Dos cuentos

Andrea Rothman
 

 

 
Mi Caracas
 

Miguel Briceño comenzó a soñar despierto poco tiempo después de descubrir, en el fondo de un baúl olvidado, un libro sobre la historia de la conquista del Perú. Hasta ese momento había sido un joven sin mayores ambiciones que trabajaba a tiempo completo de secretario en una empresa de computación ubicada en la zona industrial de Caracas.

Vivía con su madre en la urbanización de Macaracuay. Era un apartamento pequeño de dos cuartos, una cocina, y un baño. Su despertador timbraba todos los días a las seis de la mañana y Miguel habría los ojos, arreglaba su cama, y hacia ejercicios de yoga. A esa hora aún era oscuro, y el silencio afuera era tan absoluto que se hubiese podido haber oído una conversación en el edificio vecino. Recorriendo la penumbra de su cuarto, inhalaba y exhalaba el aire fresco y limpio de la madrugada de un modo rítmico y profundo.

A las seis y quince minutos, comenzaba a vestirse. Su madre siempre colgaba de la manilla de su puerta un gancho de ropa donde guindaban una blusa almidonada y unos pantalones de tela oscura recién planchados. Cuando Miguel prendía la luz de la cocina, ya eran casi siempre las seis con treinta minutes y solo le quedaban veinte minutes para preparar café y recalentar avena, ya que a las siete pasaba una buseta por la esquina de la cuadra y si no se estaba allí a tiempo, el conductor seguía de largo. Cuantas veces había ocurrido que Miguel se aproximaba corriendo hacia la esquina con su maletín en mano y una lonchera en la otra justo cuando el autobús se iba, y aunque Miguel corriera y meneara los brazos de una forma suplicante, la buseta lo dejaba, mientras los pasajeros que ya estaban sentados cómodamente adentro lo miraban con indiferencia muda a través de las ventanas sin atreverse a pedirle al conductor que se detuviera. Miguel sentía que la raíz de semejante pasividad debía estar de alguna forma asociada al miedo. Nunca a la indiferencia.

Pero aún era temprano y le quedaba mucho tiempo para desayunar. A Miguel le gustaba sentarse completamente a solas en la mesita de la cocina. Dedicado únicamente a poner en orden sus pensamientos —los cuales a esa hora del día no eran muy consistentes— y a recordar los sueños de aquella noche, atribuyéndoles un significado especial entre sorbos de café recién colado. Algunos eran tan vividos que Miguel hubiese querido prolongarlos la noche siguiente. Como aquella vez que soñó con un maravilloso viaje subterráneo cuyo destino era una estación espacial cercana a Plutón. Ahora, vestido de oficinista, con los codos apoyados en la mesa y ambas manos sosteniendo una taza fría de café, Miguel sonreía —con ese gesto evasivo de la boca que lo hacía atractivo a las mujeres de su oficina sin Miguel saberlo— recordando los cambios escalofriantes de presión y de temperatura que habían sufrido el y otros tripulantes recorriendo la galaxia en algo que se asemejaba a un barco más que a una nave espacial. Fue la única vez en su vida que logro desentenderse del tiempo, ya que, si el tiempo dependía del movimiento de la tierra alrededor del sol, ¿qué sentido tenía saber la hora del día o la fecha del año cuando ya no se era parte del sistema solar?, cuando solo se era un miembro de la tripulación de un bote metálico diseñado para alcanzar la vía láctea y volver añicos toda teoría física, toda idea preconcebida. Miguel le había comunicado esto a gritos al tripulante que iba sentado a su lado, pero este tardo en comentarle porque el sonido se propagaba lentamente en el espacio, de manera que Miguel se despertó de ese sueño sin lograr oír su opinión.

 

*

 

Miguel tenía que tomar dos buses para llegar al trabajo. El segundo bus, después de la buseta local, pasaba por la avenida Francisco de Miranda. A las siete y media, ya casi todos los buses con destino a la empresa Epson estaban llenos, y a veces tenía que esperar hasta media hora para poder montarse, y mientras tanto, casi siempre, estaba atormentado con la idea de llegar tarde al trabajo. Mientras más tarde —pensaba Miguel— mayor número de personas que saludar, de comentarios que hacer, de miradas que retribuir y excusas que pedir. No es que fuese un antisocial, sino que el oficio que desempañaba en la empresa de computación le resultaba tan tedioso que solo quería hacer de él simplemente lo que era. Su trabajo y no una reunión social.

Para lograr montarse en el segundo autobús —destinado al edificio de la empresa— Miguel tenía que empujar a un número considerable de personas que a su vez lo empujaban a él. A esa hora de la mañana los buses estaban repletos de obreros, oficinistas, amas de llaves, estudiantes universitarios, y música llanera. El sol afuera aún era débil, pero en la atmosfera comenzaban a disiparse los remanentes de una aire liviano y fresco. Dentro del autobús la gente estaba tan acorralada que al cabo de un rato la transpiración y el sudor se hacían inevitables, lo cual conllevaba —en el caso de Miguel— al dolor de cabeza y al mal humor. Hubiese querido reconstruir de lleno su sueño intergaláctico, pero en el tumulto le era imposible.

