El orden de los factores en literatura altera irremisiblemente el producto

Margo Glantz

 

 

Entro en materia: recuerdo y describo en este momento la que creo fue la vigésimo-quinta sesión, una de mis tantas visitas rutinarias al dentista, mientras oigo a Sviatoslav Richter ejecutando con furor y perfección un concierto de Liszt.

Instalada eternamente en un sillón reclinable que cuando empecé a venir a este consultorio era último modelo, espero a que mi dentista de cabecera entre en el cubículo número 2 que me ha tocado en suerte (hay cuatro, es decir, cuatro habitaciones donde los pacientes nos recostamos en sillones último-modelo-reclinables); espero a que examine mi boca y dé instrucciones a las técnicas dentales para que empiecen una operación interminable, definitivamente interminable.

Para calmarme lanzo de cuando en cuando miradas de complicidad a mis zapatos.

Me dan seguridad.

Las enfermeras van reclinando poco a poco el sillón, un poco más y el sillón se inclina, un poco más, un poco más, un poco más y a lo mejor nos entendemos luego, otro poco más, hasta que el sillón me deje en posición horizontal, a merced de mi médico de cabecera y las técnicas dentales.

Ya estoy postrada con mi delantal de bebé sujeto al pecho por unas pinzas parecidas a las de la ropa colgada en mi jardín (convertido en un vulgar quinto patio: toallas, calcetines, ropa interior, manteles, sábanas floreadas, y un tapete con huellas de orines y caca de mi perra, la Lolita, aunque murió hace diez años). El libro —siempre un libro diferente— descansa en mi regazo (he terminado varios), se trata esta vez de Experience de Martin Amis; habla adecuadamente de los terribles momentos que ha vivido por sus problemas dentales (genes polarizados: su madre buenas encías = malos dientes, su padre, malas encías = buenos dientes) (¿y sus huesos, tendrá buenos huesos?) (Más tarde mi implantólogo me explica que los de las mandíbulas superior izquierda y derecha son más blandos y que los de la mandíbula inferior, sobre todo en el centro de la boca, son más densos). Aunque él no lo sepa, Martin Amis me acompaña en mis tribulaciones: lo imagino desesperado como yo en el consultorio de su dentista, mucho más caro (supongo) que el mío, con la boca ensangrentada en Nueva York o en Londres (¿Seguirá yendo al dentista?).

La semana pasada (¿cuál?), en cambio, leía a Thomas Mann; admiro sin reservas su maravillosa prosa, relata con minucia asuntos desagradables: una obsesiva descripción de la decadencia, acecha a varios de los miembros de la familia Buddenbrook; su emblema son los dientes amarillentos y corroídos de Thomas, uno de los miembros de la familia de ese nombre y de la novela con la que obtuvo el Nobel cuando era aún muy joven, en 1928.

Mi padre fue dentista, una ocupación que no le gustaba en absoluto porque, como él decía, le daba horror la sangre. Mi padre era sobre todo un artista y le costaba ganarse la vida, pero no le quedaba más remedio que buscar alguna ocupación lucrativa, tenía varias hijas y debía mantenernos. Abrió un consultorio en el centro de la ciudad, en Vallarta número siete, y mi hermana mayor y yo jugábamos a curarnos y quitarnos los dientes, ocupábamos en alternancia el sillón reclinable —ahora sería una reliquia— y sacábamos uno a uno los instrumentos que se almacenaban en un armario de cromo y puertas y cajoncitos blancos que luego pasó a ser propiedad de mi sobrino, quien también estudió odontología con tan poca fortuna como mi padre. Los dientes siempre han sido una especie de obsesión para mí, por esa profesión temprana de mi padre y porque siempre he tenido mala dentadura, así que mi relación con el dentista ha sido perpetua.

Llevo quince años escribiendo este libro, ejemplo extremo de procrastinación memorable y llevo también el mismo número de años publicando fragmentos del mismo libro, una operación que podría describirse como una carnicería; como si me arrancaran un premolar, una muela del juicio o un colmillo, en espera de perfeccionar toda la dentadura con unas prótesis deslumbrantes.

 

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Si vas a uno de esos grandes almacenes y recorres esos grandes salones de muerte, ves carne y pescados y aves, todo muerto, desplegado allí ante ti. Y claro, dice Bacon, como pintor uno capta y recuerda esa gran belleza del color de la carne… Somos carne (meat), somos armazones potenciales de carne. Cuando entro en una carnicería pienso que es asombroso que no esté yo allí en vez del animal.

 

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Soy monótona y reiterativa: para escribir calzo siempre mis zapatos color verde fatiga de tacón mediano. ¿Sirven de amuleto, o son simplemente un fetiche? ¿Será urgente decidirlo ahora? Preciso, suelo también calzar otro par de zapatos verdes —esta vez verde Nilo— para visitar al dentista. Lo reitero, me dan seguridad.

