Estados Unidos de Banana

Giannina Braschi

 

 

 

El entierro de la sardina

 

 

Hamlet, Giannina y Zaratustra recorren las calles como espíritus poseídos, hasta que de pronto los tres se topan en el Fulton Market, donde confluyen y mueren tres calles, donde el enjambre perpetuo de moscas zumba sin cesar sobre el pescado muerto, podrido hasta la médula. Se reconocen el uno al otro y de inmediato se acercan, cada uno con su muerto a la espalda.

 

 
Zaratustra: ¿Adónde vas con ese muerto?

Hamlet: ¿Y por qué llevas tú también otro muerto?

Zaratustra: Porque a los muertos hay que enterrarlos.

Giannina: Yo también cargo con mi muerto.

Hamlet: ¿Quién te dio vela en este entierro?

Giannina: Voy a enterrar la sardina, este muerto que cargo a la espalda.

Zaratustra: ¿Y por eso, por esa sardina hedionda en una lata roñosa, venimos de tan lejos?

Giannina: ¡Mira, se mueve, está vivita y coleando!

Zaratustra: Pica y muerde de fea y de salada que está.

Giannina: Toda la puñetera vida trabajó en un lodazal de salmuera. Voy a rociarla con incienso y mirra y luego la voy a enterrar con una libra de oro bajo la arena.

Hamlet: ¡Apúrense, que el ferry se marcha sin nosotros!

Giannina: Ustedes no tienen ni puta idea de cuánto he sufrido bajo el dominio de esta sardina intransigente y pendeja que no era guerrera de verdad, sino apenas mercenaria. Me alistó a la fuerza en su regimiento de trabajo pasivo-agresivo. No me dejaba viajar, ni me dejaba fumar, ni siquiera me dejaba tener perro. Nadie se me podía acercar porque la sardina les mordía con su hedor. A veces revoloteaba alrededor de su lata de sardinas, pero siempre terminaba enlatada en su lata, sumergida en la salmuera en busca de su salario. Cada dos semanas me daba mi salario, la sardina apestosa, y con ese salario salado yo traía a casa todo lo que esa sal podía comprar, reclusión, enlatamiento, prisión. La dependencia del salario me hacía salivar —pero también me trituraba la mente como granitos de sal— sal en polvo que me hacía estornudar —pero yo no estoy hecha de polvo ni de sal— estoy hecha de carne —y hacer el amor con la sardina apestosa era una tortura. Era una sardina tan escuchimizada que apenas me llenaba la boca. No daba ni para un bocado —y yo tenía hambre— hambre de pez gordo —por favor, ya basta de pescado, ya basta de almejas y de ostras— no me den nada que tenga concha, ni que tenga escamas —nada salado— nada que tenga aletas, ni que tenga branquias —porque la sardina tenía branquias— y encima la puta me mordía como una piraña. Seguro que sabía que yo quería enterrarla —y le crecieron unos colmillos afilados— llenos de rencor, dispuestos a ajustarle las cuentas a cualquiera. Me acusaba de tenerla enlatada —cuando yo solo quería liberarla de la lata— para que tomara un poco el aire —y así pudiese cantar. Ya tienes la boca abierta —respira hondo, sardinita en lata, y canta— canta una canción de amor. Sabes que mis cuerdas están hechas de colores vibrantes. Sabes que yo también vengo del mar —pero no traigo rencor en mis branquias ni en mis colmillos. Traigo alas para alejarme de tu hedor. ¡Odio las sardinas!

Zaratustra: ¿Entonces por qué te las comes?

