Fanish el omiso

FG Marín
 

 

 

Mi memoria, señor, es como un vaciado de basuras

Funes

 

 

Al otro extremo del mundo en que Funes. Desde su catre. A oscuras. Podía rememorar con toda precisión. Los minuciosos detalles de cualquier experiencia habitada. Vista. Oída. Sentida. Aspirada. Gustada. Soñada. Imaginada. Hasta la última hoja de un árbol atestiguado. Sin que pudiese pensar cosa alguna por exceso de su acuciosa memoria. A causa de su incapacidad para olvidar. Según reflexiona Borges. Deambulaba por los espesos bosques de la sagrada montaña de Niyam Dongar. Hogar del Dios Niyam Raja. Y fuente de nacimiento de cientos de arroyos perennes que bañan la meseta de Niyamgiri. Sustentando. Impulsando. Alimentando la vital lujuria de este territorio rural de Odisha. Estado de la India. Vagaba sin rumbo cierto. Fanish. Un joven jharnia de los Adivasi. Desgarrado entre su primigenia herencia kondh. Y su civilizado legado inglés. Hijo único de Uma. Mujer dongria de pura cepa. Y según los maliciosos rumores de la breve aldea. Hijo también del anguloso Peter. Un inglés de dudosa ascendencia. Severo capataz de la invasiva refinería de la Vedanta Resources. Empresa global empeñada en explotar la bauxita que cimenta la santa casa de Niyam Raja. Pero. Como su padre se niega a reconocer la paternidad del muchacho. Y Uma teme revelar el origen paterno de Fanish. El joven solo conoce madre. Si es que acaso puede conocer algo. Su mirada no refleja conocerle. Aunque un vago instinto le insta a seguirle. Y vive al abrigo de las costumbres del pueblo Kondh. Sin cuestionarse la causa de su existencia. Sin dudar de las inescrutables razones de Uma. Sin reclamar a Peter las responsabilidades de su paternidad. Habita el misterio de su maldecido mestizaje sin cuestionarse nada. Perdido en la indiferencia del todo.

Pese a la cierta incertidumbre de su origen. Y sin que él tenga conciencia precisa de ello. Si es que puede tener conciencia de sí. De su circunstancia. De su hereje bastardía. De su propia existencia. Fanish vive en el desgarro. Entre el estoico consentimiento de los pobladores de la aldea. Quienes recelan pueda ser el ominoso signo del miasma que se avecina con las humeantes chimeneas de la refinería. Y el franco rechazo de la comunidad que anticipa en su imprevista concepción. La intolerante traición étnica. Histórica. Racial. Religiosa. De Uma. Quien no solo se atrevió a cohabitar con el demonio blanco. Sino que. Además. Le permitió engendrar en la pureza de su vientre. Un hijo. Un descendiente directo de aquella bárbara estirpe. Invasores impíos. Incapaces de respetar las tierras sagradas. De apreciar su pletórica vitalidad. Sobre todo. Ahora que el pueblo Dongria Kondh se encuentra empeñado en su santa tarea. Comprometido. Sin ambages. En el cumplimiento de sus trascendental responsabilidad existencial. Defender la sagrada casa de Niyam Raja. Y también proteger los cientos de arroyos que bajan de la montaña. Para nutrir la copiosa vida de Niyamgiri. Del depredador embate de la Vedanta Resources. Por algo son jharnia. Qué sería de ellos si no son capaces de cumplir con la bendita encomienda del Dios. Perdería todo sentido su mínima existencia. No habría razón ninguna para seguir viviendo. Lo que está en juego. En esta asimétrica confrontación entre las irracionales fuerzas del progreso civilizado. Y las consagradas tradiciones del pueblo Kondh. Es la razón misma de su presencia en el mundo. Para eso fueron creados por la divinidad. La bauxita que incentiva la predatoria ambición de la compañía inglesa. Carece de valor cualquiera para los pueblos Adivasi. No alimenta la vida. No sirve para abrigo. No honra a los dioses. No protege la tierra. Para qué sirve. Los Kondh han vivido por generaciones sin utilizarla. Sus ancestros subsistieron sin eso. Ellos tampoco la precisan. Y aunque en desventaja. La Vedanta es poderosa. Ellos solo tienen su fe. Y su vida para ofrendarla. Resistirán hasta el final. Porque sin esa montaña. A dónde irá el dios. Se verá obligado a retirarse de su pueblo. Sin el agua de los límpidos arroyos. Con qué irrigarán sus cultivos. Qué nutrirá al bosque. Y sin el bosque. De qué se alimentarán sus habitantes. Sin la misión que justifica su existencia. Qué será del pueblo Kondh. Se convertirán en parias. No es poco lo que está en juego. No. Es su propia razón de ser. De estar en el mundo.

