Blanco y negro con unas gotas de rojo

Alicia Dujovne Ortiz
 
 

Venías por el sendero del bosque, por eso te tomé por una gata salvaje. Supuse que a la noche dormías acurrucada en el hueco de un árbol. Puro romanticismo, ningún gato es tan idiota como para ignorar que abundan, por estos sitios de establos y de huertas, los graneros con paja y a salvo de la lluvia.

Fue verme y detenerte en tu sitio, una patita al aire, temerosa de posarla sobre esta tierra nueva que mi sola presencia sugería, paralizada en el último gesto, tal como los habitantes de Pompeya cuando el río de lava cayó por sobre sus cabezas. Hasta de lejos te leí el pensamiento, “¿hay gente en la casa?”. Te llamé con voz acaramelada y percibí tu gesto de duda, de ganas, ¿qué hago, me le acerco, no me le acerco? Duró un instante. Después me diste vuelta la cara y, majestuosa, solemne casi, seguiste lentamente tu camino.

Viéndote enfilar derechito hacia la granja debí entender. Cualquiera con dos dedos de frente se habría dado cuenta, eras sencillamente la gata de al lado, venías de un mundo de perrazos y de animales presos, listos para ser comidos, vos la malquerida solo útil para cazar ratones. Pero yo, más que frente, lo que tengo es una coronita de flores que a la vez me protege y me perfuma la entendedera. Y una vez más la realidad me resbaló por encima, ¿no habíamos intercambiado una mirada larga, profunda y llena de promesas, no había comprendido cada una que la otra estaba allí?

Empezaste a pasar seguido delante de la verja, haciéndote la desentendida como si vos no fueras. Me escuchabas el chamuyo pero de medio perfil, una parte del cuerpo interesada y la otra desdeñosa, la expresión distraída pero el cucurucho de la oreja apuntando para mi lado, antes de estremecerte de repente, mirarme con espanto y hacerte humo.

Yo te esperaba. Vigilaba el camino, vivía con el cogote torcido mirando hacia la granja. Eso significaba admitir tu procedencia, aunque no claramente sino en esa semipenumbra con la que mi deseo dejaba que me alumbrase un poco. Por fin me resolví, compré una lata de ronrón y te puse el platito, ni tan lejos que te lo zamparas fuera de mi vista, ni tan cerca que te olieras la trampa.

Era un mensaje. Respondiste dejándolo vacío. No creo que a los veinte años, una carta de mi novio me haya procurado mayor felicidad. Tampoco me recuerdo a mí misma sacando argumentos de la galera con semejante ardor, dale, princesa, no seas boba, te conviene venir conmigo, vas a estar bien, mirá que una casa cómoda y calentita es mejor que un bosque lleno de zorros malos (como verás, persistía en la hipótesis de la gata silvestre); hasta que te puse la comida junto a mi puerta abierta.

Ese día, por fin, te vi. De cerca. Ya había reconocido la casona del campo francés donde acababa de instalarme para siempre, solita mi alma, y hasta la muerte, ahora a vos también te contemplé como de vuelta. Una gata familiar, surgida de un recuerdo brumoso. Pero tu imagen se aclaraba por instantes y, con ella, la emoción de toparse con alguien al que creímos muerto. “Es tuerta”, comprobé, sabiéndolo de antemano porque aquí todo regresaba tras una larga ausencia, el bosque con sus ardillas y sus ciervos, la casa con su tejado blando, desteñido —unas tejitas como bordadas en punto cruz—, y vos con ese pecho de una blancura esplendorosa y esa espalda jaspeada como caparazón de tortuga, un dorso de carey.

Festejando el reencuentro observé aplicadamente todo lo tuyo, tus ojos desparejos, uno brillante y el otro opaco, bordeado por un hilo de sangre, y esas manchas sembradas a la diabla, y esa barbita color topo que de perfil te da un aspecto de mandarín chino, y esas patas cortonas, anchas, cerradas con elegancia cuando la vida te resulta comprensible, pero abiertas cuando te mantenés a la expectativa tratando de captar si soy un buen partido y si te conviene abandonar lo malo conocido para echarte en mis brazos, y esa cola aplastada que en un principio te colgaba, inerte; hasta que comprendí que las patas abiertas y la cola sin vida y ese modo de caminar la panza contra el piso como un zorrino significaban lo mismo, miedo.

