De Azul-Serena

Matilde Daviu

 

 

Mamaí, Mamaí. Papaí, Papaí…
 

Lo recuerdo sentado en cuclillas al pie de la churuata, tarareando el canto de oficios en lengua taurepan mientras su mujer, india pemón, le hacía unas sandalias con las hojas de palma del moriche. Me entregaron el wuanepe a dos colores que le cambié por dos kilos de arroz y uno de sal. Cruzado en el pecho, el wuanepe fue la solución perfecta para llevar a mi bebita durante el largo viaje a las remotas regiones de Maheshwar. Mientras esperábamos la avioneta que nos llevaría de regreso a Caracas, aprendí una canción de cuna en taurepán que años después, canté en una fiesta de grado frente a los estudiantes de mis cursos de español en un college de la City. Todavía conservo una fotografía de ese día, una foto que corrió con suerte superando la tormenta por estar guardada junto a mis diplomas universitarios. En esa foto aparezco risueña a mis treinta y siete años; en el cuello llevo una cadena con el amuleto de marfil que Bruno me había comprado en el mercado de Benarés. Cerca de mi pecho, sostengo y muestro con orgullo del faît accompli el trofeo que la promoción de los graduandos de ese año me ofreció como “the best teacher” en los cursos de Spanish & Creative Writing. No ocurrió lo mismo con mi álbum de fotografías y otros libros de arte, historia, literatura clásica y moderna, muchos de mis manuscritos, documentos importantes y otras valiosas pertenencias que no pude recuperar por falta de recursos y de tiempo en la estampida, incluido el desamor programado por toda la veleidad del mundo. Todos mis bienes y haberes perdidos para obligarme a pedir ayuda, despojarme, humillarme y que cayera en la trampa del verdugo, esperando apostado detrás de mi puerta, mientras Justo se perdía en una fuga interminable, dentro de un taxi amarillo a medianoche, en la ciudad de Nueva York.

Mi primera visita a las regiones del Amazonas la realizamos Bruno y yo hace más de veinte años. Para esos tiempos democráticos, el Ministerio de Obras Públicas era un aliado de la Dirección del Acervo Cultural dirigido desde las Academias. Ayudaba, en su rol de funcionario público, a colaborar con investigadores, indigenistas, antropólogos y lingüistas. La fragua académica fundía todos esos proyectos en uno solo: saber y progreso. Entonces, no era extraño ver a algún burócrata, cultivado, visitar de vez en cuando los círculos, tertulias, cafés, bares y librerías donde la bohemia y los intelectuales de la sociedad venezolana solían reunirse en los predios de Sabana Grande en Caracas, tu Caracas.

Bruno dirigía el Departamento de Arqueología en el Museo de Ciencias Naturales y tenía un amigo piloto que lo ayudaba, a destajo, clasificando las cajas donde se guardaban restos de cerámica precolombina mezcladas con parietales, costillas y otros huesos humanos. Trabajaba como voluntario para una de las dependencias del Museo de Ciencias Naturales y la Dirección del Ministerio de Obras Públicas. En algún momento, este capitán de vuelos no comerciales, huaquero por oficio libre, se vio tentado a mercadear hallazgos de valiosos objetos arqueológicos con varios coleccionistas que esperaban la visita de los Rockefeller, de los Ashton o de los Krünenberg. Bruno llegó a reprenderlo por esa mala tendencia de querer ganar dinero con la venta de objetos que pertenecían al patrimonio cultural e histórico de la nación. Después del breve discurso que le soltó Bruno, pidió disculpas y prometió dejar de hacer esas cosas. Una vez, en un vuelo a San Félix, llevó a Bruno y al biólogo marino que, por obra y gracia de la academia, lo habían convertido en el nuevo Ulises de la Universidad de los Andes. El profesante de los secretos de las culturas makiritare y yanomami había dejado los laboratorios marinos para recopilar, literariamente, los mitos y fabulosas leyendas de los dueños de esas selvas. Trasplantado a las brumosas regiones de la cordillera andina, el recopilador de mitos indígenas añoraba, con el corazón y la mente puestos en el Amazonas, regresar a su amada Ítaca. Lo mismo hicieron algunos misioneros jesuitas, antropólogos y etnolingüistas, empeñados en regalarle a los indios un abecedario de imágenes y letras correspondientes con su lengua nativa. El propósito filantrópico de estas investigaciones era que aprendieran a leer y escribir para incorporarlos al mundo del pensamiento racional en la lengua castellana. Demostraban, así, su pasión humanista, naturalista, conservacionista y protectora de esas etnias puras y salvajes. Contaban sólo con el approach privilegiado del carisma. Hasta el mismo Bruno llegó a planificar, apoyado en la generosidad y pericia del piloto, temerarios vuelos sobre los imponentes tepuyes para aterrizar en el sembradío de un poblado indígena resguardado por el espeso verdor de la intrincada selva. La bandera venezolana ondeaba al viento en señal de pertenencia. Ayudado por un personaje fabulador que tenía raíces en la tierra de Marcos Vargas, Bruno quiso investigar, in situ, los verdaderos mitos del origen prehispánico. No tardó mucho en convencer a su amigo Charles a lanzarse en clavado perfecto a la laguna artificial del Guri, usando de trampolín la plataforma del montacargas que tenía tatuado en el brazo de hierro el logo y siglas de la Corporación Venezolana de Guayana.