Fanish. A partir de los catorce años. Tras el extraño accidente padecido. Se encuentra. Por completo. Al margen de todo. Y de nada. Del pecado de su concepción. De la culpa de su madre. De la segregación de ambos. A los linderos de la población. Fuera de la aldea. Aunque dentro de la tierra ancestral de los Kondh. También ausente de los temores existenciales del pueblo a que pertenece por la mitad de su herencia genética. De los riesgos que amenazan las tierras de sus dioses. De sus padres. Ajeno sin reservas. De la justa lucha de su comunidad con la Vedanta Resources. Incluso. Inconsciente de la lujuriosa vitalidad del entorno en que deambula. Indiferente a la bondad de los dioses. Y aún a la propia existencia de lo divino. Nada a qué rendir culto. Nunca ha abandonado las tierras de Niyamgiri. Y ahora tampoco se desprende de la perene actualidad. Del presente ausente de toda transición. Presentismo eterno. Sin oportunidad para recordar. Para diferenciar el antes del después. El ayer. Del hoy. Y del mañana. Carece de conciencia del tiempo. Sin embargo. Por inexplicable que parezca. Solo acierta a reconocer a Uma. Instinto simple. Pulsión primera. Carente de reminiscencias. Aunque sus rasgos siempre le resultan una novedad. Algo nuevo para percibir. Y tampoco sabe con certeza. Cuál es la relación que guarda con ella. Y qué representa ella para él. No sabe de su hogar. Si acaso su madre no saliera en su busca. Él sería incapaz de tornar sobre sus pasos. Y deambularía para siempre en los espesos bosques de Niyamgiri. Entre la abundancia vegetal de las colinas. Se perdería irremediablemente. Fuera del instinto primigenio que le hace reconocer a su madre. Tan solo otra pulsión le motiva. El instinto nómada. Nada puede retenerle. Es incapaz de quedarse quieto. Recién abandona los sueños que nunca recuerda. Apenas sin motivo alguno. Deja que sus pies le conduzcan sin rumbo ninguno. Guiado por sus curiosos sentidos que quieren descubrirlo todo. Explorar cada objeto del mundo. Sin privarse de nada. Va de algo en algo. Persiguiendo cualquier cosa que aparezca en el horizonte de su percepción. Plantas. Animales. Piedras. Personas. Nubes. Sonidos. Olores. Colores. Texturas. Cualquier cosa le resulta una primicia para experienciar. Y en esta exploración indefinida. Persecución infinita. Pierde sus pasos de regreso. Extravía su memoria. Desconoce los caminos. Incluso los de cualquier posible pensamiento. Aún los de cualesquier probable conocimiento. Por simple que estos puedan ser. A la ausencia de memoria le es inherente la indigencia del pensamiento. La carencia de conocimiento. Pese a que todo lo ausculta con solícita curiosidad. Pero. Apenas pasa de un detalle a otro. Ya ha olvidado el primero. Concentrado en el descubrimiento del segundo. Todo fluye en su percepción. Nada permanece en su memoria. Ni siquiera el devenir de su propia existencia.

