Sergio Chejfec y la “presencia pensativa”: La escritura como modo de pensamiento

 
 

Selección y nota de Felicitas Casillo

 
 

El autor argentino Sergio Chejfec (Buenos Aires, 1956) murió en Nueva York el 2 de abril de 2022. Desde 1990 hasta 2004, había vivido en Caracas, Venezuela, y luego se mudó a Nueva York, donde daba clases de escritura creativa en New York University. El ejercicio que planteo a continuación forma parte de la dimensión que Chejfec llamó “presencia pensativa” de la escritura, la capacidad de la escritura como espacio y tiempo de detención sobre algún asunto.

El objetivo de la escritura de Chejfec era la escritura. Su discurso discurría sin marcas notables de género. A menudo, sus textos se detienen en alguna escena curiosa o significativa, pero que no llega a conformar una trama. De hecho, la obra de Chejfec toma al ensayo como base para ensayar, valga esta palabra, variaciones narrativas y poéticas. Por lo general, una primera persona textual construye en su obra momentos suavemente intensos, que dan cuenta del tenor de experiencias cotidianas, que incluso necesitan de la escritura para erigirse como escenas. Sin la escritura, esos momentos se perderían. En la vida de cualquier otra persona que no escribiera, estas condiciones ni siquiera serían detectadas (o constituidas) como escenas, pero Chejfec las elige y compone con cuidado, de tal modo que hace de su confección la principal cualidad de su obra literaria. Al comienzo del ensayo Últimas noticias sobre la escritura (2015), Chejfec construye la escena de la libreta verde, que desencadena la enunciación posterior de la idea de “presencia pensativa”:

 

Este libro puede ser leído como la historia de una libreta. Me refiero a un cuaderno de apuntes o carnet de notas, no sé cómo llamarlo mejor, en definitiva, da igual, (lo) llevo conmigo hace una buena cantidad de años. Un objeto que adopté inmediatamente, apenas verlo medio olvidado en la vidriera de una tienda muy poco glamorosa, en un barrio alejado de una ciudad que apenas conocía y hasta donde había caminado sin nada mejor que hacer.

La escena muestra lo siguiente: largas calles medio neutras que no inspiran curiosidad ni entusiasmo. Y en la mitad de la mañana desierta, por otra parte bastante fresca, alguien detenido frente al escaparate de una pequeña tienda. Ese soy yo, miro con atención la libreta verde que está junto a un florero angosto (…). (pp. 13-14)

 

La libreta verde, un objeto rústico y barato, será, entonces, la condición para el desenvolvimiento del ensayo. Una especie de doble soporte, tanto físico como espiritual. En una aclaración al pie, Chejfec sugiere: “Toda presencia prolongada se convierte en fantasmática. (…). La libreta estará presente en estas páginas aun cuando la mencione bastante poco, (…) ella es, a veces, lejana inspiración y borroso escenario de distintas aproximaciones a la escritura”. Luego, la define:

 

el aditamento del cual me acompaño para tener presente la escritura como fenómeno curioso, de llama perenne, paradójicamente no siempre visible. La libreta como amuleto, pero en realidad como estandarte de una especie de credo. Por otra parte, hay una creencia personal compartida por muchos, aunque en distinto grado de intensidad: la creencia en la escritura. (p. 13)

 
 

La “presencia pensativa” de la escritura

 

El autor enuncia, entonces, el concepto metafórico de “presencia pensativa”, que define como una “disposición de la textualidad” (p. 47). Si una metáfora es una figura o una operación que establece una semejanza entre dos asuntos diferentes, al decir de Aristóteles, la noción de presencia pensativa es metafórica en tanto utiliza el concepto de presencia física para explicar un asunto inasible, el de la escritura en la pantalla. A su vez, esta presencia se relaciona con la idea de simulacro “pensativo”, que alude el carácter reflexivo de la escritura. Chejfec acuña esta noción a partir del concepto de “imagen pensativa” que el filósofo francés Jacques Rancière aplicó a la fotografía y que apuntaba a cierta independencia o emancipación de la imagen con respecto a la intencionalidad de su autor. La exposición de su idea aparece acompañada con ideas como “inestabilidad”, “autoreflexividad” “pensatividad”, “textualidad inmaterial” y condición “recelosa” de la escritura digital (pp. 47-48).

