Cinco poemas

Gabriel Chávez Casazola

 

 

 

Matemáticas

 

Las noches no son innumerables.

 

Para ti están contadas,

como los granos de la cena final de un condenado.

 

Esta noche puede ser una de tantas o la última.

 

Las estrellas no son innumerables.

 

Hay un número exacto, como el de tus cabellos,

y mientras unas nacen,

otras se apagan para siempre.

 

Goza de su parpadeo,

del brevísimo estremecimiento de su luz antigua.

 

Los árboles no son innumerables.

 

De uno de ellos podría estar hecha

tu urna funeraria

—la muerte y esa imagen

son un lugar común—

pero, si lo mereces

o te premian los dioses,

algún árbol nacerá

de lo que fue tu corazón

yacente.

 

Haz todo para alcanzar

ser ese árbol

y, siéndolo ya,

poder estremecer las hojas

para alguien

una noche cualquiera,

 

cuando todas tus noches

hayan terminado

bajo la antigua luz

de unas nuevas estrellas.

 
 

El predestinado

 

Desde niño, el don le atormentaba.

Velaba por las noches

contemplando el porvenir en las luciérnagas

que algún dios caprichoso,

ajeno a la teoría evolutiva,

había dispersado a manos llenas

—“Qui sème à tout vent…”—

trocándolas en astros parpadeantes,

rocas ígneas

sembradas en los barbechos del vacío,

allí donde él sabía

leer sus alineaciones y combinaciones,

verlas confabularse, constelar:

viento a favor o en contra

del destino.

 

Extenuado por las visiones

dormía toda la mañana

y, ya alto el sol,

lo suyo era elevar nuevamente la cabeza

para mirar las nubes.

 

“Este es mi oficio más amado”,

repetía, de joven,

a los curiosos que se aglomeraban

para escuchar el veredicto

de las luciérnagas celestes:

 

“Miro las nubes y en ellas veo formas

que me sorprenden, a mí que

puedo saber dónde estarán los astros

alineados y los eclipses que ocurrirán

dentro de cien años.

Con las nubes,

en cambio, nunca sé qué apariencia

tomarán el minuto venidero.

 

Perezosas pero a la vez resueltas,

leves y hasta sutiles aunque mórbidas

cortesanas del harén de los cielos,

como salidas de la mano de un pintor

que frecuentara un fumadero,

—antes un buey, ahora un gigante,

luego una ola embravecida,

más tarde un pájaro posado

en una rama—, ellas son una imagen

de lo humano,

de tanta libertad impredecible”.

 

Pero, maestro, le replicaban

sus prosélitos, ya él un anciano:

—“Si usted ha enseñado que el destino

está inscrito en los astros y huir de él

no nos fue dado…”

“Es la verdad

—les respondía—. Lo hemos

comprobado tantas veces…”

 

“Cuando la estrella roja está

sobre la aldea, pronto

resonarán los tambores

sin que puedan evitarlo

los pañuelos; y el año en que

el lobo lunar proyecte su sombra

sobre el sol, se estropearán

las cosechas y darán fruto

las calamidades, aunque

un elegido sea gestado y nazca

y crezca para leer las señales

en los cielos nocturnos”.

 

“¿Y entonces, maestro?

—le imprecaban.

¿Y las nubes?

¿Qué tienen ellas que ver

con todo esto?”

 

“Las nubes son apenas

una imagen tan humana…”

—replicaba, con los ojos

cerrados, no la mirada alucinada

que alzaba hacia los astros

todas las noches,

sentenciado por el don.

 

Y dicho esto,

subía la cabeza otra vez

(ajeno a las futuras controversias

de la teología de la predestinación

y el albedrío)

para ponerse a mirar

durante horas,

con gesto entre enigmático y risueño,

las caprichosas formas que tomaban las nubes

en el cielo del día.

 
 
 

De la relatividad de la luz

 

Nada puede viajar más rápido que la luz.

 

Es una de las leyes de la física.

