Second Life. Vidas de fantasía en una gran urbe

Blanca Strepponi

 

 

Cuando digo a mis amigos porteños que en Buenos Aires carecemos de paisaje natural, me miran desconcertados. Entonces menciono ciudades que tienen paisajes naturales, o donde la presencia de la naturaleza es muy accesible por su cercanía. Por ejemplo, Nueva York. Sí, les digo, allí tomas el metro y al salir de la estación final te encuentras con el océano. Es lo que tanto maravillaba a Patti Smith (seguramente lo apreciaba más porque no nació en NY). O tomas un tren y estás en los bosques, o si caminas Manhattan a lo ancho, verás un río en cada lado de la isla. Santiago de Chile está al pie de la cordillera y a hora y media del mar. Caracas, donde pasé la mitad de mi vida, está en un valle al pie de una montaña, rodeada por colinas y muy cerca del mar. Y así tantos otros ejemplos…

Pareciera evidente que algo debe suceder en el interior de las personas si todo lo visible en una inmensa ciudad plana de 15 millones de habitantes está construido por el hombre (aquí incluyo los árboles sembrados en plazas y parques). Me dirán que está el gigantesco Río de la Plata, es verdad, pero no es fácil llegar hasta allí porque la ciudad le dio deliberadamente la espalda, a diferencia de Montevideo o Rosario, ciudades que supieron integrar sus ríos elevando así varios niveles la belleza y calidad de vida.

Hace un siglo había en Buenos Aires un arroyo importante que atravesaba toda la ciudad. Fue combatido con empeño e inversión y entubado con tanta disciplina ingenieril, que cuesta imaginar hoy que la desangelada avenida Juan B. Justo lleva en su seno un arroyo de más de 20 km de largo.

No creo equivocarme si digo que en el presente, tal como yo misma hace más de 50 años, debe haber muchos niños porteños que jamás han visto el mar ni tampoco una montaña.

Pero la necesidad se abre camino. En verano, a falta de playa hay muchas piscinas (el agua del río no es apta para baños), sea en los patios y jardines particulares, en los clubes grandes o pequeños, o en parques y plazas donde el gobierno construye simpáticos simulacros de playa con arena, sombrillas, reposeras, baños químicos, juegos… A falta de verde silvestre, muchos vecinos y agrupaciones ecológicas construyen huertas en las aceras, en balcones y terrazas, siembran árboles frutales, aprenden a hacer kokedamas, a cultivar cactus y hierbas aromáticas, a producir sus propios compost… La nostalgia de la naturaleza agudiza el ingenio.

Pero no solo añoramos la naturaleza. No es eso todo lo que nos falta y necesitamos ardientemente. ¡Necesitamos variedad! No soportamos muy bien la realidad, ni la monotonía del paisaje (vean sino lo que sucede en esas ciudades soviéticas llenas de monoblocks, ruinas prematuras habitadas por personas desesperadas que se refugian en el alcohol), ni las abrumadoras rutinas… Oh, somos tan inquietos… Siempre queriendo algo más, otra cosa.

Desde hace ya varios años sigo con interés la multiplicidad de eventos organizados por variopintas asociaciones que recrean en Buenos Aires épocas pasadas. Hay una marcada inclinación por la Edad Media, incluyendo el Renacimiento. Los vikingos han sido muy populares, quizá demasiado y tal vez por eso se exploran nuevas vetas, como el medioevo en Rusia, los samuráis, el Imperio Romano… Abundan también las sociedades históricas que se inclinan por la recreación de eventos locales, como los regimientos militares de la época de la Independencia, o lo internacional pero más contemporáneo, como la Segunda Guerra Mundial. No faltan quienes se liberan de las restricciones de la historia y buscan para sus actividades inspiración literaria, como el mundo élfico de Tolkien o el retrofuturismo.

Un nuevo protagonista se ha sumado con irresistible atractivo al escenario del pasado: el combate medieval. A diferencia de la recreación histórica, si bien se basa en la investigación de técnicas y estrategias militares medievales, es un deporte con rango internacional.

Esta amplia cultura, o subcultura, es muy dinámica. Por ejemplo, el que participa de un grupo de medioevo lombardo muy bien puede también unirse a un grupo de escoceses, simultánea o sucesivamente.

Todo esto está rodeado de una actividad artesanal intensa, de buena calidad y a veces próspera: orfebrería, diseño de indumentarias, de accesorios, de miniaturas, de juegos, de armas, armaduras, escudos, cascos, arcos, ballestas, mazos, fabricantes de perfumes, de cerveza, de embutidos, de panes, de bebidas espirituosas… todo contribuye a crear un ambiente histórico, tal vez poco riguroso pero siempre estimulante y colorido.

En esos eventos he conversado con muchas personas. La mayoría tiene una vida “civil” y dedica su tiempo libre a esta otra vida en donde encuentran diversión, propósito y nuevas amistades. Algunos son grupos grandes donde conviven todo tipo de personas, tanto hombres como mujeres, barrenderos, médicos, maestras, ex policías, abogados, estilistas… No es raro verlos cocinar con leña en grandes ollas, con ingredientes y recetas que procuran acercarse a la época histórica recreada, tal como sucede con atavíos, calzados y peinados.

Para quienes sienten que no se ajustan del todo a su entorno, o tienen un día de extrañamiento psíquico, resulta terapéutico acudir a uno de esos eventos, lugares donde la rareza reina.

Creo que este espacio de fantasía y añoranza, esta segunda vida llena de emociones, no solo suple la ausencia de sentimientos intensos que genera una experiencia con la naturaleza, no solo satisface la necesidad de romper con la inabarcabilidad de una ciudad gigante y plana… Intuyo que esta recreación del pasado ofrece también la posibilidad de asomarse a la vida antes-de-la-tecnología. En vez de un video juego, practicamos arquería; en vez de microondas, preparamos guisos sobre leños encendidos; en vez de ropa de marca, cosemos túnicas; en vez de peluquerías, trenzamos las melenas.

Paradójicamente, como la realidad del presente nos abruma, regresamos a la experiencia de un pasado donde la vida se siente “más real”.

 

 

 

Marcela trabaja como personal de mantenimiento. Su personaje se inspira en el mundo élfico.

 

 

 

 

Boris es violinista de orquesta. Le apasiona el movimiento steampunk, su personaje es un caballero victoriano.

 

 

 

 

Gabriel es radiólogo. Su personaje es un comerciante del medioevo ruso.

 

 

 

 

Adriana es maestra y Verónica pastelera. Forman parte de un grupo que recrea la Edad Media en Europa del este.

 

 

 

 

Mariano abandonó la ingeniería química y ahora es herrero.

 

 

 

 

Duilio es ingeniero de sistemas y combatiente medieval.

 

 

Blanca Strepponi es una escritora y editora argentina. Autora de numerosos libros, entre ellos la obra de teatro Birmanos (1991), el libro de relatos El médico chino (1999), y los libros de poemas El jardín del verdugo (1992), Las vacas (1995), Diario de John Roberton (1996), Poemas visibles (1998) y Balada de la revelación (2004). También ha trabajado en cine como coguionista y ha sido productora gráfica para diversas editoriales venezolanas. Reside en Buenos Aires.