Uma. Por su parte. Con femenina resignación. Lo asume todo sin protesta alguna. La flemática indiferencia de Peter. El secreto de la concepción de Fanish. Pudo ser simple abuso del capataz. Violación. Entrega. Confusión. O quizás. Amor. Solo ella lo sabe de cierto. Y ha decidido no confesarlo a nadie. El secreto se encuentra encerrado en su empecinado mutismo. Así. Acepta sin reproches. La exclusión. El exilio. La condena. Las diatribas de su pueblo. También las extrañas peculiaridades de su hijo. Antes del accidente. La inconciencia total del devenir tiempo. Del desarrollo secuencial de la temporalidad. Nunca consiguió ubicar los acontecimientos de su vida en la línea temporal. La propia sincronía de los eventos le resultaba un esfuerzo imposible. Y la diacronía un misterio sin sentido. Confundía el pretérito lejano con el acontecer del momento. El pasado nunca fue. El futuro no existía. Y el presente solo era el instante mismo de su ensimismada atención. Así. Por ejemplo. Aseguraba convencido que la cabra del vecino. El mismo caprino adulto que acariciaba en ese instante. Recién había presenciado su nacimiento en la mañana. En esta misma lógica revolvía los sucesos indiscriminadamente. La muerte del abuelo de Aakar con el nacimiento de la hija de Madhuk. Aunque entre ambos casos privara cinco años de distancia. Defendía empecinado que acababa de comer la barra de chocolate que el capataz le hubiera dado el verano pasado. Incluso. Limpiaba con el dorso de la mano. Los resabios imaginarios de la golosina. En la comisura de los labios. Mientras saboreaba todavía las delicias del cacao. El árbol milenario siempre había estado ahí. Al borde de la aldea. Los niños. Los adultos. Los viejos. Las mujeres. La aldea toda solían burlarse de la existencia intemporal de Fanish. —¡Eha, Fanish, ¿hace cuando que salió el sol? —Le preguntaban divertidos. Al atardecer. Cuando el sol declinaba detrás de la casa del dios. —¿Acaso no lo ven?, recién se asoma por la montaña —Replicaba con la certeza de su dedo indicando el ocaso. —Fanish, ¿dime cuándo nací? —Retomaba la misma apuesta un viejo. —Pues, yo creo que fue hace rato, ¿no? —Contestaba sin vacilaciones. —Dime, Fanish, ¿qué encontraste ayer en las colinas? —Insistía una mujer. Y él miraba extrañado a todos. Sin saber qué respuesta podría dar. Y todos reían. Hasta Fanish mismo reía de buen grado. Olvidando que su desconcierto era la causa de la risa. Y aún sin saber. De cierto. ¿Qué cosa era eso que le agitaba el rostro y las entrañas? No mentía. No fingía. No fantaseaba. Simplemente carecía de cualquier conciencia del tiempo. Lo mismo que Aureliano Buendía. Amarrado a un árbol. En Macondo. Para el muchacho. El tiempo no constituye una sucesión unidireccional de hechos. Sino más bien el plegamiento indistinto de sucesos en un presente absoluto. La intersección caótica de eventos. La confluencia indiferenciada de acontecimientos. La coexistencia simultánea del antes. El ahora. Y el después. El tiempo no existía para Fanish.