Ni el sonido, ni las partículas ni las moléculas

ni las sondas velocísimas creadas por los hombres.

 

Nada puede viajar más rápido que la luz,

ni siquiera los impulsos eléctricos que llamamos pensamiento

y tampoco los ángeles, que son seres de luz y viajan a la misma velocidad que ella.

 

No hay, no puede haber nada más veloz en el universo,

en todos los universos

reales o imaginarios, pues la imaginación es más lenta que la luz

y no puede concebir, en toda su irrealidad,

nada que sea más veloz que sí misma.

 

Incluso cuando viajas en sueños viajas más lento

o al unísono de la luz

porque los sueños no son más rápidos que ella.

 

La luz es la velocidad por excelencia, el descapotable más fantástico de la Chrysler de Dios.

Detente ahora a mirar el sol, siente sus rayos

que calientan la piel de tu antebrazo

y las hojas del árbol del jardín.

 

De allí, de esa iluminación nace la vida

—lo intuyeron los bisabuelos de tus bisabuelos,

que adoraban un astro—

y la vida no es más veloz que aquello que la engendra.

 

Hasta la muerte llega más lenta que la luz

aun si viene como suele venir en la saeta,

pues no hay flecha capaz

—ni la flecha del tiempo, ni la que lo detiene para ti—

de viajar como ella.

 

Sí, dicen los físicos que es cierto todo esto.

 

Acaso los teólogos hagan la salvedad de Dios

pero Dios, si es, es la luz

que brilla en las tinieblas

e irradia a 300.000 kilómetros cada segundo

rasgando la noche de los tiempos

como la luz del quirófano que te hirió (y bienvino) al nacer,

como esa estrella fugaz que surca el horizonte

pero es el horizonte.

 

Y sin embargo,

sin contradecir en absoluto todo lo anterior,

nada hay más lento que la luz, tú lo sospechas.

 

Tarda tanto en viajar por el espacio

que su velocidad de poco sirve

a esa llamada de anhelo

o de esperanza

que en nuestras retinas es apenas

parpadeo de luz de un sol remoto,

punto que brilla entre otros puntos luminosos

suspendidos

del cielorraso de la noche.

 

Cuando a ti llega viene ya de un mundo muerto

del que jamás sabremos algo

ni de su amor

—si lo tuvo—

ni de su abrigo.

 

Cuando a otros ojos como los míos y los tuyos

llegue la luz de nuestro sol,

para ellos parpadeo remoto

punto en el cielorraso,

los millones y millones que lo vimos cada día despuntar y yacer,

esos millones

desde el Neanderthal que por primera vez hizo fuego

hasta el iluminado Boddhisatva

que desprendía iridiscencia como las luciérnagas,

desde el oscuro inventor de las lámparas de aceite

hasta Thomas Alva Edison con su bombillo eléctrico

y Truffaut con su noche americana,

 

todos

y todo

 

ya habremos entrado en la noche de los tiempos

y la luz de nuestra estrella

y su asombrosa velocidad

no acusarán recibo

de nuestro amor y nuestro abrigo y nuestro odio y nuestro desamparo.

 

Solos en la noche última

nos habremos oscurecido para siempre

aunque la tibia luz de este martes siga viajando lenta

y toque —ya fría— una retina de otro ser al cabo de los siglos.

 

El firmamento es un cementerio de esperanzas muertas,

de anhelos desvanecidos.

 

Cada vez que lo mires, reza un responso por los seres del Universo

—pequeños cometas de alocada melena—

que creyeron en la luz de las estrellas

y en el pasado o en el futuro

se aferraron a ella

como la primera mañana en que la luz se hizo

y era buena.

 

Apiádate de ellos, de nosotros un momento.

 

Nada puede viajar más rápido que la luz

pero este es un conocimiento perfectamente inútil.

 

 

Breve historia del fuego

 

Juan carga un montón de leña para encender la hoguera de San Juan.