Ignorando las críticas a su hiperactividad como investigador en la tribuna científica y humanística de la Universidad, Bruno se empeñó junto con Charles a rescatar los petroglifos de Guri. Inició su cruzada solicitando primero, por cartas, audiencias con el Zar de Guayana y el General Reverdi, un respetado empresario fundador de la empresa y encargado por la Presidencia de la República, para dirigir el proyecto hidroeléctrico de Guri. Una extensa laguna artificial se creó en la inmensa región de la selva. Montado sobre la idea del progreso y el selecto equipo de ingenieros a su cargo, el General presidió la operación del embalse que se convertiría, en la década de los setenta, en la represa más grande de Suramérica.

Bruno pedía clemencia en su desesperado intento por salvar los petroglifos, esos mapas nemotécnicos grabados en las rocas por los verdaderos dueños ancestrales de la gracia. Blandiendo la espada de la protección al medio ambiente, Bruno no quería ver las rocas grabadas con figuras antropomórficas, sumergidas en las aguas para siempre ni borradas de la historia del hombre americano ni desvalorizadas por la pintura de aceite. Invadió los buzones del correo que todavía funcionaba en Carmelitas con docenas de cartas y peticiones. Logró encuestas por los medios de difusión, creando opiniones a favor del patrimonio cultural y contra la avasalladora tecnocracia. Molesto por los artículos publicados en la prensa nacional, que aludían a la falla cultural y ecológica del proyecto poniendo en entredicho la meritocracia dirigente de esa obra fundamental para la nación, el General aceptó la entrevista. Pero todo esto eran rumores corriendo por los pasillos de la Facultad. Después de las solicitudes emitidas por la escuela de Arqueología pidiéndole recibir y escuchar el planteamiento de sus enviados, el muy respetado General recibió al arqueólogo, figura inspiradora del Indiana Jones antes del casting y al explorador de la fabulosa flora amazónica descubierta en las altas planicies de los gigantescos tepuyes. Así, se corroboró la existencia de una especie de plantas carnívoras y otros raros insectos que solo existían en la imaginación de antiguos exploradores y escritores fantásticos. Así, fueron documentados por científicos y cineastas que llevaron, hasta la frontera de los viejos sueños, a famosos directores del nuevo cine alemán.

Las compuertas de las oficinas del Parque Central se abrieron de par en par. Fue una corta entrevista. Gracias al parentesco con uno de los ministros del gobierno del Presidente Leoni, el par de exploradores, motivados por las acciones políticas de personajes influyentes en la onda de la Caracas Tuya, parecían adoptar, con cierta ligereza, las primeras divergencias de estilos entre hippies y revolucionarios, que para esos tiempos se peleaban por presentarse frente a las cámaras de Radio Caracas Televisión o en el Canal-5. Bruno y Charles corrieron con suerte. Les concedieron, finalmente, un permiso por tres días para realizar el levantamiento de los milenarios petroglifos no sin antes recordarles, con la frialdad peyorativa del tecnócrata, que Gurí no era Asam. De los veintinueve petroglifos rescatados, solo dos llegaron en gandolas a la capital y los dejaron frente al Museo de Bellas Artes, a las puertas de la Galería de Arte Nacional. Las milenarias roca permanecen todavía como testigos eternos de las aventuras del arqueólogo y el explorador modelo. Gracias a la protectora asistencia de una joven antropóloga, que hacía su pasantía en la sede de la Plaza de los Museos, se logró darles entrada a los jardines y pasillos de la GAN donde funcionaba también la pequeña sala de cine. Allá, Bruno y yo vimos las mejores películas no comerciales de los años sesenta. L’année dernière à Marienbad, Chris Marker y Alain Resnais, Les statues meurent aussi, un documental sobre Edgard Varèse con música de Pierre Boulez, películas mudas y fantásticas; desde El gabinete del doctor Caligari y La isla de mis sueños hasta la famosa Araya y el controversial Reverón.

