Negocio Sucio

María Gloria Guillén Pérez
 

 

 

El diario Expansión, que había adquirido poco antes de salir en el quiosco cercano a la oficina, se deslizaba zarandeado por los vaivenes del tren sobre la superficie resbaladiza de la mesita del talgo sin que mis pupilas pudieran retirar la atención de su titular: “Subida desmesurada del aceite de oliva”. Cerré los ojos mientras retenía entre las manos el taco de folios que había recibido de mi jefe. Éramos España, el primer productor de aceite de oliva del mundo, y, sin embargo, otros países ofrecían el artículo a un precio bastante más asequible. Hace dos días me lo comentaban unos amigos que acababan de llegar de Australia: “Hasta el país de los canguros pone a mejor precio el oro líquido amarillo que nosotros”. Y, no solo eso, en las redes sociales se multiplicaban las entradas de españoles que desde otras esquinas de la Unión Europea gritaban a golpe de tecla el costo del género. Se hablaba de un encarecimiento del producto por cuenta de la sequía, luego, estaban estas otras noticias que desmantelaban la teoría o, por lo menos, le restaban valor. ¿A qué sinsentido nos enfrentábamos?

En las oficinas del consumidor no se daba abasto para registrar las quejas de los ciudadanos. Había que proceder, hincar el diente a la bestia y encontrar culpables, si es que los había. El ser humano siempre es proclive a descargar el lastre que arrastra sobre víctimas inocentes que nada o poco tienen que ver con la esencia de su mal. Se prefiere andar a la caza de chivos expiatorios que asumir la aceptación de la verdad por muy banal que ésta sea. Y, ahí, en medio de todo ese “maremágnum” estaba yo, de Córdoba de toda la vida, designado por las altas esferas para resolver el caso sin que me asistiera siquiera el convencimiento de que hubiera algo que resolver. Me arrellané en el asiento del Talgo, más confortable que el de otros trenes, todo sea dicho, y desvíe la mirada hacia la ventanilla. Una ráfaga de imágenes se sucedía a ritmo vertiginoso; entreveraban verdes, marrones y azules compitiendo por destacar en un universo que se empeñaba despiadado en eximirlos de su identidad, fundiéndolos en un mismo tono unívoco, sin definición. El tren comenzó a desacelerar, y, con ello, los colores adquirieron formas vivas, formas concretas que determinaban la belleza del paisaje jienense. Yo ya conocía esa sensación de infinitud que provocaba la contemplación de los mares de olivos. No en balde era oriundo andaluz. Todavía me afloran recuerdos de la niñez, cuando los amigos y yo nos perdíamos entre aquellas hileras inmensas de árboles, que parecían no tener fin, o cuando nos refugiábamos del calor veraniego a la sombra generosa de una olivera. Recostado, al pie de su tronco retorcido y áspero al tacto, alzaba la mirada, ensimismado, para apreciar como los rayos del sol jugueteaban con aquellas hojas verdes, diminutas, ojivales que en invierno se resistían a desnudar al árbol que les daba vida.

A eso de las cinco de la tarde llegamos a Montoro, mi pueblo natal. Había aprovechado que el encargo profesional era en mayo, coincidiendo con la celebración de la feria del olivo en la localidad, para establecer allí mi cuartel general y visitar de paso a familiares y amigos. Dicha feria goza de cierto renombre internacional por lo que tenía la absoluta seguridad de no haber errado con la elección del lugar. De todos es bien sabido que en un evento así las ocasiones de charlar con conocidos o de establecer nuevos contactos se dan casi sin buscarlas. Imaginaba la situación, alguien dejaría entrever algo, se le escaparía un detalle, una pista, y ahí estaría yo, araña voraz, dispuesto a hacerlo caer en la urdimbre de mi tela.

La feria comenzaba al día siguiente, así que decidí instalarme en casa de mis padres. “Cucha, quien aparece por aquí, te voy a dar pal pelo, pero qué joputa, mira que no decir na, ¡vamos que te querías remear de mí!” sonó la voz alborozada de mi madre, en su inconfundible dialecto andaluz, cuando abrió la puerta. Me sentí como un idiota. No había avisado por evitar que mi visita se hiciera de dominio público y pudiera despertar alguna sospecha nefasta que ni yo ni mis superiores deseábamos. Por fin, desenclavé la mirada del suelo y me atreví a encontrarme con la suya, con los ojos entornados me recriminaba lo que sus labios callaban. Afortunadamente, la alegría pudo más que el reproche, y a los pocos minutos me estaba contando las nuevas del pueblo colgada de mi brazo.