¿Cuánto tiempo pasó para que al fin te alzaras sobre tus cuatro zarpas, las orejas enhiestas y la cola cimbreante, estremecida? Roncaste cuando te di a probar ese paté ordinario y maloliente que es tu perdición. No era un ronroneo, era un sonido hondo, de garganta, guarango pero agradecido y que marcó el inicio de nuestra vida en común (inolvidables las carcajadas de la granjera cuando me le acerqué a solicitarle permiso, como si le pidiera tu mano, “¿la quiere? Llévesela, es una gata vieja, ya ni uñas le quedan”, pero mirándome bien, con cara de mujer a la que de repente se le hace la luz: “Claro, es que usted está muy sola”).

Y sin embargo seguiste desdoblada. Aquella primera impresión, cuartos delanteros interesados y traseros despectivos, era la justa —salvo cuando con la caricia tu piel oscila, porque entonces una corriente eléctrica junta tus partes—. Desdoblada, pero también duplicada. Cuando aún vacilabas entre venir conmigo o no venir conmigo, te miré desde mi ventana y te vi dos. Una que iba y otra que venía, dos gatas paralelas yendo la una en sentido inverso de la otra.

Te puse un lindo nombre, Alelí, nombre liviano y alado que más bien aludía a una gatita esbelta, no a una petisa gorda, pero a cuyo llamado contestaste casi en el acto, borrando de un plumazo a esa tonta Minette que hasta el momento habías sido. Al sentar en mi casa tus reales lo examinaste todo cosa por cosa, con tino y con tiento, adelantando una pata exploradora pero siempre reservándote, por si acaso, lo que he dado en denominar la gata de atrás. Supe después que tu expropietaria no te había permitido nunca transponer el umbral de su morada, gata para quedarse afuera entre ladridos brutos, tormentas aterradoras y dolientes mugidos, gata ignorante de toda suavidad.

Descubrías ahora la existencia de una silla, de un sillón, de una cama, y al descubrirlos les devolvías su auténtico sentido. ¿Hay almohadón sin gato?, ¿puede concebirse lo sedoso y mullido sin ese doble peludo que lo completa como la otra cara de una manzana? Y yendo aún más lejos, ¿hay viejita posible sin un pelaje caliente donde meter las manos, recorrido por una sorda vibración? El campo nos devuelve al tiempo de las brujas. Acabé de poseer mi vivienda de ancianita mañera, conocedora de yuyos y menjunjes, aquel día en que vos, al instalarte, fuiste su dueña, muy parada en el dintel con tu cara de diosa y lamiéndote sin prisa y sin pausa todas tus partes.

A fuerza de observarte establecí la lista de tus gestos. Hasta pensé en redactar un manual para leerte, extensivo a otros gatos y a uso exclusivo de solitarios, de preferencia decrépitos. Por ejemplos (cito al azar), cuando salís apurada y a mitad de camino te sentás rigurosamente sobre la misma laja, acomodando primero lo de adelante y lo trasero con infinitas precauciones, como probando la temperatura de la piedra, y te quedás pensando; o cuando vigilás a una posible presa, acentuando peligrosamente la división, lo uno sigiloso pero dispuesto al salto mientras lo otro se apoya sobre el pasto, no, se va apoyando sobre el pasto, es el tiempo verbal que corresponde, como en cámara lenta; y el lenguaje facial, eso que no debió ser revelado porque te pone inquieta, como pescada en falta, cuando entrecerrás los ojos, o el ojo, abriendo ligeramente la boquita. No, nunca debí imitarte pensando haber hallado la clave del secreto. Cuando lo hice también miraste hacia otro lado, molesta y pudorosa. Sí, era la clave, pero yo no tenía derecho a usarla, solo vos podías dirigirme tus mensajes en esa lengua.