Chejfec luego precisa que la “pensatividad” de la escritura digital provendría del conflicto entre sus marcas “físico-tipográficas” y “una condición inmaterial y de postulación provisoria, en el sentido de inestable, que procede del destello virtual”, una “condición flotante de la escritura sobre la pantalla” (p. 49). Luego sigue, “como si la presencia electrónica, al ser inmaterial, se hermanara mejor a la insustancialidad de las palabras y a la habitual ambigüedad que muchas veces evocan”. Si se siguiera la definición clásica del triángulo semántico aristotélico, en el esquema de Chejfec, el signo se mantendría al nivel de la afección, como si la pantalla fuera una extensión, en términos mcluhanianos, de la propia mente.

Esta “pensatividad” que expone Chejfec como concepto puede observarse en su propia obra. De hecho, la anécdota irrelevante pero intensa de la libreta verde parece un ejemplo de ese tipo de escritura. En la novela corta Baroni (2011), por ejemplo, Chejfec reflexiona acerca de la obra de la escultora venezolana Rafaela Baroni. El autor utiliza la escritura para demorarse en la obra de la artista, y de esta manera la novela —¿es una novela?— se transforma en un ejercicio de crítica estética.

En el caso de Baroni, la presencia pensativa de la escritura consiste en un hacer presente lo aludido de modo reflexivo, es decir, en usar la escritura para pensar, para demorarse en algo más tiempo de lo que permitiría solamente el pensamiento. Por ejemplo: “A un costado se veía una pequeña construcción de ladrillos, con un techo de chapa, que de todos modos no servía para albergar una persona. A lo mejor era la casa del perro, no lo sé, tampoco me lo parece; o un sitio para proteger algo, como un medidor de energía o una bomba de agua, etc” (p. 53). “A lo mejor”, “no lo sé”, “me parece”, “etc.”; se suceden las expresiones de duda y la forma de llegar a alguna certeza es seguir escribiendo, y seguir leyendo. Ocurre, entonces, una especie de pensamiento que parece ocurrir gracias y en esa misma escritura que describe Chejfec, quien creía en la idea de Nietzsche de que nuestras herramientas de escritura “trabajan también sobre nuestros pensamientos” (p. 44).

En Baroni, la palabra “presencia” aparece 41 veces. A menudo, Chejfec adjetiva la presencia: “presencia vigilante”, “presencia atomizada” (p. 34), “presencia protectora” (p. 36), “presencia inerte” (p. 75). En la mayoría de los casos, Chejfec utiliza esta noción para interpretar la obra de arte o la naturaleza. Por ejemplo, cuando se refiere a la idea de “presencia inenfática” de la piedra en la obra del brasileño Facundo Cabral (p. 2). Aquí la idea de Chejfec podría relacionarse con la idea de aura de Benjamin, en tanto esa presencia no solamente se da en el arte, sino también en la naturaleza, como sucede en el siguiente fragmento con la cercana lejanía sonora del río:

 

Por la noche había asistido al arrullo continuo del agua, el flujo del río a diez metros de mi ventana que llegaba como una actividad separada del mundo, acaso proveniente de algún organismo apenas vivo que elegía esa forma de mostrarse. El río fue la presencia más evidente, por lo menos hasta eso de las tres de la madrugada, cuando empezaron a escucharse, primero esporádicos y un poco tímidos, los pájaros. Puede parecer exagerado decirlo así, pero con el avance de la noche pude distinguir los sonidos más delicados de aquel rincón de la Tierra. La ciudad reduce un tanto el cauce, entonces el río se manifiesta un poco más comprimido: oía el goteo de las salpicaduras y la suave turbulencia sobre la orilla y entre las piedras. Hubo momentos en que no supe si el murmullo del agua me adormecía y yo lo seguía escuchando como si se tratara de un sueño, hasta que me despertaba por la sorpresa de estar soñando algo que ocurría en ese instante, o si mi atención, estando del todo despierto, completaba el ruido a medias esbozado hasta hacerlo entero, con la ayuda de otros recuerdos por el estilo, fuentes, arroyos o caídas de agua en general conocidos en el pasado. (p. 24).