Y tras del insólito accidente. Su plena ausencia de memoria. No era capaz de recordar fenómeno alguno. Aunque recién terminara de percibirlo. Para sus sentidos. Todo representaba una experiencia nueva. Ni siquiera parecía reconocer con algún grado de certeza a su propia madre. Y de continuo explora sus rasgos con inéditos ojos cada vez. Lleno de sorpresa en cada ocasión. Pero. Instintivamente le sigue. Le obedece. Le acoge. Le acaricia. Le abraza sin ningún tipo de resistencia. Y a veces. Uma cree atisbar un breve destello de sentimientos hacia ella. En el fondo de los transparentes ojos de su unigénito. Y desde siempre. Una vez que aprendió a caminar. El irrefrenable impulso al vagabundeo que le singulariza. No desaprovecha oportunidad ninguna para explorar las colinas Niyamgiri de su entorno. Las aldeas vecinas. Las corrientes de cada arroyo. Ya fuera solo. O en compañía de cualquiera. No importaba demasiado. Al principio desaparece por horas enteras. Alcanzada la adolescencia. Podía ausentarse por días completos. Pero. Siempre se las arreglaba para regresar a casa. A salvo. Sin mayores aprehensiones. Como si apenas hubiera salido unos minutos antes. Llegaba tranquilo. Besaba con efusión a su madre. Le abrazaba alborozado. Pedía de comer. Para recostarse a dormir por largas horas. Después. Su inconciencia del tiempo alcanzaba. También. La inconciencia del sueño. Dormía. Soñaba desde la intemporalidad. Mas. Luego de ser golpeado por el inusual accidente. Ya no pudo recordar el camino de regreso. Perdió de la memoria que debía retornar al hogar. Tras un mes de ausencia. Uma tuvo que rastrearlo por las aldeas. La meseta. Las colinas. Los bosques. Lo encontró concentrado en la contemplación del rocío que brillaba en la hoja de un arbusto. Temprano una mañana de verano. No dio ninguna muestra de reconocerla. Pero la siguió. Dócil. De regreso al hogar. Estaba a punto de los huesos. La ropa hecha girones. Y un eterno gesto de sorpresa en el rostro. Comió con avidez. Impresionado por cada sabor que experimentaba. Y durmió sin agitaciones durante toda una semana entera. Para perderse en la exploración del mundo. Una vez más. Apenas despertó. Y así comenzó el eterno peregrinar de la madre. Siempre yendo en busca de su hijo para llevarlo de regreso a casa. Ella. Estoica. Asume que todo forma parte de la expiación de su imperdonable pecado.

Sin embargo. Pese a su plena inconciencia del tiempo. Y a su total ausencia de memoria. Fanish es la representación misma de la vida en desgarro. Ojos de un límpido azul transparente. Rememoran el cielo despejado de un fresco día de primavera. Largos. Lisos cabellos indecisos. A veces parecen teñidos de rubias luminiscencias. Y otras tantas son tan negros como las noches carentes de luna. Y de estrellas. Nariz fina. Larga. Aguileña. Labios delgados. Bien delineados. Curvados en una mueca de altanería. La misma mueca que exhibe el capataz de la refinería. Aun cuando se encuentra celebrando a barruntos. En la improvisada taberna junto a la refinería. Y el conjunto de estos rasgos tienen como fondo una piel aceitunada. Carne magra. Y alargados miembros que perfilan un espigado cuerpo de alrededor de uno setenta metros de estatura. Viste una camisa hecha girones. Que quizás alguna vez fue blanca. Pantalones flojos de mezclilla. Que apenas si alcanzan las rodillas. Raídos. Decolorados por el inmemorial uso. Sin botones. Un cierre oxidado. Y un par de tiras cosidas a la pretina. Descalzo se deja llevar por el impulso de sus sentidos. Invierte horas totales en la exploración de cualquier objeto. La forma de una nube. Las tonalidades de los bosques. Las texturas de una piel curtida. Los monótonos sonidos de los arroyos. Las sombras de la noche. Los sonidos de la maleza. El susurrar del aire. Teniendo siempre que volver sobre sus propias experiencias. Dado que una vez terminado el examen de un objeto. Se ve precisado a volver a descubrirlo porque ya lo ha olvidado. Es incapaz de retener en su memoria detalle de objeto alguno. Todo lo percibe con sentidos nuevos. Nada reconoce. Todo lo aprecia desde la novedad. Nada conserva en la memoria. Incluso ha dejado de hablar. No porque tenga atrofiada su competencia de lenguaje. Sino porque no retiene las palabras. Cada vez que escucha pronunciar una palabra. Se regocija sorprendido. Y a señas pide se le repita una. Y otra vez. Hasta el cansancio. Deleitándose en la armonía de los sonidos. Pero desprovistos de cualquier significado. Y apenas se desvanecen las resonancias en el aire. Desparece de su memoria. La palabra pronunciada. Lo único que carece de interés alguno para Fanish. Es su propio cuerpo. Su existencia misma. No estoy del todo seguro si tenía conciencia de sí. Aunque de ser tal. No se preocupa por explorarla. Es lo único que le es ajeno de interés. La pulsión de los sentidos le retiene en la exterioridad absoluta. Su yo es un afuera sin interioridades.