El departamento donde trabajaba Miguel consistía en un cuarto enorme con dos columnas largas, cada una con cuatro escritorios. Entre las dos columnas había un espacio lo suficientemente amplio como para instalar otros cuatro escritorios, pero con cada escritorio equipado con computadora y teléfono, dicha adición hubiese resultado un costo considerable para la empresa, y conducido a un ambiente total de distracción. De todos modos, era poco el trabajo que en ese cuarto se desempañaba, aunque los hombres y mujeres integrantes del departamento —la mayoría con títulos de computación de grandes universidades, muchas de ellas en el extranjero— nunca lo hubiesen admitido. Tan pronto se prendía el aire acondicionado y la música clásica de fondo, comenzaban las salidas al baño, al kiosco de la esquina para El Nacional, o a la fuente de soda del primer piso para beber el ultimo con leche de la mañana —Era 1983 y Venezuela era otra, y lo que hubiese sido inconcebible hoy en día se consideraba en ese entonces normal. Nadie se mataba en el trabajo. No hacia falta matarse, ni para comer ni para vivir. Pero continuemos con la historia de Miguel.

Miguel no estaba atraído románticamente hacia ninguna de las empleadas del departamento. A sus diecinueve años, todas se sentían demasiado mayores para él, algunas incluso eran de la edad de su madre, quien acababa de cumplir los cuarenta. Por las mañanas olían a perfume de tienda, hablaban el inglés perfecto, y caminaban por los pasillos de la empresa con ínfulas de grandeza. Y bien merecida. Pocas mujeres —pocas personas— en el país trabajaban para la empresa Epson. Aunque tenían teléfono propio, preferían pedirle el favor a Miguel, quien después de todo, era el secretario del departamento. Miguel fingía no molestarse. “Ninguna molestia, si para eso estoy yo aquí. ¿Cuál es el número?” Ante lo cual uno de los empleados, llamado Luis, intervenía para decir: “No, no Miguel, no disques ningún número. Mira que estas mujeres son víboras. Creen que uno está aquí para servirles”. A esto se sumaban las carcajadas de todos en el cuarto, incluyendo las de Miguel, quien recién comenzaba a aceptar la idea de trabajar en un ambiente de fiesta. Tuteaba a todos, y en ocasiones le jugaba alguna broma a alguna de las empleadas, marcando el número equivocado. Estaba consciente de que sus diecinueve años le permitían tomarse ciertas libertades sin pasar por mal educado, mucho menos por patán. Y en realidad, había concluido, esa era la única forma de no volverse loco de aburrimiento en Epson. El tener que contestar llamadas telefónicas desde las nueve de la mañana hasta las cinco de la tarde le era difícil. Hubiese preferido estar tranquilo en su casa con un libro.

Al mediodía, todos bajaban al restaurante de la empresa, pero Miguel prefería comer en la oficina con Teresa. Ambos se sentaban en el sillón de cuero frente a la ventana a almorzar. Teresa era la persona mas joven de la empresa después de él. A los veinte años su vestimenta era austera, pero sus gestos eran cálidos y gratificantemente directos, y Teresa era la única persona con la cual Miguel se sentía realmente cómodo en Epson.

Mientras Miguel consumía rápidamente el arroz con caraotas de su lonchera, Teresa hablaba de todo un poco, comiéndose su empanada casera lentamente. Al terminar, estiraba sus brazos y con un gesto de persona mayor prendía un cigarrillo y comenzaba a divagar: “¿Por qué no reunimos dinero y montamos un kiosco, o un abasto, Miguel? Para montar un kiosco solo se necesitan tres mil bolívares de inicial. Podríamos reunir el dinero. Estoy segura de que nos iría bien. Al poco tiempo tendríamos una cadena de kioscos”.

“Sería como ir a prisión”, contestaba Miguel, sonriéndose un poco. “Imagínate estar metido en un closet de zinc todo el día. Además, las cosas no son así de fáciles. Es un sueño, Teresa”. “El soñador eres tú”, Teresa le decía con picardía. Pero su cerebro ya estaba activado con la idea de los kioscos, y saboreaba en silencio el tener un negocio propio. No era mala idea, pensaba, solo habría que esperar algunos meses para reunir el dinero.

Mientras tanto, Miguel se tragaba la vergüenza de haber sido cortante con su única amiga en el trabajo, y terminaba por preguntarle: “¿Bajo a comprarte otra caja de cigarrillos?”

“Muy galán de tu parte, pero quiero dejar de fumar.”

“¿Estas brava?”

“¿Contigo? Para nada”.

Las horas de la tarde transcurrían lentamente. Por lo general, los sucesos menos triviales del día se consumaban durante el transcurso de la mañana. Después de esto, era poco lo que se podía esperar. Por la tarde, el ambiente estaba saturado de sueño. Cada quien trabajaba aislado y con la pesadez característica de alguien que después del almuerzo quisiera hacer siesta en la penumbra de un dormitorio en vez de estar sentado frente a una pantalla. Miguel aprovechaba el letargo para ausentarse algunos minutos de su escritorio y recorrer los pasillos brillantes de la empresa, dando rienda suelta a sus deseos de estar en otro sitio: una nave espacial rumbo a Plutón, a otro Universo.