Una mesita que hacía esquina en aquel patio decorado con macetas de tiestos azules, de las que colgaban geranios, petunias y, ¿qué se yo que otras flores de vivos colores?, cuyo recuerdo no había cesado de acompañarme durante mi periplo profesional por suelo patrio, me sirvió de apoyo para extender la documentación. Después de contrastar la información y, tras largas horas de desvelo, tan solo acompañado por la luz que me dispensaban la luna y un flexo metálico, llegué a la conclusión de que los comercios extranjeros a los que me he referido recibían el aceite embotellado únicamente de dos empresas, cuyo nombre daba la impresión de estar camuflado o, por lo menos, de esconder algo, pues junto a una denominación puramente española se veía una grafía escrita con caracteres cirílicos.

Música en tono alto, el vocerío de vecinos e invitados, la algarabía de la feria se escuchaba ya desde dos calles más abajo. Me abrí paso como pude, había conseguido traspasar el acceso al recinto ferial, cuando la presión de una mano recia sobre mi hombro derecho hizo que me volviera. No podía ser otro, era la diestra de mi amigo Paco, uno de los empresarios más importantes que participaban en el evento. Habíamos ido juntos al colegio, y hacía no sé cuánto que no lo veía. Arqueó las cejas para concentrarse en el papel que le mostraba, al tiempo que meneaba negativamente la cabeza. Esos nombres no le decían nada de nada, en cualquier caso, me propuso consultar el listado de expositores. Nos acercamos a información. Las que participaban eran todas empresas y asociaciones conocidas, solo una caseta, que representaba a diez pequeñas empresas cuyos nombres desgraciadamente no se citaban, llamó vivamente nuestra atención.

Era el estand cincuenta y ocho. Botellas de diversas marcas se distribuían ordenadamente en las vitrinas laterales y central. En una de las esquinas, en el anaquel superior, visualicé dos o tres botellas de cristal verduzco, de bonito diseño, etiquetadas en negro y dorado cuya nomenclatura se correspondía con la del informe que tenía. No acertaba a encontrar los caracteres cirílicos y me dirigía al responsable de la caseta para cuestionarlo, cuando la silueta de un hombretón rubio de facciones rudas, que nos observaba apoyado en el marco de la puerta trasera y que se dio a la fuga al sentirse descubierto, me saltó a la vista. Mientras Paco interrogaba al subalterno, salí tras él. Dos minutos de seguimiento desenfrenado y lo perdí entre el gentío. De vuelta en el estand, me sumé a la conversación. El muchacho aseveraba no conocer al sujeto y, por supuesto, no reconocía los caracteres cirílicos.

Estaba inquieto y no podía dormir, así que me levanté con el alba y salí a pasear por el pueblo.

Ya casi en las afueras, distinguí una polvareda, levantada por el paso de un camión. No acertaba a explicarme que a esas horas de la mañana y en época de feria salieran camiones, cuando “todo dios” debía estar centrado en el evento. El camión se esfumó y yo tomé camino a casa sumido en un mar de confusiones. El bar de Juan me pillaba de paso, así que intercalé una pausa para tomar un cortado y sondear el tema. Mariano, el hijo de la tía Pepa, que trabajaba en una de las grandes fincas aceituneras de Córdoba, me contó, bajando la voz y con mucho secreto, que se decía que había gente de fuera comprando la aceituna a precios que privaban del aliento. Y que la cosa no se reducía a Córdoba, que iba más allá.

Aquel día, Paco y yo comimos juntos. Le comenté la noticia. Paco se mordió el labio inferior, dejando entrever un diente de oro que, aunque duradero, le afeaba la sonrisa. Ahora entendía. Por primera vez, lo tenía claro. Hacía meses que pagaba una fortuna por kilo de oliva sin que la explicación de la sequía acabara de convencerlo y, en un minuto, yo le había abierto los ojos. Costara lo que costara debíamos desenmascarar el enredo.

Con el todoterreno visitamos, uno por uno, a los capataces de algunas fincas cercanas, al día siguiente, aún a pocos más. Pero nadie se aventuraba a decir palabra. La sequía era la gran culpable de las desgracias de los olivares y de los bolsillos de agricultores y propietarios. Se negaban en redondo a admitir que el aceite de oliva estuviese más barato en otros países. ¡Aquello era un auténtico diálogo de besugos! Finalmente, en un intento desesperado por descubrir la verdad, nos acercamos a una finca muy grande, próxima a Jaén. El responsable, buen amigo de Paco, mientras escuchaba nuestras interpelaciones y ruegos, desviaba la mirada hacia el lateral, se sonrojaba, pero de sus labios no brotaba ni un suspiro.

