Alejandro Alonso A.
I
Sorprende la luna en cuarto creciente sobre el lomo de la ciudad, tras ella viene la radiación de un lucero. Una detonación violenta su ceremonia de silencio. Las aves se lanzan en vuelo huidizo y altisonante. Los perros aúllan y detienen su festín por saquear las bolsas de desechos arrojadas a la calle. La ráfaga de la detonación zanja la franja de niebla; el escupitajo de plomo cimbra el firmamento. Una pléyade titila en su oscurantismo. La centella también alcanza al tiempo en su afán por ceñir lo imposible.
Vibración y suspenso.
Las aves revolotean y liberan tras de sí una estela de plumas. Desde el sitio del impacto, un eco subliminal se apodera de los copos de escarcha finísima que anuncian el arribo de un sol gélido. Este eco penetra la humedad del tejado rojizo y uniforme del primer cuadrante de la ciudad. La resonancia vibra sobre la geometría irregular de un valle atrapado por montañas. También se apodera de los grandes monolitos de una ciudad milenaria, de aliento en reserva, reticente al llamado de la urbanidad. Como el chispazo del fósforo que enciende después de la fricción, la detonación activa las alarmas de los autos que pitan cual aves a punto de pasar al degolladero. Luego de ese ensordecedor allanamiento, el silencio vuelve a colgarse de los tejados y percheros.
El Sol pisa la pirámide del amanecer, escalón por escalón.
¿Quien detonó? ¿Hay alguna víctima? ¿Dónde sucedió? ¿Quién fue testigo? ¿Su testimonio?
Y Clara abre su párpado al azoro y el Chino abre su párpado al desconcierto y Mario abre su párpado a la duda y Juan abre su párpado a la pesquisa y Curasi abre su párpado a la especulación y Luis abre su párpado al misticismo y Toto abre su párpado al miedo y Maya abre su párpado a la audaz fantasía y Pablo abre su párpado ante el asalto del sueño y Pizarro abre su párpado con la reprobación unilateral ante la violencia y la mamacha vendedora de hoja de coca abre su párpado al infortunio.
Los perros deambulan y su olfato descifra la genética de los ebrios sempiternos. El humor de la ciudad presume su buqué arcano e imperial. No hay vestigio de crimen o criminal alguno.
Todavía no.
II
A aquellos cinco jóvenes, tres hombres y dos mujeres, los unía la picardía por asaltar tanto a borrachos como a incautos pasada la media noche; sus presas solían andar en estado de ebriedad, mediana o total, más el aliciente de algún enervante. Aquel que se atrevía a cruzar por los estrechos callejones transversales, entre las vías principales, para ganar tiempo o desahogar una furtiva firma de orín, corría el riesgo de que le celebraran su cumpleaños antes de tiempo. De las sombras aparecían los cinco truhanes canturreando: “¡Feliz cumpleaños a ti… Feliz…!”, y con armas punzocortantes apuntaban al incauto festejado que terminaba por cederlo todo, hasta quedar en calcetines y calzoncillos. Inútiles sus injurias y demás mentadas de madre para protegerse de la vergüenza del ultraje.
Esa ocasión, amparados por los claroscuros de la ciudad imperial, los jóvenes se repartían el atraco que destacaba por los soles, dólares, las buenas botas y mochila de viajero.
—¡Pobre gringo, lo hemos dejado en puros cueros!
—Pero mira bien surtidito que venía, hasta con pisco reserva en la mochila.
—¡Ya, alcanza ese cañazo!
—¡Cojudo… cañazo! —repitió el truhan en tono reprobatorio— nomás espera a que pruebes de esta agua bendita.
—¡Ahh!, la verdad está de reyes.