Con pocas excepciones, a las cinco y quince de la tarde, Miguel ya estaba montado en el primer autobús de regreso. En Caracas, esta era invariablemente la hora del trafico que casi siempre se prolongaba hasta la noche; por lo cual, cuando Miguel regresaba a su casa ya eran más de las seis de la tarde. Su madre aprovechaba su llegada para salir de su cuarto a saludarlo y regar los helechos del pequeño balcón. Miguel le retribuía con un beso efusivo en la mejilla, “¿Estás bien, mamá?” Y después de conversar un rato con ella sobre el día —su madre se ganaba la vida como costurera— Miguel se encerraba en el baño. Se arrancaba la ropa adherida a su piel con sudor, y antes de meterse en la ducha se miraba en el espejo. Se miraba directamente, sin simular expresiones o estados anímicos, sin hacer muecas. Con la devoción sincera de quien estudia una pintura de modo imparcial. Aunque a Miguel le parecía que físicamente era bastante aceptable, no estaba del todo conforme con lo que veía. No. Definitivamente eso de que los ojos son los espejos del alma era falso. Su mirada plácida no estaba alineada para nada con su desosiego interior. ¿Qué sería de él? ¿Qué sería de Teresa? ¿Llegarían a los cuarenta trabajando para Epson?

 

*

 

Fue durante una de esas tardes repetitivas, mientras registraba —más por ocio que por interés— un closet polvoriento y cerrado durante décadas en el apartamento, que Miguel se tropezó con su pasión. Era un libro empastado y viejo sobre la historia de la conquista del Perú. Contenía copias de mapas de aquella época remota, y al pie de cada página pasajes escritos en castellano del siglo XVI, tomados de documentos históricos y cartas que habían sido enviadas al Panamá y a España por los jefes de las distintas expediciones. El libro narraba hechos históricos basados en la exploración de un continente nunca antes imaginado por los españoles, la lucha del terrible Pizarro por proseguir con la conquista, la actitud mansa asumida por los incas ante la llegada de hombres cuyo piel clara evidenciaba que eran los hijos legítimos del sol, el enfrentamiento de un pequeño ejército formada por hombres insufribles a caballo contra una civilización entera, la eventual masacre llevada a cabo por los conquistadores, culminando con la trágica captura y muerte de Atahualpa.

Miguel llevaba el libro consigo a todas partes. De un día para otro, la historia del Perú tomo una importancia desmesurada en su vida. Nunca antes se había interesado seriamente en algo que no fuesen sus sueños nocturnos o alguna que otra novela demasiado popular para dejar pasar. Se podría decir que, hasta ese momento, ese había sido el grueso de sus inquietudes intelectuales. Los libros elaborados y las conversaciones densas le aburrían, los museos lo deprimían, la música lo perturbaba, el teatro le parecía ridículo y las pantallas le producían sueño.

Lo que motivó a Miguel a seguir leyendo aquel viejo libro empastado, fue ver su apellido escrito en unos de los pasajes de las primeras páginas: “Obedecéosla Pizarro y antes que se ejecutase saco un panal, y con notable ánimo hizo con la punta una raya de oriente a poniente; y señalando al mediodía, que era la parte de su noticia y derrotero dijo: camaradas y amigos esta parte es la de la muerte, de los trabajos, de las hambres, de la desnudez, de los aguaceros, y desamparos; la otra la del gusto. Por aquí se va a Panamá a ser pobres, por allá al Perú a ser ricos. Escojan el que fuere buen castellano lo que más bien le estuviere. Diciendo esto paso la raya; siguiéndole Barthome Ruiz, Cristóbal de Peralta, Pedro de Canadia, Domingo de Soria Luce, Nicolás de Ribera, Francisco de Cuellar, Alonso de Molina, Pedro Alcón, García de Jerez, Antón de Carrión, Martin de Paz, Joan de la Torre, y Alonso Briceño”. Montesinos, Anales, MS,. año 1527.

Miguel sabía que el parentesco que lo unía a Alonso Briceño era probablemente tan remoto que hubiese dado lo mismo no llevar su apellido. Sin embargo, era fuerte su necesidad de hallar una identidad y vivir la conquista del Perú, tal cual Alonso debió haberla vivido. Estaba consciente de que, con excepción de su lealtad hacia Francisco Pizarro y su determinación por proseguir con la expedición a costa de toda la agonía que ello implicaba, Alonso Briceño nunca fue imprescindible en la conquista, y que después de pasar la raya, luchó y murió como cualquier otro aventurero de la época. Con la excepción de pasar aquella raya, no hizo nada que la historia hubiese considerado digno de perpetuar en la memoria de los hombres.

Al comienzo, Miguel temía que vivir la conquista a través de un libro era una posibilidad nula. No solo lo separaban los siglos sino también las circunstancias. Además, bastaba lo previsible de los hechos para aminorar su capacidad de maravillarse. Sin embargo, con el tiempo su poder imaginativo probó ser capaz de evadir la realidad, hasta tal punto que a veces para formar parte del pequeño ejército español, solo le hubiese faltado cambiar su maletín y su corbata por el caballo y la armadura resplandeciente en el sol helado de los Andes.

Nunca había usado tanto la vista. De no ser por confundir sus dolores de cabeza con el deseo de retener cientos de paginas del libro, se hubiese dado cuenta de que necesitaba lentes. Por las mañanas, en vez de sentarse en la mesita de la cocina a revivir sus sueños, Miguel se dedicaba a repasar mentalmente los pasajes leídos la noche anterior y a consultar el libro en caso de dudas. Salía de la casa diez minutos antes para asegurar un puesto en la buseta y así poder seguir leyendo durante el camino. En la empresa Epson, en vez de dejarse afligir por inutilidades, le relataba a Teresa lo aprendido sobre la conquista, omitiendo fechas, nombres de ciudades, personajes, y otros detalles históricos para magnificar el paisaje y las ciudades incas, evocar los estados de animo, y darles un toque personal a los acontecimientos.