—Paco, me tienes que entender —dijo al fin pálido como la muerte entre entresijos y temblores—. La vida me va en ello y tengo familia. Por favor, no contéis a nadie nuestra entrevista.

Pronunciada la frase, se retiró cabizbajo en dirección a su coche, que tenía aparcado al otro lado del camino de acceso. Paco y yo nos quedamos plantados, mirándonos el uno al otro, mudos, sin saber que decir.

Dos o tres días después, no lo recuerdo con exactitud, alguien aporreó la puerta de casa. Era Paco. Llevaba una carta en la mano y tenía los ojos fuera de órbita. Lo hice pasar y le ofrecí una tila para que se tranquilizara. Había recibido una misiva de su amigo, el capataz de la finca aquella cerca de Jaén, con un pequeño croquis dibujado. Una equis señalizaba un punto ubicado en el valle de Los Pedroches, próximo a la montaña. Lentamente, empezábamos a saber cosas.

Volvimos a coger el todoterreno. La mañana era apacible, ni una sola nube en el cielo y la carretera estaba relativamente despejada de tráfico. Conducíamos rápido, recordando viejas historias de juventud entre chirigotas y risas, cuando un camión, cargado de aceitunas, nos adelantó. Iba a toda pastilla, tanto que al transitar perdía parte de su cargamento, que rodaba indiscriminadamente sin orden ni concierto por el firme de la calzada. Afortunadamente para él, no circulaba la policía cerca, de lo contrario, hubiera tenido que cargar con una multa. A mitad de camino, nos detuvimos en un restaurante de carretera, indudablemente algo destartalado, pero que cumplía con nuestras expectativas de ofrecernos acogida. Con asombro, antes de cruzar la puerta de entrada, advertimos que el camión de aceitunas estaba allí aparcado, esperando a su conductor que no tardó en aparecer. Lo contemplamos con recelo. No podíamos evitar la duda que nos asaltaba, ¿se trataría de uno de esos cargamentos de aceitunas que investigábamos?

El croquis nos dirigía por un camino de tierra hacia el interior de la comarca de Los Pedroches. Entre la arboleda, a lo lejos, se vislumbraban las chimeneas humeantes y plateadas de una fábrica, que al aproximarnos resultó ser una almazara. Decidimos allegarnos al recinto y hacernos pasar por clientes. Camiones repletos de aceitunas se alineaban a ambos lados del acceso principal a la fábrica. Metí la segunda y seguimos a marcha lenta, cambiando pocas palabras entre nosotros, hasta que en el control de acceso el vigilante de seguridad nos indicó la ubicación del despacho del jefe comercial.

Antes de que nos diera tiempo a llamar, la puerta se abrió y salió por ella el conductor del camión, que habíamos visto en la carretera, con unos papeles en la mano. Por suerte, no pareció reconocernos. El comercial, puede ser que un tipo de la Europa del Este, nos recibió con gran amabilidad, sin sospechar ni por un momento nuestras verdaderas intenciones, o por lo menos es la impresión que daba. Nos mostró las botellas de aceite que ya conocíamos, solo que en éstas sí figuraban los caracteres cirílicos en el etiquetado. Antes de salir, nos ofreció su tarjeta, acordando que le enviaríamos nuestra propuesta de compra, si bien es verdad que camuflamos nuestra identidad con nombres falsos y con un “hemos olvidado las tarjetas de visita en casa”.

Estábamos contentos, llevábamos con nosotros una tarjeta de visita, alguna etiqueta de embotellado, que se nos había entregado como souvenir, y sin atropellos ni violencia nos encontrábamos a punto de coger la última curva para llegar al pueblo, cuando avisté por el espejo retrovisor un coche rojo que aparentaba seguirnos. O era fruto de la casualidad o el puñetero del Este no era tan confiado como pensábamos y nos había puesto el ojo encima.

 

 

Al día siguiente, corrió la voz por el bar de Juan de que habían entrado en dos fincas aceituneras buscando papeles. El nombre de ambas estaba incluido desgraciadamente en el listado de empresas que habíamos visitado. Fue la estocada que nos dio la puntilla. Más bien para mal, el asunto se nos escapaba de las manos y se volvía feo y escabroso. No solo se boicoteaba el precio de la aceituna, encareciendo con ello la producción de aceite de oliva, sino que además se intimidaba a propietarios y agricultores, ¡oye qué hasta temían morir, como le ocurría al amigo de Paco! Pero, lo más gracioso de todo era que nuestras pruebas no eran tan concluyentes, que, por más que nos obstinásemos en buscarle las cosquillas a los del Este, no podíamos justificar que el allanamiento de morada y el robo estuviesen relacionados con el tema de las olivas. Eso sí, los aceituneros estaban más que acojonados, y, según las veladas indicaciones del amigo de Paco, la empresa de la comarca de Los Pedroches se hallaba tras ello.