 

Por un lado, está la expresión del río, su sonido, por el otro, el propio Chejfec que completa el sonido a partir de su experiencia. Es decir, el río, como la escritura, también tiene una “presencia pensativa”. Al igual que Benjamin con las obras de arte, Chejfec parecería tratar también aquí el difícil tema de la condición aurática de la literatura. Al igual que en el caso del río y su sonido, en este otro pasaje de Baroni, el perfume de los mangos señala su presencia, la presencia pensativa que permite al lector reconstruir el referente ausente:

 

Quizás en la zona apartada de algún parque, o en un sendero de montaña poco transitado, a veces uno comenzaba a percibir la fragancia endulzada, levemente alcohólica, una putrefacción no animal, y advertido por esta presencia buscaba las fuentes del aroma para encontrar más tarde los mangos deshechos y desperdigados por el suelo húmedo. (p. 42)

 

Chejfec sostiene que la escritura que posibilitan los dispositivos digitales tiene carácter cambiante y mutable. Esto se da, en primer lugar, por su naturaleza casi permanentemente editable. Ciertamente, la escritura digital carece de materialidad, o al menos es esta una materialidad simulada —el borrador que imita la goma de borrar, el elemento de corte de un fragmento de texto que imita una tijera, por ejemplo—. La escritura digital se presenta entonces casi como una extensión de la afección mental de un signo y de la propia discursividad interna, casi como un monólogo interior, pero sin la normativa literaria de géneros y estilos literarios. Es esta escritura, finalmente, una forma de pensamiento que requiere de cierta textualidad para existir.

 
 

Bibliografía:

 

Chejfec, S. Baroni: un viaje. Buenos Aires: Penguin, 2011.

Chejfec, S. Últimas noticias de la escritura. Buenos Aires: Entropía, 2015.

 
 

 
 

El objetivo de la escritura de Chejfec era la escritura”

 
 

Selección de textos de Sergio Chejfec

 

El viaje duró buena parte de la mañana, sin tránsito en el río. El ruido del motor, el único acompañamiento constante, hacía pensar por lo tanto en un proyector, parecía el trabajo de una linterna que mostraba las cambiantes orillas, como si la lancha fuera un sistema múltiple de exhibición de paisajes ribereños. Un hombre llamado Roxano tomaba de a ratos el micrófono y anunciaba algún evento del panorama, la aparición de un canal, un recodo, un punto de sedimentación, la localización de sucesos del pasado –no todos–, o señalaba algún campo destinado a convertirse en breve en un barrio privado. Se presentó al comenzar el viaje, y desde ese momento Roxano en nuestro recuerdo quedó asociado a Borges. Dijo que su nombre era Roxano Andrade, una combinación entre telúrica e inverosímil que nos recordó los pintorescos nombres con que Borges bautizaba a compadritos o capataces de estancia.

A lo lejos, y de a momentos, veíamos Buenos Aires con menos definición, pero más precisa y recortadamente. El perfil de la ciudad se distinguía miniaturizado, y un tanto borroso a causa de la refracción solar, pero a la vez resultaba una vista muy precisa, porque ese contorno súper lejano e imponente no podía sino corresponder al conglomerado urbano que todos reconocían y del que en orden habíamos partido un par de horas antes. Tan plausible era la idea de que la lancha fuese, en realidad, un proyector alrededor del cual el paisaje, si bien cierto y existente, se plegaba a los devaneos de la flotación, que según su lejanísimo perfil la ciudad se erigía muy por debajo del nivel habitual y por lo tanto parecía que devorara constantemente cantidades gigantescas del agua que ahora atravesábamos.

Chejfec, S. (2018). “Panorama con proyector”. Cuadernos LIRICO: http://journals.openedition.org/lirico/5097

 
 

Mi confusión obedecía a la entera presencia que sólo puede alcanzar la belleza, a lo mejor no es la palabra adecuada, digamos la apostura, más neutra, una irradiación, no sé, el énfasis estético. Los verdes del follaje se matizaron todavía más, y los pocos objetos presentes (la mesa, ya mencionada, unas sillas de madera y dos mecedoras) parecieron encontrar un sentido más fehaciente que su previsible función práctica, que era, de nuevo, servir de marco al médico visitante. Las figuras de Baroni cuentan con esa capacidad, someter el entorno a su presencia.