Teresa lo escuchaba con el mismo interés de antes, pero no dejaba a veces de sentirse apabullada por aquel entusiasmo desmesurado. Sentía que era su deber de amiga retener gran parte de los relatos y hacer de vez en cuando una pregunta que viniera al caso, o un comentario inteligente. Lo que la tenía realmente perpleja era el cambio psíquico que Miguel aparentemente había sufrido de un día para otro, y todo por un libro. Era algo extraño y poco prudente. Especialmente porque Miguel estaba comenzando a procrastinar y a demostrar una insatisfacción obvia en su trabajo. Los rumores comenzaban a explayarse por toda la empresa. Y es que era evidente que cuando por las mañanas se sentaba en su escritorio, lo primero que hacía era mirar con disgusto la pagina donde su jefe había enumerados las encomiendas del día, murmurando entre dientes: “¡Qué vaina con este tipo!”

 

*

 

Transcurrida una semana, Miguel llegó hasta la etapa de la conquista donde los españoles cruzan la cordillera de los Andes, penetran la ciudad de Caxamalca, y visitan por primera vez a Atahualpa. A continuación, una pequeña descripción de la primera impresión que tuvieron al verlo:

“Llegados al patio de dicha casa que tenía delante de ella, vimos estar en medio de gran muchedumbre de Indios asentado aquel gran Señor Atahualpa (de quien tanta noticia, y tantas cosas nos habían dicho) con una corona en la cabeza, y una borla que le salía de ella, y le cubría toda la frente, la cual era la insignia real, sentado en la sillita muy baja del suelo, como los turcos y moros acostumbran sentarse, el cual estaba con tanta majestad y aparato cual nunca se ha visto jamás, porque esta cercado de mas de seiscientos señores de su tierra”. Relato del Primer Descubrimiento. MS., año 1530.

Los españoles miran al príncipe con gran interés, pero su semblante no exhibe la férrea pasión o sagacidad que ellos se habían imaginado. Y aunque mantiene una expresión de gravedad en el rostro, y asume una actitud autoritaria, no demuestra expresividad alguna, mas bien, piensan ellos, la apatía característica de las razas americanas. Esta actitud debe ser en parte asumida, ya que es imposible que un príncipe indio no contemple con curiosidad e interés un espectáculo tan extraño como el de los extranjeros misteriosos de cuya descripción es imposible que conociese algo de antemano.

Hernando Pizarro y Soto, junto con otros dos o tres hombres, montan sus caballos lentamente hasta pararse frente al Inca, y Pizarro lo saluda respetuosamente y sin desmontar su caballo le informa a Atahualpa que viene como embajador de parte de su hermano Francisco Pizarro el comandante de los hombres blancos para informarle al monarca su llegada a la ciudad de Caxamalca. También dice que son los sujetos de un poderoso príncipe a través del océano y que han venido atraídos por el conocimiento de su poderío y grandes victorias a ofrecer sus servicios y a impartir las doctrinas de la verdadera fe, que profesan y traen invitación del General para que Atahualpa visite a los españoles que se alojan en un lugar cercano. A todo esto, el Inca no contesta ni una sola palabra, tampoco da señas para confirmar que ha comprendido. Aunque todo ha sido traducido por Felipillo, un interprete inca, permanece callado, con los ojos clavados en el suelo; pero uno de los nobles que está parado a su lado responde “Está bien”.

Es una situación realmente embarazosa para los españoles, quienes comienzan a sentir que la disposición del monarca peruano hacia ellos es tan distante como la cadena de montañas que inicialmente los había separado.

De un modo cortés y respetuoso, Hernando Pizarro rompe el silencio para pedirle al Inca que hable. A esto Atahualpa responde con una leve sonrisa. “Dile a tu capitán que estoy en ayuno y termino mañana en la mañana. Entonces lo visitaré acompañado de mis principales. Mientras tanto, que ocupen las casas que están en la plaza y que no entren en ninguna otra hasta que yo vaya, que yo mandaré lo que se ha de hacer”.

Soto, el mejor jinete de las tropas de Pizarro, al observar que Atahualpa mira con cierto interés a su caballo, quien patea el suelo con la impaciencia característica de un caballo de guerra, le da rienda suelta y monta a toda velocidad, luego despliega varias vueltas y lleva al animal sobre las patas traseras tan cerca de Atahualpa que un poco de saliva salpica su vestimenta real. Pero Atahualpa mantiene la misma compostura de antes, aunque algunos de sus soldados han retrocedido en manifiesto terror ante el espectáculo; un acto de cobardía que seguramente les costará la vida. Atahualpa los mandará a matar esa misma noche por haber demostrado semejante debilidad ante los extranjeros.

 

*

 

Miguel llegó a estar tan involucrado con la trama de Atahualpa que a ratos dudaba de su veracidad. ¿Había sido Felipillo un traductor fiel? A lo mejor tergiversaba todo lo que traducía. A lo mejor este relato se había modificado tantas veces que ya no obedecía a la realidad. Sin embargo, continuaba leyendo con un sentido crítico cada vez más agudo, y solo soñaba con visitar el Perú para hacer el mismo recorrido que habían hecho los españoles, hospedarse en las mismas ciudades, y tener contacto con los pocos indígenas que allí probablemente quedaban.

Sin admitirlo, Miguel comenzó a hacer lo imposible para ser despedido de la empresa Epson. Era la única manera de recibir suficiente dinero como para poder viajar a Perú. Al ser despedido, la empresa tendría que darle una suma decente, esa era la ley. Lo que pudiese ocurrir después no le importaba. Tal vez se quedaría en Perú para siempre.