A la salida del bar, tropezamos, como el que atisba una luminaria, con un antiguo amigo que era inspector de policía en Montoro y se le tenía entre los buenos. Paco y yo no tuvimos que intercambiar siquiera una palabra, un mutuo acuerdo de complicidad unía nuestras miradas, así que nos sobraron los minutos para poner al inspector al tanto de nuestras pesquisas y le entregamos lo que considerábamos nuestros más grandes trofeos del día junto a la lista que había confeccionado.

¡Un disgusto que aún tuviera que denunciar el robo de mi todoterreno! Después de nuestra excursión, lo había dejado aparcado en un solar a la entrada del pueblo cercano al bar de Juan, que la gente solía usar como aparcamiento dada la falta de espacio en las calles de Montoro. Lo busqué como alma en pena. Recorrí no una sino veinte veces el recinto, fila por fila, sin encontrar rastro del coche, una máquina ciclópea a la que profesaba todo el cariño que se puede dispensar a un ser inanimado, que siempre me había acompañado en aventuras y batallas. Mi amigo el inspector me tomó declaración sin demora y no tuvo inconveniente en aceptar una teoría que yo había elaborado sobre la vinculación entre la empresa de Los Pedroches y el conductor del coche rojo, aquel que en nuestra opinión nos había seguido, como presunto ladrón de mi automóvil. En opinión de Emilio, así se llamaba el inspector, había llegado la hora de hacerle una visita a la fábrica de Los Pedroches.

Todavía permanecí algún tiempo más en Montoro, no en vano debía llevar conclusiones de peso a mi jefe que explicaran o aún más que ofrecieran una solución al problema del aceite de oliva. Eso, si se pretende obviar el gusanillo sediento de información que durante esos días había crecido en mí. Sin embargo, no pienso que sea el momento de cargar al lector con digresiones sobre mí o sobre los cambios que se han obrado en mi persona, sino más bien el de retomar la historia por donde la había dejado. Pues bien, como decía, volvía de tomarme un cortado en el bar de Juan y de informarme de soslayo sobre las noticias que corrían por el pueblo, cuando descubrí ante la puerta de casa al inspector. Me traía noticias sobre el coche y algunas más que satisfarían mi curiosidad e interés por el tema del aceite.

Sentados en la mesita del patio de casa frente a una limonada, Emilio me explicó que habían encontrado el coche abandonado entre la maleza, en un lateral de la carretera que conducía hacia Los Pedroches. Afortunadamente, con excepción de algún cristal, no se habían detectado daños de mayor alcance. A duras penas podía contener la alegría que me producía contar de nuevo con aquel viejo amigo. ¡Eran tantos los buenos ratos que habíamos pasado juntos! El policía prosiguió con su relato. Me reveló que el caso estaba prácticamente resuelto. Habíamos dado de bruces con grupos mafiosos de la Europa del Este. Por lo visto, tenían montada una red de prostitución en América del Sur que movía millones. La productora de aceite en España, la de Los Pedroches entre otras, no cumplía otra misión que la de blanquear ese dinero. Invertían en la compra de aceituna a precios desorbitados, dejando fuera de juego a la industria aceitera española, obligada a pagar tales importes si quería producir aceite, que a la postre encarecían el producto. Elaboraban un aceite más barato, pese al precio de compra, que distribuían en otros países, con lo que el aceite de productores españoles dejaba de ser competitivo para el mercado. La eventual sequía los había favorecido: se habían aprovechado de su esporádica existencia, que justificaba la mala cosecha y la consecuente alza de precios de la aceituna, para coaccionar a los agricultores, exigiéndoles silencio, y monopolizar así la compra. Conminaban a los pobres agricultores a mantener oculta la procedencia de sus compradores bajo riesgo de perderlos como clientes, y aún más allá de poner en peligro la marcha del negocio e incluso la integridad propia y familiar.

El tren se alejaba, meciendo mis reflexiones al ritmo de sus vaivenes, mientras yo, absorto en el cristal de la ventanilla, sacaba un pitillo y pensaba que nuestras percepciones sí que gozan de hueco en la realidad, por muy enrevesado que pueda parecer.

 

 

 

María Gloria Guillén Pérez es una autora española. Ha publicado la monografía Hombres de fe, hombres políticos (2001) y la novela Misterio en San Millán (2024). Sus relatos y artículos de carácter científico han aparecido en revistas literarias y revistas especializadas. Obtuvo un doctorado en Historia. Reside en Valencia.