A menudo pensé que al introducirte en mi vida te volvía un engendro monstruoso hecho de vos y yo. No habías conocido los sentimientos humanos, los granjeros hacia vos no experimentaban ninguno, y de pronto te impregnabas de los míos como una esponja. Me conocías como nadie. Eras mi espía, mi testigo, sabías en qué momento yo me decía para mi coleto “es la hora del mate”, y al ir hacia la cocina a calentar la pava vos ya estabas ahí, mirando y aprobando con tu mirada dulce, tuerta pero dulce, dos viejitas amigas.

Aquella primera vez, la del gatito blanco, no lo creí.

Un maullidito lastimero salía de entre las lilas, invisible. Mientras me acercaba a ver quién era permaneciste tan rígida como el día en que mi llamado te convirtió en figura pompeyana. No imaginé en ese momento que inaugurabas un período estatuario de tu existencia, ¡y tanto que nos habían costado a ambas tus actitudes blandas, cuando te apostás a vigilar el panorama desde lo alto del ropero, atenta pero suelta, alerta pero derramada como un pote de crema o de yogur!

 
R rosario 3
 

Lo que salió de entre las lilas fue una criaturita transparente, escuálida y famélica, con unos ojos amarillo limón que a través del cristal permitían leerlo todo. Le calculé unos seis meses de vida. Relataba su historia con tanto patetismo, y tan escaso poder de síntesis, que al cabo de un momento, después de alimentarlo con tu propio paté, hasta yo misma, siempre tan comprensiva, le pedí silencio. Pero él seguía llorando, tristes endechas que hablaban de una vida perdida, regalada, vida de gato ciudadano que al entrar en mi casa —perdoname, Alelí, en nuestra casa—, no necesitó explorar el territorio con una pata aventurera y la otra recelosa, ni descubrió maravillado la existencia de nada, porque todo lo conocía ya, la arenita para el pipí, los sillones, la cama, mi cama, ¿o debería decir la tuya?

Fuera de quedarte de piedra mirándolo con asco, y de encajarle de vez en cuando un cachetazo sin uñas, uno de esos bofetones de plano, con la palma, como una madre, es cierto que irritada, pero madre al fin, vos no le hiciste ni el honor de rasguñarle la naricita de rosa, nada. Benito —lo llamé así en honor al fantasma de una historieta de mi infancia— interpretó tu prescindencia como el mejor pronóstico. En un chispazo comprendió que aquella a quien debía conquistar no era esa señora buena que lo escuchaba rascándole la oreja, era esa gata inmóvil.

Inmóvil, y unificada. Te habías juntado alrededor de vos misma, sin división alguna. La inmovilidad te confería unidad. Es que el rencor, los celos sirven para reunir los pedazos. En el extremo máximo de la pasión qué ambigüedades, qué matices pueden caber. Ahora sí se te notaba lo salvaje. Al pensar que lo fueras no había hecho otra cosa que adelantarme a los acontecimientos, Alelí de mi alma, mi fierecita hermosa de una rara quietud.

Benito fluctuaba entre el papel de estatua —no por propia iniciativa, sino por simple imitación—; el de payaso coqueto y seductor; y el de flamante propietario que, al ocupar su territorio, esponja la pechuga (por mucho ronrón que consumiera no engordaba ni un gramo, pero el creerse en su casa comenzaba a otorgarle cierto espesor).

Como él copiaba tus gestos de ofendida, esa novedosa brusquedad con la que todo el tiempo mirabas a otro lado, ya no con una oreja apuntando hacia mí, sino rotundamente dada vuelta hacia quién sabe dónde, hacia qué lejanías, de pronto me encontraba en un jardín con un par de esculturas enfrentadas, gemelas, imágenes de un odio congelado. Debía de pensar el pobrecito que con eso crecía en tu estima, ganaba puntos en tu consideración. Ambos me daban vuelta la cara, pues, como si yo no estuviera, mirándose entre sí, fija y altivamente, sentados con las patas delanteras muy juntas y estiradas (aunque él las tuviera tanto más largas, admiré la dignidad y el orgullo con los que conseguías, Alelí, aparecer magnífica), todo lo cual les daba algo y aun mucho de gato egipcio, vale decir, de dios.