Cómo conocí a Fanish. Aunque no creo que conocer sea la palabra adecuada. Pertinente. Apenas si estoy enterado de algunos sucintos detalles de su breve vida. Y tan solo tuve la oportunidad de atestiguar su existencia una sola vez. Únicamente una ocasión en toda su vida. No. No creo estar autorizado para afirmar. Con toda propiedad. De que le conozco. Cuándo tuve noticias de Fanish. Sería más adecuado preguntarse. Cuándo fue que pude verle de cerca. También podría plantearse. Pues. Hasta unos meses atrás. No tenía idea alguna de la existencia del Estado de Odisha. En la India. Ni menos aún del pueblo Dongria Kondh. De su justa lucha contra la Vedanta Resources. Vamos. Tampoco sabía de la existencia de esta empresa global. Resulta que en la distancia de otro continente. En otro paralelo del globo terráqueo. Gastando el tiempo. Distraído. En la lectura de una revista de consultorio. Me entero de la defensa de los Kondh de sus tierras sagradas. De los cristalinos arroyos que bañan sus colinas. Y la meseta de Niyamgiri. Ante el codicioso embate de la Vedanta. Y aun cuando poco interesado en la protección del medio ambiente. No soy para nada un “medioambientalista”. No reciclo. No contribuyo en la reforestación. No me interesa la emisión de contaminantes. Vamos. Presencio indiferente. Los recurrentes incendios forestales de mi tierra. He de confesarlo. Sin empacho. Tampoco me distingo por ser un convencido defensor de los derechos de los pueblos primigenios. También me denuncio sin reservas. Lo cual no es reconocimiento de culpa. O cínica hipocresía. Es simple declaración de hechos. Aunque no me resulta muy claro qué puede aportar mi sinceridad a la mejor comprensión de esta historia. Quizás solo advertir que no había motivación precedente a mi interés por este pueblo Adivasi. Fue el simple hecho de que tras leer la determinada convicción de los dongria para defender lo que consideran su derecho ancestral. Que despertó. En mí. El anhelo de ser también un jharnia. Un protector de los arroyos de Niyam Raja. No hay ningún misterio detrás. Ni tampoco algún tipo de iluminación. O abrupto despertar de la conciencia ecológica. No hay explicación. Solo un interés que se despierta. Y no puedes evitar seguirlo hasta sus últimas consecuencias.

 

 

En cuanto pude. Tres o cuatro días después. Logré contactar con varias organizaciones internacionales comprometidas con el medio ambiente. Ninguna estaba segura de conocer a fondo la causa de los Dongria. O qué pasaba en las tierras de Niyamgiri. Pero. Todas intentaron engancharme como donador perene. Seguro que necesitan fuentes de financiamiento continuas para desarrollar su importante labor altruista. No lo dudo. O cuando menos se esforzaron por involucrarme como escritor de presión. Escribiendo cartas de protesta a los gobiernos locales. A las embajadas de los países en cuestión. A los agentes internacionales como la ONU. A los representantes del propio país. A cualquiera que pudiera ejercer algún tipo de presión. Para inclinar la balanza a favor de la causa. Pero mi afán era más egoísta. Yo quería conocer las tierras en litigio. Estaba resuelto a conocer personalmente al valiente pueblo Dongria Kondh. Sin embargo. Ninguna de las organizaciones involucradas permitía visita alguna a Niyamgiri. Es por su propia seguridad. Argumentaron. No necesitamos voluntarios. Aclararon. Su ayuda es importante desde la seguridad de su hogar. Debe dejar que los especialistas hagan su trabajo. Sentenciaron. Mucho ayuda el que no estorba. Pensé para mí. Nunca me había comprometido con algo en toda mi vida. Y en esta ocasión no pensaba rendirme. Estaba resuelto a llegar hasta la montaña sagrada del dios Niyam Raja. Y extenderle mi mano en contra de la depredadora compañía inglesa. Aunque no estaba seguro en qué podía consistir mi ayuda a los Dongria. Al dios. A las colinas. A la meseta. O a los arroyos que bañan Niyamgiri. Pero. Si quería ser un auténtico jharnia. No me estaba permitido rendirme. Compré el primer mapa de la India que pude encontrar en el centro comercial. Con bastante dificultad pude identificar el Estado de Odisha. Y a partir de Nueva Delhi tracé una ruta directa hasta tal entidad política. De este exótico país. Sin certeza alguna sobre el territorio Kondh. Pero ya me las arreglaría una vez estando en la India. Con mi chapurreado inglés.