Chejfec, S. (2011). Baroni: un viaje, p. 59.

 
 

Hará cosa de un año recibí una propuesta inusual. Se trataba de revisar el legendario libro perteneciente a Robert Ripley, Believe It or Not, para que luego de elegir alguna de sus entradas, basado en cualquier criterio que considerara válido, hiciera con ella lo que quisiera en términos de relato. O sea, que escribiera una historia. El libro, que todavía no apareció, va a contener numerosas reescrituras similares a la mía, realizadas por autores hispanoamericanos.  Mientras avanzaba con ello imaginaba un grupo de personas disueltas en la geografía y dedicadas a la misma acción: leer ese viejo libro e intentar reescribirlo. Lógicamente, pensé que habría sido una historia para ser enviada a Mr. Ripley —que él seguramente habría desechado por superflua mientras sus abogados redactaban alguna demanda—.

Pasó el tiempo luego de que terminé lo mío. El libro se ha demorado en salir y habrá que seguir esperando. Mientras tanto, de una revista me pidieron un relato. Entonces agarré y añadí unos pocos pliegues a la historia que había mandado. Me pareció lógico mantener el título, en gran medida porque se trata de variantes de un mismo relato.

De un modo inesperado terminé concretando un deseo siempre postergado: seguir escribiendo bajo el amparo de un mismo nombre, someterlo a una presión de versiones con el objetivo de que llegue un momento en que, como título, signifique poco porque ha dejado de referir a una historia única. Pero que a la vez tenga esa condición inapelable que posee todo nombre.

Chejfec, S. (2014). “Calandria” (Fragmento).

parabolaanterior.wordpress.com

 
 

La escena pertenece a una telenovela venezolana. Es de noche, a finales de los años setenta. El galán está en la sala junto al teléfono y debe hacer una llamada crucial. El mundo, firme hasta este momento, se desmorona: sabe que, al contrario de como ocurre en general en las telenovelas, la mujer lo dejará. El protagonista duda, no se anima a llamar, es probable que juegue nerviosamente con un cigarrillo. La imagen está fija y el ambiente se tensa. Hasta que la cámara se acerca, y el actor ejecuta el breve parlamento introspectivo que lo convertirá en prócer de una virtual internacional de seres inseguros. Comenta mirando el piso: “Yo antes era indeciso. Ahora no sé”.

Nunca pude ver la escena, y apenas supe de ella la adopté como blasón secreto. Para un indeciso hay pocas cosas más tortuosas que tomar una decisión o elegir entre varias opciones; pero también sabe que tarde o temprano tendrá que hacerlo. El verdadero problema está en la convicción que asigna a los otros: el indeciso cree que los demás toman decisiones —cuando en realidad se someten a las pocas o muchas opciones que la vida concede—. El indeciso sería aquel que quiere decidir más que la media y, sobre todo, a toda costa, porque en cada decisión inminente hay una batalla a enfrentar contra todo sentido prefijado.

Chejfec, S. (2014). “El sendero de los indecisos” (fragmento). Iberoamericana, XIV, 54, p. 127.

 
 

La proximidad de esta biblioteca funciona para mí como un memento: no solo vivo en una comunidad que habla otra lengua, sino que escribo cosas que, para esa comunidad, resultan inexistentes. El mundo de lo publicado, tan amplio que admite sin violencia ser llamado de ese modo, mundo, se mueve en una órbita exterior a mis movimientos. (…)

[E]l hablante de castellano asiste en esta ciudad a un panorama lingüístico propio que verifica en pocos lugares y en situaciones bastante acotadas. Hay muchas formas de hablar castellano en Nueva York, con modismos y coloraciones muy precisas, por supuesto incluyendo esas formas que no provienen solamente de una región en particular, sino de la posición social. El nivel del español neoyorquino puede ser muy alto o bajo; y el hecho de ser una lengua extranjera hace que esos niveles se perciban de un modo extraño, curiosamente distanciados —aunque no absueltos— de la condición sociológica a la que aluden en sus comunidades de origen.

