de la tarde)

 

(Monólogo)

 

Otra vez no pude dormir antenoche. Se ha repetido mi madrugada sin descanso porque lo escucho demasiado cerca y sé que él desea que yo retenga lo que me quiere decir. Me vulnera su presencia, sus sonidos han afectado mi cotidianidad. Por ahora no debo insistirle a ella que el sonido está aquí cerca, quizá se alarmaría y buscaría inmediatamente debajo de la cama, no quiero que lo haga porque descubriría que tengo ahí mis avisos clasificados. En este departamento he coleccionado varias piezas únicas de papel periódico las cuales me gusta tener cerca sobre todo por las noches ya que su olor me adormece.

Ayer decidí no ir al trabajo para quedarme solo en el departamento, vivimos en el primer piso de un pequeño edificio de siete pisos y 34 inquilinos. Estuve todo el día observando el periódico, siempre arriba de la cama y, en algunos momentos, me perdí en sueños profundos que me ayudaron a despejar mi mente. Ella llegó más tarde que otros días, no hablamos, entró a nuestra recámara, se desvistió y se quedó dormida. A veces no entiendo su manía de no conversar, sabe que me es necesario comunicarme con ella porque es con la única persona que me siento cómodo.

Hoy telefoneé de nuevo a la oficina para pedir otro día libre por cuestiones de salud. Me mantuve en cama y perdí el tiempo viendo varios portales de internet, hice algunas compras, adquirí flores artificiales para adornar nuestro alrededor, Mónica es alérgica a cualquier polen así que está prohibido entrar a sus espacios con plantas. Ella dejó la puerta abierta antes de irse y el arsenal llegará al medio día, les he dado instrucciones a los floristas para que entren directo a la recámara y así puedan embellecer nuestro espacio. Después de terminar con las compras, he dormido para tratar de recuperarme de los sonidos, del frío y del insomnio.

 

(Se cierra la parte derecha del telón.

Del otro lado, el hombre en calzoncillos está dormitando en su lecho

con una respiración pausada que puede observarse en su abdomen.

las imágenes siguientes se reflejan en la parte del telón que ha sido cerrado)

El tren revienta tres glaciares,

parecen caer al Polo Ártico. Las vías se fracturan rápidamente,

aprieto fuerte mis dientes y mis labios mas no paran de temblar

mientras entro a un espacio reducido que se encuentra con poca

iluminación. La mazmorra está pintada de azul profundo

y al sumergirme veo las estelas de fuego que alguien dejó encendidas

en este oceánico búnker. Me encuentro en posición fetal y las bajas

temperaturas no ceden. Hace demasiado frío. De lejos

escucho ecos que no logro distinguir, no puedo moverme, mis

piernas se encuentran hundidas en el hielo y no siento mis manos.

Hay sonidos, hay sonidos,

hay sonidos,

hay

so/ni/dos.

 

(Se abre el telón por completo y se encuentra el hombre en su lecho, ya está sentado)

 

Despierto súbitamente y me tiro al piso, voy quitando los mosaicos que tanto le gustan a Mónica, qué más da que las buganvilias púrpuras desaparezcan, ya le he comprado todas las flores posibles para adornar nuestra recámara, unas que parecen de verdad y que quizás producen olores de naturaleza, esos que normalmente solo se encuentran en el bosque. Al ir escarbando voy extrayendo las raíces de los mosaicos de buganvilias y mis vértebras se van rompiendo como piezas de ajedrez —una a una van cayendo—. En la segunda capa de construcción se encuentra empotrado, justo en el cimiento derecho, un nido abandonado elaborado de ramas y hojas secas amontonadas, además, está el esqueleto de un pájaro que ya ha sucumbido; al momento de tocarlo se va convirtiendo en polvo. Sigo removiendo tierra, sé que las buganvilias esconden algo en sus raíces porque así es el color púrpura: es una mezcla de dolor molido con penumbras violáceas; estoy seguro que esta es una de las razones por la cual tengo insomnio. Escucho más de cerca y en mi boca tengo escarcha que surgió al momento de ir desprendiendo la tercera capa de tierra. El frío se incrementa y la tierra se mezcla con hielo, el lodo va siendo más difícil de extraer. Un frasco negro está incrustado en el agua sólida, es de ahí de donde proviene ese sonido, ese mismo que tú no escuchas nunca, ese que no me deja dormir. Tengo mucho frío, mis manos se encuentran pegadas a la tierra y el hielo.

De pronto llegas al umbral de la puerta de nuestra recámara y te quedas parada observando todo, te detienes para no hacer ningún reclamo; percibo tu mirada pero las estalactitas que, por su ser diáfano despliegan luces, provocan que no pueda verte. Parece que no recuerdas lo que debes de decirme.

 

***

 

(Silencio. Iluminación de 10:23 de la noche. Hombre en calzoncillos tirado en el suelo, totalmente ausente. Mujer —con la misma vestimenta que el lector o lectora decidió anteriormente—)

 

(Monólogo)

 

Han pasado un par de minutos y sigo observando tus dedos con sangre a punto de coagularse pero no puedo acercarme, veo una nueva destrucción, te encuentro de la misma manera que lo he hecho anteriormente. Hay flores artificiales por todos lados, nuestra recámara parece una tumba que se visita solo una vez al año. Voy fragmentando tu cuerpo para realizar un análisis preciso de los acontecimientos y así reconstruir tu última obsesión. Reúno tu cuerpo y mi tiempo, sigo minuciosamente las acotaciones antes de que el telón descienda ⇩

Observo:

(15 segundos) tus piernas desplazadas entre la cama y el armario

(10 segundos) tu torso descuadrado con tus hombros dislocados

(7 segundos) tu boca sumergida en polvo

(23 segundos) tus plaquetas, glóbulos rojos y blancos.

El paneo que realizo de ti lo he terminado en un minuto, es más tiempo del planeado.

Debo decir: —¿Quién sufre más que nosotros mismos? Nos hemos quedado sin mi felicidad por tu hallazgo.

Sin embargo digo: —¿Cómo se observa esta escena desde afuera, concentrándose únicamente en el carmín de sus lechos ungueales?

Me detengo en el proscenio mientras surge una brizna invernal y observo de lejos un copo de nieve en tu pelo. En tu mano izquierda, sometido a ti, tienes mi frasco negro con mi grillo, lo encontraste debajo de los mosaicos de buganvilias, él siempre piensa que es de noche y está cantando, así duermo y estoy feliz. Veo tu sangre, ya ha coagulado, te mantienes tiritando de frío.

 

***

 

(El autor o la autora le brinda al lector o lectora la posibilidad de seleccionar las acotaciones)

Estoy en el escotillón. Desciendo.

 

 

 

Marcela Patricia Zárate Fernández es una autora mexicana. Ha publicado el estudio Mientras no llegue el olvido. Escrituras sobre el exilio de Luis Enrique Délano, Tununa Mercado y Saúl Ibargoyen (2016) y la novela Conejas (2017). Coordinadora de eventos culturales y académicos, es profesora de español en el Instituto Cultural de Aguascalientes.