 

Juan desbroza el maíz seco, la chala que envolvió las mazorcas que fueron alimento.

 

Juan corta las ramas y las flores de suncho que se encienden y apagan, veloces y ruidosas, como la vida misma.

 

Juan arruga páginas de periódicos entre la leña, importantes noticias que ya nada importan, historia que pronto será fina ceniza.

 

El nieto de Juan lo ve, expectante, en su afán de preparar el fuego.

 

El abuelo y el niño encienden estrellas de artificio en la tiniebla.

 

El niño escribe el nombre del abuelo –J u a n– con las estrellas.

 

El abuelo mira el fuego con ese mismo asombro antiguo de todos los hombres y todas las mujeres desde que supieron atrapar el rayo.

 

El niño salta —es tradición— sobre las dos hogueras de la huerta.

 

Los perros ladran, la luna brilla sobre las fogatas como en el título de Pavese.

 

Año tras año la luna mira impertérrita —si es que mira— envejecer al abuelo.

 

Juan sabe que ya no tiene las fuerzas de antes para cargar la leña, cortar el maíz seco y las flores de suncho, trasladar pilas de papel periódico hasta el lugar de la fogata.

 

El niño ignora que Juan se consume como un leño, que él mismo crece entre fogata y fogata, que sus ojos de asombro se cubren con ceniza y los ojos del abuelo con la niebla.

 

Ahora el nieto carga los montones de leña. La chala y el suncho.

 

El abuelo, cansado, lo ve en su afán de preparar el fuego cada junio.

 

Un San Juan cualquiera, el nieto está solo ante cenizas frías.

 

Otro San Juan cualquiera, el nieto se ha hecho padre y decide volver a encender fuego con sus hijos en el campo, lejos de la ciudad donde ya no es posible encender nada.

 

Mientras apila leña, les habla del abuelo con palabras que son ramas, que son maíz, que son flores, que son alimento.

 

Se abre en su pecho, como un rescoldo, el antiguo asombro que Juan sabía despertar entre las huertas.

 

Descubre que el viento se lleva las cenizas, que el abuelo ahora escribe su nombre entre los astros.

 

Enciende el fuego. De nuevo el niño salta sobre las hogueras.

 
 

Moxos

 

Atravesamos el río Mamoré en una canoa.

 

(El río ha sido símbolo de tantas cosas

que es apenas una metáfora gastada

en medio de la noche).

 

A ambos lados el monte con sus ojos de lagarto.

 

El haz de luz de la catraya hiende la oscuridad

y las nubes casi compactas de mosquitos.

 

Los mosquitos se arremolinan como días y horas

en torno a nuestros cuerpos.

 

A ambos lados los lagartos con sus ojos de monte.

 

No conocemos la ruta mas nos lleva la corriente

bajo la hirviente brújula del cielo.

 

Aquí donde no hay luz eléctrica, donde no están

las ciudades de los hombres, nubes —casi compactas—

de astros nos pueblan la pupila.

 

(Nunca el cielo brilló así para mis ojos.

Soy adán o el primer indio mojeño).

 

Nos desangran los mosquitos como los minutos

—pequeñas picaduras de aguijón incesante

que se llevan la vida—

pero carece de importancia.

 

Al levantar la cabeza nuevamente / comprobamos

un antiquísimo proverbio:

siempre habrá más estrellas que mosquitos.

 

Sigue bullendo el monte.

Sigue callando el río.

 

El río que es símbolo de tantas cosas

en medio de la noche

 

sin gastarse nunca.

 
 
 

Gabriel Chávez Casazola. Poeta y periodista boliviano. Es autor, entre otros títulos, de El agua iluminada (2010), La mañana se llenará de jardineros (2013) y Multiplicación del sol (2018). Se han publicado numerosas antologías de su poesía, traducida a diez idiomas. Es docente universitario de Escritura Creativa, gestor cultural y dirige el taller de poesía “Llamarada Verde” en la ciudad de Santa Cruz, donde reside.