A nadie parecía importarle que Miguel llegara quince minutos tarde, que se fuera media hora antes, que faltara al trabajo sin avisar, o que pusiera mala cara ante las exigencias mas leves. Ni siquiera su jefe frecuentaba la oficina lo suficiente como para evidenciar su negligencia. Miguel a veces presentía que los empleados del departamento conocían su intención y lo envidiaban. Querían imposibilitar sus planes de viaje. Miguel se imaginaba a los empleados burlándose en el baño de él y pasándose papelitos en plena oficina. Papelitos donde Miguel en caricatura aparecía guiando a una llama a través del Páramo —o algo así. Estaba seguro de haber oído a los hombres comentar algo relacionado con Pizarro. Los imaginaba haciendo muecas de circo cada vez que él salía de la oficina e intercambiando señas derogatorias a sus espaldas. Por eso, con la excepción de Teresa, quien le había dado pruebas convincentes de su incondicionalidad, casi no le hablaba a nadie. En la oficina Miguel solo abría la boca para decir lo indispensable y trataba en lo posible de ausentarse. Así tendrían la posibilidad de despotricar libremente.

Un día, mientras almorzaban juntos, a Miguel se le salieron las palabras solas. Teresa, apacible como siempre, había escuchado todo sin inquietarse. Ni siquiera se alteró cuando él le confesó que a veces pasaba días sin dormir y que a menudo divisaba edificaciones incas sobre la silla de Caracas, y que por las noches sentía la necesidad de desdoblarse para liberar su alma, y deseaba hacer un pacto con el diablo para regresar al Perú. Regresar porque estaba seguro de haber participado en la conquista. Los relatos lo hacían recordar sitios, cosas, olores, todo era demasiado vívido. Con sus ojos clavados en los de ella le dijo en secreto, “Soy un error. Nací para algo que quedó hace mucho tiempo atrás y ahora estoy atrapado en este error. No debí haber nacido. ¿Pero quién controla estas cosas?”

Teresa apartó un poco la mirada y le contestó con un movimiento impersonal de los hombros. “Yo qué sé, Miguel”. Presentía que Miguel estaba pasando por una etapa oscura en su vida y esperaba que tarde o temprano lograría salir de aquel trance loco y todo volvería a ser como antes, o por lo menos muy similar a lo que alguna vez había sido.

 

*

 

Poco tiempo después de su captura, Atahualpa es acusado de planificar una insurrección contra los españoles, ante lo cual este se defiende: “Cómo podría conspirar contra ustedes sin ser la primera victima. No conocen a mi gente si creen que semejante movimiento se llevaría a cabo sin mi consentimiento. ¡Cuando en esta tierra, ni siquiera las aves osarían volar en contra de mi voluntad!”

Pero estas protestas tienen poco efecto sobre las tropas, y el Inca es sentenciado y condenado a morir en la hoguera esa misma noche. Cuando la sentencia le es comunicada, este exclama con lágrimas en los ojos “¡Qué he hecho para merecer este destino impartido por ustedes, quienes solo han recibido amistad y fortuna de mi gente!” Luego implora que le perdonen la vida y promete pagar en oro, el doble de lo que antes había ofrecido.

Su destino es proclamado por el sonido de una trompeta en la Gran Plaza de Caxamalca, y dos horas después de la puestea del sol, los soldados españoles se alinean con antorchas para evidenciar el cumplimiento de la sentencia. Es el veintinueve de agosto de mil quinientos treinta y tres y Atahualpa es guiado a la plaza con cadenas en los pies y en las manos. El padre Vicente Valverde está a su lado, tratando de consolarlo y de persuadirlo en su ultima hora de abjurar su superstición y aceptar la religión de sus conquistadores. Está dispuesto a salvarle el alma de la terrible expiación en el próximo mundo. El padre apela por última vez. Atahualpa está ya atado a la hoguera. El padre alza la cruz y le pide que acepte ser bautizado, prometiéndole que, de hacerlo, la dolorosa muerte que le deparan sería cambiada por una menos dolorosa; la del garrote. El Inca pregunta si esto es cierto, y al ser confirmado por Pizarro, consiente abjurar su religión y recibir el bautizo. La ceremonia es llevada a cabo por el padre Valverde, y el convertido recibe el nombre de Juan de Atahualpa.

 

*

 

Después un mes, el personal de la oficina llego a concluir que la negligencia de Miguel era demasiado evidente como para no ser intencional. Sin embargo, fue necesaria una semana más para que se atrevieran a quejarse abiertamente con el jefe del departamento, el cual por su parte se había ausentado de la oficina lo suficiente como para estar totalmente desconcertado.

El martes en la mañana, Miguel llegó a la oficina dos horas tarde. Entró sin decir nada y sin explicación. Estaba sucio y ojeroso. Tenía el semblante descompuesto y sus ojos negros y opacos miraban el entorno hundidos en sus cuencas. Su apariencia general era la de un joven agotado. Y su comportamiento la de una fiera enjaulada.

Se sentó en su escritorio. Prendió el computador, introdujo un diskette que le habían dado la semana anterior y comenzó a revisar desinteresadamente la lista de nuevos números de teléfono en la pantalla. Sentía que todos lo miraban con desaprobación desde sus sillas; todos menos Teresa. Pero sabía que ni siquiera ella se atrevería a hablarle. Mucho menos se atreverían los otros a hacerle preguntas o a pedirle favores. Si lo hicieran, no sabría como reaccionar. Aunque se disponía a estallar ante la provocación mas leve, Miguel estaba un poco confundido con respecto a la actitud que debería tomar. El distanciamiento con que percibía y era percibido lo hacia sentirse inseguro y hasta un poco avergonzado. Era imposible evitar el contraste que existía entre sí mismo y el resto de la oficina, donde todo lucía tan pulcro. Donde los hombres estaban recién afeitados y limpios, donde la atmosfera era circunstancial y las cosas poseían un orden natural. No se podía negar que había algo de digno en una vida simple y disciplinada, donde los pensamientos habituales tienen una levedad despreocupante y gozan de una aceptación total.