Pasaba la tercera ronda de la botella entre aquellos pillos, pronta a liquidar ahí su tiempo de destilación, cuando una chica del grupo advirtió el peligro inmediato, demasiado tarde; salido del aire y cual saeta, un perro pardo se había prendido a la pantorrilla de un joven que no paraba de gritar. Entre todos patearon al animal; pese a las costillas quebradas, éste seguía en su empeño con la extremidad del joven paria. En su desesperación, la chica estalló la botella contra la pared. Todos gritaban, pero el alarido de la mujer fue mayor cuando encajó la botella punzocortante sobre el lomo de la bestia que de inmediato dejó a la víctima, tras un agudo aullido de dolor.
—¡Pucha… Vámonos… Puta madre…! —Exclamó con terror un joven al divisar a la distancia y desde el otro extremo del callejón, a una tercia de perros que parecía trotar cual horda del apocalipsis sobre los claroscuros de la medianoche andina; presta para integrarse al combate. La pandilla huyó sin más ante la sentencia de quedar entre los hocicos de la jauría.
A los ladridos altisonantes y embravecidos, pronto los secundó un alarido del más profundo dolor.
—¡Huevón… lo hemos dejado!
Con el terror al tope, el compinche se volvió al callejón. Sus amigos lo secundaron.
—¡No se vayan… huevones! —con la pantorrilla sangrante, el compañero caído pedía auxilio, desesperado por la pandilla que se lanzaba en huida. Pero ese grito debió perderse entre los feroces ladridos de los perros que ya le medían el cuerpo, olfateaban su sangre, degustaban su espanto.
Por puro pavor, el joven logró avanzar un par de metros y a la zaga de la pandilla. El asalto fue inminente.
Aquel clan de bandidos, con el horror hasta el tuétano de los huesos, se detuvo de golpe ante la carnicería de la que era objeto el cuerpo alcoholizado de su compañero.
III
Ni un colibrí ni una garza ni un jilguero ni un mirlo ni una oropéndola ni un ruiseñor ni una tángara ni una pluma ni un pico ni un trino ni un gorjeo ni un picoteo ni un aleteo ni un coqueteo en la copa de los árboles ni un cortejo en busca de comida o pareja ni un crío a regazo del nido ni un vuelo.
¿Y dónde quedaron las aves?
IV
Esa noche de Luna, aquella anciana tenía la convicción de acabar con el último perro maldito de la ciudad. Aguardaba serena, sentada sobre un banquillo de madera de cuatro patas, a la entrada de su casa que contaba, como accesorio, un expendio de gaseosas y cervezas. Con sus ocho décadas a cuestas, chullo, frazada, medias gruesas, guantes y bufanda, toleraba el frío creciente según avanzaba la noche. A un costado suyo, y sobre el piso, la confortaba un termo de plástico con mate de coca del que bebía de vez en cuando. En su regazo, su arma de combate lista, que no soltaba; aquel garrote al que había atravesado con un largo clavo en uno de sus extremos, cuya punta presumía mortal para la bestia que quisiera ponerlo a prueba.
“Tantito que te me atravieses… tantito”, se repetía paciente, con la mirada puesta en ese callejón cuesta arriba, con sus paredes de blanco deslucido, el destello de los faroles que definían un perfil expresionista de los monocromos escalones, con la luna y la corte de nubes fantasmales, transitorias en el pináculo de la callejuela.
La anciana miraba la luna, sin pensamiento alguno, arrobada por su luz.
“Si usted oye aullar esos perros, mejor refúgiese en su casa. Así lo recomiendan las autoridades sanitarias de esta ciudad, mismas que informan a los ciudadanos, en oficio público, de una enfermedad, no identificada aún y muy parecida a la rabia, que recién contagió a la población perruna de esta comarca de Los Andes. Tampoco se sabe de dónde procede este mal que nos aqueja y del que debemos estar muy prevenidos.”
“De acuerdo con el Concejo Municipal del Cusco, y en protección total de sus habitantes, connacionales y/o extranjeros, en consecuencia de que no existe antídoto o vacuna para salvaguardar la vida de estos seres, se autoriza el sacrificio inmediato del animal en contagio, sea cual fuere el método o proceso, sin sanción alguna de por medio.”