Al llegar al Sur, escuchamos por boca de un lugareño y reafirmadas por Vicente Puppio el fabulador de La Paragua, que a las impolutas regiones equinocciales del

Nuevo Mundo e inmenso pulmón clorofílico del planeta, llegaban selectos investigadores de las hard and soft sciences como si fueran alienígenas o astronautas sin escafandras.

Fue Vicente quien trajo a la casa en Ciudad Bolívar a uno de esos personajes fuera de serie. El apasionado Padre Daniel, filósofo, jesuita, relator y compilador de los mitos makiritares, que había colgado los hábitos para abrazar el sufismo, compartía esa tarde calurosa con nosotros delante de una taza de café colado, galletas rellenas de guayaba en conserva y su conversa. Los relatos venían cargados de fabulosos matices ensartados por los años de convivencia con los makiritares. Me sent†ia subyugada por los iluminados textos del autor de Los hijos de la luna compartiendo espacio entre las magníficas tomas fotográficas de Bárbara Brändli. En otra ocasión, el misionero vino a visitarnos por segunda y última vez. Llegó con un hombre alto y delgado, extranjero, aparentemente tímido y a quien Daniel introdujo bajo el nombre de Henri. Después de una copita de ron y un café tinto, Bruno le preguntó si había visitado alguna vez la Cueva del Elefante donde, supuestamente, había una serie de figuras grabadas en la roca que remitía al origen de los primeros habitantes de esa región. El misterioso Henri se quedó pensativo, alelado y después de esa larga pausa, meditativa, que nos dejó a todos sorprendidos, negó conocer de la existencia de la cueva. Pero lo más sorprendente para Bruno y para mí fue conocer, por boca del mismo Daniel, que el supuesto Henri, era el científico francés que había desertado de su alto cargo en la planta nuclear de los valles del Rhône por una vida de peligros y aventuras en la selva, abandonando sus investigaciones y compromisos con el Commissariat à l’Energie Atomique, CEA, durante la época de Charles de Gaulle. Nos contó con su voz pegajosa y astringente, ronca por el ron, que durante la visita que hizo el Presidente de Francia a Venezuela, le fletaron un jet para irlo a buscar a Puerto Ordaz y regresarlo de nuevo a París, pero el Doctor en Física Nuclear, testarudo por causas que ignoramos, se negó a subir al avión. ¿Qué le ocurrió al científico en este lado del mundo que lo llevó a quedarse en la selva, abjurar de los laboratorios, de los reactores nucleares, de las batas blanca, de servir a la defensa del poder de Francia como potencia nuclear durante la Guerra Fría y configurar su verdadero espíritu aventurero como el propio hippie, pues? El jet que habían fletado para su retorno a Francia despegó sin él a Maiquetía. El extraño personaje, el científico laureado, se consideraba a sí mismo como el último de los tocados por el spleen y uno de los primeros expedicionarios pacifistas del Greenpeace. Cautelosos, despojados de vicios civilizatorios bajo el título de “las nuevas tribus”, buscaban el alma romántica en el wanadi, en la planta carnívora, en el espíritu del salvaje y del niño. Su visita fue muy corta. Tuvimos mucho y poco para conversar con él y no supimos cómo retenerlo. Su llegada al país y a esta selva seguirá siendo para todos un misterio.