Giannina: Porque verlas tan inútiles me repugna. No me comería a un león. Antes me comería él a mí. Me como a los más débiles. Me gusta el cordero —cuando los veo pacer en Central Park, se me hace la boca agua. Me los comería vivos. Pero las sardinas ni hablar. Ya están muertas —nunca vivieron— incluso en vida están muertas —siempre con la boca abierta— mendigando un poco de agua —un poco de salmuera. Y no es que me molesten los mendigos —pero las sardinas no son mendigos— aunque mendiguen —son retorcidas como lombrices— siempre mendigando agua —pero lo que de verdad quieren es comerte vivo— con su tedio —que es una plaga— un virus —una bacteria— un tóxico contagioso que te mata sin matarte. Abren la boca para mendigar agua —y la engullen— y luego se ponen a esperar —la boca siempre abierta— como si estuvieran roncando, que es mucho peor que mendigar —son mendigos mendicantes que ni siquiera mendigan— están demasiado muertas para pedir —y son mortalmente contagiosas. Es su tedio lo que se cierne sobre mí cada día de mi vida —la inercia mortal de la sardina que obedece y mendiga agua, galones de agua, y hace lo que se le manda a pesar de no haber agua y se niega tanto a sí misma— que no se da cuenta que ya no tiene ser —y se deja enlatar— con la boca siempre abierta para chillar: — ¡Muérete, pero antes, dame salmuera. No quiero ser enlatada viva. Quiero vivir. Soy sardina asalariada. Dame salmuera y muérete! Por eso pican y muerden, de feas y de saladas que están. Porque salivan sin cesar por salarios asalariados —saladas sardinas asalariadas en lodo de salmuera enlatada.

Zaratustra: No es una sardina. Es un pez gordo.

Giannina: Aunque el ataúd es pequeñito no hay quien aguante su peste. Oye, Zaratustra, me dejas enterrar a mi mascotita en el mismo hueco del árbol donde dejaste al equilibrista?

Hamlet: ¿Y puedo yo dejar esta carroña putrefacta en el mismo árbol hueco?

Giannina: Este es el entierro de la igualdad —el principio estético de la igualdad— los tres juntos —a la vez— cogidos de la mano —para enterrar nuestros muertos en el mismo árbol hueco— y liberarnos del principio de la libertad. Free from freedom, free.

Hamlet: Más incienso, más oro, más mirra —para purificar el aire. Y sin verter una gota de sangre.

Giannina: Esta vez no hay sangre. Este es el entierro —el acto final. Este polvo purificará el aire. Tengan paciencia mientras concluyo los ritos.

Zaratustra: Yo he estado hibernando.

Giannina: Yo he estado anquilosándome.

Hamlet: Yo he estado pensando qué hacer con el cuerpo de Polonio. Bien podría hacer lo mismo que tú, Zaratustra, dejar el cadáver en el hueco del árbol —pero antes de depositarlo allí— voy a buscar al ermitaño y a pedirle que me dé dos pedazos de pan para compartirlos con el muerto.

Zaratustra: Yo ya he dejado allí mi muerto. Y ahora voy en busca del superhombre —alguien que me rescate del principio de la igualdad: — Todos los hombres son creados iguales. Quizá por eso son hombres, porque tienen los mismos ojos, las mismas orejas, las mismas narices —y las mismas voces que aúllan al infinito. Pero lo que yo busco es la desigualdad. Siento una sed desigual. La saciedad no me sacia. Y no es agua lo que necesito, sino pescadores con redes.

Giannina: Caramba, después de todo eres un pescador-pecador de la red. Pescas y pecas en el Internet.

Hamlet: Pues yo soy pescadero-pecadero en el mercado de las moscas y allí todo apesta a podrido. Huelo el hedor de la muerte —y todavía no he llegado a mi meta.

Zaratustra: Pues yo todavía estoy en la cuerda floja —con tu inglés macarrónico— te colaste en la fila —y no estabas invitada, zorrita, nadie te dio vela en este entierro. Te crees una visionaria porque dices que vas a enterrar al siglo XX. Ya lo dijiste en 1998, y estamos ahora en el 2006 —y aún tratas de sepultar el cadáver.