Segundo papel, Benito se hacía el loco trepándose a los árboles mientras vos lo semblanteabas desde abajo, sin fantasear siquiera, pesadota y culona como eras, con subir a alcanzarlo (o con lanzarle desde la rama algún mordisco que diese con el juego en tierra). Las payasadas del fantasmita consistían también en derramarse sobre una piedra, igual que vos sobre el ropero, con la diferencia de que él asumía las formas del soporte elegido, las rodeaba con su cuerpo como si fuera un puro pellejo, adhiriéndose a ellas, lloviendo sobre ellas y volviéndose ellas, mientras que vos, mi dulce Alelí, no te volvías nunca ropero sino que seguías siendo sencillamente vos, una gata que a lo sumo coronaba la forma del mueble sin transformarse en él.

Lo tercero —tomarse por el gato de la casa— ya antes de que sucediera la desgracia me comenzó a aterrar. Ese modo en que el intruso se metía en mi cama como una figurita de plastilina (qué plástico que era, en efecto, qué deshuesado), y se apretaba contra mí como queriendo metérseme en la piel, mientras vos lo observabas desde lo alto de la cómoda sin dignarte nunca más descender para acostarte al lado. Intruso y hasta hereje, incapaz de reconocer lo que de sagrado teníamos la cama y yo.

Alguno de esos días tuve que ir a París. A vos te había dejado varias veces con el ronrón afuera si estaba lindo, o adentro del galpón si amenazaba lluvia. “Puedo dejarlos juntos —me dije— amigos no se han hecho pero la sangre no llegará al río”. En el momento de decirlo, intuí que lo correcto habría sido quitar la negación, “la sangre llegará”; sin embargo la coronita de flores en torno a mi sesera hizo lo suyo y, cazando mi valija, me fui como se va el protagonista de Don Segundo Sombra mientras el gaucho se aleja por la pampa, “como quien se desangra”.

Cuando volví, Benito ya no estaba. Los vecinos supusieron que su desaparición era obra del zorro, o de los cazadores. Mientras hablábamos del desaparecido te sentí a mis espaldas. Me volví justo a tiempo para percibir en tu boquita apenas entreabierta, y en tu ojo entrecerrado, algo que era y no era aquel signo secreto que yo no debí nunca imitar. Lo que no era, y que duró en el aire lo que un suspiro, se asemejó a una chispita, una ráfaga de sonrisa vagando por tus labios.

Retomamos nuestras costumbres de señoras mayores, golosas, perezosas, contentas de estar juntas. Al tiempo los vecinos trajeron un gato nuevo. Parisienses, luego cultos, lo llamaron Alcibiade. Le calculé unos seis meses. Negro como la noche, lucía unas esmeraldas de ojos que al llegar la oscuridad revoloteaban ágiles y sueltas por el jardín, como esos bichos de luz que en la Argentina se llaman tucu-tucu. Este no necesitaba seducirte con sus gracias porque tenía casa, pero fanfarroneaba. No podía ignorar la rabia que te daba verlo invadir tu reino, refregar la espalda contra el pasto mientras tomaba sol, igual que el blanco. Alguna vez lo echaste y volvió. Al regresar yo misma de uno de mis viajes, los vecinos me contaron que Alcibiade ya no estaba. Esfumado. Desaparecido sin dejar rastros. Esta vez no necesité darme vuelta, buscarte con la mirada, sabía que encontraría tu sonrisa fugaz.

 

 

Alicia Dujovne Ortiz. Autora argentina. Reside en Francia desde 1978 donde se ha dedicado también al periodismo. Entre su extensa obra se encuentran las biografías María Elena Walsh (1979), Maradona soy yo (1993), Eva Perón. La biografía (1995) y El camarada Carlos (2007). Sus novelas incluyen Anita cubierta de arena (2003), Las perlas rojas (2005) y La muñeca rusa (2009). En 2004 le fue otorgado el premio Konex en homenaje a su trayectoria dentro de las letras hispanas.