(También están las versiones castellanizadas de expresiones o voces en inglés, que al ser incorporadas al habla de modo literal parecen traducidas a un castellano eventual, y producen un desconcierto muy específico, porque se las percibe como locuciones que arrastran una distorsión semántica insalvable, que solo puede ser redimida si se amplía la capacidad denotativa que esas frases poseen en castellano. Es el caso muy conocido de “llamar para atrás” cuando se trata de devolver una llamada; o el caso menos evidente, pero igualmente usual y de notorio potencial metafórico, de “cambiar la mente” para decir “cambiar de idea”.) (…)

Y el tiempo también puede ser la franja por la cual el idioma se desliza o se detiene en el interior de los individuos. Porque otro de los efectos de vivir acá (aunque no por el hecho de vivir en esta ciudad, sino como consecuencia de vivir fuera del lugar propio) es el de pertenecer y haber quedado íntegramente fijado a un momento de la lengua propia. Los emigrados representan un corte sincrónico de algo que ha seguido en movimiento: la lengua de la comunidad. Por eso mi experiencia de vida local vinculada con el idioma resulta también en una negociación bastante equívoca con el mío propio; porque, por ejemplo, en ciertos enclaves conosureños de Queens puedo escuchar modalidades del argentino de décadas atrás, que uno recupera con una mezcla de nostalgia y estupor. Estupor porque estas experiencias nos devuelven la presunción de nuestra filiación, digamos, lingüística. Mientras avanzamos en el tiempo hay una parte del idioma que nos exilia del presente fijándonos en el pasado.

Chejfec, S. (2017). El visitante. Buenos Aires: Editorial Excursiones, p. 49-52.

 
 

A lo lejos, y de a momentos, veíamos Buenos Aires con menos definición, pero más precisa y recortadamente. El perfil de la ciudad se distinguía miniaturizado, y un tanto borroso a causa de la refracción solar, pero a la vez resultaba una vista muy precisa, porque ese contorno súper lejano e imponente no podía sino corresponder al conglomerado urbano que todos reconocían y del que en orden habíamos partido un par de horas antes. Tan plausible era la idea de que la lancha fuese, en realidad, un proyector alrededor del cual el paisaje, si bien cierto y existente, se plegaba a los devaneos de la flotación, que según su lejanísimo perfil la ciudad se erigía muy por debajo del nivel habitual y por lo tanto parecía que devorara constantemente cantidades gigantescas del agua que ahora atravesábamos.

Chejfec, S. (2018). “Panorama con proyector”. Cuadernos LIRICO: http://journals.openedition.org/lirico/5097

 
 

Mientras se dedicaba a escribir esta discreta semblanza, según otras partes del cuaderno —semanas después de su llegada a la ciudad— todavía no se animaba a entrar en un café. Odiaba interrumpir. Como en tantos otros lugares, los bares pequeños crean ambientes parecidos a salones de familia, congregaciones de amistades, velatorios, clubes barriales; pero en esta ciudad era peor, porque la misma impresión la daban los cafés grandes. Acostumbrado durante toda su vida a actuar sin llamar la atención, le resultaba intolerable precisamente tener que hacerlo para poder ser anónimo, invisible. Acá la gente tenía la maldita costumbre de reparar en él. Un lunes caminó siete horas sin detenerse, pese al frío y la llovizna. Había cuadras con tres o cuatro bares uno al lado del otro, muchos de ellos propicios, muy probablemente cálidos y protectores, pero ninguno capaz de vencer la resistencia. En algunos casos se daba nuevas oportunidades volviendo sobre los recorridos o dando vueltas a la manzana.

Chejfec, S. 5. Buenos Aires: Editorial Entropía, 2019, p. 23.

 
 
 

Felicitas Casillo. Autora argentina. Ha publicado los poemarios Puré de abejas (2010) y El gran enero (2017), y ha participado en la antología Cómo decir (en este mundo, solo con estas palabras) II (2018). Ha escrito artículos científicos y de divulgación en revistas de diversos países. Es profesora e investigadora de la Universidad Austral. Su área de trabajo es la hermenéutica y los estudios del discurso. Reside en Buenos Aires.