¿Cómo definir esta obsesión?

¿La obsesión de los zapatos verdes?

 

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Francis Bacon afirmaba que sus obras provenían sobre todo de Velázquez y como ejemplo notable estaría la serie de más de cuarenta cuadros donde se destruye (¿o de-construye?) el retrato del Papa Inocencio X. Pinturas que anticipaban de manera impresionante la imagen que tuvimos del Papa Juan Pablo II, cuya última aparición en público reproducía esa mueca de terror tan frecuente en los cuadros del pintor inglés, me comenta Tadeo. Aún más, las referencias pictóricas a las que alude Bacon —sobre todo en las maltratadas reproducciones fotográficas que cubrían los muros y el suelo de su último estudio— son a menudo las mismas imágenes que perseguían a Picasso, a Grünewald (en especial, como ya lo indiqué, las crucifixiones), Tiziano, Rembrandt, Poussin, Goya, Ingres.

Bacon nunca quiso contemplar directamente el cuadro de Velázquez, aun cuando estuvo a unos cuantos pasos de la Galería Doria Pamphilj que lo alberga en Roma.

(Yo acabo de admirar ese retrato, en la exposición que el Grand Palais de París le dedica a Velázquez este año de 2015).

(Obviamente, en el cuadro del pintor español, Inocencio X tiene la boca cerrada).

Casi no existe ningún otro pintor que le otorgue tanta importancia a los dientes, sobre todo para representar el grito. ¿Y cómo representarlo, si no es con la boca abierta?

 

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Anita Pantin (9)
 

Profundamente enfrascada en mi lectura, echo periódica y mecánicamente una mirada de soslayo a mis zapatos (Keynehore, palabra hebrea contra la mala suerte). Ya son muchos los libros leídos en esta sesión —¿cuadragésima?— alargada en el tiempo como la sombra larga del poema del poeta colombiano José Asunción Silva (¿o pudiera ser la de un poema de E. A. Poe, la [sombra] del cuervo?), una sola sombra larga de sesión, jueves a las doce del mediodía, martes a las cinco en punto de la tarde, viernes a las nueve en punto de la mañana, lunes a las doce de 2001, año definitivo en la historia universal cuando volaron las torres gemelas de Manhattan; o 2008 en que estuve en la India, o quizás en 2014, año de la publicación de mi libro de memorias Yo también me acuerdo.

Pero sin importar el día ni el año, casi siempre estoy en el consultorio del dentista con la boca abierta: abra grande la boquita, dicen, inalterable y religiosamente el endodoncista, el implantólogo, el paradontólogo, el peri-implantólogo, el cirujano maxilo-facial, el ortodontista cuando iba con mis hijas a que les alinearan los dientes, el periodoncista o las técnicas dentales. A pesar de que tengo la boca siempre abierta en el sillón protocolario, no cuando espero (obviamente) y estoy leyendo una revista (Cosmopolitan) o un libro (Experiencia); tampoco cuando admiro la serie de retratos del Papa Inocencio X pintados por Francis Bacon.

Mi boca bien abierta, el doctor trabaja dentro de ella; la saliva escurre por las comisuras, a pesar del extractor (mi boca es pequeña, me cuesta trabajo abrirla, según lo requiere el trabajo de los dentistas o de las enfermeras).

En cambio, tengo la boca debidamente cerrada cuando leo tranquilamente un libro en mi casa, en el consultorio, ya acostada, esperando a que llegue el médico. Y como fetiche sobre mi falda —otro fetiche más para proporcionarme seguridad—, hay siempre un libro abierto de par en par, por ejemplo, hace algunos años, más de diez, Vértigo, del escritor alemán W.G. Sebald (cuya versión inglesa fue corregida por el propio autor y es mucho más correcta y bella que las vertidas a otras lenguas). Ese libro empieza narrando las peripecias del joven Stendhal —entonces, todavía Henri Beyle—, ferviente admirador de Napoleón y soldado en una de sus campañas en Italia. El adolescente, pues no es otra cosa, asiste arrobado a la representación de El matrimonio secreto, una ópera de Cimarosa, compositor altamente apreciado en esa época. Romántico, feo, tímido y apasionado, Beyle se enamora (me gusta la expresión francesa “tomber amoureux”, es gráfica) de la actriz que actúa como Carolina. Convencido de que esta corresponde a su infatuación sin importarle en absoluto, agrega Sebald: cuando la soprano luchaba por resolver airosamente los momentos más difíciles del aria, su ojo izquierdo se torcía y el canino superior derecho le faltaba.

Es evidente, lo sabemos bien, que cuando se canta ópera se abre muy grande la boca y los dientes aparecen en todo su esplendor o en su más absoluta decadencia.