Hamlet: Todos esos cuerpos insepultos están apestando los anales de la literatura. Son demasiados los asuntos pendientes.

Giannina: Cuando dije que iba a enterrar al siglo XX —todo el mundo— no solo yo —se puso a buscar la sardina. Cuando la princesa Diana y Dodi murieron —la gente pensó— ¡oh, este es el funeral que esperábamos! Y cuando murió John-John Kennedy, los americanos se apropiaron la muerte de Lady Di —y dijeron— este es el príncipe muerto de América. Pero esas fueron muertes intrascendentes —muertes que no daban comienzo a una guerra— ni cerraban un siglo —apenas incidentes accidentales— y los cadáveres recibieron sepultura.

Hamlet: Espera un momento, la muerte de Polonio fue accidental, como la muerte del funambulista. Y los hermanos de Antígona murieron en la guerra.

Giannina: Yo no estoy aquí para hacer crítica literaria. Tú hiciste lo que hiciste. Y yo hago lo que hago. Lo que los tres tenemos en común es nuestro amor fraterno —enterramos a los muertos— y nunca parimos —aunque yo me paso la vida de parto. De parto como tú, Zaratustra. No como tú, Hamlet. Tú eres un terrorista suicida —y un camello con demasiados rencores. Debiste haber sido lo que eres —poeta— pero en vez de eso el jorobado ocupó el centro de la escena —porque tú estabas poseído por el fantasma de tu padre que era la ausencia de la vida presente en ti. Tú no vivías. Tú recordabas. Esa es la razón de que no tuvieras correlato objetivo. Lo que tú tenías eran remordimientos porque no fuiste el poeta que deberías haber sido. Deberías haber renunciado a la corona —y seguir los pasos de Yorick— los pasos de la música y el amor. Tus sentimientos eran desbordantes —y te desbordaron. ¿Por qué no los escribiste?

Hamlet: Words, words, words.

Giannina: ¿Qué leías o qué dejabas de leer? Esa es la cuestión. En vez de escribir, de amar, de vivir en toda su plenitud, tú te refugiaste como un cobarde en la obsesión con tu padre muerto. Yo no quiero volver a caer en la fosa de la Zona Cero. ¿Por qué estamos aquí? Vamos a discutirlo mientras tomamos nuestra última cena.

Zaratustra: Nos hemos reunido hoy aquí para compartir el pan con estos nuestros cadáveres.

Giannina: Yo encontré a mi muerto en la boca da una alcantarilla —a dos manzanas al sur del World Trade Center donde vivía cuando se derrumbaron las Torres Gemelas. Todavía hoy siguen aflorando huesos en las alcantarillas —y mientras haya huesos— yo tengo versos que escribir. Me gustan los cadáveres tanto como las sobras. Veo mejor cuando nadie me mira. Cuando todos duermen —en la madrugada— vuelvo a ver otra vez lo que vi cuando vivía en la Zona Cero. Camino como un jorobado con la talega a la espalda.

Zaratustra: Debemos aclarar nuestras intenciones. Revisar nuestras expectativas. Ponerles plazo a nuestros objetivos. Reconsiderar nuestro análisis —explorar consecuencias nuevas—estabilizar nuestra inestabilidad —y desde luego orinar— antes de embarcarnos en nuestro viaje para escuchar los soliloquios de Segismundo, ese superhombre.

Giannina: No es un superhombre. Es un prisionero de guerra, un esclavo de la libertad.

Zaratustra: La verdadera esclava es la libertad, atrapada en la Estatua con Segismundo.

Giannina: Vamos a hablar con ella, a pedirle consejo.

Zaratustra: No nos va a escuchar. Nos odia. Es feminista.

Giannina: A mí sí me va a escuchar. Es francesa.

Zarathustra: Looking back at Manhattan from the ferry is like looking at the back of life.