A unos días de la detonación, ella estaba ahí, con su improvisada picota, aquel palo atravesado por clavo urgente, lista para cumplir la orden de lo que ella misma calificaba como “la peste del mal”. Y se santiguaba y le pedía al apu sagrado, al Gran Señor Apu Ausangate, a la Pachamama misma, que todo regresará a la normalidad.
Aunque la mayoría se mostraba desdeñosa ante la severidad de los hechos, la realidad es que el ataque de los perros ya había exigido los servicios del camposanto de más de una víctima. La población daba más fe a las habladurías y al “corre, ve y dile” que a la lectura de los periódicos e informes oficiales sobre la amenaza que rondaba por los callejones del Cusco.
Más alerta que nunca, la vieja mamacha intuía la tragedia en el frío humor de la noche. Quienes la conocían, afirmaban que suya era la virtud para interpretar el movimiento de la niebla. Ahí seguía, al pie de su morada, serena, chacchando hoja de coca, con el arma lista a su regazo, la punta reluciente del grueso clavo. La anciana tenía el dardo en dirección de la luna que ya aparecía en el tope del callejón lóbrego, empedrado y estrecho.
Desde que se tuviera noticia de aquel brote de peste, se había disminuido a la población canina a puro veneno. Pero estos seguían y abandonaban sus escondrijos en busca de comida, justo al anochecer. Se sabía que atacaban en manada y que arrasaban con todo lo que toparan al paso. Las autoridades decidieron declarar toque de queda apenas cayera la tarde. Esto afectó económicamente al comercio local pues se tuvo que declarar a la ciudad como no apta para el turismo.
Si los habitantes del Cusco temían a aquella “plaga del infierno” por lo sucedido con aquel infeliz ladrón de callejones, el sector dedicado al comercio, hotelería, transporte y gastronomía, además de los antros de giro nocturno, veían como un auténtico apocalipsis aquellos días sin flujo de dólares y euros. Su reclamo era el más exigente para que las autoridades municipales le dieran fin a tal pesadilla. Algunos pensaban en la intervención de las autoridades nacionales, lo que significaba agravar la dimensión del asunto. Para la anciana que aguardaba bajo el dintel de la entrada a su vivienda, el asunto era bastante sencillo: esa peste de perros comenzó después de la detonación en Sacsayhuaman, de aquella madrugada. Estaba plenamente segura de que los sabuesos rabiosos se refugiaban en la antigua fortaleza. No lograba atar cabos entre la detonación y el contagio mortal de los animales; en cambio se le había metido la idea de que los canes tenían un guía, y que este husmeaba, antes que todos, el camino a seguir; había que aniquilar al guía. Solo eso. Nadie lo entendía, solo ella, con su vetusto cuerpo y la hoja de coca dócil en su saliva y flujo sanguíneo.
La bestia apareció con el estigma de la peste en el hocico, robusta en su famélico orgullo, audaz en su consumada beligerancia. La anciana la miró andar por el callejón que enrutaba hacia la fortaleza de Sacsayhuaman, como si hubiera caído de la luna, como si fuese un girón del pétreo satélite.
La impresión la hizo tragarse el bolo de hoja de coca amasado entre muela y muela. La vio bajar del callejón como una saeta y en un tris tenerla enfrente; con el lomo encorvado y la dentadura pelada, con ese gruñido que advertía su ansia por probar sangre fresca y, así, propagar su peste.
La anciana no se amilanó. Estaba de pie. Arma en mano. Nadie más que ella ante ese ente de rabia. El perro le ladró y echó espuma biliosa antes de lanzársele encima. La mamacha, con un movimiento exacto, con toda la energía de sus años acumulada en una sola acción, atinó a pinchar el clavo justo en la cabeza del agresor.
La mujer aspiró toda la densidad de la noche, toda la radiación hechiza de la luna; el animal lanzó un alarido, prolongado y profano, que escampó entre la penumbra para, finalmente, perderse en el espacio milimétrico de los macizos de cantera de Sacsayhuaman.
A su aullido respondió una manada de andrajosos canes que ya pelaban la dentadura a aquella anciana, en ese momento afanosa por esparcir hojas de coca sobre el cuerpo del malhadado animal.