Una hora después de la llegada de Miguel, el jefe del departamento entró a la oficina, y al verlo se acercó con resolución a su escritorio y le pidió en un tono discreto que lo siguiera porque era necesario hacerle unas preguntas. Esto exacerbó a Miguel hasta tal punto que con un golpe fuerte en su escritorio y la mirada un poco perdida se puso de pie. Buscaba mantener el equilibrio, pero le era difícil porque todo giraba a su alrededor y no lograba encontrar las palabras apropiadas para expresarse. Por alguna razón, la cara del jefe le era familiar. Llevando su mano derecha hasta la sien, Miguel logró adquirir cierta coherencia mental, y finalmente articuló unas frases en voz alta: “Ya no me importa que no quieran despedirme. Total, el dinero no serviría de nada. De qué serviría irme si tengo todo aquí, metido en la cabeza. Además, mi mamá se moriría de angustia y yo no podría vivir con su angustia, y la conquista sucedió hace demasiado tiempo y, por cierto, ustedes creían que me iban a quitar mis derechos pero no lo lograron, y ahora están bravos porque saben que no lo lograron y me quieren despedir, pero ya es demasiado tarde porque el dinero no serviría de nada, pues hace poco leí que en Lima todos los edificios son modernos como los de aquí…”

Antes de que Miguel parara de hablar, su jefe ya había salido de la oficina espantando, sin saber qué hacer con él. Los empleados lo miraban atónitos desde sus sillas. Teresa se secaba una lágrima disimuladamente, y en el fondo de la oficina, cerca de una ventana inmensa, un empleado señalaba sorprendido hacia el Ávila y le decía al que estaba a su lado: “Hay una construcción inca en el cerro”.

 

 

Perrolobo
 

He tenido tantos sobrenombres que ya ni puedo recordarlos y mucho menos enumerarlos. Algunos son tan ingenuos que me hacen orinar de risa, otros tan grotescos que por las noches ladro de indignación, desvelando cierta zona del centro de la ciudad en mi afán de desquite. El único sobrenombre que considero aceptable coincide con el que parece atraerle a la mayoría de los bípedos; es el sobrenombre de Perrolobo.

Físicamente soy exacto a un lobo; desde lejos parezco un perro callejero común, pero de cerca soy muy similar a un lobo. Tengo orejas perfectamente geométricas que sobresalen de mi cabeza formando pirámides estrechas. Un hocico largo e inofensivo, un par de ojos rasgados con cierto toque asiático, no obstante, una mirada poco mística. Se podría decir que mi cara es similar a la de un perro siberiano con la diferencia de que mis ojos no reflejan el azul sino el marrón y también algo de desesperanza.

No conozco el origen de estos “atributos”, difícilmente podría asegurar que mi padre era un lobo y mi madre una perra cualquiera o viceversa. Por lo que me concierne, mis padres pudieron haber sido una pareja de ovejeros ingleses, y sus respectivos padres unos cuadrúpedos de especie indefinida. ¿Qué sé yo? Nunca conocí a ningún pariente. Desde que tengo memoria, ando por las calles del centro de la ciudad completamente solo y ocupado en satisfacer mis derechos naturales. Las necesidades básicas de una minoría que nunca se extingue, como lo son: una ración de comida, una perra en celo, una sombra que obstaculice el paso de los rayos del sol, un espacio seco que desconozca la situación del pavimento adyacente, inundado en un agua de lluvia irreprimible, un gesto accidental de cariño.

A veces ando cojo debido a las pisoteadas de bípedos indiferentes, o debido a la cantidad de porquerías que se entierran entre mis garras cuando camino distraído sobre el asfalto. Otras veces me desplazo con un trote ligero y despreocupado; la mayoría de las veces mi intención es caminar de un modo lento y precavido y así poder reservar energía para situaciones que ameritan una huida rápida. Mas por experiencia que por instinto, se cuándo debo correr. Por lo general son situaciones que se presentan a diario en la vida de un perro callejero, algunas de ellas son: el acercamiento exagerado de un grupo de perros desconocidos, una sola perra para seis perros desesperados, un bípedo con la cara exaltada y los ojos enfurecidos, algún camión de apariencia sospechosa y olores evidentes.

Considero que, para ser un perro, hay ciertos aspectos de mi carácter que son muy peculiares, uno de ellos es mi gran sentido de dignidad; es una dignidad tan evidente que raya en lo felino, estoy casi seguro de que lo herede de la rama del lobo. Para dar un ejemplo de este atributo, relato a continuación un evento que se repite diariamente en una esquina de cierta avenida congestionada.

Durante la madrugada, cuando el aire todavía es húmedo y limpio, aparece un camioncito blanco que estaciona silenciosamente sobre la acera, obstaculizándole el paso a una cantidad considerable de bípedos apurados. Es el camión de pescado.