Aquellos investigadores, hombres de lupa en mano, listos para realizar fascinantes proyectos fuera de las aulas de clase, dedicados a los trabajos de campo, llegaban con cámaras, cuadernos y lápices, registrando data sin pantallas y, en algunos casos, textos acompañando dibujos e imágenes fotográficas. Toda esa parafernalia se creó para ofrecernos, en un lenguaje aparentemente accesible, el pálido recuento de las misiones en épocas de viejas leyendas doradas sobre la existencia de etnias sobrevivientes al yopo y la yuca amarga, a la leishmaniasis y la malaria, a la sífilis y al cólera. Invictos a los estragos que causaron en el suelo primigenio los bárbaros de los tiempos duros, esas familias originarias que se alimentaban de la cacería del báquiro, de monos y de gusanos de la palma del moriche, retornarán algún día, por la ruta de la inocencia, a ocupar sus tierras junto a los eternos soñadores del Sur. Tierra sin cangaceiros, sin elenos, garimpeiros, sin ruskies, sin abdulahs, sin narcos ni chinchines.

Protagonistas reales de la selva húmeda, ellos van y vienen del verde paralelo al paraíso. Hoy, dolorosamente, se duermen y los exterminan como insectos. Los nuevos grupos de invasores, ecocidas, extraños personajes que hablan otras lenguas no tienen escrúpulos para envenenar las aguas, violentar a sus hijas ni empujarlos a salir, despojados de sus propios territorios y sus casas. Nómadas a la fuerza, deben caminar distancias inconmensurables sin agua ni comida. Con sus hijos a cuestas y sus pies descalzos, huyen de los voraces extranjeros, criminales a sueldo, conquistadores sin yelmos, espadas ni cruces pero con raybans, armas de guerra, celulares y “motocicletas selváticas” como las del fabuloso cuento de Julio Garmendia que Ben expuso leyendo, por primera vez al público, en el patio de la GAN. Leyó el relato del fantástico escritor venezolano en un apretado programa cultural. La invitación apareció en la prensa con el titular rimbombante “Imaginativos, visionarios y fantásticos”. El acto se realizó muy cerca de los trasplantados petroglifos de Guri. No faltaron comentarios sarcásticos de algunos presentes que aseguraban que mi compañero de estudios recibiría la aprobación de los medios y de la crítica cultural al leer, en voz alta, autorizado por la viuda del escritor, el cuento inédito “La máquina de hacer pu-pú” ante una audiencia sedienta y a punto de claudicar bajo el sofocante calor del mediodía.

Invisionados por la preexistencia de los tiempos, los dueños originales de la tierra son los que sueñan y regresan, entre otros, a pie, montados en burros o en motocicletas. Regresan al origen, al eterno samsara, al mundo de Odosha y al festejo de los wanadis antes de lanzar el grito anacrónico de nuestros ancestros, honrando a los agonizantes hijos de la luna.

 

 

 

* * *

 

 

Mashama y Justo salieron de la Catedral de St Patrick como si fueran dos extraños. Fracturados de sus bienes, separados de sus afectos familiares y del grupo de amigos que formaban el corro de sus querencias, debían pasar la prueba de la lealtad entre ambos como pareja. Desconociéndose el uno al otro después de veinte años de vida en conjunto, disgustados por la forma como la marea de la acción desconcertada los separó de inmediato, no se dieron cuenta del asedio ni de la trampa. No pasó mucho tiempo desde que decidieran vivir en Nueva York, para que sintieran los rigores y angustias en la vida aislada del inmigrante. La técnica del blitzkrieg fue puesta en práctica, a manera de retaliación, por el bullier Arbiee L. Squalor. Usando una serie de subterfugios, aprendidos durante su pasantía como médico psiquiatra en un hospital de la city, el obeso y obsesivo terapeuta había logrado sacarle a Mashama la cifra exacta del dinero que había ahorrado y del obtenido con la venta de sus propiedades en Turgua, Charallave, Los Teques y en Caracas el eco de guacharacas.

“I am just doing this to help you…”, recordaba Mashama de la conversación que tuvo con el terapeuta, sentados en un banco del parque que colinda con el Riverside Park.

Ya se lo dije: no esperes luz de tus ensayos y errores acumulados por centurias en el monasterio de San Giusto donde fuiste monaguillo. Tenías prohibido abrir el arcón de

libros considerados sacrílegos, escondidos por la trapacería monacal. Cierto tufo, cierto aire enrarecido, sometido vilmente a su encerrada historia patrimonial, Justo se paseaba, libre y acompasado en su propio silencio, por los pasillos de la vieja casona. Concursantes para abrir y registrar los archivos del landmark, los brokers usureros forjaban documentos de propiedad agregando nombres y fechas cada vez más antiguas, cada vez más lejanas hasta llegar a los auténticos dueños, los originarios propietarios. Todos, descendientes de holandeses mucho antes de que llegaran los navíos ingleses comandados por el Duque de York.