Giannina: You never looked at the back of life. You would have recanted if you had lived longer. I can talk about looking at the back of life. Manhattan —this isle of the dead that we leave behind— look how small it becomes as we leave the coast. Por fin ahora soy otra persona —muy distinta a ti— Zaratustra —y también a ti— Hamlet —por fin puedo entender el desmoronamiento de la historia— entender cómo se derrumba el tiempo — igual que tú— Zaratustra —llegaste a entender la muerte de Dios. Los nanosegundos se están volviendo mayores que las horas —y por eso las cantidades minúsculas y la velocidad con que ellas se desarrollan son la causa de tremendos atascos de tráfico.

Zaratustra: El colapso del tiempo. ¿No es eso lo que sentimos con la música de Mozart y Beethoven? Mozart vivió antes que Beethoven, pero Beethoven suena más viejo que Mozart. A tiempo, con el tiempo, con el colapso del tiempo, en el colapso del tiempo, Mozart es más joven que Beethoven. ¿Es eso lo que quieres decir?

Giannina: Lo que quiero decir es que lo que fue —cuando comienza a vivir tras la muerte— al final se convierte en un es —una afirmación de la existencia más allá de toda cronología. Y sin cronología la geografía tiene que reconfigurarse, al igual que esa noción obsoleta de que la vida es un sueño. La vida no es un sueño. Es textura. Su movimiento, sus colores, no son lo mismo —ni saben igual. Algo nuevo se está fermentando —y podemos saborearlo en una cerveza. Mi paladar se mueve ahora en otra dirección. Y en su movimiento, a veces avanza y a veces retrocede —y ese es el Hamlet que llevo dentro.

Hamlet: Yo soy tu retroceso. Cuando rebobinas, yo camino hacia atrás. Puede que avances, pero sigues atada a lo que has dejado atrás. Nuestro destino es retroceder.

Giannina: Tú vives preso del miedo al fantasma del pasado. Yo en cambio siento verdadero pánico ante lo que va a pasar, del que será, será. Yo no voy a recibir lo nuevo con los brazos abiertos —con el optimismo de creer que lo nuevo es siempre mejor que lo viejo— más excitante —promesa de algo nunca visto. No, no siempre es mejor lo nuevo que lo viejo. Cuando se derrumba el tiempo, como se derrumbaron las Torres, nuevo y viejo dejan de ser categorías útiles. También ellas se derrumban con el tiempo. Y los cambios no garantizan mejores tiempos. También acarrean momentos mucho peores que el antes y el después. Yo podría hacer algo —pero si mientras tanto no lo hago— nada ocurre. Se que está ocurriendo en la vida de otros —pero no ocurre en la mía— hasta que hago algo. Y después de lo último que hice —nada volvió a ocurrir— hasta que los encontré a ustedes dos. El tiempo nos consume. Pero la consumación del tiempo no tiene lugar en las horas que marcan el tiempo que transcurre entre un instante y otro. El momento de la ruptura es el momento de la unión. El instante en que un cuerpo se fragmenta en mil pedazos es el instante en que esos pedazos de verdad convergen.

 

 

* * *

 

 

Estatua de la Libertad: ¿Qué queréis de mí?

Todos a la vez: Que nos orientes. ¿Vamos por buen camino?

Estatua: Yo soy un trofeo. Disputaron un juego —un partido de tenis— en el torneo de la libertad —y yo fui el premio. ¿Creéis en la libertad?

Zaratustra: Creo en la libertad tanto como creo en Dios o en Santa Claus. Dios es el enemigo de la filosofía. Si Dios existe, ¿para qué existo yo? Y si yo existo es para cuestionar la existencia de Dios. Dios no quiere que yo piense.

Hamlet: Mi fantasma es vagar sin oficio.

Zaratustra: La verdadera locura es vagar sin ocupación.

Hamlet: ¿Y qué es la locura sino el fantasma de mi padre? No hice lo que debía haber hecho —ser poeta. Vagar sin ocupación es mi locura.