Dispuse todos mis asuntos para el viaje. Con toda la bobería del mundo me pareció más cómodo contratar un paquete turístico al extremo oriente. Y decidido me dirigí a la India. Sin apenas tiempo para comprometer la confianza de mi empresa. Recién abandoné el aeropuerto internacional Indira Gandhi. Deserté del mencionado paquete turístico. Evito al lector los pormenores. Y las múltiples vicisitudes de mi viaje. Los desencuentros comunicativos. Las confusiones culturales. Los desatinos sociales. El caso es que un cierto día me acerco a la meseta de Niyamgiri. Delimitada por sus verdes colinas. Recortándose en el fondo la sagrada montaña del dios Niyam Raja. Escondida tras de un tenue velo de blanquecina niebla. Venía acompañado de un guía que logré contratar. No recuerdo dónde. Entre su confuso inglés. Y mi mediocre dominio de la lengua de Poe. Mi poeta gringo favorito. La mayor parte de la comunicación entre ambos. Se queda en la mera presunción. Acuerdo tácito de mutua comprensión. Ninguno de nosotros se esfuerza demasiado por inducir meridiana claridad a nuestro constante intercambio de mensajes. Dejamos en libertad de que el otro entienda lo que mejor le parezca. Así cada uno queda conforme consigo mismo. Al aproximarnos a mi destino. A no menos de tres metros se encuentra un espigado muchacho de diecinueve años. Aproximadamente. Contemplando. Sorprendido. Cada uno de los filamentos de una extraña flor. Desconocida para mi experiencia. Su rostro refleja. Al mismo tiempo. Un interés concentrado. Y una admiración constante. Es Fanish. Me dijo el guía. Un joven Kondh. Pobre. Está mal de la cabeza. Hace algunos años sufrió un raro accidente. Y desde entonces quedó tocado del cerebro. Perdió la memoria. No se reconoce ni a sí mismo. Si no fuese por su madre. Seguro ya hubiera muerto. Perdido en algún lugar del bosque. —¡Eha, Fanish!, ven a saludar, un extranjero nos visita —Gritó al muchacho. El joven volvió hacia nosotros. Le llamó la atención mi apariencia. Y con una jovial sonrisa se acercó a examinarme con fascinada atención. Tomó mis manos. Y miró. Olisqueó. Cada uno de mis dedos. La palma de la mano. El color de la piel. —¡Déjelo hacer, señor, no es peligroso!, solo es curioso —Me dijo el guía. Lo primero que me llamó la atención. Fue el profundo contraste entre sus ojos. Y las tonalidades de su piel. Seguro no era sangre Kondh pura. Algo tenía de sajón. Siguió explorándome por un rato más. Hasta que un aullido en la distancia llamó por completo su atención. Y salió corriendo en su dirección. —¡Ahí va otra vez!, le digo que el muchacho está tocado del cerebro, tiene mal el alma —Insistió el guía. Pero. Nada en su rostro. En su cuerpo. En sus movimientos. En su andar. Denuncia algún tipo de daño cerebral. O de Retraso mental. Todo en él pregona salud plena. Vitalidad desbordada. Parece un joven bastante normal. Por lo menos. Más normal que los escuálidos. Andróginos. Y raros. Jóvenes de mi propio hemisferio. Si acaso en el fondo de sus ojos se advierte la ausencia. La intemporalidad. La indigencia del tiempo. La carencia de memoria. Sin memoria no existe la trampa del tiempo. Cuál fue el accidente que tuvo. Pregunté interesado.