Yo, también se lo dije, mientras buscábamos un lugar donde sentarnos detrás del planetario del Museo de Historia Natural, hasta que ubicamos un café en la 83 con Amsterdam.

No dejes que te lleven a retomar senderos por el oscuro bosque existencial del poeta piromaníaco que le pide a su bosque ¡madura! con su voz quemadura/ su bosque/ madura/ quemadura/ su voz quema, dura.

El indescriptible éxtasis de Yo-Yo Ma en Silent Woods estaba destinado a apagar el incendio. Y el chelo, ese gigante instrumento en forma de mujer que fuera abrazado por Charlotte Moorman topless, aupada por Nam June Paik para que diera un concierto en una de las terrazas del Metropolitan Museum, se nos impuso sobre cualquier palabra.

Justo, sin darse cuenta, estaba acompañando a Mashama hacia la parada del M3 en Madison. Confundido, se situaba entre la gentileza para quien había compartido con él tantos años de vida caraqueña y la costumbre de convivir bajo el mismo techo. La tarde corría con el aire bullicioso de la metrópolis rociada por ese polvillo brillante que se desprende mientras anuncia el ocaso. Flashes, encandilamientos cobrizos contra los ventanales de cristal. Minutos después, el azul sereno abandonaba el plateau para darle entrada al azul cobalto, mientras la luna jugaba al pasar detrás de la aguja de algún rascacielos en Manhattan y Mashama subía sola al autobús. Iba sola y desnuda al encuentro de la noche. Su noche.

En el Roraima estuvimos Bruno y yo un par de veces, antes de cambiar nuestras sandalias de palma de moriche por las de cuero de búfala, como las que usan los faquires,

los iluminados, los desnudos gurús santones cubiertos de ceniza en Alandhi y el Fuerte Alhya. El registro visual de los imponentes tepuyes, ríos, selvas y sabanas me acompañaron por un tiempo más o menos largo y menos vacío, hasta que el insistente espectáculo de los milenarios templos en Khajuraho, Maheswari, Dwarka, Benarés y el Nepal se interpuso entre nosotros cual borrosas postales de antiguos viajes. Imágenes amarillentas, lanzadas en desorden contra mis mapas astrales, virtuales y reales pero, felizmente, ajenas al aroma del incienso que limpia y protege mi aura de miradas torvas y el mal hablar.

Los astros nos favorecieron durante varios años. La tecnología y la virtualidad del sistema me sorprendieron ocupada y apegada a la docencia cuando Justo dejó el trabajo. Perdió el contacto con el Directorio Ejecutivo en la industria petrolera y asumió la enfermedad psicosocial de los retirados del sistema productivo, como justificada protesta ante los continuos conatos autoritarios del nuevo Jefe de Estado. Periodistas rastreados por los celulares y los GPS vivieron por años de los escenarios y utilerías de estudios vacíos, recostados a las mentiras y a los guiones escandalosos de la turbia realidad política. Las pantallas grandes y pequeñas le sirvieron de manera grosera al timador. La última quedó encerrada entre cuatro ángulos de fuerza para que el dueño de la planta saliera, de una vez por todas, al escenario real como un legendario trader.