El olor a carne fresca me atrae con una desesperación creciente que apenas cabe en mi alma de perro hambriento, y logro evadir cualquier número de obstáculos que se interpongan entre las puertas traseras del camión y mis mandíbulas, con una astucia obstinada y precisa que delata mis años de experiencia. Pero nunca estoy solo, siempre llegan por lo menos tres perros más, pues el olfato es un recurso indispensable en la vida de un perro y la naturaleza parece habernos dotado a todos por igual. El pescadero es un bípedo bastante grande, con una quijada pronunciada y un par de manos robustas de piel resquebrajada que se asemejan un poco a la bondad. Durante las primeras horas de la mañana, cuando el suelo apenas comienza a recibir el calor de un sol aún débil y disperso, el pescadero ha vendido casi todo, y entonces parece querer deshacerse del resto de su carga porque comienza a lanzar al aire restos de vísceras, aletas descuartizadas, pedazos de cola, carne espinosa que hace sangrar las encías al menor descuido, pescados pequeños y blandos que no precisan el uso de los colmillos, y otra gran cantidad de exquisiteces cuyos nombres desconozco. El pescadero lanza los restos de a poquito, creo que comprende nuestra situación porque nunca se larga antes de estar seguro de que cada quien ha recibido su porción correspondiente; pero parece que los otros perros no se han percatado de este hecho pues continúan lloriqueando y ladrando sin descanso, con miradas febriles, cuerpos retorcidos en angustiosa espera y músculos que podrían reventar de tensión. Así se arrojan sobre los retazos de carne de pez como hacia un océano.

He estudiado detalladamente esta situación, y trato de colocarme hacia un lado donde hay menos competencia. En mi puesto usual, espero pacientemente mi turno. El cuerpo relajado y una respiración rítmica, no desperdicio energía ladrando. Mantengo el hocico cerrado y la postura alerta. Ciertamente mi actitud es más digna que la de mis compañeros de oficio. Pero, en mi caso, la dignidad no ha sido construida sobre la estupidez, y mucho menos la incomprensión. Es el resultado de un estudio de situaciones, a partir de las cuales he concluido que la dignidad de un perro es necesaria para evitar el gasto de energía mal empleada, lo cual tiene una importancia indiscutible en la vida de un perro callejero como yo.

Otro aspecto de mi carácter que considero peculiar para ser un perro es el inconformismo. Mi inconformismo ha sido causa de numerosas crisis y estoy seguro de que nunca podré superarlo. Va mucho más allá de un hambre insaciable o de una lucha continua por mantener el peso del cuerpo y la vitalidad del espíritu; es un defecto particular que a veces se confunde con lo irracional. Definitivamente, me gustaría parecerme a otros perros, tienen estómagos más estrechos, sangre ligera y servil, almas pacíficas y nítidas, en fin, todos los atributos caninos que hacen que los perros se lleven tan bien con los bípedos.

Fue precisamente mi inconformismo, el que me llevo a cometer la torpeza de abandonar la ciudad durante algunos días. Recuerdo que sucedió hace muchos años, cuando aún era lo suficientemente joven como para alimentarme de ideas disparatadas y sueños esclarecedores que todavía no habían sido opacados por las vicisitudes del tiempo.

Estaba terriblemente aburrido de mi existencia, donde los días se unían los unos con los otros de una manera monótona, dolorosamente intrascendente. Andaba al acecho de una vida más gratificante, menos áspera, donde mis expectativas no estuviesen siempre a merced del inexplicable mundo de los bípedos.

Durante las calurosas horas del mediodía, todos los perros de la cuadra dormitábamos y discutíamos irrelevancias cerca de la sombra de cualquier camión estacionado hasta que los rayos solares comenzaran a debilitarse. Después de estudiar los sucesos del día, los veteranos siempre comentaban entre sí:

“Si uno dobla hacia el sur en la esquina del Paraíso, llega a una carretera que desemboca en una autopista interminable. Si se sigue esta autopista hasta el final en el mismo sentido que llevan los carros, es posible llegar a una especie de finca ubicada hacia la izquierda, donde el estilo de vida que llevan los perros es muy distinto al que llevamos nosotros aquí en la ciudad”.

“Sí, pero”. Interrumpía otro perro. “Yo he oído decir que en la esquina del Paraíso si se dobla hacia el Este, se camina hasta el Ministerio de Sanidad, se pasa la parada de carritos que van hacia Petare y se sigue caminando hacia el Norte, es posible llegar a una autopista de cuatro canales que se extiende hasta la costa, donde una cálida brisa marina envuelve todo lo que toca”.

“¿Pero?” Preguntaba yo con gran interés. “¿Cómo pueden ustedes estar tan seguros si nunca han salido de estas cuatro esquinas?”

“¡Rumores!” Respondían ellos con naturalidad. “Los rumores se desplazan con más insistencia que el viento. Nadie cuestiona la existencia de sitios más benévolos que este a pesar de no haber salido nunca de aquí. Sería como negar que la tierra gira como un rombo porque no nos mareamos”.

“Pero si es posible llegar a estos sitios”. Continuaba yo. “¿Por qué nunca hemos conocido a nadie que haya estado en ellos?”

“Y acaso”. Respondían ellos, burlándose de mi inocencia. “¿Crees que al llegar allí hubieran regresado para contarnos lo bien que la estaban pasando? ¡Olvídate! Quien decide irse no vuelve más por estos lados”.

“Pero entonces”. Continuaba yo obstinadamente. “¿Por qué ninguno de ustedes ha intentado irse?”

“¿Para qué?” Respondían ellos. “Si aquí tenemos todo lo que necesitamos, lo demás sería un lujo, y para más colmo un lujo desconocido”.