Giannina: Dinos, Zaratustra, ¿a qué te has tú dedicado después de muerto?

Zaratustra: A dormirme en los laureles y a escuchar la voz de los críticos. No aguanto lo que dicen de mí. Ni yo mismo me aguantaba en vida. Por eso tuve que desaparecer antes de tiempo. Podría haber esperado un poco. Pero perdí la paciencia. Y perdí la fe. Bueno, la verdad es que fe nunca tuve. Pero la paciencia sí que la perdí. La soledad nunca resulta fácil. Siempre solo —sin ni siquiera un triste diálogo platónico que echarme a la boca. Siempre despotricando —siempre predicando— y teniendo siempre que decir algo más agudo que lo que el listo de turno acaba de soltar —usando su sofismo para modular mi pensamiento— y así elevarme más alto, más allá de su alcance. Y una vez allá arriba, encontraba siempre aparcamiento para dejar el coche. Y desde allí pronunciaba mi discurso —desde esa cima del pensamiento. Incluso ciego— podía ver el puente sobre aquel vacío —y el abismo que se abría entre puente y precipicio— y mis ojos brillaban más asombrados que nunca —mirando desde aquel risco— al abismo —al precipicio. Los poetas nunca saben lo que dicen. No asumen responsabilidades —ni compromisos— tienen pies ligeros —corren como conejos tras una zanahoria— son meras intuiciones —y en su carrera dejan atrás a la tortuga— con enorme resaca —miopes y con gafas, estudian estudiosos el vuelo de los conejos.

Giannina: Yo tengo una pata de conejo que me da suerte y unas gafas de concha de tortuga con las que me asomo al mundo.

Hamlet: Pues yo tengo patas de cangrejo. Si pudiera caminar hacia atrás como los cangrejos —y resucitar así el cuerpo que habita mi fantasma— en forma de cangrejo —caminar siempre hacia atrás— tras la tortuga que arrastra su caparazón tras el conejo que come zanahorias —toda una procesión fúnebre.

Giannina: ¿Qué son las zanahorias sino destellos de la intuición?

Zaratustra: ¿Y qué son esos destellos sino el candil de los fantasmas?

Giannina: Yo prefiero las farolas. Iluminan mi camino.

Estatua: Yo he servido de inspiración de imperios. Y he servido de destrucción de imperios.

Giannina: ¿Cómo te volviste momia? ¿No se suponía que eras viento cálido que a todos nos sienta bien? Tu antorcha es la farola que alumbra mi cabeza.

Estatua: Soy el espíritu de Juana de Arco. Liberé a Francia de la libertad anglosajona en la edad media —y me quemaron por ello en la hoguera. Regresé para guiar la Revolución Francesa —y me enviaron por ello a la guillotina. Me rencarné en el espíritu de Napoleón. Los franceses me mandaron a América como si yo fuera su caballo de Troya. Y bajo la vigilancia de estos yanquis, me he sentido la mujer más infeliz del planeta. Me convirtieron en el mausoleo de la libertad. Ellos proclaman: ¡Libertad! ¡Libertad! Pero libertad significa el poder anglosajón y protestante que oprime al latino, al africano, al asiático, al árabe, al judío. Cuando llegan los inmigrantes en busca de libertad, yo les exprimo el sudor hasta la última gota —sometidos a perpetua vigilancia— con el perpetuo temor a perder su empleo de mierda —empleos carentes de creatividad— amarrados día y noche al mismo banco. Yo mato la música. Mato el amor. Los bancos renegocian el sudor que yo les saco en forma de préstamos y deudas. Pero algo está cambiando. Demasiado tiempo fui la Bella Durmiente. Pero la vida no es un sueño. Llevo esperando a un Príncipe de las Cloacas que se me acerque para sellar mis labios con un beso que despierte los vientos de Juana de Arco, la Revolución Francesa y el espíritu de Napoleón Bonaparte. Un solo beso en los labios —me devolverá a la vida. Cuando ante mí comparezcan los tres, Hamlet, Giannina y Zaratustra, tomados de la mano, el momento habrá llegado. Ya siento las señales. Mis mejillas se ruborizan. Me tiemblan las rodillas. Me siento vulnerable otra vez. El Príncipe de las Cloacas me va a hacer el amor. Yo le voy a hacer el amor. Nos fundiremos en uno para propiciar una era de paz y progreso. Por todas las Américas, desde la nariz afilada del Yukón a los pies puntiagudos de la Tierra del Fuego. Dejadme que os diga: la dominación anglosajona tiene contados los días. Quiere ser cabeza de elefante y apenas es cola de ratón. Lo peor gobierna nuestras costas.