 

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Peppiatt, biógrafo de Bacon, cuenta que Bernardo Bertolucci, fascinado ante la obra del pintor inglés, antes de filmar El último tango en París, llevó a Marlon Brando a la exposición, que sobre el artista se realizaba en el Grand Palais de París en 1971, y le pidió se inspirara en esos cuadros para que actuara en su película como lo hacían los personajes del pintor.

Y efectivamente, en los créditos de la película aparecen varios cuadros de Bacon a modo de apariciones fantasmales preliminares. (cfr. M. Peppiatt, Bacon. Anatomía de un enigma, Barcelona, Gedisa, 1999, pp. 292s). La interpretación de Brando ha sido sin lugar a dudas la primera y la mejor lectura que hasta hoy han tenido las pinturas de Bacon. Por otro lado, la vida de Bacon, particularmente su trágica relación con G. Dyer, fue llevada al cine por John Marbury en 1998: Love is the Devil: Study for a Portrait of Francis Bacon.

¿Será verdad que la interpretación de Brando ha sido la mejor lectura de la pintura de Bacon?

 

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La enfermera regresa, sigo con el libro colocado en mi regazo, la última frase flotando a medias en mi cerebro y mi boca de inmediato abierta de par en par, especie de reflejo condicionado, como si me hubiese transformado en un perro de Pávlov. Al lado mío, a mi derecha, donde también se colocan los dentistas o las enfermeras o técnicas dentales, la plataforma repleta de herramientas pequeñas, delicadas, precisas, exactas. Igualmente, el médico con su mordaza azul, sus instrumentos de tortura, sus guantes de látex delgadísimos que no impiden los movimientos ni la sensibilidad más delicada —evocan otros guantes, los que calzan otro tipo de piel, como la de mis zapatos más finos (los uso para escribir) o estos otros zapatos color verde, de lino y seda, adornados con estoperoles que calzo especialmente cuando acudo a la consulta (debajo del calzado, los huesos se deforman: uno adopta la forma de un martillo).

Ir al dentista se ha convertido en parte esencial de mi vida activa. Tanto, que suelo soñar con las sesiones interminables, cuando estoy sentada esperando que se desocupe alguna sala donde pueda acomodarme en un sillón reclinable, aunque desde que escribo tuits, me veo soñando con frases fulgurantes, las que, tuiteadas, puedan atraer más seguidores.

Anoche en una pesadilla se me caían los dientes. Abrí la boca, un agujero enteramente blanco, semejante al que pintó en el rostro de su personaje Edvard Munch.

Un psicoanalista diagnosticaría quizás un síntoma de inseguridad.

Preciso: en ese sueño estaba a punto de casarme.

Comento ese sueño con amigos: qué curioso, pienso, casi todos han tenido sueños parecidos y, para colmo, recurrentes. Blanca Estela soñaba a menudo que se le caían los dientes, luego los masticaba.

Me pregunto ¿cómo podía masticar sus propios dientes si ya no los tenía?

Otra amiga recuerda un sueño asimismo reiterativo: dentro de su boca sus dientes se pulverizaban.

En su Interpretación de los sueños Freud explica el significado de las pesadillas en donde los dientes son protagónicos. Traerlo aquí, a este consultorio, será un acto de justicia poética.

Leo en el google un inventario sobre sueños que se pretende hizo Freud, lo dudo, pero lo consigno:

Dientes. Los sueños en los que sus dientes se caen son muy frecuentes y existen varias interpretaciones, según la persona y su situación.

Los dientes representan la seguridad en nosotros mismos —son símbolo de nuestra felicidad (sonrisa) y apariencia.

Soñar que se caen los dientes representa el temor de hacer el ridículo en la vida real. Hace falta la seguridad necesaria para realizar una tarea específica, y al que sueña le preocupa que los demás se rían de él.

En los sueños los dientes representan fuerza —los utilizamos para morder, romper, masticar… En este sentido, si en su sueño se caen o se rompen, significa que en la vida real siente que no logra que los demás escuchen su opinión, sobre un tema concreto o uno en general. Tal vez está en una situación o una relación que le hace sentirse inseguro. Debe recobrar la seguridad en sí mismo, y debe aprender a expresar su opinión y sus ideas con mayor decisión.

Por otra parte, si sueña que sus dientes se están llenando de caries y se rompen, significa que debe tener cuidado en el trabajo. Algunos ofrecen otra interpretación de este sueño: la persona que sueña con dientes podridos o rotos se arrepiente de haber contado una mentira.

Trasmito aquí el sueño de un joven con pesadillas recurrentes donde su dentadura es protagónica. Sueña que le es imposible abrir la boca, como si tuviera atorados las piezas dentales adheridas a la mandíbula herméticamente sellada.

En otra ocasión, sueña que le brotaba una muela en la parte inferior derecha de su boca, nacida con el único propósito de destruir sus demás dientes.