Este tema se trataba con mucha frecuencia, pero a pesar de la precisión con la que se anunciaban las distintas rutas, seguía siendo una posibilidad teórica. Complicarse en el asunto hubiese sido como intentar llegar a la luna siguiendo las instrucciones de un manual.

Fue por esa época, que desaparecí súbitamente. Una tarde, después de husmear unas bolsas de basura antes de que las recogiera el camión del aseo urbano, me senté en un rincón a lamer la médula de un hueso que había encontrado, y después de saciar la sed en la poceta de un baño público, caminé con cierta reserva hasta la esquina del Paraíso, y de allí seguí la primera ruta que me vino a la memoria. No importaba el sitio donde llegara, con tal de que fuese lejos de la ciudad.

Nunca había caminado tanto, era una ruta sin fin; sin principio definido. El uso del olfato resultaba poco práctico porque apenas comencé a alejarme de la esquina del paraíso, evidencié la existencia de olores inimaginables que merodeaban en el aire y confundían mi sentido de orientación. Prescindí del olfato y me concentré en el curso de la autopista. Caminaba a la orilla del asfalto y al pie de un cerro arenoso. Fue precisamente cuando comenzaba a oscurecer que vi hacia atrás y pude observar, por primera vez, el contorno de la ciudad. Había perdido su grosor, desde lejos parecía el residuo de un acordeón plano. Materia endeble y expansible a punto de ser pulverizada por montañas vivientes, nunca lo contrario como suele parecer cuando se habita la ciudad.

Penetré en un monte al lado de la carretera y conseguí un estrecho de tierra donde dormité un buen rato, con la cabeza entre las patas. La noche era completamente negra y callada, su silencio resultaba perturbador. El cielo estaba parcialmente nublado.

Al cabo de algunas horas, me despertó el zumbido de la lluvia, la vegetación era poco densa y el agua penetraba con facilidad, invadiendo todos los rincones. Era un cuadro desolador, el sonido incesante de la lluvia sobre el suelo agotado de tanto absorber. Nunca antes me había mojado. De mi pelaje bajaban gruesos chorros de agua formando un pozo en el cual estaba en parte, mi cuerpo sumergido. Me levanté varias veces para sacudirme hasta que comprendí que era inútil y me acosté sobre un gran charco donde dormí profundamente hasta la madrugada.

Me desperté con una sensación de debilidad en todo el cuerpo, tenía las vías respiratorias congestionadas e inhalaba con un silbido débil. Recostado de lado con la cabeza apoyada sobre la hojarasca, cerré los ojos y por primera vez me reconfortó la idea de morir. Comenzaba a salir el sol y de la tierra emanaba un vapor tibio de naturaleza mineral con olor a lima y hierba húmeda. Sentí que los vapores paralizaban la médula de mis huesos, diluyendo la sangre y la voluntad de una manera irreversible.

En la oscuridad, veía figurines disparatados y sombras huidizas, únicos testigos de mi condición. Me hubiese gustado permanecer allí para siempre, solo deseaba penetrar el desconocido mundo de la inactividad. Quería morir.

Me sumergí en el cansancio y soñé hasta que me despertó la sed y el aleteo de cuatro zamuros sobre un árbol. Pasaron muchas horas antes de que se acercaron a mi cadáver, por alguna razón, no se atrevían a invadir mi espacio vital a plena luz del día. El calor comenzaba a sentarme bien, pues respiraba con menos esfuerzo, pero aún sentía frío y tan solo moverme seguía siendo una imposibilidad.

Fue con la caída del sol que el más menudo y ágil de los cuatro zamuros se atrevió a aterrizar a mi lado. Era una sombra de movimientos torpes con ojos fríos e impersonales, no obstante, con una mirada un poco tímida. Bastó el leve movimiento de mi cola contra el suelo para espantarlo y alejar a los otros zamuros, que ya comenzaban a descender. Sin embargo, prolongaban su espera con una paciencia de acero.

Siempre me pregunto qué fue lo que me impulso a ponerme de pie. Me hubiese dado igual morir entonces o diez años más tarde. No había mucho más que esperar de la vida. Los días transcurrían sin mayores acontecimientos. El mero placer de estar vivo no me atraía lo suficiente como para aguantar todas sus implicaciones. No obstante, logré salir de aquel trance con un esfuerzo agotador y en aquel estado me dispuse a buscar la salida.

Comenzaba a oscurecer y aún caminaba sobre la orilla de la autopista, en sentido contrario a los carros. Tenía el estómago vacío y la acción de tragar hería mi garganta seca. De vez en cuando me recostaba a jadear y a descansar las articulaciones.

Algunas estrellas tiritaban contra el cielo completamente negro. La forma de la luna me recordaba a una nube pasajera y difusa. Sin mayores contratiempos seguía el mismo camino que me había alejado de la ciudad el día anterior, pero esta vez me movía en sentido contrario, hacia la ciudad.

A lo lejos se divisaban sus luces fulminantes. Me arrojé hacia ellas como hacia la vida, era lo único que conocía.

 

 

 

Andrea Rothman nació en Nueva York y creció en Caracas. Su primera novela The DNA of You and Me (2019) obtuvo un amplio reconocimiento del público y la crítica, siendo finalista en los International Latino Book Awards. Sus relatos han sido publicados en revistas como Literary Hub, Lablit, Cleaver Magazine y Litro Magazine. Obtuvo una maestría en creación literaria por Vermont College of Fine Arts y fue editora de Hunger Mountain Review. Reside en Nueva York.