Zaratustra: ¡Ay del país que sufre la tiranía de un gobierno podrido! Y lo digo yo, que no siento lástima de nada ni de nadie.

Estatua: No sabes, Zaratustra, cuánta emoción he tenido que enterrar reprimida en mi seno —hasta el punto de que hará unos cinco años creí tener cáncer de mama. Pero cometí algo ilegal —y de haberse enterado las autoridades— me habrían hecho pedazos a martillo y después los pedazos los habrían hecho céntimos —y todo por buscar al terrorista que mamaba la leche que fluye de mis senos. No he vuelto a ser la misma desde entonces —lloro, grito, y eso que se supone que no tengo sentimientos, pues soy momia. Mi tarea consiste en atar y amordazar a prisioneros de guerra —y a inmigrantes ilegales— y subyugarlos luego con el látigo. Pero siento algo por Segismundo. Yo misma lo crie. Puede que algún día me robe incluso la corona. A menos —a menos que yo comprenda que no tengo porque ser dominatriz y que puedo ser el genio de la lámpara de Aladino, un genio que sienta como sienten los seres humanos— que pueda llegar a amar y a ser amada —incluso por aquel al que llaman terrorista. Segismundo no es terrorista, te lo aseguro. Es un libertador.

Zaratustra: Es el superhombre.

Giannina: Es un poeta.

Hamlet: Es un conquistador. Le veo surgir del calabozo. Hará de Puerto Rico un estado. Luego llegará a presidente de los Estados Unidos y al estilo de Napoleón se irá al sur a conquistar toda América Latina.

Giannina: ¡Ya estamos con la misma cantinela de siempre! ¡Dale con los conquistadores! ¡Es que no podemos idear un sistema mejor en el que los de arriba no jodan siempre a los de abajo con trabajos infames y no lleven la creatividad a la bancarrota! Dame tu número de seguro social.

Estatua: Mi número es 09-11-2001. El día en que se derrumbaron las Torres y yo me empecé a encoger.

Giannina: ¿Así que era esa tu fecha de caducidad? Pues todavía te veo vivita y coleando.

Estatua: Yo no caducaré hasta el día en que Segismundo se alce al fin con mi corona.

Giannina: Como todo producto tienes fecha de caducidad. Pero no eres una botella de champán ni eres un perfume cualquiera —hueles a sudor— corre sangre por tus venas —y eres revolucionaria— eres el viento del cambio —y te lo tomas muy en serio. No naciste para ser producto que se comercie en el mercado libre. No crees en el libre mercado ni en los tratados de libre comercio ni en los combatientes de la libertad de Reagan. Los mercados te han difamado. Te han convertido en símbolo del sistema cuando tu propósito era abolir toda esclavitud —acabar con todo privilegio— levantar vendavales —inspirar cambios. Esa es la razón de que tengas fecha de caducidad. Los productos caducan. Pero en cuanto tu genio salga da la lámpara —volverás a ser pura energía creativa. Tu genio clama por verse libre. ¿Quién de nosotros no ansía la libertad? La nuestra es una búsqueda de algo mucho más elevado que la posesión de lo material. Los desposeídos serán poseídos de poesía.