Nacido a pie de monte, entre las faldas de Socopó y Bumbúm, el desastre marcó el camino de bachacos vendiéndonos promesas; negociando transacciones, bonos de piñatas, organizaciones escolares e institutos con goteras, robos impunes al erario nacional y tráfico de almas. Burlón de la meritocracia petrolera, el magnético gerencialotodo realizó despidos indiscriminados para complacer a la veleidad ciudadana. Los verdaderos bárbaros, imitando las torcidas acciones del Agá en abierta seducción hacia el yusufaki de turno, escondían la mugre del engaño debajo de las alfombras de seda prestadas, desgastadas, tejidas en el mercado techado de Damasco antes de los bombardeos del horror sirio. Justo se las compró en dólares a un piloto de Alitalia que las sacó a escondidas de unos antiguos telares instalados en el corazón de Turquía. Aquellas pulcras oficinas de la torre de La Campiña, que ya no eran nuestras sino de otros, decidieron cerrarle puertas al deprimido Justo, hasta que su antigua cartera de clientes se vaciara y los subrayados nombres de los últimos directores honestos comenzaran a borrarse de su apretada lista de teléfonos. La patética y absurda realidad del barranco se nos impuso en el juego de truhanes contra la única Venezuela, la nuestra, la tierra donde nacimos. Nos destruyeron las calles con tanques, tanquetas, ballenas, guarimbas incendiarias, camiones de volteo, gases prohibidos y vallas de púas. Dejamos de usar las carreteras y avenidas que talentosos urbanistas, todos conscientes de los mejores tiempos modernos, habían proyectado sobre planos y maquetas en gran formato para la recreación de la vida urbana. Me dieron a escoger los años, los períodos de tiempo que más satisfacían la memoria ciudadana e incluían mi educación para la vida. Imágenes que nos llevaron a perder los días y los años por estar exultando el pasado, la vida de antes del ahora, convertido en el después pavoroso y cargado de culpas. Mi paraíso perdido. Mi tiempo detenido en la perversidad frente a una juguetería infantil, para que ardiera Troya, cuando miles de niños morían en los hospitales sin remedios. Todos los esfuerzos del hombre se veían fagocitados por una nada virtual, artificial, vitrificada, isolated, condenada a una libertad opresiva por los siglos sin historia que han de venir si no te escapas del dragón y del milenio. Había que encerrar el verde, ponerles tapa a los huecos de la selva, cubrir de ipsofacta alegría los pulmones, beber la lluvia y otear los horizontes. No podemos ceder ante la pérdida. Somos demasiado valiosos los hombres y mujeres de este planeta. Esta tierra es mía. No es de ellos, de los otros. No de los que miran al revés o de lado, de los que tienen semillas sin aceitar en los morteros, de los que dejan podrir los estanques y morir los árboles, de los que manipulan el mercurio para envenenar las aguas de El Dorado, el dorado resplandor de todos los dioses y héroes en su ocaso. El Dorado no es de ellos sino mío, de los míos, de nosotros, de los nuestros.

El soleado pulso vital, intenso como las calles de hoy, registró el boom petrolero. La riqueza llenó los bolsillos rotos y puso a desfilar al clan desarrollista mezclado con la buena vida. Elegantes rascacielos, hermosas urbanizaciones creciendo entre avenidas de apamates, mangos, palmas, sebucanes, acacias, chaguaramos, refrescaron el aire del futuro desarrollo urbano de la ciudad capital, que se sabía feliz. Pero un alto porcentaje de la intelectualidad criolla celebraba a ciertos pensadores ateos volcados a perpetuar el humanismo marxista en el control de la sociedad de clases. Enquistados en la avalancha migratoria de la Europa de las dos guerras, criticaban desde las academias las teorías ácidas de la conducta humana en torno al capital y el dinero. Nos obligaban a leer El Capital de Marx, a Engels, Lenin y Hegel; pero yo leía a Sartre, Heidegger, Bakunin y Dostoyevski. Las ideas dejaron de ser ideales y se convirtieron en realismo social. Dardos, flechas de industriosa hechura se diseñaron como claves codificadas para abrir las compuertas de los bombarderos y raquetas en nombre del poder de una raza, un pensamiento, una religión, una ley y una nación que estaría por encima de las otras, como reza el primer verso del himno nacionalista. Decían que estábamos obligados a ser felices. Progresistas de clase media, alternando con decrépitos marxistas cristianos, prometieron perpetuar la justicia social, la moral y la ética. Pero todo terminó en un gigantesco acto cultural del bulling colectivo, dramáticamente grotesco y destructivo, dejándonos en el medio del camino de nuestras vidas, transitando el rastro del desarraigo, geiser de aguas infernales y malolientes de la otra selva oscura, emigrando sin esperanzas ni fe, bajo el inmenso paraguas del invierno bruto.

 

 

 

Matilde Daviu es una narradora venezolana. Su trabajo ha sido incluido en diversas antologías y revistas literarias. Ha publicado las colecciones de relatos Maithuna (1978) Barbazucar y otros relatos (1979) y El juego infinito (2005). Fue profesora de estudios hispánicos en CUNY y Titular de Literatura y Arte de Vanguardia en la Universidad Metropolitana en Caracas. Actualmente se encuentra en Canadá.