Pide consejo a los lectores del google —es decir, el universo entero de quienes lo consultan— para resolver el enigma que esos sueños le proponen.

Dejo abierta su pregunta…

Me atraen los cuentos de Edgar Allan Poe, en especial aquel en que habla de Berenice, enterrada viva y despojada brutalmente de sus dientes por el protagonista del cuento; con espanto y pena repaso una y otra vez los terribles dolores de muelas y operaciones dentales que antes de morir sufrió Roberto Bolaño.

Y no se diga Drácula.

 

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Décima novena sesión.

Hoy (¿hoy?) ha caído en mis manos un folleto de una exposición de Francis Bacon en el Museo Aristide Maillol, mayo del 2004; una reproducción a color muestra al Papa Inocencio X aprisionado en su trono, lleva ropas talares y una corona.

Bien abierta, su boca lanza un grito (inmenso).

Los dientes, muñones excavados por la luz.

Once años más tarde, en junio de 2015, voy a la Fundación Vuitton, un edificio imaginado por Frank Gehry. Enormes espacios coronados por estructuras de vidrio transparente, como en el Guggenheim de Bilbao, le dan el aspecto de un barco de velas, reitera Wikipedia. Lo acepto y reitero, sobre todo después de haber releído con fruición “Juventud”, uno de los más hermosos relatos marítimos de Joseph Conrad.

Una exposición maravillosa en la primera sala. Se han reunido varios cuadros; entre otros, destacan dos de Francis Bacon frente a uno de Giacometti. El de Bacon, “Estudio para un retrato de 1949”, representa a un hombre encerrado en una caja de cristal; y sirvió quizás de modelo para otro cuadro, el retrato de Jean Genet de Alberto Giacometti, realizado entre 1953 y 1954. Ambos personajes están pintados en colores sombríos y van enmarcados por una especie de caja, abierta en Giacometti, y en Bacon encerrando al personaje, quien coloca con desesperación sus manos sobre los brazos de un sillón casi inexistente (me vienen a la mente esos instrumentos de tortura donde, sometidos a una fuerte descarga eléctrica, los condenados a muerte en los Estados Unidos se asían con fuerza inhumana al brazo del sillón): el hombre grita, su boca desmesurada y negra deja entrever su dentadura. Fuera de la cárcel de vidrio —un cuadrado transparente— una sombra azul poco delineada, lindando con lo humano, acecha.

Imagen reiterativa en Bacon —la serie de más de cuarenta retratos del Papa Inocencio X, preso en su sillón y cuidadosamente enmarcado o protegido (en o por) una caja lo confirma. Algunos críticos pretenden que este cuadro evoca el juicio de Eichmann en Jerusalén, separado del público y sus jueces gracias a un recinto de cristal transparente, mientras espera la sentencia del tribunal israelí que lo condenará a la horca.

Al fondo y en el centro de esta hermosa sala, aislado, ocupando un lugar especial, el famoso cuadro de Munch, llamado justamente así, “El grito”. Con las manos en la cara, el personaje grita, más bien aúlla, su boca es un agujero blanco: no tiene dientes. Detrás, en colores estridentes y con pinceladas vertiginosas, el paisaje grita también.

Me conmocionó la serie de tres autorretratos de Helene Schjerfbeck, muy poco conocida fuera de Finlandia. Acuarela, tempera, oleo en tonalidades mortecinas para dibujar sin compasión un personaje en distintas fases de su enfermedad. Aprieta con fuerza sus mandíbulas (asocio de inmediato: en las noches, mientras duermo, presiono tan fuertemente ambas mandíbulas una contra otra que mis dientes se han desgastado. Para remediarlo, el dentista me fabricó una guarda a la medida. Guarda que se ha revelado inútil, después de que una caries devastó una de mis muelas. En ella se apoyaba la prótesis perfecta con la que el dentista había logrado transformar la apariencia pasada de mi boca).

Acudo a la hipérbole —se neutraliza a sí misma— para intentar expresar el impacto que en mí produjo esta exposición.

 

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(Todas las lecturas son funcionales, tanto como la anestesia local).

(Joseph Conrad decía que escribir cada uno de sus libros le costaba un diente).

El orden de los factores en literatura altera irremediablemente el producto, escribo de nuevo yo, Nora García.

 

 

Margo Glantz. Narradora y ensayista mexicana de larga trayectoria. Entre su extensa obra se encuentran las narraciones Animal de dos semblantes (2004), Historia de una mujer que caminó por la vida con zapatos de diseñador (2005) y Saña (2006). Sus libros de ensayo incluyen Sor Juana. La comparación y la hipérbole (2000) y La desnudez como naufragio: borrones y borradores (2005). Es miembro de número de la Academia Mexicana de la Lengua y profesora e investigadora emérita de la UNAM.