Estatua: ¿Volveré alguna vez a entonar mi bel canto? ¿Volveré alguna vez a ser esa soprano regordeta que todos esperan de mí?

Zaratustra: ¿Por qué crees que me hice ermitaño? Entré en el gran teatro del mundo —y tal como entré hice mutis por el foro. Pronuncié mis discursos. Dije lo que tenía que decir. Di lo que tenía que dar y cuando ya nada me quedaba por añadir —el silencio selló mis labios.

Hamlet: The rest is silence.

Giannina: Hubo un tiempo en que podía oír la voz del pueblo en los taxistas —pero sus voces están ahora enganchadas al móvil, al iPod o al BlackBerry. Si les hablas, apenas desconectan un instante —y vuelven sin demora a sus artilugios. Los humanos no soportan grandes dosis de realidad. Necesitan siempre tener algún chisme entre los dedos. Antes solía ser un cigarrillo. Todo el mundo fumaba por la calle. Y ahora usan esos artilugios a fin de disfrazar el aburrimiento de su rutina diaria, como si una tarea ineludible les reclamase todo su tiempo, y nada les quedara para compartir con otros. Es el triunfo de la monotonía huera que algunos llaman pragmatismo. Se afanan en levantar polvo, en despertar intrigas, como si los enemigos se hubiesen de pronto tornado amigos. Son dragones que escupen llamaradas tóxicas por el hocico. ¿Qué pasaría si cortásemos a tijera los cables de su hipocresía? Solo así llegaría el progreso —como ya nos pasó el 11 de septiembre. Ese día la inspiración desplegó sus alas al viento.

Zaratustra: Aquel vendaval de polvo y fuego que se abatió sobre nuestras cabezas en aquella gloriosa mañana de otoño —aquel terremoto que nos llegó del mundo árabe. Y nosotros ese día caminábamos ya con nuestros muertos a cuestas.

Giannina: Yo pensé —más retrasos— nunca llegaré a la estatua. Pero el retraso se demostró progreso. Tuve que mudarme de la Zona Cero otra vez al centro. Le perdí la pista a la Estatua de la Libertad y a Segismundo. Incluso ellos mismos se perdieron la pista. Segismundo, que estaba ordeñando la teta de Lady Libertad, se refugió en el calabozo —regresó al aislamiento y el silencio. Yo me dije: ¡Ya basta! ¡Retomemos nuestro viaje! Íbamos a tomar el ferry a la Isla de la Libertad cuando se derrumbaron las Torres. Y entonces pensé: ¿Me estoy derrumbando yo también? ¿Dónde quedó mi energía creadora? ¿Dónde está mi progreso? ¿Dónde está Zaratustra? ¿En qué parte de la ciudad está Hamlet? Si pudiese caminar hacia atrás como los cangrejos. Hacia atrás caminé —y como un cangrejo encontré a Hamlet mientras se metía por la boca de una alcantarilla donde esperaba encontrar la procesión fúnebre de Ofelia— y en cambio encontró los huesos de un mercader.

Hamlet: Alexander died; Alexander was buried.

Giannina: Todo se acaba cuando se acaba. ¿Tú te crees que yo vine a este país a encogerme de hombros y decir: Bueno, todo imperio se acaba?

Hamlet: Se acabó para siempre nuestro imperio.

Giannina: Puede que para ti sí. Pero para mí ni siquiera ha empezado. Me muero de hambre. Tú y los tuyos se lo comieron todo. Y a mí apenas me dejaron unas migajas. Y tengo un hambre que me muero. Soy una espalda mojada. Soy inmigrante ilegal. Y tu saciedad es mi hambre. Puede que la fiesta ya se les haya acabado a ti y a los tuyos. Pero la mía no, querido, la mía acaba de empezar. Una fiesta se acaba, pero comienza otra…

 

 

 
Traducción de Manuel Broncano