—Pues, ha de saber usted que desde niño fue un vago incorregible. Uma, así se llama su madre, nunca pudo hacer nada para enderezarlo; siempre se iba por donde nadie le llamaba. Ella tuvo que conformarse con su karma. Eso pasa cuando se peca. ¡Castigo divino!, usted sabe. Y resulta que un día cualquiera, cuando tenía algo así como catorce años, fue sorprendido por una furiosa tormenta en la montaña. Fue una borrasca bastante fuerte. El monzón enfurecido. Y el chamaco no atinó más que a subirse a un árbol para guarecerse de la persistente lluvia. ¡Vaya tontería!, ¿no cree usted? ¿Acaso no sabía que los rayos gustan de beber la savia de los árboles? ¡Es su manjar preferido! ¡Su único placer de la tierra! El caso es que una tremenda centella sacudió al bosque entero, asustando a todos en las aldeas del valle e incendió al árbol por completo. Se quemó entero, el pobre arbolito. Bueno, no era tan pequeño; era un árbol muy, muy grande, el abuelo de mi tatarabuelo lo conoció ya crecido, así que imagine cuanto años tendría ese gran árbol. Sin embargo, mientras el árbol estaba todo negro, carbonizado, Fanish, agazapado entre sus ramas, tan solo tenía chamuscadas las cejas y el cabello; pero en todo lo demás estaba por completo ileso. Hasta sus ropas estaban sin ninguna quemadura, tan solo manchadas de hollín. ¿Cómo explica, usted, eso? Yo no puedo explicarlo, ¡nadie puede hacerlo! El verdadero daño, lo supimos después, es que perdió la memoria, el cerebro y el habla. Solo conserva, el muy bellaco, su gusto por la vagancia, a ir por donde nadie le llama —Acaso adorno el breve relato de mi guía. Es bastante posible. Pero. En lo fundamental. Tal es la esencia de la historia que me fue contada.

Mientras me examina con acuciosa curiosidad. Tengo la privilegiada oportunidad de observar la profunda transparencia de sus ojos. No hay pensamiento alguno. Su mente está vacía de cualquier tipo de pensamiento. Solo hay sorpresa por lo que percibe en el presente. Sus celestes ojos son espejos del presente. Sin embargo. Tampoco es la mirada de un desequilibrado. No refleja ningún tipo de daño neuronal. O de retraso mental. Insisto. No está. Pues. Tocado de la mente. Enfermo del alma. Como afirma mi diligente guía. Simplemente. No creo que fuera capaz de pensar. Pensar es recordar diferencias. Similitudes. Equivalencias. Condiciones. Devenires. Sincronías. Diacronías. Para poder generalizar. Abstraer. No se puede pensar desde la desmemoria absoluta. No se puede pensar desde la memoria total. Empero. En el vacío mundo de Fanish no había recuerdo ninguno. Sino percepción pura. Inmediata. Presente definitivo. Nada retenía en la memoria. Sensibilidad sin recuerdos. Había olvidado. Sin mayor esfuerzo. Su lengua. Las palabras. Para él solo constituían sonidos simultáneos. No volví a verle nunca más. No recuerdo cuánto tiempo estuve con los Dongria. Y poco guardo en la memoria de mi estancia en las lindes de Niyamgiri. No estoy seguro de haber conocido a Uma. La madre de Fanish. Ni tampoco si mi presencia contribuyó en algo a la causa de los Kondh. Solo me ha quedado en la reminiscencia la desgarrada historia de Fanish. Quien se perdió para siempre. Según pude enterarme años después. Antes de alcanzar los veintitrés años. En los sagrados bosques de la montaña del dios Niyam Raja. Acaso habita sorprendido. A la protección de la divinidad. Explorando los misterios del universo. Acaso. También. Se ha olvidado por completo de la muerte. Y por eso mismo. La muerte no puede alcanzarle. No lo sé. Me gustaría pensar que así es. Uma. Por su parte. Prosigue su interminable peregrinar por los bosques de Niyamgiri. Siempre en busca de Fanish. Es su karma. Como sentenció el guía.

 

 

 

FG Marín es un autor mexicano. Obtuvo el Premio Nacional de Ensayo “Alfonso Reyes” (1998) y el Premio Internacional de Poesía en Español “Féile Filióchta” (2003). Ha publicado: Notas al margen (1991), Voces de desvarío (1993), Constelación de poesía hispanoamericana (1998), Cuadernillo de poesía (2003) y Sibilina Embriaguez (2014).