V
Un otoño fuera de temporada. En una noche cayeron las hojas que debieron desprenderse durante un mes. Callejones y avenidas, patios y traspatios, pisos y techos, casucha o Qorycancha, todo lo tapizaron esas hojas. “¿Y cómo es posible y aquí no hay árboles?”, se preguntaban los cusqueños de las áreas más empedradas. El viento había hecho lo suyo para diseminar aquel manto vegetal. Tras el rocío de la madrugada, y al rayar ese sol gélido, se desprendía su estoraque. Esa mañana la ciudad tuvo un bautismo como nunca antes, un bautismo con las hojas del destino, un bautismo con hojas de coca.
VI
Y su movimiento en el aire no. Y su paladar en el néctar de la flor no. Y su aprobación de la papa madura no. Y su labor en la fermentación de la leche no. Y su degustación de la semilla de la Ayahuasca no. Y su sorbo del rocío de plata de luna de la madrugada no. Y su atención a la caída de la gota de miel del ámbar no. Y su lectura del designio de la hoja de coca no. Y su impronta sobre la mejilla del recién nacido no. Y su vuelo sobre el ala de la libertad no. Y su travesía en la dimensión de los sueños no. Y su transparencia a través del iris del cóndor en plena elevación no. Y su destilación del orín del ser del inframundo no. Y su lectura genética del excremento del todopoderoso no. Y su bendición al matrimonio entre el cielo y el infierno no. Y su visión certera en la composición molecular de lo no divino no. Y su autopsia certera de la muerte no. Y su omnipresencia en el todo no. Y su omnipresencia en la nada no.
¿Y dónde quedaron todas las moscas?
VII
Durante la madrugada, el perfil vetusto de Sacsayhuaman se erige colosal e intimidante. El viento sopla entre los peñascos y los afila, renueva su identidad. Vuela el polvo resultante con dirección a la cordillera del Ausangate y su estela se esparce sobre una durmiente, ebria y dopada ciudad del Cusco.
El Escultor observa la ciudad. Impávido. Su mano derecha porta un revólver. Su rostro está descubierto, nada de chullo ni bufanda; un incipiente vello promete la barba viril. Su cabellera luce enmarañada. Sus ojos brillan con el atisbo de la locura. De pie observa la luna. Su desazón sigue y aumenta ante el astro tantas veces venerado. Distingue su silueta y claroscuros. Pero ya no aprecia aquel corazón. Le es vedado el ónix de su piedra filosofal. Se decide. La ráfaga convulsiona su rostro. El impacto sacude su melena. La bala paraliza sus pupilas atentas a lo imposible. Convulsiona la red neuronal. La sangre bombea anárquica al corazón. Se pulveriza su figura cuyo rastro se suma a la estela que el viento arrastra desde Sacsayhuaman hacia el Ausangate, por encima del Cusco. La detonación de su cuerpo es la detonación del universo. Todo se desintegra. La identidad es nula. Nulo el sentimiento en el vacío. Nula la percepción en el desastre. El tiempo es nada. El espacio es nada. Su colapso es sonoro. Estridencia. Los ojos de Sacsayhuaman despiertan. Los ojos del Cusco despiertan. Los ojos de la noche entera despiertan. Toda su vida se le revela en un segundo. Antes de sucumbir en la tiniebla, el Escultor atisba, de nuevo y por última vez, el lado oscuro de la luna. Después su identidad queda como una ilusión absurda.
VIII
Pronto las bestias aullarán.
Alejandro Alonso A. Es un narrador audiovisual mexicano. Premio Nacional de Periodismo México, en diversas emisiones, por su labor a favor de la cultura científica y ambiental. Es autor de El Fabricante de Estrellas (2009) y La Serpiente Emplumada (2020). Entre su obra inédita está el volumen de relatos Sal de Tierra, además de las novelas El Escultor, Boceto de Sombras y Santísima Muerte. Reside en Ciudad de México.